miércoles, 5 de febrero de 2014

PADRE CALMEL: UNA SANTA RÉPLICA A LA RUPTURA LITÚRGICA

Para los fieles que conocieron la Misa tradicional y comprobaron las deficiencias evidentes del nuevo rito (incluso cuando se lo celebra con el mayor de los decoros posibles), y que no pueden asistir regularmente a la Misa de san Pío V por hallarse lejos del lugar de su celebración más próxima, surgen inevitables las inquietudes de conciencia acerca de la Misa nueva: si ésta es realmente válida, si confiere eficazmente la gracia, etc. No tratándose de asuntos sujetos a comprobación empírica ni pudiendo asumirlos como objeto de una elucidación al modo de las ciencias positivas, y careciendo de toda opción en lo referente al culto, es de creer que esta dolorosa pena resulte insoluble en esta vida. A no ser que, por un improbable que no cabe en las mientes de nadie, resulte ungido en el próximo cónclave un Papa que renueve explícitamente las condenas de un Pío X al modernismo y se avenga a restaurar la liturgia de siempre contra la acción disolvente de todos los zorros, lobos y chacales que han venido a ocuparse tan solícitamente del culto público.

No menor horror causa en los azorados testigos del caso el comprobar que, a la disrupción obrada en este terreno hace ya cuarenta y cinco años, no le siguiera una reacción condigna de parte de clérigos y fieles. Lo que, para mayor honor de la Desposada del Cordero, resulta felizmente contradicho por el ejemplo de unos pocos de sus hijos, como el que presentamos a continuación. En un articulo titulado Contrarrevolución litúrgica. el caso "silenciado" del padre Calmel la autora, Cristiana de Magistris, nos expone el coraje del dominico francés y su lucidez sin sombras acerca del carácter demoledor de los cambios introducidos en la liturgia, que (en mutua implicancia, según aquello de lex orandi, lex credendi) acabaría por afectar -apagándola- a la fe. Nótese el tenor de la justificación que Paulo VI hace de la ruptura, asumiendo a la nueva misa nada menos que como un «gimnasio de sociología cristiana». Nótese a su vez el reclamo de los novadores a la obediencia, virtud religiosa burlada por ellos sistemáticamente mientras no estuvieron al comando de diócesis y dicasterios.

Y admiremos juntos la perseverancia de este digno hijo del fundador de su Orden, hoy tan degradada. Bien supieron los antiguos que la resistencia equivale a la victoria.



Padre Roger Calmel, gloria oculta
de la orden de santo Domingo
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Religioso dominico y teólogo tomista de espesor poco común, director de almas apreciado y buscado por todo el territorio francés, escritor católico de una lógica convincente y de una claridad inequívoca, el padre Roger Calmel-Thomas (1914 - 1975) se distinguió durante los tumultuosos años del Concilio y del post-Concilio por su acción contrarrevolucionaria, ejercida -a través de la predicación, de los escritos, y sobre todo con el ejemplo- tanto en el plano doctrinal como en el litúrgico.
Pero en un punto muy preciso la resistencia de este hijo de santo Domingo ha alcanzado el heroísmo: la Misa, ya que es en la redención obrada por Cristo en el Calvario y perpetuada en los altares que se fundamenta la fe católica. 1969 fue el año fatídico de la revolución litúrgica, largamente preparada y finalmente impuesta por vía de autoridad a un pueblo que no la había pedido ni la deseaba. 
El nacimiento de la nueva Misa no fue pacífico. En oposición a los cantos de victoria de los novatores, se hallaban las voces de quienes no querían pisotear el pasado casi bimilenario de una Misa que se remontaba a la tradición apostólica. Esta oposición contó con el apoyo de dos cardenales de Curia (Ottaviani y Bacci), pero fue completamente ignorada. 
La entrada en vigor del nuevo Ordo Missae fue programada para el 30 de noviembre, primer domingo de Adviento, y la oposición no tendía a aplacarse. El mismo Paulo VI, en dos audiencias generales (19 y 26 de noviembre 1969), intervino presentando el nuevo rito de la Misa como la voluntad del Concilio y como ayuda a la piedad cristiana. 
El 26 de noviembre el Papa dijo: «el nuevo rito de la Misa: es un cambio que remite a una venerable tradición secular, y por eso afecta a nuestro patrimonio religioso hereditario, que parecía tener que disfrutar de una fijeza intangible, y que parecía tener que traer a nuestros labios la oración de nuestros antepasados ​​y de nuestros santos, y darnos el consuelo de una fidelidad a nuestro pasado espiritual que nosotros actualizábamos para transmitirlo luego a las generaciones venideras. En esta contingencia comprendemos mejor el valor de la tradición histórica y de la comunión de los santos. Toca este cambio el desenvolvimiento ceremonial de la Misa, y advertiremos, tal vez con un poco de molestia, que las cosas ya no se desarrollarán más en el altar con aquella identidad de palabras y gestos a la que estábamos tan acostumbrados, casi al punto de no prestarle más atención. Este cambio también afecta a los fieles, y quisiera concernir a cada uno de los presentes, quitándolos de sus acostumbradas devociones personales, o de su sopor habitual. ... ». Y continuaba diciendo que hay que entender el significado positivo de las reformas y hacer de la misa «un tranquilo pero comprometedor gimnasio de sociología cristiana». 

«Será bueno -advirtió Paulo VI en la misma audiencia- que comprendamos las razones por las que se introduce esta grave mutación: la obediencia al Concilio, que ahora deviene obediencia a los obispos que lo interpretan y ejecutan las prescripciones...» . Para sofocar la oposición al Papa no quedaba sino el argumento de autoridad. Y es sobre este argumento que se jugó todo el partido de la revolución litúrgica. 
El padre Calmel, que con sus artículos fue colaborador asiduo de la revista Itinéraires, había ya abordado la cuestión de la obediencia, que se convirtió en el post-Concilio en el argumento de punta de los novatores. Pero -así lo afirmaba él- es precisamente en virtud de la obediencia que debemos rechazar cualquier compromiso con la revolución litúrgica: «no se trata de crear un cisma, sino de conservar la tradición». Con silogismo aristotélico hacía notar: «la infalibilidad del Papa es limitada, por lo que nuestra obediencia es limitada», señalando el principio de la subordinación de la obediencia a la verdad, de la autoridad a la tradición. La historia de la Iglesia tiene casos de santos que estaban en conflicto con la autoridad de los papas que no eran santos. Pensemos en san Atanasio excomulgado por el papa Liberio, en santo Thomas Becket suspendido por el papa Alejandro III. Y especialmente en Santa Juana de Arco. 
El 27 de noviembre de 1969, tres días antes de la fecha fatídica en la que entró en vigor el Novus Ordo Missae, el padre Calmel expresó su rechazo con una declaración de excepcional importancia, publicada en la revista Itinéraires. 

«Yo me atengo a la Misa tradicional -declaró- aquella que fue codificada, pero no fabricada por san Pío V en el siglo XVI, de acuerdo con un uso plurisecular. Rechazo, por lo tanto, el Ordo Missae de Paulo VI. 

¿Por qué? Porque, en realidad, no existe este Ordo Missae. Lo que existe es una revolución litúrgica universal y permanente, permitida o deseada por el Papa actual, y que reviste, por el momento, la máscara del Ordo Missae del 3 de abril de 1969. Es derecho de todo sacerdote negarse a usar la máscara de esta revolución litúrgica. Y estimo que es mi deber como sacerdote negarme a celebrar la misa en un rito equívoco.
Si aceptamos este nuevo rito, que promueve la confusión entre la misa católica y la cena protestante -como afirman los dos cardenales (Bacci y Ottaviani), y como lo demuestran sólidos análisis teológicos- entonces pasaremos sin demora de una misa intercambiable (como lo reconoce, por lo demás, un pastor protestante) a una misa completamente herética y, por lo tanto, nula. Iniciada por el Papa, y luego por él abandonada a las Iglesias nacionales, la reforma revolucionaria de la misa conducirá al infierno. ¿Cómo aceptar el hacerse cómplice? 
Me preguntaréis: manteniendo la Misa de siempre de cara y contra todo, ¿has pensado en aquello a lo que te expones? Claro. Me expongo, por así decirlo, a perseverar en el camino de la fidelidad a mi sacerdocio, y por eso a rendir al Sumo Sacerdote, que es nuestro Juez Supremo, el humilde testimonio de mi ministerio sacerdotal. Me expongo también a tranquilizar a los fieles extraviados, tentados de escepticismo o de desesperación. Todo sacerdote, de hecho, que permanezca fiel al rito de la Misa codificado por San Pío V, el gran Papa dominico de la Contrarreforma, permite a los fieles participar en el Santo Sacrificio sin ningún posible equívoco; de comunicarse, sin el riesgo de ser engañados, con el Verbo de Dios encarnado e inmolado, vuelto realmente presente bajo las sagradas Especies. Por el contrario, el sacerdote que se conforma al nuevo rito, compuesto por varias piezas de Paulo VI, colabora de su parte para instaurar gradualmente una misa fraudulenta donde la Presencia de Cristo no será más auténtica, sino que se transformará en un memorial vacío; por lo mismo, el Sacrificio de la Cruz no será más que una comida religiosa donde se comerá un poco de pan y se beberá un poco de vino. Nada más: como los protestantes. La negativa a colaborar con la instauración revolucionaria de una misa equívoca orientada a la destrucción de la Misa, ¿qué desgracias temporales, qué daños podrá traer? El Señor lo sabe: por lo tanto, basta con su gracia. En verdad, la gracia del Corazón de Jesús, derivada hasta nosotros por el santo Sacrificio y por los sacramentos, basta siempre. Es por ello que el Señor nos dice con tanta tranquilidad: "el que pierda su vida en este mundo por mi causa, la salvará para la vida eterna". 
Reconozco sin dudar la autoridad del Santo Padre. Afirmo, sin embargo, que todos los Papas, en el ejercicio de su autoridad, pueden cometer abusos de autoridad. Sostengo que el papa Paulo VI cometió un abuso de autoridad de una gravedad excepcional, al construir un nuevo rito de la misa según una definición de la misa que ha dejado de ser católica. "La Misa -escribió en su Ordo Missae- es la reunión del pueblo de Dios, presidida por un sacerdote, para celebrar el memorial del Señor". Esta definición insidiosa omite a priori lo que hace la Misa católica, siempre y para siempre irreductible a la cena protestante. Y esto porque para la Misa católica no se trata de cualquier memorial; el memorial es de tal naturaleza que contiene realmente el sacrificio de la Cruz, porque el Cuerpo y la Sangre de Cristo están verdaderamente presentes en virtud de la doble consagración. Ahora bien: mientras esto aparece tan claro en el rito codificado por San Pío V de modo de no poder inducir a error, en aquel fabricado por Paulo VI permanece fluctuante y equívoco. Parejamente, en la Misa católica el sacerdote no ejerce una presidencia cualunque: marcada por un carácter divino que lo introduce en la eternidad, él es el ministro de Cristo, que hace la Misa a través de él; muy otra cosa es asimilar al sacerdote a un pastor cualquiera, delegado por los fieles para mantener el buen orden en sus asambleas. Ahora bien: mientras esto es ciertamente evidente en el rito de la Misa prescrita por San Pío V, se halla en cambio disimulado e incluso eliminado en el nuevo rito.
La simple honestidad entonces, pero infinitamente más el honor sacerdotal, me exigen no tener el descaro de traficar la Misa católica, recibida en el día de mi ordenación. Y como de lo que se trata es de ser leal, y sobre todo en una materia de una gravedad divina, no hay autoridad en el mundo, ni siquiera la autoridad pontificia, que pueda detenerme. Por otra parte, la primera prueba de fidelidad y de amor que el sacerdote tiene que dar a Dios y a los hombres es la de custodiar intacto el depósito infinitamente precioso que le fue confiado cuando el Obispo le impuso las manos. Es, sobre todo, sobre esta prueba de lealtad y amor que seré juzgado por el Juez Supremo. Confío que la Virgen María, Madre del Sumo Sacerdote, me obtenga la gracia de permanecer fiel hasta la muerte a la Misa católica, verdadera y sin inequívoco. Tuus ego sum, salvum me fac (soy todo tuyo, sálvame)».
Frente a un texto de este espesor y una toma de posición tan categórica, todos los amigos y partidarios del padre Calmel temblaron, esperando de Roma las penas más duras. Todos excepto él, el hijo de santo Domingo, que no dejaba de repetir: "Roma no va a hacer nada, no va a hacer nada ...". Y, en efecto Roma no hizo nada. Las sanciones no llegaron. Roma calló ante este fraile dominico que no temía a nada con excepción del Juez Supremo, a quien debía dar cuenta de su sacerdocio. 
Otros sacerdotes, gracias a la declaración del padre Calmel, tuvieron el coraje de salir al descubierto y hacer frente a los abusos de una ley injusta e ilegítima. Contra los que recomendaban la obediencia ciega a las autoridades, él mostraba el deber de la insurrección. «Toda la conducta de santa Juana de Arco muestra que ella ha pensado así: por supuesto, es Dios quien lo permite; pero lo que Dios quiere, al menos mientras me quede un ejército, es que yo libre una buena batalla y haga justicia cristiana. Luego fue quemada [...] Someterse a la gracia de Dios no significa no hacer nada. Lo que significa es hacer, permaneciendo en el amor, todo lo que está en nuestro poder [...] A quien no haya reflexionado sobre las justas insurrecciones de la historia, como la guerra de los Macabeos, las cabalgatas de santa Juana de Arco, la expedición de Juan de Austria, la revuelta de Budapest, a quien no haya entrado en sintonía con las nobles resistencias de la historia [...] yo le niego el derecho de hablar de abandono cristiano [...] El abandono no consiste en decir: Dios no quiere la cruzada, dejemos hacer a los moros. Ésta es la voz de la pereza». 
No se puede confundir el abandono sobrenatural con una obediencia supina. «El dilema que se plantea a todos -advertía el padre Calmel- no es elegir entre la obediencia y la fe, sino entre la obediencia de la fe y la cooperación con la destrucción de la fe». Todos nosotros estamos invitados a hacer «dentro de los límites que nos impone la revolución, el máximo de lo que podamos hacer para vivir de la tradición con inteligencia y fervor. Vigilate et orate». 
El padre Calmel había comprendido perfectamente que la forma de violencia ejercitada en la Iglesia post-Conciliar es el abuso de autoridad, aplicada exigiendo una obediencia incondicional. A la que el clero y muchos laicos se plegaron sin intentar ningún tipo de resistencia. «Esta falta de reacción -notaba Louis Salleron- me parece trágica. Porque Dios no salva a los cristianos sin ellos mismos, ni a su Iglesia sin ella».
«El modernismo hace caminar a sus víctimas bajo el estandarte de la obediencia -escribía el religioso dominico-, poniendo bajo sospecha de orgullo cualquier crítica de las reformas, en nombre del respeto que se debe al Papa, en nombre del celo misionero, de la caridad y de la unidad». 
En cuanto al problema de la obediencia en materia litúrgica, el padre Calmel señalaba: «la cuestión de los nuevos ritos consiste en el hecho de que son ambivalentes, por lo que no expresan de manera explícita la intención de Cristo y de la Iglesia. La prueba está dada por el hecho de que incluso los herejes los utilizan con tranquilidad de conciencia, mientras que rechazan, como siempre han rechazado, el Misal de san Pío V». «Hay que ser o tontos o miedosos (o lo uno y lo otro a la vez) para considerarse obligados en conciencia a leyes litúrgicas que cambian con mayor frecuencia que la moda femenina y que son aún más inciertas». 
En 1974 decía, en una conferencia: «la Misa le pertenece a la Iglesia. La nueva misa no pertenece sino al modernismo.Yo me atengo a la Misa católica, tradicional, gregoriana, ya que ella no pertenece al modernismo [...] El modernismo es un virus. Es contagioso y es menester rehuirlo. El testimonio es absoluto. Si rindo testimonio a la Misa católica, es necesario que me abstenga de celebrar otra. Es como el incienso quemado a los ídolos: o un grano, o nada. Así que: nada».
A pesar de la abierta resistencia del padre Calmel a las innovaciones litúrgicas, nunca llegó de Roma ninguna sanción. La lógica del padre dominico era demasiado apretada, su doctrina demasiado ortodoxa, su amor a la Iglesia y a su tradición perenne demasiado leal para que se lo pudiese atacar. No se intervino en contra de él, ya que no se podía. Entonces se envolvió el caso en el silencio más criminalmente cómplice, al punto de que el teólogo dominico -conocido, en parte, en el mundo tradicional francés- es poco menos que desconocido en el resto del orbe católico. 
En 1975, el padre Calmel se apagaba prematuramente, coronando su deseo de fidelidad y resistencia. En su Declaración de 1969 había pedido a la Santísima Virgen «permanecer fiel hasta la muerte a la Misa católica, verdadera y sin equívocos». La Madre de Dios colmó el deseo de este hijo predilecto, que murió sin haber nunca celebrado la misa nueva para permanecer fiel al Supremo Juez, a quien debía rendir cuentas de su sacerdocio.

Fuente: http://www.conciliovaticanosecondo.it/