La imagen de la estampita es de las más habitualmente vistas, con la Virgen sosteniendo al Niño en brazos, y ambos con el escapulario colgándoles de las manos. Lo decididamente increíble es la oración que se lee en el reverso, verdadero tropel de despropósitos en el que no se sabe ya qué admirar más: si los sonoros tropiezos del redactor, capaz de alternar sin prejuicios el trato del Tú y del Vos castizo (no el vos argentino); o el paso intempestivo de la persona de Jesucristo -a quien se dirige inicialmente- a la de su Madre; o bien las osadas, novedosísimas imágenes («más hermosa... que las flores y cañas de los ángeles»). No se pide el don de la perseverancia, o la victoria sobre el pecado, sino -con beata hiperbólica insolencia- simplemente el ser coronado. Y no le basta con suplicar la intercesión de la Virgen ¡ante los patriarcas, profetas, querubines, serafines!, sino que se añade -estrambote apto para volar cerebros-: «y todos los espíritus celestiales junto con los ángeles». Y habría un par de cosas más para señalar, en un conjunto al parecer insuperable.
Se constata el mimetismo formulístico que suele informar buena parte de estas pías tarjetas, aptas para soportar el quiasmo del veterano refrán y que de ellas se diga lo que éste atribuía a la volátil oralidad: scripta (magis quam verba) volant. Pero esta que reseñamos añade al psitacismo más descarado el oscurecimiento mismo de la razón: lote al parecer propicio al aciago fenómeno de la apostasía. Lo único que le falta a la oración, para ser justos, es la leyenda final: «con licencia eclesiástica».
La misma que está lista para aplicarse, en breve, en el anatema a proferir contra la buena doctrina.