Alguien tendría que advertirle al Santo Padre que sus sorprendentes máximas, si es que las inspira su declamado "Dios de las sorpresas" (que no, sin dudas, el Dios «admirable en sus obras y en sus santos»), corren el riesgo de causar un tedio insoluble a fuerza de atraer la atención por vías tan poco fecundas. Que acaba volviéndose repetitivo y machacón con sus sorpresas, que sus recursos resultan previsibles hasta el sopor. Y sobre todo: que si bien el foris canes del Apocalipsis no versa precisamente acerca de los perros sino de otra porción entre los protegidos de Su Santidad, lo cierto es que sirve a señalar con eficacia los límites de la Ciudad Celeste.
Goya. De los «Caprichos»: Tú que no puedes. |
Hay un poema de un autor francés poco traducido en nuestra lengua, Francis Jammes, contemporáneo y amigo de Paul Claudel, que se titula Oración para ir al cielo con los burritos. Allí se lee, a guisa de súplica final:
Dios mío,
haz que me acerque a Ti
con los burritos [...]
haz que,
en ese recreo de las almas,
inclinado sobre tus aguas divinas,
yo me parezca a los burritos
que contemplarán su pobreza humilde
y suave en la limpidez
del amor eterno.
Pero esto no deja de ser atribuible a la fantasía y a la emotividad del poeta, que quisiera rescatar para el Cielo todo cuanto cae bajo su simpatía cordial. La invención teológica de Bergoglio supone otra cosa, y el cielo que éste parece indicar -a juzgar por la ancha y espaciosa senda que señala como conducente a él- no debería ser otro que aquel cuyo ingreso custodia el can Cerbero.