Los faraones no habrán contado con una tan solícita compaña de operarios y estibadores de piedras para erigir sus presuntuosas pirámides -todos ellos rigurosamente anónimos- como los obispos conciliares cuentan con su mesnada de activistas de la disolución. La apostolica actuositas que el Vaticano II se encargó de descubrir no hizo, en rigor, más que hacer más rauda la pendiente, otorgando a un montón de pelafustanes el honor de ser maestros, dando la potestad a jovencitas de discoteca para que les enseñen el catecismo a los niños. Pero lo más saliente y que pasó menos observado, la obra que supera en extensión deletérea a la de cuanta herejía pudiésemos traer a cuento, es la vaguedad inconcebible que vino a cobrar la noción de «fe». Se sabe que las masas son emotivas, tornadizas, que tienen un talante más bien femenino. Pues bien: al arbitrio de las masas anárquicas se dejó librada la resignificación de aquella virtud teologal que nunca pudo identificarse mejor que ahora con la fides informis, aquella fe que vegeta fuera del orbe de la gracia habitual y que mantiene por ello al alma en peligrosa suspensión.
Los herejes históricos atacaban un punto o dos de la doctrina; el nuevo concepto de «fe», sin precisar aún nada de ofensivo, la ataca en su conjunto, ahumando la intelección misma de la fe. Dejando incólume el dinamismo obediencial -hoy devenido reflejo condicionado y salvoconducto para todos los agravios contra la ortodoxia- la nueva «fe del carbonero» carece del respaldo de la de antaño, que al menos reposaba en la garantía de que los pastores conducían al pasto. A expensas de una presunta "fe adulta" que bien pronto se reveló más bien adúltera, se cultivó la irrisión para con aquella fe que se suponía desvinculada de la razón, sin advertir que hoy se incurre más que nunca en esa misma tacha. El credo quia absurdum debiera ser el lema de multitud de ciegos que siguen a otros ciegos al abismo, entre cantos litúrgicos que parecen tomados de los estadios de fútbol o de las comparsas.
«Os di a beber leche, no alimento sólido» (I Cor 3,2), les decía san Pablo a aquellos corintios no suficientemente adelantados en la vida del espíritu. «Os di a beber aire, vanidad, nonada», podrían repetir los pastores de la iglesia conciliar a sus rebaños, para agregar: «según me lo pedisteis. Gustos son gustos. ¡Vamos! ¡A beber!».