viernes, 30 de agosto de 2013

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viernes, 23 de agosto de 2013

CUANDO EL BÁCULO GOLPEA SÓLO A LOS BUENOS

De tal manera ha cundido la acción deletérea en el seno de la Iglesia y tantas posiciones ha conquistado, que ya parece haberse instaurado en las sombras, para la defensa de las herejías y los escándalos, un mismísimo Tribunal de la Profana Inquisición. Instrumento tan eficaz que acaba por obrar una (digamos) contra-fagocitosis, asociando a las células malignas para neutralizar al más pronto todo indicio de reacción salutífera en el organismo. 

No descubrimos la pólvora con esto sino que cantamos el enésimo e inacallable treno: comprobado el avance fiero de las aguas -aquellas que lanza de su boca la Serpiente para ahogar a la Mujer «que huye al desierto»- no queda menos que clamar, siquiera borbotando. Inacallable el lamento, sí, como en el poema que Miguel Hernández dedicara a Bécquer, el «ahogado del Tajo»:

no, ni polvo ni tierra;
inacallable metal líquido eres.
Un flujo de campanas de bronce turbio y trémulo,
un galope de espadas de acero circulante jamás enmohecido,
te preservan del polvo

porque aun en las entrañas de las aguas hay la voz que toma a su cargo recordar la dignidad de la Verdad escamoteada. Y eso ocurre hoy literalmente en la Iglesia cuando se predica y se vive la doctrina de siempre, pese a la oposición enconada de tanta Jerarquía apóstata. Convenimos en que no es nuevo el sufrimiento de los santos a manos de sus superiores incomprensivos o maliciosos: piénsese, para traer apenas un par de ejemplos, en la prisión de san Juan de la Cruz o en los vejámenes de que fue objeto san José de Calasanz en su vejez de parte de aquellos que usurparon la jefatura de la orden por él mismo fundada. Lo novedoso hoy es la extensión que ha cobrado la aversión a la santidad, la obstinación con la que infaltablemente se persigue toda genuina resistencia católica a la degradación de la fe y la disciplina, aquí y allá y aún más lejos.
¿Dónde hiere el báculo?

El caso de los franciscanos de la Inmaculada ha pasado a ser lo bastante elocuente a la hora de ilustrar este estado de cosas. Hartos de oír que «no importa quién le dé de comer a un niño hambriento, si un católico, un judío o un muslim», asqueados de tanta agachada ecuménica y tanta almibarada lisonja a nuestros cainitas «hermanos» de la medialuna, cedamos la última palabra a alguien que puede hablar con perfecto conocimiento de causa de las peripecias de los frailes, perseguidos en África por los musulmanes y rematados en Roma por la Curia nunca reformada. Se trata del padre de una joven de dieciocho años de nombre Clara, recién regresada de una misión transcurrida en Nigeria por el término de un mes con las monjas de la orden. Así se expide Alessandro Gnocchi en Corrispondenza Romana: 


La misión nigeriana, como debieran saber todos aquellos que hablan de este instituto, está en riesgo cotidiano de martirio. Allí hay hijos e hijas del padre Manelli [nota: Stefano, el fundador] que cada día arriesgan la vida en nombre de Jesucristo y, justamente por esto, prospera una de las empresas espirituales más florecientes del instituto: cuarenta aspirantes varones y treinta aspirantes mujeres en un país de mayoría musulmana, donde las sectas protestantes hacen todo lo posible por destruir cuanto construyen los católicos, donde arrecian las iglesias más impensadas, donde los paganos que consuman sus sacrificios humanos poco lejos de los conventos dejan los restos de las víctimas por las calles en honor de sus demonios, donde en las jornadas de ritos caníbales las mujeres no pueden salir de casa bajo pena de muerte. Es el mundo de "Apokalypto" antes de la llegada de los españoles.
Las hermanas no pueden salir nunca solas y, en ciertas ocasiones, arriesgan la vida con sólo mostrarse. Y sin embargo, como los frailes, continúan llevando a Cristo allí donde no está y a quien no lo conoce. Junto a los frailes procuran bautismos, la administración de los sacramentos, la celebración de Misas: arrancan literalmente almas y cuerpos al demonio. Luego de cada nueva conversión regresan frecuentemente donde los nuevos cristianos para evitar que su fe se entorpezca y caiga de nuevo presa de las falsas religiones y, con ellas, de la desesperación. Apenas descendida del avión, Clara ha sido llevada al leprosario para rezar el Rosario de rodillas delante del lecho de una enferma que estaba muriéndose, porque a las almas se las custodia a fondo y no basta con llenar las panzas.
La oración ha sido el hilo de oro que marcó la vida de mi hija por todo el mes: el mismo que marca por años la vida de la misión, porque es éste aquel que marca la vida de las monjas y los frailes franciscanos de la Inmaculada. Después, recién después, viene la asistencia material, allí, en el mundo de "Apokalypto" en el que, no obstante todo, las monjas y frailes vestidos de azul son otras tantas notas de alegría. «De noche -me contó Clara- me venían ganas de llorar por lo que veía de día. Había visto el infierno mientras yo me sentía en el paraíso. No es la pobreza y no es la miseria las que hacen llorar, sino la desesperación de un mundo sin Cristo. De día sentía las voces de los muezzin, de noche los tam tam de los ritos paganos, y comprobé con la mano que el demonio existe de veras, probé en mi propia piel que la religión verdadera es una sola y es la nuestra. El escudo más poderoso contra la presencia del demonio era el canto gregoriano de los frailes y las monjas, el Rosario recitado continuamente, las vigilias y las Misas celebradas como gusta al Señor.»
«Clara, si queremos que nuestra misión se vuelva aún más floreciente -le dijo una monja a mi hija poco antes que ésta partiese- es menester que alguna de nosotras muera y ofrezca su vida, porque no hay nada más fecundo que la sangre ofrecida por Jesús. Los frailes ya murieron, ahora nos toca a nosotras». Son pobres, pequeños hechos, pequeños frutos desparramados en el África profunda, que no obstante muestran de qué pasta son las raíces del árbol plantado en el firme terreno de la fe católica por el padre Manelli en 1970.
La impronta de aquellas monjas y de aquellos frailes que aceptan el martirio para hacer florecer la vida cristiana es la suya. Desde hace años, este hombre vive en el sufrimiento como su padre espiritual san Pío de Pietrelcina. Hace un tiempo, cuando los médicos no sabían qué hacer para curarlo del mal que lo atormentaba, un sacerdote que lo conoce bien me dijo: «los doctores están intentando de todo, pero no alcanzan a hacer nada porque no entienden que este hombre está ofreciendo sus sufrimientos por el bien de la Iglesia. Ha elegido llevar en su cuerpo las llagas del Cuerpo Místico». No hace falta teologizar demasiado: basta con estar cinco minutos delante del padre Stefano para entender qué tan íntimo le resulta el sufrimiento, cuánto lo desee aun temiéndolo, y cuánto ofrezca los beneficios y bendiciones que a él descienden.
Padre Stefano Manelli
Hace dos años me encontré con él en el santuario del Zuccarello de Nembro, cerca de Bergamo, para la Misa en memoria de su mamá. Estaba sentado en la sacristía, encorvado sobre la silla, con dificultades incluso para atender a quien lo saludaba. «¿Cómo está, padre Stefano?». Estiró los brazos cuanto pudo y susurró: «se está así, en la Cruz». Con Mario Palmaro acababa yo de escribir un libro sobre el padre Pío, pero fue delante de ese hijo espiritual suyo que probé finalmente una brizna de verdadera compasión por el sufrimiento que había descrito indignamente con las palabras.
Hace tres meses volví a verlo, poco antes que explotase la bomba del comisariado. Estaba inquieto, pero más por la suerte de la Iglesia que por la de su fundación. «A esta altura sólo puede salvarnos el triunfo del Corazón Inmaculado de María. Estamos en el tiempo que el padre Pío llamaba de las cuatro T: todo tinieblas (tutte tenebre)». «¿Y qué podemos hacer, padre?». «Hace falta prepararse, orar y continuar la batalla. Y luego -agregó con su sonrisa un poco de viejo y un poco de niño- quedan las cuatro T de la luz: todos franciscanos de la Inmaculada (tutti francescani dell´Immacolata).»
Nos hallábamos en Sassoferrato, en el seminario de la orden. Una construcción enorme vaciada de vocaciones por los frailes menores y vuelta a llenar por los franciscanos de la Inmaculada. Un edificio en el que estos frailes saludan a quien sea con el espléndido «Ave María» y viven codo a codo con la Señora Pobreza. En sus casas la pobreza es la verdadera, no la exhibida al objetivo del fotógrafo ni aquella predicada a los demás. Se la practica en uno mismo y, literalmente, se la respira apenas se atraviesa el umbral de cualquiera de sus conventos. No en las Iglesias, porque allí debe residir toda la esplendidez posible para el Señor, según quería el padre Francisco [de Asís]. Pero en sus casas puede vivir solamente aquel que decide y acepta ser verdaderamente pobre.
La renuncia a todo, pero de verdad a todo cuanto el mundo pueda ofrecer de apenas confortable, atenacea la garganta: te sofoca o te santifica. «Si hubiera querido cuidarme las uñas y contar con agua caliente todos los días -explicó una monja de veintidós años a mi esposa- me hubiese quedado en mi casa». En un mes de misión, mi hija Clara no se miró nunca al espejo: sólo contaba con uno pequeñísimo para controlar si se había pescado las pulgas. El único espejo consentido a las hermanas franciscanas de la Inmaculada es el cuadro de la Virgen. Quien busca la oleografía y lo pintoresco y piensa en los conventos del turismo espiritual que hoy están de moda, evite cuidadosamente las casas y conventos de los franciscanos de la Inmaculada. Confundiría con incuria y abandono la santa indiferencia que estos frailes y estas monjas nutren hacia las cosas del mundo. 

sábado, 17 de agosto de 2013

APOSTASÍA Y TITANISMO

Así como hay quienes proponen leer el sucinto relato bíblico de la edificación de la Torre de Babel no como historia sino como profecía, aplicándolo a la consumación futura de la Civitas Hominis, así también -y sin la menor pretensión exegética, que sabemos cuánto nos huelga el sayo- creemos pueda interpretarse ese oscuro pasaje del Génesis (6, 1-4) antepuesto al relato del diluvio, al menos y un poco libremente como týpos  o figura de los sucesos preparusíacos. Hay un elemento que alienta esta hermenéutica, y es que el diluvio universal, por la latitud de su alcance y por su carácter punitivo, anticipa en la remota bruma antehistórica la universal conflagración del fin.

Dice el texto en cuestión: «viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí cuantas de entre ellas más les gustaron (...) En aquel tiempo había gigantes en la tierra, y también después de que los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres y éstas les engendraron hijos», a lo que Dios respondió con el diluvio.

Los exegetas han tropezado desde siempre con este pasaje: los hijos de Dios, ¿designan por ventura a la progenie de Set, mientras que «hijas de los hombres» se refiere a la estirpe cainita? ¿Y por qué de esa concupiscente cruza, de esa promiscuidad poligámica, nacerían gigantes? ¿O bien hay que entender este pasaje como cita implícita de ciertas tradiciones de pueblos próximos a Israel, que -como luego se reflejaría en la mitología griega- creían en una multitud de dioses, en la posibilidad de su connubio con humanos, y en el carácter titánico y depravado de su descendencia?

Para nuestra proyección antitýpica, los «hijos de Dios» evocan inevitablemente a los que adquirieron la divina filiación adoptiva, a los cristianos que, luego de sufrir la Iglesia prolongado asedio y de ver caer sus certezas como por cansancio, «tomaron para sí» cuantas máximas mundanas y espejismos de doctrinas más les gustaron. Se trata de la apostasía, de la que brota esa estirpe de gigantes (o Übermenschen, para usar la célebre pintura nietzscheana) capaces de pisotear toda ley. San Pablo (II Tes. 2, 8) emplea el término ánomos para retratar a este cíclope de las postrimerías.

Lo que ocurrió en la Iglesia después del último concilio ecuménico es una a modo de mimetización con la marcha de la historia moderna, en la que la hybris de la ruptura se impuso con tal poder de persuasión que las masas embriagadas están segurísimas de hallarse en tiempos cualitativamente superiores al vasto y ya incognoscible pasado que los parió. Así, ocupando el vagón de cola del vertiginoso y ciego tren de la modernidad, la jerarquía eclesiástica de nuestros días no oculta su desafección por la doctrina de siempre, ni le escuece en el ánimo el rechazar abiertamente los modos y la disposición adorante de los cristianos de dos milenios.

A imagen de la pandemia que cundió en el orbe de las artes en el último siglo (sin memoria de lo recorrido ni sospecha de la decantada riqueza resultante), que las instó a ofrecer ora la música atonal, ora la poesía pura o la pintura no figurativa, la Iglesia decidió crearse una nueva liturgia y revisar algunas de sus convicciones más irrenunciables. De resultas de ello, el Cristo que se predica en la Iglesia a-histórica y amnésica luce forzosamente desustanciado, y no podría ser de otro modo: un Verbo sin los efectos de su Encarnación, y por lo tanto inabordable, formulístico y vago; un Cristo para todos (pro omnibus), como si la redención no se nos diese por gracia sino por necesidad (y, como para todos, para nadie); un amabilísimo nombre de Jesús tratado no según lo que suscitara en un san Bernardo, con aquello de mel in ore, in aure melos, in corde iubilus, ya no: apenas una sonora sortija, un recurso por siempre aprehensible para las veleidades oratorias de tanto pastor de almas.

Consta que un desorden tal no puede resultar sino el medio nutricio del hombre fáustico. De allí la gravedad de la restricción para celebrar la Misa Tradicional que se impuso a una de las congregaciones religiosas más vigorosas de la Iglesia, notoria por contraste entre la marea de órdenes caducas. No sólo se deroga de facto la bula Quo Primum (1570) de san Pío V, que se adelantaba a cualquier eventual atropello en este terreno, concediendo una suerte de permiso sempiterno para celebrar la Misa fijada en Trento y remontable a los tiempos apostólicos; no sólo se pisotea el motu proprio Summorum Pontificum, de Benedicto XVI, que reivindicaba la liturgia ya penosamente en desuso como «sagrada para nosotros, porque lo fue para los que nos precedieron», facilitando los instrumentos para celebrarla. Lo que late en el fondo de este lamentable decreto es el avance del positivismo jurídico en el seno mismo de la Iglesia, por el que -según sabiamente lo señala Roberto De Mattei- «se reduce el derecho a un mero instrumento en las manos de quien tiene el poder. Según el positivismo jurídico que penetró en lo íntimo de la Iglesia, es justo aquello que la autoridad promulga». Éste «invierte los términos y sustituye el ejercicio de la lex a la legitimidad del ius. En la ley se ve sólo la voluntad del gobernante y no el reflejo de la ley divina, para la cual Dios es el fundamento de todos los derechos».

Un trágico malentendido en torno al concepto de obediencia permite que tales bravatas tengan cómodo curso, porque se prefiere obedecer a los hombres antes que a Dios. El fideísmo que se apoderó del corazón de tantos fieles auspicia una especie de sumisión a los "hechos consumados", identificándolos sin reservas con la Providencia y la Voluntad divinas. Y la pastoralidad en boga -léase pragmatismo, que no dudaría en corregir al Señor, haciendo de Marta «aquella que eligió la mejor parte»-, le sirve en bandeja el gobierno de la Iglesia a un hombre evidentemente hambriento de poderío, cuya actuación (promesa de titanismo demoledor, que no de auténtica reforma) todavía está ¡ay! por verse.


lunes, 12 de agosto de 2013

NOS CORREN CON LA CARIDAD

En la jerga trajinada por el nuevo catolicismo post-conciliar (o conciliarista, lo mismo da, pudiendo definirse muy lato sensu al conciliarismo como «la adscripción de toda realidad a un esquema provisional porque deliberativo, reversible porque sujeto a indefinición última, y carente de un principio de unidad que sustente y al que revierta el orden de los seres»), en la neoparla, decimos, impuesta por la paideia modernista, hay un término que, otrora acuñado en oro, ha sido refundido en oropel, y éste es «caridad».

De sobra se sabe, a expensas de Gramsci y de Mao, que la re-semantización de las palabras es recurso predilecto de la praxis revolucionaria. Cambiar el lenguaje es cambiarle el alma a los pueblos, y no debe haber constatación más preciada para tanto endemoniado articulador de autómatas que la de reconocer que éstos acaban por hablar conforme al libreto. Es la hora del purulento éxito de quienes, como Sartre, sostienen una singular antropología: la del hombre deshaciéndose y rehaciéndose a sí mismo, a discreción. A trueque del imposible detrimento que busca infligirse a la sustancia, del desfacimiento del ser, los traficantes de escombros se dan por satisfechos con alterar profundamente los usos idiomáticos, con trocarle al hombre sus convicciones más elementales. Éste es todo el sucedáneo nihilista de "creación".

Que la revolución de los paradigmas que trajo la modernidad responda a un notable viraje espiritual, a la vez que lo fomenta, es cosa averiguada con sólo volcar la mirada sobre el orbe de los hechos históricos. Que esta revolución pugna -al menos desde los días del catolicismo liberal decimonónico- por entrar a saco en la Iglesia, trasegando en ella su licor tóxico, resulta no menos evidente. Y que este propósito fue en gran medida alcanzado en nuestros días, en los que resulta cada vez más arduo compaginar el magisterio actual con el perenne, admítalo quien tenga los ojos sin vendar.

Tan grande es el término elegido para transmutar, en el caso de «caridad», que corresponde nada menos que a uno de los nombres de Dios, apropiado a la Tercera Persona divina. Y tan primordial relación guarda con la vida íntima de Dios, que aun el término con el que nombramos a la efusión de esa misma vida sobrenatural en el hombre, cual es «gracia», tiene con «caridad» una estrecha correspondencia etimológica que sigue a una misteriosa identidad recíproca. Recuérdese que del griego cariV (cháris, gracia) proviene el latino charitas.


La caridad practicada con los hombres depende tan estrechamente del amor de Dios, que con él se identifica. Así lo enseña el Aquinate: una misma caridad es aquella por la que amamos a Dios y al prójimo (S.Th. IIa IIae, q. 103, 3). Y por eso el Señor, al momento de sintetizar toda la Ley en dos únicos mandamientos, después del mandato de amar a Dios con una disposición totocorde, con todas las fuerzas, anticipa que «el segundo es similar a éste, secundum autem simile est huic», y entonces sí se expide sobre el amor al prójimo. Ahora bien: nosotros no podemos amar concretamente a Dios sin antes conocerlo, y no es sino por la fe como llegamos a su conocimiento, siendo la fe no un vago sentimiento de adhesión a Dios sino un asentimiento pleno a todo cuanto a Él plugo revelarnos. La procedencia de la caridad respecto de la fe es tan incuestionable como la de lo querido respecto de lo conocido: contraponer una cosa a la otra es mutilar el orden óntico y conspirar contra la verdad. 


Contra esto, lo que hoy se pretende y con lo que se machaca aviesamente es una caridad sin certezas, sin defensa de la Verdad. Al punto que se fustiga como "falto de caridad" a todo discurso que combata al error, incluso y especialmente a aquel que se sirve desenmascarar los errores públicos consagrados por la revolución mental. Las obras de misericordia se reducen, si mucho, a las corporales; y Cáritas -devenida una de esas "ONG piadosas" que el Papa ora cuestiona y otrora avala- sigue proponiendo, contra todo sentido de realidad e incluso contra la palabra misma del Redentor («pobres tendréis siempre entre vosotros». Jn. 12, 8) un programa utopista y lisonjero bajo el slogan de «Pobreza cero» que constituiría una auténtica burla a los necesitados si antes no fuera un agravio a la inteligencia. Hace no más un año, quien había sido presidente de Cáritas Argentina fue descubierto in fraganti vacacionando con una amiga en playas caribeñas, y se supo que ambos se alojaban en hoteles de cinco estrellas. Éste es todo el fruto que cabe esperar de la caridad sin la verdad.

Los rusos fueron geniales en esto de calibrar la mentira o el trastorno latentes en las proclamas filantrópicas de ciertos santones de la publicidad. Soloviev anticipó el carácter aparentemente generoso del Anticristo, un benefactor de los hombres capaz de olvidar la justicia retributiva en función de una pura justicia distributiva. Dostoievski crea, en la figura de Iván Karamazov, a uno (según lo describe Guardini) «atormentado por un sentimiento profundo, aunque destructivo, de compasión por la miseria de los hombres, compasión, empero, meramente instintiva, sin ningún carácter de purificación ética. Las raíces de la compasión de Iván están en la vida puramente vegetativa que, en su caso, es enferma. De allí proviene su estremecida conmoción por los dolores del mundo». Cuando no hay auténtica caridad, está visto que en su lugar se emplaza la impostura o la patología.

La actualidad de este tema es tal que nunca se insistirá lo bastante sobre él. El drama de nuestros días estriba, en buena medida, en la falsificación propagandística de la caridad, herramienta privilegiada del Maligno para promover la auto-adoración sacrílega del Hombre. ¿Será mucho recordar a nuestros pastores (a cual más empinado por su bonhomía y sus manieras cariciosas, por su explícito ecumenismo pan-cúltico y su solícita confusión de «Iglesia» con «humanidad») que la caridad no puede coexistir con el pecado, y menos con el de apostasía?

martes, 6 de agosto de 2013

LA DESVIRILIZACIÓN DE LA LITURGIA EN LA MISA NOVUS ORDO

por Fr. Richard G. Cipolla, Ph. D.
(traducción del original inglés por F.I.) 


Una rápida ojeada al gúgul (google) nos permitió reconocer que este invalorable artículo no había sido aún vertido a nuestra lengua. Lo ofrecemos para inaugurar una sección que constará de escritos de ajena pluma y singular provecho, todos a encolumnarse en el renglón derecho de nuestro blogue y bajo el rótulo general de «Jugo de doctrina sobre fe y liturgia».

Bien dijo el genial Nicolás Gómez Dávila que «la actual liturgia protocoliza el divorcio secular entre el clero y las artes». Sin merma de lo cual, conviene añadir -y es la tesis del autor del artículo que presentamos- que la liturgia actual también favorece una disposición psicológica adversa a la contemplación y, a la vez que fija a la feligresía en un infantilismo sin retorno, promueve una nueva forma de clericalismo en la que el sacerdote se aviene a serlo todo menos sacerdote. El despotismo manifiesto en el desprecio de la doctrina perenne sobre fe y moral y en los embates contra la celebración de la Misa Tradicional es el signo más evidente de ese clericalismo, tanto más dañoso cuanto más adopta una apariencia horizontalista y "compinche".




LA DESVIRILIZACIÓN DE LA LITURGIA EN LA MISA NOVUS ORDO


La correspondencia entre el cardenal Heenan de Westminster y Evelyn Waugh antes de la promulgación de la misa Novus Ordo es suficientemente conocida, y en ella Waugh emite un cri de coeur acerca de la liturgia post-conciliar y encuentra un oído condescendiente, si bien ineficaz, en el cardenal. Lo que no es igualmente conocido es el comentario del cardenal Heenan al Sínodo de los Obispos en Roma luego de que la misa experimental, Missa Normativa, fuera presentada por primera vez en 1967 para un número selecto de obispos. Este ensayo se inspira en las siguientes palabras del cardenal Heenan a los obispos reunidos:

«en casa, no sólo las mujeres y los niños sino también los padres de familia y los varones jóvenes concurren regularmente a misa. Si tuviéramos que ofrecerles el tipo de ceremonia que presenciamos ayer nos quedaríamos pronto con una congregación de mujeres y niños»



Aquello a lo que el cardenal se estaba refiriendo estriba en lo más íntimo de la forma Novus Ordo de la misa romana y a los consiguientes y profundos problemas que afligieron a la Iglesia desde la imposición de la forma Novus Ordo en la Iglesia en 1970. Uno podría verse tentado a cristalizar en fórmula aquello que el cardenal Heenan experimentó como «la feminización de la liturgia». Pero este término resultaría inadecuado y, a la postre, engañoso. Porque hay un auténtico aspecto mariano en la liturgia que resulta, por eso mismo, femenino. La liturgia alumbra (da a luz a) la Palabra de Dios, la liturgia hace nacer el Cuerpo de la Palabra para ser adorado y ofrecido como Alimento. Una terminología más correcta podría expresar que en el ritual Novus Ordo de la misa la liturgia ha sido feminizada. Hay un famoso pasaje en el De bello gallico de César en el que éste explica por qué la tribu Belgae tenía tan buenos soldados. Y lo atribuye a su falta de contacto con los centros de cultura del tipo de las ciudades. César creía que tales contactos contribuían ad effeminandos animos, a la feminización de los espíritus. Pero cuando se habla sobre la feminización de la liturgia se corre el riesgo de ser malentendido, como si se devaluara lo que significa ser mujer, o incluso la misma femineidad. Sin adoptar tanto como la perspectiva “machista” de César acerca de los efectos de la cultura en los soldados, se puede ciertamente hablar de la desvirilización del soldado, que mina su fuerza y disuelve su actuación específica. No se trata de un descenso hacia lo femenino. Más bien describe el debilitamiento de lo que se entiende ser un hombre.



Éste es el término, desvirilización, que pretendo emplear para describir lo que el cardenal Heenan vio aquel día de 1967 en la primera celebración de la misa experimental. En esta forma Novus Ordo (que el motu proprio de Benedicto XVI Summorum Pontificum, un tanto embarazosa aunque comprensiblemente llama la Forma Ordinaria del rito romano) la liturgia ha sido desvirilizada. Se debe atender al significado de la palabra vir en latín. Sea vir que homo, ambos términos significan “hombre”, pero es sólo vir aquel que tiene la connotación de “héroe varón”, y es la palabra que a menudo se usa por “esposo”. La Eneida comienza con las célebres palabras arma virumque cano («les canto a las armas y al héroe varón»). Lo que el cardenal Heenan reconoció anticipada y correctamente en 1967 fue la virtual eliminación de la naturaleza viril de la liturgia, la sustitución de la objetividad masculina -necesaria para el culto público de la Iglesia- por la blandura, el sentimentalismo y la individualización centrada en la persona maternal del sacerdote.



El pueblo, durante la liturgia, permanece de cara a la misma en una relación mariana: atención, receptividad, meditación, en la espera de ser saciado. Durante la liturgia es el sacerdote quien pronuncia, anuncia y confiesa la Palabra para que la Palabra devenga Comida para aquellos que participan de la suprema puesta en acto de la Ecclesia, que es la liturgia. Es el sacerdote quien ofrece a Cristo al Padre, y es este acto el que comprende la función específica de lo que se entiende por ser un sacerdote. Y así, la función del sacerdote como padre señala su papel no meramente en la función sino en la verdadera ontología de la sexualidad. El sacerdote se yergue ante el altar in persona Christi, in persona Verbi facti hominem, y esto no simplemente en tanto homo, palabra que en cierto sentido trasciende el sexo, sino in persona Christi viri: en el sentido de que homo factus est ut fiat vir, ut sit vir qui destruat mortem, ut sit vir qui calcet portas inferi (« Dios se hizo hombre para ser aquel héroe varón que destruya la muerte y aplaste con su propio pie las puertas del infierno»).



La desvirilización de la liturgia y la desvirilización del sacerdote para todo propósito práctico no pueden ser separadas. En lo que sigue quisiera (aunque a modo de esbozo y en forma incompleta) hablar primeramente en términos más específicos acerca de la desvirilización de la liturgia en sí misma en la forma Novus Ordo del ritual romano. Luego abordaré la obligada (en tanto derivada del ritual desvirilizado) desvirilización del sacerdote, valiéndome para ello de ejemplos concretos. 



La descripción de la liturgia romana usando adjetivos como “austera”, “concisa”, “noble” y “simple” es un lugar común entre muchos que han escrito sobre la liturgia en el moderno movimiento litúrgico del siglo veinte. Muchos de estos escritores, con todo, han romantizado esta austeridad del ritual romano, o la han usado para impulsar su propia agenda consistente en despojar el rito del crecimiento orgánico de las edades, etiquetando este crecimiento orgánico con términos censuradores tales como “adiciones galicanas” o bien “inútiles repeticiones”. Más que designar al ritual romano como austero -un adjetivo que con razón conlleva matices puritanos-, es mejor hablar de masculinidad o virilidad del ritual romano tradicional. Hacerlo exige necesariamente una definición de masculinidad en este contexto. Esto es algo difícil, y tal asunto requiere un estudio más profundo. Con todo, ofreceré algunas características del ritual romano tradicional que ayudan a explicar, en el contexto de aquel rito, lo que entiendo acerca de la masculinidad y virilidad que le son inherentes.