lunes, 16 de febrero de 2015

EL CARNAVAL LITÚRGICO

Estimado Sr. Expectacione:

pienso que estas carnestolendas pueden ser la circunstancia oportuna para confiarle mis penas, que seguramente serán las de muchos (y también las suyas, presumo). Trataré de extraer, del caso particular que le detallo, una conclusión de más amplio alcance. Si estas líneas merecen la publicación en su blog, las dejo a su entera disposición.

Me refiero al fenómeno nunca bastante execrado de las comparsas litúrgicas, esa suerte de siniestra mojiganga con que se pretende rendir culto a Dios en nuestros desolados templos. Resulta que ayer domingo, por ausencia del párroco, debí asistir a Misa a un pueblo cercano al mío. A nadie sorprenderá que le refiera los múltiples abusos que desfilaron por mis retinas, delicias del Novus Horror Missæ para uso de devotos atontados. El presbiterio, que en la Misa de siempre no debía ser hollado por mujeres, ahora tenía tres hembras junto al ambón (una para cada lectura y otra para el salmo). En el otro lateral del presbiterio, una señora, micrófono en mano, introducía cada una de las partes de la Misa con explicaciones, como si se tratara de un acto escolar. Era un alud de verborragia imponiéndose sobre los despojos del irreconocible rito católico... Para botón de muestra, antes de comenzar la celebración, a propósito del episodio del leproso de Mc. 1 : 40 hubo que escuchar de labios de esta relatora que Jesús «vino a romper tabúes»; luego, antes de la lectura del Evangelio, que Jesús «vino a superar las prescripciones legales», cuando en la Escritura dice más bien que mandó al leproso recién curado a presentarse ante el sacerdote y hacer por su purificación «la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio». No les alcanza con degradar el culto que ya se meten a manipular la palabra divina sin empacho.

No le cuento los cantos, la sensiblería insufrible de cada una de las canciones entonadas con guitarra rasgueada a puro zarpazo. Hasta se le animaron tímidamente a alguna modesta polifonía (dos voces) en el final de una de las canciones, pero con resultado hiriente para los tímpanos, desafinando feo. Ni le digo los pantalones de las "sacerdotisas", apretándolas como a embutido, lo que no les impedía hacer las debidas genuflexiones ante el tabernáculo. Lo que atrajo mi atención a un detalle insospechado: la presencia de reclinatorios, usados por buena parte de los presentes al momento de la comunión.

Entonces supe que el párroco es afecto a Benedicto XVI, y que merced a la "reforma de la reforma" impulsada por el Papa renunciatario, recuperó la cruz en el centro del altar y se empleó con solicitud para hacer lo propio con los reclinatorios, y que incluso restringió el oficio del monaguillo -contra el creciente uso unisex- sólo a los varones. Lo que no le impidió desalentar toda la sarta de abusos de que hablé más arriba (es más: entiendo que los alienta explícitamente), y quién sabe cuántos más que no advertí. Esto abrió mis ojos a una conclusión inevitable, respaldada por otras observaciones que sería largo enunciar.

El pontificado de Ratzinger impulsó un híbrido insostenible, una síntesis entre elementos de la genuina liturgia católica en franca desaparición y las abominaciones típicas del nuevo rito tal como se lo practica más o menos en todos lados. Esto es un reflejo de la misma actitud del hoy "Papa emérito" en relación con la doctrina, tratando de conciliar la disparidad insoluble del Syllabus con la Gaudium et spes. Los resultados están a la vista: una exacerbación cada vez mayor de la fealdad, de la estolidez. Y de la herejía, siquiera sólo material. Como si estos emplastos ensayados por Ratzinger no hubieran servido sino para irritar aún más a la revolución en incontenible avance. Pues si algo queda claro en estas tinieblas es que Benedicto se fue por la ventana para que llegara Francisco. En aquellas parroquias donde no cunde abiertamente el circo francisquista, allí donde el papa alemán haya cosechado algún entusiasta curita dispuesto a aplicar su fórmula, allí quedan los ambiguos efectos sembrados por aquel su decepcionante pontificado.

Pero la restauración es otra cosa, y demanda otro género de obreros. No se combate la revolución con temples liberales. Los que no tenemos la posibilidad de asistir regularmente a la Misa gregoriana quizás debamos conformarnos a la lección de Lefebvre, que recomendaba desechar la Misa nueva si ésta comportaba peligro próximo para la fe. Y asumir que nuestras viejas patrias cristianas vinieron a ser territorios de misión, donde tal vez haya que resignarse a asistir a Misa tres o cuatro veces al año, cuando aterrice en nuestros pagos algún cura todavía católico (o cuando podamos viajar algún doble o triple centenar de kilómetros para asistir al culto agradable a Dios), santificando las fiestas, en su defecto, con ejercicios piadosos tales como el rezo del Rosario. Yo, que no me resolví a seguir este consejo, aún acudo a la Misa Novus Ordo (la única que tengo disponible) con el solo fin de comulgar el Cuerpo del Señor, y lo hago al precio de espantosos dolores. Que Dios los reciba en pago por mis culpas.

Recuerdo que unos pocos días después de la elección de Francisco se supo que éste, desembarazándose la muceta que le ofrecía monseñor Guido Marini, le replicaba airado: saque esto de acá. ¡Se acabaron los carnavales! Ojalá hubiese hablado como Caifás, profetizando a su pesar. Los carnavales, en las entrañas desgarradas de los templos que una vez fueron católicos, siguen más vigentes que nunca.

U.C.C.A.
-un católico con asco-

(las imágenes seleccionadas no corresponden a la Misa presenciada por el articulista)