viernes, 3 de enero de 2014

DE NOCHE, EN EL TEATRO

A todos consta que el elemento teatral-representativo cuenta, y no poco, en la  vida toda de la Iglesia. El ceremonial que se integra a la liturgia, que exige indumentaria y objetos propios, los gestos del celebrante (genuflexiones, manos en alto, etc., todos ricos de un alto valor expresivo), son otros tantos índices de la teatralidad del culto. La Santa Misa, que ha sido a menudo definida como «drama sacro en el que se actualiza el misterio de nuestra Redención», señala suficientemente este carácter; su estrecha dependencia de las ipsissima verba et gesta Christi de la noche del Jueves Santo, tanto como su actualización perenne de la tragoedia praetexta del Gólgota, vuelven a confirmarlo cada vez.

Hay, por lo demás, otras comprobaciones que pueden hacerse sobre la presencia y eficacia de lo teatral en la actuación terrena de la Iglesia. Pongamos por caso las formas protocolares, tales como el respeto de ciertas fórmulas orales y gestuales válidas para diversas circunstancias (bendición, toma de posesión de un cargo, etc.), el trato que se le debe a un sacerdote, al obispo, etc. Todo esto conlleva el beneficio -cuando es vivido con libre y plena conformidad interior- de acrisolar al alma por la humildad. Desafiar o desdeñar las formas impuestas por el ceremonial es, en efecto, un claro indicio de soberbia.

Ahí está la inspiración teatral presente incluso en la arquitectura sacra, como ocurre (por citar el caso más altamente significativo) en la plaza de la Basílica de San Pedro. Allí Bernini entendió diseñar una planta que reprodujera el porte mismo del pontífice, con la basílica en el lugar de la tiara y sus brazos abiertos hacia la cristiandad, representados por la doble columnata de la plaza oval. Siempre se trata, como corresponde a gestos y símbolos evocativos de realidades sobrenaturales, de una asimilación de lo visible a sus ulterioridades últimas. O, dicho en otras palabras, de la convicción plenamente católica de que la materia es susceptible de salvación, lo que redunda en la confianza de que la figura no sólo no empece de suyo a la elevación del espíritu, sino que puede incluso propiciarla y aun asociarse a sus victorias.

Sabemos que la epidemia modernista que azota a la Iglesia acaba por impugnar el pasado histórico y tiende a desdeñar los vestigios sensibles de la fe (llámense éstos arte sacro, ornamentos litúrgicos o imaginería devota, lo mismo da), del mismo modo que se juzga al orden social cristiano como a cosa lo bastante perimida como para tomar de él lección para ofrecer al presente ruinoso de la modernidad. Ese espíritu de impugnación y desconfianza hacia las intermediaciones, propio del protestantismo, se posesionó de tal manera de la Iglesia que puede decirse que ésta ya profesa, prácticamente, una fe anómala, una fe fundada en una aprehensión de las realidades actuales y las esperadas divergente por principio de la que el cristianismo histórico conoció. Tanto que, como acierta a decir Amerio, «todo el concepto de fe se convierte aquí en el de herejía, porque la palabra divina es asumida sólo en tanto reciba la forma de la persuasión individual», sin ese vínculo orgánico de la communio sanctorum. Esto resulta claramente del renegar de las generaciones de cristianos que nos precedieron.

Esta es la Iglesia que pide perdón al mundo, que se avergüenza de haber sido como fue. Que, picada de aberrante utopismo, desconoce «el verdadero sentido de la estrecha unidad del tiempo y la eternidad en el ámbito de la existencia humana» (Niebuhr). No nos sorprenda, pues, que el valor auxiliar de esa escenografía a lo divino que supo hacerle fondo a todas las manifestaciones vitales del Cuerpo Místico resulte vilipendiado por la misma Jerarquía que debiera proponerlo para provecho de los fieles.

Lo curioso, con todo, es que a esta merma de lo ostensible, de lo representativo, le subsiga una promoción insospechada de al menos uno, sí, de los elementos propios del teatro: la actuación. El pontificado Bergoglio señala claramente el abuso de ésta hasta la extenuación. Porque si muchos destacaron en su momento la prestancia escénica de Juan Pablo II, derivándola de la experiencia actoral de su juventud, con Francisco la cosa toma otro carácter. Ya no se trata sólo de saber desenvolverse ante multitudes, sobre el tablado: ahora hay que hablar de los travestimentos y metamorfosis más o menos patentes a quien aún conserve el sentido de la vista, del empeño puesto en persuadir, en influir de modo casi magnético, ocultando el verdadero rostro. Del actor (hypokrités), al menos esta cualidad le es común al Papa reinante.

Lo supo señalar ya hace algunos meses, pese a las elocuentes trazas de «pensamiento débil» típicas de las izquierdas -pese a confundir en una misma frase los conceptos de evolución y revolución, y pese a mil otras levedades propias de caletres progres-, uno de esos curas remanentes del sesenta y ocho que, apresurado por llevar más lejos la demolición emprendida por Bergoglio, llega a reprocharle a éste, a propósito del notable cambio del rictus avinagrado de antaño en la sonrisa inmutable de hogaño, que el tal «es un gesto muy estudiado, toda su gestualidad lo está. Es una puesta en escena», y que Bergoglio «está lidiando en el mismo escenario» que las sectas protestantoides. «Es decir, mediáticamente, haciendo un gran show como las iglesias electrónicas». ¿Hay alguien, acaso, que todavía no lo haya advertido?

En uno de sus artículos juveniles sobre cine, Borges ponderaba a una película en particular -no recordamos ahora cuál- como «una de las mejores que haya dado el cine argentino, es decir, una de las peores del mundo». Señaladamente, las actuaciones han sido siempre muy deficitarias en nuestras latitudes: por lo lentas, por lo previsibles, por lo sobreactuadas, como gusta decirse ahora. Bergoglio reproduce esas malas cualidades y sin embargo se lo aplaude, lo que da cuenta de una degradación del gusto del público orbital, que al menos antes pedía un mayor verismo en las tablas.


El drama de la Iglesia se convierte, a instancias de Francisco, en alegre mojiganga, en mascarada festiva. Lo suyo, depuesto el enojoso ceremonial y los paramentos otrora de rigor, ha devenido un unipersonal voluntariamente ascético en recursos escénicos, desharrapado si se quiere, que podría incluso llevar por lema el cínico programa que Lope señaló para sus comedias:
... como las paga el vulgo, es justo 
hablarle en necio para darle gusto.

Pero que, no habiendo nada oculto que no llegue a descubrirse, deja ver por esas siempre condenadas, mal selladas rendijas, cuánto toque a la ficción y cuánto a la realidad. Porque ocurre a menudo que, a expensas de un muy declamado irenismo, se agazapa un Robespierre. Como bien lo señala por estos días un entonado Cesare Baronio:

tener un Papa que se pone la nariz de payaso ya es bastante. Alguno pensará que sufre de algún trastorno de la personalidad: explíquenle quién es el Papa y qué debe hacer, de lo contrario la próxima vez ya nadie le prestará atención. Quizás es justo esto lo que quieren Scalfari & Co.

A menos que...

A menos que no se trate sino de una máscara: mientras todos suponen hallarse ante un inofensivo simpaticón, se quita la nariz de clown y -¡epa!- le reaparece la tiara pontificia en la cabeza, en virtud de la cual remueve a Burke de la Congregación de los Obispos y manda a paseo al cardenal Piacenza y se apresura a reformar la liturgia. Porque, no lo olvidemos, puede incluso bailar el tango y chacotear con los futbolistas, pero sabe muy bien dónde quiere llegar y, Papa o no Papa, tiene los instrumentos para lograrlo.