lunes, 12 de agosto de 2013

NOS CORREN CON LA CARIDAD

En la jerga trajinada por el nuevo catolicismo post-conciliar (o conciliarista, lo mismo da, pudiendo definirse muy lato sensu al conciliarismo como «la adscripción de toda realidad a un esquema provisional porque deliberativo, reversible porque sujeto a indefinición última, y carente de un principio de unidad que sustente y al que revierta el orden de los seres»), en la neoparla, decimos, impuesta por la paideia modernista, hay un término que, otrora acuñado en oro, ha sido refundido en oropel, y éste es «caridad».

De sobra se sabe, a expensas de Gramsci y de Mao, que la re-semantización de las palabras es recurso predilecto de la praxis revolucionaria. Cambiar el lenguaje es cambiarle el alma a los pueblos, y no debe haber constatación más preciada para tanto endemoniado articulador de autómatas que la de reconocer que éstos acaban por hablar conforme al libreto. Es la hora del purulento éxito de quienes, como Sartre, sostienen una singular antropología: la del hombre deshaciéndose y rehaciéndose a sí mismo, a discreción. A trueque del imposible detrimento que busca infligirse a la sustancia, del desfacimiento del ser, los traficantes de escombros se dan por satisfechos con alterar profundamente los usos idiomáticos, con trocarle al hombre sus convicciones más elementales. Éste es todo el sucedáneo nihilista de "creación".

Que la revolución de los paradigmas que trajo la modernidad responda a un notable viraje espiritual, a la vez que lo fomenta, es cosa averiguada con sólo volcar la mirada sobre el orbe de los hechos históricos. Que esta revolución pugna -al menos desde los días del catolicismo liberal decimonónico- por entrar a saco en la Iglesia, trasegando en ella su licor tóxico, resulta no menos evidente. Y que este propósito fue en gran medida alcanzado en nuestros días, en los que resulta cada vez más arduo compaginar el magisterio actual con el perenne, admítalo quien tenga los ojos sin vendar.

Tan grande es el término elegido para transmutar, en el caso de «caridad», que corresponde nada menos que a uno de los nombres de Dios, apropiado a la Tercera Persona divina. Y tan primordial relación guarda con la vida íntima de Dios, que aun el término con el que nombramos a la efusión de esa misma vida sobrenatural en el hombre, cual es «gracia», tiene con «caridad» una estrecha correspondencia etimológica que sigue a una misteriosa identidad recíproca. Recuérdese que del griego cariV (cháris, gracia) proviene el latino charitas.


La caridad practicada con los hombres depende tan estrechamente del amor de Dios, que con él se identifica. Así lo enseña el Aquinate: una misma caridad es aquella por la que amamos a Dios y al prójimo (S.Th. IIa IIae, q. 103, 3). Y por eso el Señor, al momento de sintetizar toda la Ley en dos únicos mandamientos, después del mandato de amar a Dios con una disposición totocorde, con todas las fuerzas, anticipa que «el segundo es similar a éste, secundum autem simile est huic», y entonces sí se expide sobre el amor al prójimo. Ahora bien: nosotros no podemos amar concretamente a Dios sin antes conocerlo, y no es sino por la fe como llegamos a su conocimiento, siendo la fe no un vago sentimiento de adhesión a Dios sino un asentimiento pleno a todo cuanto a Él plugo revelarnos. La procedencia de la caridad respecto de la fe es tan incuestionable como la de lo querido respecto de lo conocido: contraponer una cosa a la otra es mutilar el orden óntico y conspirar contra la verdad. 


Contra esto, lo que hoy se pretende y con lo que se machaca aviesamente es una caridad sin certezas, sin defensa de la Verdad. Al punto que se fustiga como "falto de caridad" a todo discurso que combata al error, incluso y especialmente a aquel que se sirve desenmascarar los errores públicos consagrados por la revolución mental. Las obras de misericordia se reducen, si mucho, a las corporales; y Cáritas -devenida una de esas "ONG piadosas" que el Papa ora cuestiona y otrora avala- sigue proponiendo, contra todo sentido de realidad e incluso contra la palabra misma del Redentor («pobres tendréis siempre entre vosotros». Jn. 12, 8) un programa utopista y lisonjero bajo el slogan de «Pobreza cero» que constituiría una auténtica burla a los necesitados si antes no fuera un agravio a la inteligencia. Hace no más un año, quien había sido presidente de Cáritas Argentina fue descubierto in fraganti vacacionando con una amiga en playas caribeñas, y se supo que ambos se alojaban en hoteles de cinco estrellas. Éste es todo el fruto que cabe esperar de la caridad sin la verdad.

Los rusos fueron geniales en esto de calibrar la mentira o el trastorno latentes en las proclamas filantrópicas de ciertos santones de la publicidad. Soloviev anticipó el carácter aparentemente generoso del Anticristo, un benefactor de los hombres capaz de olvidar la justicia retributiva en función de una pura justicia distributiva. Dostoievski crea, en la figura de Iván Karamazov, a uno (según lo describe Guardini) «atormentado por un sentimiento profundo, aunque destructivo, de compasión por la miseria de los hombres, compasión, empero, meramente instintiva, sin ningún carácter de purificación ética. Las raíces de la compasión de Iván están en la vida puramente vegetativa que, en su caso, es enferma. De allí proviene su estremecida conmoción por los dolores del mundo». Cuando no hay auténtica caridad, está visto que en su lugar se emplaza la impostura o la patología.

La actualidad de este tema es tal que nunca se insistirá lo bastante sobre él. El drama de nuestros días estriba, en buena medida, en la falsificación propagandística de la caridad, herramienta privilegiada del Maligno para promover la auto-adoración sacrílega del Hombre. ¿Será mucho recordar a nuestros pastores (a cual más empinado por su bonhomía y sus manieras cariciosas, por su explícito ecumenismo pan-cúltico y su solícita confusión de «Iglesia» con «humanidad») que la caridad no puede coexistir con el pecado, y menos con el de apostasía?