sábado, 27 de octubre de 2018

LA "DUALIDAD" DE NEWMAN, O LOS COMIENZOS DEL "REINO DIVIDIDO" (parte 1)

por Dardo Juan Calderón
LA ANÉCDOTA DISPARADORA

Plantea la figura de Newman un acuciante acertijo ¿Quién fue? desde el punto de vista doctrinario y aun del personal. Defendido y tironeado desde derechas e izquierdas, desde el modernismo que lo tiene por Padre del Concilio Vaticano II y desde el tradicionalismo que, aun sin llegar a la devoción, en su mayoría lo considera “uno de ellos”; y aún desde (y disculpen si son susceptibles) las organizaciones homosexuales que lo consideran el santo patrono de la clerecía homosexual.

Han sido su obra y su personalidad fuente de las más variadas y contradictorias interpretaciones, y todos reclamando su bendición sin que existan casi voces críticas. Todo en un siglo feroz, de combates armados, de persecuciones y mucho más de combates intelectuales, de enormes contrastes, en el que este hombre había declarado su motivación por un encuentro de lo religioso con lo moderno y sin negar el Syllabus, ¿lo había logrado? ¿Daba la clave de la síntesis? ¿Era esta clave La Persona y su Conciencia?

Una primera observación puede ser el preguntarnos ¿por qué cada uno lo quiere en su bando? ¿Por qué es una “figura”?; y una segunda es si uno de estos bandos lo falsifica para llevar agua a su molino, para tener a esta “figura” estelar y mundial de su lado. ¿Quién lo ha traicionado?

Intentemos contestarnos algo de lo planteado comenzando en ¿por qué es una figura tan importante? Asunto que apenas si esbozaré en un intento intuitivo y concluiré al final, pero que parte del hecho de que él mismo reconocía que no era un teólogo, era un literato, y sin embargo es sobre este primer punto que terminó cobrando importancia.

Se daba en aquel tiempo – segunda mitad del XIX hasta principios del XX- un asunto de lo más curioso que hay que saber sopesar: la política era moderna, revolucionaria en toda la línea, anticatólica furiosa. Pero los grandes pensadores, los literatos y los ensayistas eran modernos - antimodernos. ¿Cómo es esto? La forma de ser moderno y de pensar lo moderno era “una crítica a lo moderno”, era un “sufrir” el propio siglo, un “dégoût” por una época que debía ser superada, hacia adelante por izquierda o hacia atrás por derecha; o por lo menos que ameritaba una “reacción” contraria. Pensemos en los primeros, Chateubriand, De Maistre, De Bonald –quizá antes Lacordaire- Nietszche, Balzac, Burke, luego Baudelaire, Proust, Barbey, Renán, Bloy, Péguy, y en muchos otros que sería largo nombrar, pero que son toda la producción valorable de aquellos años. Los grandes modernos vituperadores de lo moderno. Contrarrevolucionarios por asco a la revolución lacaya. Sostenedores de una aristocracia de la Inteligencia. Contrarios a Las Luces (el Fanal Oscuro de Baudelaire). Pesimistas resignados a la decadencia, pero creyentes que la punición del siglo suponía una necesaria regeneración. Creyentes del pecado original contra la baba roussoniana. Buscadores de lo sublime. Dandis cultivadores del “estilo” y con pasión por la lengua.

Una de las reacciones de estos pensadores era la fuga de lo político, un alejamiento de esa acción concreta que estaba ocupada por una plebeya ralea -abajada e inmunda- que de los tres gritos de la revolución había enarbolado solamente la IGUALDAD; ese rencor envidioso que impide toda libertad y toda fraternidad.

El campo de acción de estos pensadores era la literatura (después de ellos no se produjo en ese campo casi nada que fuera digno de llamarse como tal): acostumbraron al público a leer literatura y buscar en ella toda la cultura, todo el saber, aún la reflexión filosófica y teológica, dejando para siempre las grandes obras de trabajo y estudio.

Como dijimos, ser modernos era ser antimodernos, pues ser simplemente moderno era ser un burgués avaro e imbécil o un camandulero de la más baja política. Se podía ser monárquico o republicano, pero siempre había en ello un sentido de aristocracia que les impedía sopar el pan en la misma ensaladera que los inmundos hombres de su tiempo (hoy, todos comiendo en la misma pelela). Ser sólo moderno era una enfermedad del espíritu, era la total ausencia del mismo (esto duró hasta la aparición de los fascismos, en que los contrarrevolucionarios de pronto debían arremangarse y jugarse un bando). Luego de la derrota del eje los literatos se deciden a ser “modernos- modernos” sin más, dicen que con Milán Kundera se inaugura esta toma de conciencia (él entiende hacerle caso en esto a Rimbaud que lo había propuesto, pero ¡como una sátira, como un colmo! y lo tomó en serio) en la que los literatos entran a la letrina hasta los cuellos, se hacen pornógrafos y les venden a la burguesía bocanadas de vómitos verdes eximiéndolos de la culpa, lugar y negocio que ocupará una izquierda llorona y las ONG filantrópicas gerenciadas por profesionales de la conciencia pública. Pero volvamos.

Newman era un moderno antimoderno y era un excelente literato, era un espíritu aristocrático de profusa cultura y a su manera era un dandi. En suma era uno de esos héroes de su tiempo. Su reclamo era –siendo protestante y luego católico- por la enorme superficialidad de lo religioso entre la feligresía burguesa -aún los mejores-, que era la misma queja que otros hacían por lo político, lo cultural y aun lo existencial. Actitud que lejos de quitarles auditorio se los ampliaba, porque el burgués siempre ha sido un gran consumidor de insultos y reproches; siempre le agradó que hablaran mal de su superficialidad, de su conformismo, de su comodidad, de su derrotismo, de su intemperancia, de su lujuria y de su avaricia. Entre sus costumbres consumistas siempre le ha gustado pagar una “conciencia” externa que pueda ser apagada con una perilla una vez vuelto a su vida diaria. Lo ha hecho por derecha en aquellos tiempos, con buenos autores y por izquierda más adelante, con baladistas rezongones; pero siempre enjugó sus lágrimas, puso unos pesos a la revolución y a la contrarrevolución y volvió a sus cojines, a sus oficinas, a sus cuentas y al lecho de su mujercita demi–mondaine; a tratar sus negocios con esos políticos plebeyos llenos de astucias rentadas, pues, después de todo, toda la gente necesitaba de su dinero. En especial los curas que les prodigaban cultísimos sermones llenos de reclamos contra sus modos de vida, por derecha primero, por izquierda después, hasta que estos curas entendieron a Kundera, dejaron de sermonear y saltaron a la pileta orgiástica de la burguesía volviéndose putos.

El burgués necesita para disfrutar de sus bienes una cuota de remordimiento, es la pátina que le da realce a la buena vida como el verdín que avejenta y a la vez decora una buena mansión de reciente construcción (sólo los jacobinos carecen de esa necesidad), hasta consumían a Bloy que les escupía en la cara desde la miseria de “una mujer pobre”.

Bien; Newman estaba de moda en un mundo burgués -en el más burgués de los mundos- y sus encantadores sermones aportaban el necesario autoflagelamiento de una clase que cultivaba la nostalgia culta en los week-ends y lo consumían con fruición. Cosa que no le ocurría a los antipáticos integristas al estilo de un Monseñor Delassus; la inteligencia real estaba encerrada en el Vaticano y en el Magisterio y era pura y dura. Guardando las distancias y los tiempos -para que se entienda- hay burgueses que han leído a Castellani, pero ninguno a Meinvielle. ¡¡Ahhh la literatura!! Nadie quiere un diagnóstico frio, sino un sermón emotivo que lo deje a uno al borde del cambio de vida por unos minutos, que te haga sentir redimible para el cielo o para el mañana revolucionario, y bien culpable y orondo de tener la billetera llena. El frio diagnóstico del teólogo que ni te dora la píldora ni pierde el tiempo en correctivos inútiles, no vende. Este te hace saber que serás la misma mierda el domingo que la que eres de lunes a sábado.

Frente a todos estos señores estaba ocurriendo un hecho histórico enorme, no digo como el advenimiento de Cristo, pero sí como la cristianización del mundo, y era “la descristianización del mundo”. Y esto solo desasosegaba a unos pocos curas, que si lograban inquietar al burgués con el asunto de que no se podía servir a Dios y al Dinero, este corría “hacia su director espiritual, quien apaciblemente le contesta, en base a la opinión de un sinnúmero de casuistas, que dicho consejo está dirigido sólo a los perfectos y que, por consiguiente, no debe perturbar la paz de los propietarios” (Bernanos). De alguna manera Newman vino a ser para varias generaciones este buen director espiritual, como veremos.

Para mejor, estaba en la capital de la burguesía más culta y rica de Europa (ya chafalonía cultural y piratería de buenos modos) y desde cuyas oficinas de Scotland Yard se comandaba el ataque masón más encarnizado de la historia contra el catolicismo, al punto que se creía a éste definitivamente derrotado. En Francia los francmasones en el poder condenaban las órdenes monásticas y las echaban del País. Los Gambetta –“¡el clericalismo es el enemigo!”-, los Waldeck Rousseau y luego los Viviani –“¡el catolicismo es el enemigo!” ya sin vueltas- declaraban abiertamente que era la batalla final contra el catolicismo y la Iglesia.

El político liberal inglés William Gladstone publicó en octubre de 1874 un comentario en el diario Contemporary Review en el que acusaba a los católicos ingleses de no ser buenos ciudadanos británicos, al preferir obedecer al Papa antes que a la Corona británica y, por tanto, eran sospechosos de traicionar a su país. El asunto no era una simple opinión periodística, era el inicio de un golpe fatal. El católico Duque de Norfolk solicitó a John H. Newman, que no había sido todavía nombrado cardenal, que interviniera en el debate. Newman contestó con una carta que lo hizo famoso y en donde encontramos aquella frase que ha hecho correr ríos de tinta “En caso de verme obligado a hacer un brindis después de una comida –cosa muy improbable-, beberé “¡por el Papa!, con mucho gusto”, pero primero “¡por la conciencia!”, después “¡por el Papa!”.

Gladstone había topado con un hombre de pequeña envergadura, pero una de las plumas más brillantes de su tiempo: John H. Newman, quien con ese brindis por la conciencia antes que por el Papa, dejó encantados a los católicos ingleses con la salida, los que a partir de ello podían tener dos Señores. Y también calmó sus conciencias, pues la frase –si bien se entendía- era reversible; brindaba así mismo por su conciencia antes que por la Británica Corona, como lo venían haciendo los ingleses católicos desde Tomás Moro. El asunto es que la conciencia ahora estaba antes que los dos y la fórmula pagó el esfuerzo del Duque que podía ser un buen súbdito de la corona británica y a la vez ser católico, cosa que había puesto en grave duda Santo Tomás Moro y en ello le había ido la cabeza. No crean que no era seria la coyuntura, ya no se usaba cortar cabezas pero el peligro era más que mortal: era la pobreza.

Dejo para otros la consideración de si esta cosa es posible, eso de ser fiel a la Corona –cabeza religiosa y política- y al Papa de Roma a la misma vez. Pero lo que importa es que antes que la Corona y antes que la Iglesia, está la Persona y su Conciencia. Muy inglés y muy oportuno. Otro cantar será saber qué cornos entendía por conciencia.

Newman no quiso, muy probablemente, fundar con esto el “personalismo”, sino salvar la ropa (propiedades, privilegios y prebendas que tenían en el Orden Establecido y a las que una masonería rabiosa y victoriosa querían echar mano) del Duque y otros católicos, pero mal que le pese, lo hizo. Y así lo han entendido muchos; entre ellos el Papa Benedicto XVI que dijo: “La doctrina de Newman sobre la conciencia se volvió para nosotros el fundamento de aquel personalismo teológico, que nos atrajo a todos con su encanto. La imagen del hombre, así como nuestra concepción de la Iglesia fueron marcadas por este punto de partida... por lo cual fue un hecho liberador y esencial saber que “el nosotros” de la iglesia no se fundaba sobre la eliminación de la conciencia si no que podía desarrollarse solamente a partir de la conciencia”.

Es decir que una clave que servía para poder seguir existiendo como “alguien” en una Nación no católica, en la que la Corona los ponía en la encrucijada de apostatar o empobrecerse y ser socialmente relegados, pasaba a ser la forma de “estarse dentro de la Iglesia”. Si Newman hubiera sido más valiente debería haber brindado por la Corona, pero antes por su conciencia (como Moro) diciendo que su conciencia estaba formada por la Iglesia Católica a través de su Magisterio -y la cosa no hubiera tenido derivas fuera de Inglaterra-, pero el Duque le hubiera dado de palos porque sabía el final de esa historia. Y la cuestión fue en cómo armar o conformar esta conciencia “antes” o “previamente” a la Iglesia, que los católicos ingleses ya habían usado el argumento contra la Corona pero ahora debían usarlo frente a la Iglesia.

Tema que de alguna manera no es muy distinto al del Ralliement de León XIII: ¿cómo existir políticamente en las repúblicas laicas, masonas, ateas? (que estaban dando una dura apaleadera al catolicismo). Pero este último no lo llevó a la Iglesia, lo dejó en política y no como principio –que en ello mantuvo la doctrina correcta- sino como estrategia diplomática de supervivencia y hasta de posterior intento de copamiento del poder (que no resultó eficaz en ninguna de las dos maneras). Recuerden el tema “punición y regeneración” en el que se confiaban los contrarrevolucionarios.