jueves, 8 de noviembre de 2018

ESI: EMBESTIDA SATÁNICA A LA INFANCIA

En este auténtico infierno en la tierra en que devino la modernidad declinante, la presencia de una contra-jerarquía que opera sin pausa resulta reconocible sin demasiado esfuerzo. Allí están, en el pináculo de este templo luciferino de dimensiones orbitales, los siempre poco numerosos vicarios del Príncipe-de-este-mundo, grandes prestamistas doblados en sectarios del ocultismo y otras abominaciones, cuyos designios ejecutan, de acuerdo con una prudente planificación de calendario, los ubicuos reptiles que ocupan los cargos públicos sin distinción de partidos. Cooperando con éstos, en una subalternidad que no por ruin les quita la crapulosa jactancia, dicen ¡presente! los periodistas y aun los docentes, convocados desde las entrañas terrestres a la instauración de un magma semihumano sobre la superficie azorada del globo. Montón candente que, para simplificar, y aunque pudiera motejarse también como lumbricario, llamaremos con el habitual nombre de «república», porque le sienta bien. Tomamos la acepción que Anzoátegui le da al término cuando dice que

si pública es la mujer
que por puta es conocida, 
República debe ser
la mujer más corrompida

y tanto, que ahora la república que los parió avanza hacia la definitiva corrupción de los menores, en elocuente afán de aplicar el hacha a los renuevos. [A propósito: la Gran Ramera del Apocalipsis no habrá de ser, a punto fijo, una monarquía -y menos de cuño tradicional, que ya no las hay. La mundanización de la Iglesia, su peligrosa asimilación, a grandes tragos, de las más odiosas máximas modernas, puede advertirse en esos términos de reciente aparición que vienen a sugerir todo un inusitado programa de gobierno eclesiástico -tales "colegialidad", "sinodalidad"-, alineado en pedisecua conformidad con la tiranía del número. Quebrantado el principio de unidad, la Iglesia se jacta, como el mundo, de su propia decapitación, sugiriendo el principio falaz del poder ampliamente repartido, en una tensión hacia la horizontal pura que ya no sabe del «poder concedido de lo Alto». Si el mundo se atreve a conculcar los principios más elementales de orden natural, tales como el derecho de los padres a la educación de su prole, no es sino porque la Iglesia -o su simiesca refundición sectaria- se ha dedicado a jugar al parlamentarismo, al punto de cuestionarle a Dios la vigencia de Su ley. A decir verdad, hoy Iglesia -o su alias- y «mundo» son la misma cosa. Por eso la nueva «república» clerical ha hecho suficientes méritos para ser identificada con la Babilonia esjatológica.]

Pero volvamos: en la Argentina, donde quizás obran ya los últimos anticuerpos contra la impuesta degeneración social, se vienen dando reclamos más o menos masivos contra aquel programa de «Educación Sexual Integral» (ESI) que se pretende  imponer en las escuelas, tal como se lo hizo en una multitud de países a cambio de ayuda económica -actualizando, para definitivo quebranto de los mismos, el combo letal endeudamiento más depravación, peor que muchos sucesivos bombardeos atómicos. La resistencia a estos avances entre nosotros, como era de esperar, deja muchísimo que desear, con no poco de previsible timoratez y de adopción de las premisas del enemigo. La elocuencia del absurdo, otra vez, les cupo a los obispos, cuyo contraataque a la ley consistió nada menos que en reclamar para las escuelas la aplicación de una "educación sexual integral", calcando letra por letra la nomenclatura en vigor, aunque pretendiendo significar con ello algo quizás más suave que la porquería aludida por los ideólogos. Ni hablar del olvido en que tienen los prelados al Magisterio, donde la Divini Illius Magistri de Pío XI advierte que
está muy difundido actualmente el error de quienes, con una peligrosa pretensión e indecorosa terminología, fomentan la llamada educación sexual, pensando falsamente que podrán inmunizar a los jóvenes contra los peligros de la carne con medios puramente naturales y sin ayuda religiosa alguna; acudiendo para ello a una temeraria, indiscriminada e incluso pública iniciación e instrucción preventiva en materia sexual, y, lo que es peor todavía, exponiéndolos prematuramente a las ocasiones,
lo cual resulta del afán de dar a conocer, bajo aséptica capa de "ciencia", todo lo que se oculta bajo el taparrabos, su funcionamiento y virtualidades -incluidas aquellas que vulneran a la naturaleza-, olvidando que
en la juventud, más que en otra edad cualquiera, los pecados contra la castidad son efecto no tanto de la ignorancia intelectual cuanto de la debilidad de una voluntad expuesta a las ocasiones y no sostenida por los medios de la gracia divina.
Bien señala la recensión de Catapulta que «en el documento de los funcionarios [N: se refiere a los panchamplas] no se menciona para nada a la virtud de la castidad». De lo que se trata es de hablarle al mundo en su propio idioma, lo que constituye el medio más eficaz para sofocar toda posible reacción. Los obispos han corrido nuevamente a cumplir su cometido, el que les dicta el moderno esquema de sumisión del poder espiritual al temporal, que los admite con sus mitras y su cada vez más desleído ceremonial como pintorescos animadores de la democracia.

Si la réplica a esta degeneración inducida desde los despachos del más puro envilecimiento tuvo algún acierto, éste fue el de la elección de la proclama. «Con mis hijos no te metas» propone una resistencia tan efectiva como visceral, y señala sin rodeos el punctum dolens de la cuestión. A la vez que obligó al enemigo a desenmascararse, como lo hizo recientemente una de esas harpías a las que nuestros dementes tiempos conceden la gracia de votar leyes para toda una provincia.  «Con mis hijos no te metas es una consigna medieval, absolutamente superada, es de cuando se planteaba que los hijos eran de los padres y podían castigarlos, hasta matarlos», dice la embaucadora profesional rentada por el fisco, asociando maliciosamente el legítimo castigo con la muerte, a los fines de cuestionar la potestad de los padres sobre sus hijos. Lo que es para ilustrar el infecto contubernio entre política y periodismo a que aludíamos más arriba, la plumífera encargada de la nota correrá a ensayar el tambaleante coro a los sofismas de la diputada, aludiendo al «sentido de propiedad que estas miradas [sic, las de los padres] tienen sobre las infancias [sic, por "los niños"], desconociéndolas como sujetos de derechos». No sorprende el recurso a esta neolengua ad usum stulti para decorar estas intentonas: la escalada de la perversión requiere el lenitivo moral de una musiquita accesible a la cretinada semiculta.

Habría que empezar diciéndole a la infeliz que la tacha de "medieval" es honrosa para quienes resistimos esta marea de estiércol, y que no es que nos haga mella la obtusidad de su historicismo, con sus mitos acerca de lo "superado" y otras banalidades. Pero lo más destacable es que su argumento exige como válida la proclama contraria a la que cuestiona: metete con mis hijos cuanto quieras, te los entrego en sacrificio. Ellos mismos lo afirman, lo repiten: se debe suprimir la patria potestad en favor de la propiedad estatal de los párvulos. Y el  Estado puede reclamar la inmolación de toda una generación sin que nada deba negársele a su sangrienta avidez.

"Diversidad": el salvoconducto de los pasteurizados en masa
para desconocer la miseria de su condición
Ciertamente el comunismo platónico y las consejas de Campanella, a través del expediente utópico de anteponer el Estado a los padres en la educación de los niños, con todos sus errores y sus traspiés a cuestas, miraban a la formación de éstos en las virtudes cívicas, que no a la abolición compulsiva de su inocencia. Ni entendían al Estado como garante y socio de la monstruosa industria del hedonismo y la despersonalización. Estos otros malditos, para que los que se salvaron del aborto de sus cuerpos no se libren del aborto de sus almas, pretenden forzar a la totalidad de la población a suscribir la autodestrucción de sus conciencias, encubriendo el fomento masivo de la perversión venérea bajo el consagrado eufemismo de "diversidad". Y no tienen reparo en invocar como patrono de sus hazañas -así lo han hecho expresamente en manuales de ESI impuestos en otras latitudes del mundo- a insignes pedófilos como Alfred Kinsey, "científico" que, para obtener constatación empírica de sus tesis sobre sexualidad infantil, logró permiso para acarrear durante un par de décadas a más de dos mil niños de los orfanatos a las cárceles para que fueran allí abusados por los reos a los fines de llevar una estadística de las reacciones de las víctimas, prolijamente consignadas en tablas comparativas. Sus conclusiones han venido a coincidir con las premisas de los programas de ESI: que los niños deben ser libres para decidir en qué tipo de actividad sexual involucrarse, sin restricciones de parte de nadie, ni siquiera de sus padres.

Dios se los pague como Él solo sabe.