miércoles, 6 de noviembre de 2013

LA DERIVA GNÓSTICA DE LA IGLESIA

Está visto que esto de la apostasía ya parece un safari descomedido, en el que la rapacidad de los demonios no se sacia de sumar piezas de caza. «Caerán mil a tu izquierda; a tu diestra, otros diez mil». Como en el cuento en el que, junto a ciervos y rinocerontes, yacía vasta cantidad de aminobuanas (negritos que clamaban ante el arcabuz: "¡a mí no, bwana!"), así ahora se ensaya un sondeo de opinión previo al anunciado sínodo sobre la familia, en el que se invita hasta a los feligreses de la última parroquia rural a expedirse, verbigracia, sobre «cómo habría que comportarse pastoralmente, en el caso de uniones de personas del mismo sexo que hayan adoptado niños, en vista de la transmisión de la fe», entre otras sinuosas o insinuantes preguntas, que recuerdan a aquella con que la serpiente inició el diálogo con nuestros primeros padres. Que aunque no fueran tan maliciosas, fueran ociosas: ¿habrá que pedirles a los gobernandos cómo gobernarlos? Al paisano ocupado en tusar al zaino, maniáu bien cortito en el palenque, le sonsacarían -si mucho- respuestas del tenor de "a mí no, a mí no me me vengan con esas cuistiones". Que cuando las cuestiones son de tal bulto... vae homini illi, per quem scandalum venit!

Pero esto ya no es un alarde de destreza y buena puntería en el cazar: es un puro bombardeo, una carga micidial. Vienen al caso las palabras del hondureño cardenal Maradiaga, del grupo de ocho consejeros que el Papa nombró para la reforma de la Curia, que afirmó que «Jesús era laico», que el Concilio Vaticano II significó «el fin de las hostilidades entre la Iglesia y el modernismo» y que «ni el mundo es el reino del mal y el pecado, ni la Iglesia es el único refugio del bien y la virtud». Y las del australiano cardenal Pell, otro brazo del fatídico octopus, al catequizar que los primeros capítulos del Génesis son pura mitología. Y para que la cosa no se reduzca sólo a febriles enunciados verbales, ahí está la nueva y espantosa férula de Francisco, presentada por su propio artífice declarando que «la imagen de Cristo -que desde la cruz seca y torcida, finalmente vaciada de sentido (!!!), se desvincula, se suelta lentamente- es tensión hacia la luz, liberación de una energía comprimida, intento de volar». Fraseología horripilante en la que ya no se reconoce la menor inspiración católica y sí las naderías de rigor en el gremio de los "artistas", invitados en tropel a profanar a gusto inter vestibulum et altare.

Nueva y pavorosa junta de deconstruccionismo iconográfico y mal gusto  


Ante una andanada tan sin respiro se alcanza un punto de saturación tal que las facultades mentales, espoleadas por el detalle y la anécdota escabrosos, por las imaginarias hipótesis de cómo se pudo llegar a esto, hurgando en la bruma de los despachos y las intrigas, del tráfico de influencias y de los pactos más ominosos, en la esfera -al fin- de la oscura política eclesial ("la mística devenida política" o el abuso de la religión, que diría Castellani), la mente, decimos, busca anhelosa una explicación ya no material sino formal del mirífico desmadre. Y la encuentra en una constatación que, como todas las más atinadas, supone algo de obvio, pero digno de recordarse.

La Iglesia ha sido gangrenada en todo su cuerpo por el mismo enemigo que viene acechando su calcañar desde antiguo, y que -bajo las más diversas denominaciones y con los más varios matices- constituye su antagonista en las sombras, clandestino por definición: el gnosticismo. Ambas, la gnóstica-cabalista y la cristiana, corresponden a dos opuestas actitudes ante la existencia y sus cuestiones fundamentales (a las que hacen corresponder opuestas afirmaciones), tanto que podemos reconocerlas quizás arquetípicamente en Caín y Abel, y luego en Israel y sus pueblos colindantes. Son las dos ciudades de que habla Agustín, dramáticamente irreductibles aunque vecinas en el escenario de este mundo.

Unos reconocen a la realidad como sacramento, esto es, como vestigio de la libre, omnipotente y amorosa actividad creadora de Dios, y se aprestan a rendir un asentimiento obsequioso a los datos exteriores a su conciencia. La fe comporta una actitud realista en lo fundamental, toda vez que el objeto al que se orienta es «Aquel que Es», y no el propio universo mental del sujeto. La adaecuatio, como disposición del cognoscente, constituye algo así como una premisa o pródromo de la fe, que no puede desdeñar su respectivo depositum sino a condición de morir. La otra actitud, tan contrapuesta a ésta como a menudo obstinada en mimetizarse con ella y en apoderarse de sus símbolos con el fin de aniquilarla, es la que origina la perversión gnóstica, de la que el modernismo -ese conjunto asistemático de tesis exaltatorias de la religión como "experiencia" y de la fe no como asentimiento, sino como sentimiento- es una de las manifestaciones más tardías. La gnosis, que en tanto «conocimiento» se propone como una «ciencia experimental del bien y del mal» (conforme a la oferta de Satanás en el Edén), no puede sino proponer una metafísica falaz.

La oposición que el gnosticismo y sus variantes le mueven a la doctrina católica se da, así, en el más primario de los niveles, el de la aprehensión misma de la realidad, pero de una aprehensión instada por una voluntad contraria al orden y al logos. Los politeísmos antiguos, los animismos, el culto de los astros y de las piedras (aun cuando la responsabilidad de sus iniciados pueda atenuarse por ignorancia invencible) son todas formas de esta corrupción inicial, que consiste -ante la aporía del mal que aflige a la Creación- en negar la unicidad del principio de todos los seres. Y la multiplicidad de principios se resuelve de modo irresistible en el dualismo, como éste acaba en consecuencia en el culto unívoco de uno de los dos principios reconocidos tácita o explícitamente como tales: el demonio. No por nada desde el siglo XIII comenzó a leerse el prólogo del Cuarto Evangelio al final de la Misa: la afirmación solemne y repetida cada vez de que uno es el principio, el Logos, «que estaba con Dios y era Dios desde el principio», debió ser el más eficaz antídoto contra la perenne tentación maniquea, poderosamente activa en aquellos años.

En sus Instituciones litúrgicas, Dom Guéranger señala acabadamente ciertas constantes heréticas que atraviesan casi toda la historia de la Iglesia hasta culminar en la ruptura protestante, adscritas todas a una común inspiración gnóstica. Así Vigilancio, en el siglo IV y pretextando una reconversión a los orígenes, se manifestaba contrario a la solemnidad del culto y al celibato de los sacerdotes. Los paulicianos de Armenia (s. IX), origen remoto de lo que luego serían las pestes cátara y albigense, manifestaban aversión a la representación iconográfica de la Cruz y negaban -como antes lo habían hecho los monofisitas- la humanidad de Jesucristo, lo que conllevaba entre otras cosas al rechazo del sacrificio redentor, de la Santa Eucaristía y del culto de María. Finalmente Lutero supo atacar la Tradición por la remisión a la sola Scriptura, por la supresión de los elementos del misterio en la liturgia, expurgada de todas las fórmulas que la Iglesia había elaborado a lo largo de los siglos, por el rechazo de las mediaciones entre Dios y el sujeto fiel, y por la abolición de la lengua latina y la reducción del ministerio sagrado a mero accidente, hasta confundir laicado y sacerdocio en una misma entidad indiferenciada.

Arqueologismo litúrgico con mujeres concelebrantes,
o bien Novus Horror Missae
Es notable cómo todos estos tics heréticos reaparecen, ante ojos ya incapaces de reconocerlos como tales, en todo el orbe católico. Al punto de que -a falta del  siempre arduo examen de las doctrinas bogantes, que pocos pueden tomar a su cargo- ni siquiera la manifiesta fealdad y anomalía del mensaje visual, Biblia pauperorum, alcanza para alertar a clérigos y fieles de lo dramático del giro operado. Adaptados mansamente a la deconstrucción iconográfica, con crucifijos a los que se hace expresar otra cosa que la que siempre manifestó la Cruz, con altares reducidos a simples mesas, la Iglesia, por una deliberada sustitución de sus símbolos, termina por sufrir una "mutación genética" irreversible. Y conste que no nos extendemos a la doctrina, en lo que habría tantísima ruina que revistar. De nada vale aducir que la Iglesia, en tanto artículo de fe, no se circunscribe por completo a las manifestaciones que señalan su devenir histórico, orientada como lo está a la gloria ultraterrena y habiendo conocido, de hecho, no una fijeza marmórea sino un desarrollo orgánico, al modo del grano de mostaza. Esto es incuestionable, pero ampararse en esta evidencia para acabar subordinando la fidelidad -la fe- a un titánico afán creativo, eso es francamente perverso. E indisimulable muestra de una desolada voluntad de poder. La acuciosa reforma de la Iglesia supone, como la palabra misma lo indica, un «devolverle a Ésta la forma», no anulársela.

«Algunos obispos y prelados junto con sus asistentes se han elevado a sí mismos a anti-Iglesia en el interior mismo de la Iglesia. Ellos no desean abandonar la Iglesia, no quieren separarse. No admiten estar quebrantando la unidad de la Iglesia. No entienden obliterar a la Iglesia, sino cambiarla en base a sus planes, y para sus cabezas resulta al día de hoy banal que sus planes sean inconciliables con el plan de Dios revelado (...) Ellos están convencidos de poder reconciliar a la Iglesia y a sus enemigos a través de un "compromiso decente", de ser los únicos que comprenden qué es lo que está ocurriendo, y de ser los únicos que pueden asegurar el éxito de la Iglesia de Cristo configurándola con aquella de los líderes del mundo» (Malachi Martin, The Keys of this Blood, 1990). La pesadilla gnóstica triunfante ha trocado el cristocentrismo en auto-idolatría, en culto angurriento del poder, tomando con descaro el nombre de Jesús como rehén y excusa para ejecutar los planes más protervos. En el día del Juicio no quisiéramos estar en el cuero de estos malditos.