viernes, 28 de marzo de 2014

A RATZINGER LO QUIEREN KAPUTT

Gestorben (participio por «muerto») sería el término más adecuado, pero valga kaputt (roto, destruido) por ser uno de esos pocos términos alemanes de alcance universal, bien que suele traducírselo un poco muy libremente. El caso es que la revista católica inglesa The Tablet suspendió a su corresponsal en Roma por un repugnante comentario que éste hiciera en su cuenta de féisbuc. En refiriéndose a la púrpura concedida en el último consistorio a Loris Capovilla, otrora secretario de Juan XXIII, Robert Mickens (que así se llama el sujeto acreditado en Roma por The Tablet) le soltó esta víbora a su interlocutor: «tendría que haber ocurrido hace MUCHO tiempo. ¿Piensa que aguantará hasta el funeral de la Rata?» (the Rat's funeral, donde se emplea Rat, que vale por «rata», como apócope de Ratzinger). La respuesta es no menos vilmente significativa: «espero que esté bastante bien para concelebrar la canonización de Juan XXIII y del otro el 27 de abril. El funeral de la Rata para el día siguiente sería un bonus».

Bien se pregunta Marco Tosatti, de La Stampa, atendiendo al tipo de información que la feligresía británica habrá obtenido a lo largo de todos estos años de parte de los medios supuestamente católicos: si éstos son los amigos, ¿qué necesidad habrá de enemigos? Por lo demás, ese «otro» de quien habla el amigote de Mickens, canonizable conjuntamente con Juan XXIII, es Juan Pablo II, lo que muestra la mala consideración de que gozaron los dos últimos papas anteriores a Francisco en influyentes medios de prensa tenidos -insistamos- por católicos. Tanto como para apurar algunas incontenibles reflexiones, apoyadas un poco en las evidencias y otro poco en aquellos secretos que, malgrado sus celosos custodios, se hicieron al fin manifiestos.

La elección de Benedicto XVI en 2005 no estaba en los cálculos de la (llamémosla así) «facción turbo-progresista», que daba por descontado el triunfo de un maleable Bergoglio, apadrinado entonces por los cardenales Martini y Silvestrini. Este último, según lo que le confíara un cardenal latinoamericano de identidad reservada a Nicolas Diat, autor de una reciente y explosiva «historia secreta de un reino» titulada L’homme qui ne voulait pas être pape, «la tarde de la elección... era un hombre abatido. Llevaba en sí una cólera sorda... Para él y para otros prelados, Benedicto XVI era la negación de la batalla reformista, la antítesis de las luchas de sus vidas». Así fue como en setiembre de 2005, violando flagrantemente el juramento (de rigor en estos casos) de no divulgar nada de lo ocurrido durante el cónclave, algún cardenal dejó caer algunos secretos del mismo en los oídos de un vaticanista italiano, todo a los fines de evidenciar que el triunfo de Benedicto había sido muy ajustado, contándose entre los cardenales un número considerable de opositores a su elección y dispuestos a entorpecer su gobierno. Entre ellos, según foto de un encuentro previo al cónclave divulgada posteriormente por el propio Silvestrini, se encontraban Danneels, arzobispo de Bruselas, los alemanes Kasper y Lehmann, el finado Martini, el inglés Murphy O'Connor y el francés Tauran (fuente aquí).

El programa de estos dinamiteros no ha variado, y se basa -según lo confesó en su momento Martini, y según la matraca continúa sonando- en la ordenación presbiterial de hombres casados y aun de mujeres, la promoción de la conciencia personal en todo lo tocante a ética reproductiva, la admisión de divorciados rejuntados a la Eucaristía y el avío del ecumenismo más desopilante.

La historia reciente de la Iglesia es la de una antorcha que se va apagando, y hay incluso dentro de ella quienes soplan a todo pulmón para extinguirla del todo. Es muy de creer -según aquello de que «si los días no fueran acortados, no se salvarían ni aun los mismos elegidos»- que la Iglesia fiel de las postrimerías llegará al valle de Josafat hecha jirones, con el minimum requerido para alcanzar el banquete eterno -aunque blanqueados sus lunares por la sangre martirial, embellecida por el testimonio de última hora, como Dimas. El modernismo, putrílago de la modernidad que nos amarra con todas sus cadenas espirituales, es su plaga específica, y no hay Papa posterior al Concilio que no esté más o menos picado de esta viruela. Es cosa facilitada por la condición gregaria del hombre, como el morbo de la novela de Camus: pese al denuedo de algunos médicos y auxiliares valerosos, siempre aparece un nuevo foco y la infestación alcanza renovados triunfos, imparable. Benedicto XVI, lo mismo que Juan Pablo II, aunque suscriptores de la nueva doctrina conciliar sobre ecumenismo y libertad religiosa, aunque afines a la retocada teología sobre Israel y a ciertas veleidades antropocentristas, postergaban enojosamente con sus atavismos católicos la puesta en práctica del resto del programa arriba apuntado. Aquí reside la complejidad del cuadro post-conciliar, cuya delimitación de esferas no es tan simple como pretenden los sedevacantistas. La rehabilitación póstuma de monseñor Lefebvre y el impulso a la «forma extraordinaria» del Rito Romano, entre otras imprevistas derivas de un pontífice que fuera perito del Vaticano II, eran tragos demasiado difíciles de sorber. Si los mismos eminentísimos cardenales no eran capaces de moderar su biliosa inquina para con Ratzinger, ¿qué podía esperarse de los paniaguados de la prensa progre-católica?

Lo que ahora se auspicia es recobrar a toda vela el tiempo perdido, que, como lo señalara Martini, «la Iglesia se encuentra doscientos años atrasada respecto del calendario civil». Para ello, y para aventar cierto pánico supersticioso pronto a asomar al menor estímulo, urge sepultar a la momia viviente de Benedicto, cuya sola y frágil vista empece como lo haría una montaña puesta ante los propios errabundos pasos.

El tenor de los sentimientos de que es capaz la secta enquistada en los Sacros Palacios revela inmejorablemente su carácter último. Lo dice un cronista inglés de los sucesos: «sería ingenuo creer que Bobby [se refiere a Robert Mickens, el redactor de la vejatoria apostilla en féisbuc] está solo en su deseo de muerte para con el "Papa muerto" aún vivo... Obviamente, el individuo con quien estaba discutiendo el asunto acordaba con él, y estos dos sin dudas no están solos en su perspectiva. Esto es lo que da miedo. No estarán contentos presumiblemente hasta que se haya ido, ya muerto, a recibir su eterna recompensa, y su memoria pueda ser lentamente (o quizás con prisa) borrada. Entiendo, sólo a juzgar por ese comentario, que existe un muy real, temible y -digamos- diabólico odio hacia Benedicto XVI vigente dentro y fuera del Vaticano, antes de su elección, durante su pontificado e incluso después de su abdicación».

No menos dolorosa conclusión hemos leído por ahí, a propósito de este inverecundo desliz de los novatores: «dos teologías y dos doctrinas están plantadas y armadas la una contra la otra desde hace más de cincuenta años. La locura de los papas postizos nos regalará pronto (finalmente) también dos separadas Iglesias jerárquicas. En una, la de Bergoglio, sabemos ya que "Dios no es católico". Por la otra se verá...»