lunes, 2 de septiembre de 2013

LA IGLESIA Y LA GUERRA INMINENTE

A la modernidad podría definírsela sucintamente, enfocando apenas uno de sus rasgos más salientes, como aquel período histórico que vio erigirse imperios fundados en la sola fuerza, y que entendió y alentó la guerra como expedición comercial del más lato alcance, sin escrúpulo ni freno al ansia de botín. Guerra total que no se aviene a derecho alguno de guerra, con blancos cada vez más mayoritariamente civiles, en una progresión demoníaca que obliga a balbucear las más indecentes patrañas para ensayar su imposible justificación.

Muy a diferencia del Imperio Romano, que asume el dominio a los fines de la elevación de los súbditos (imperium, antes y al margen de la expansión imperial, es vocablo castrense que se amplía al orden moral, remitiendo a una disciplina fundada en las leyes y mirante al perfeccionamiento del conjunto social); muy a diferencia también del Imperio Macedónico, que decide extender el radio de acción política de la Hélade a partir de la certeza inquebrantable de que la naturaleza racional del hombre establece una común dignidad y una universalidad que exigen una expresión política vasta y unificadora (recuérdese que Alejandro había sido formado por Aristóteles); obviamente demasiado lejos del semirrealizado ideal medieval del Sacro Imperio, entendido éste como una confederación de naciones cuyo quicio -magüer todas las previsibles deficiencias humanas- es la justicia en su bíblica acepción de «santidad», el imperio moderno pervierte y extenúa la acepción propia del término, asociándola entrañablemente a la praxis «imperialista», esto es, a la política sistemática de expansión territorial a costa de los vecinos -y aun de los que no lo son tanto-, tirando por la borda toda referencia al derecho internacional y toda reticencia de carácter ético. La maquiavélica sustitución de bien útil por bien honesto aplicado a la teleología política y la cínica invención de Hobbes (la de un Estado totalitario con nombre de serpiente marina) sitúan en los albores mismos de la modernidad el motivo inspirador más o menos declarado -esto es, más o menos oculto- de la política sucesiva.

«Leviatán», por Thomas Hobbes
Basta constatar que la ruptura de la unidad religiosa en Occidente propició la boga del absolutismo regio, y que derrocado éste se elevó aquella otra forma de absolutismo que hoy padecemos (el del número, tal la democracia) para evidenciar cuánto la suerte de esta mitad del mundo se mimetizó con aquel carácter que se ha atribuido siempre al Oriente: el del fatalismo quietista, garantía espiritual del despotismo. Y nótese que no hablamos de «fatalismo quietista» de balde: pese al hormigueante trajín al que se ha lanzado el mundo occidental en los últimos siglos, pese al activismo exterior y a la operosidad transformadora del orbe, el hombre contemporáneo vive convicto de la ficción ideológica del progreso necesario, de un sentido de los acontecimientos no improntado por el espíritu, del positum rector y del descrédito más efectivo de la libertad, sobre todo cuanto más se entienda ésta en su acepción más elevada: la de la opción incluso heroica por el puro bien. Todo esto no es sino fatalismo y rendición incondicional a la tiranía -de los hechos, de los gobiernos, cualquiera sea.

Los cristianos sabemos muy bien que la proyección última de la moderna concepción de «imperio», fundada en los rasgos arriba citados, lleva invariablemente al Anticristo. Sabemos que éste, apoyándose en una doctrina falaz, opugnadora de todo lo que refiera a Dios (es más: que le robará a Dios los honores sólo a Él debidos), ejercerá un dominio orbital incontrastable. Y que la única respuesta efectiva a todas las tendencias orientadas a este catastrófico término consiste -tal como lo comprendieron acuciantemente los papas desde León XIII hasta Pío XII- en la consagración de todas las cosas, de la sociedad humana, a Cristo Rey. Pío XI trazó en la Quas Primas la síntesis de ese itinerario de perdición que le debemos al liberalismo ya condenado en el siglo diecinueve, y que prolonga sus tesis en el progresismo que hoy se enseñorea de las cátedras episcopales, incluida la romana: «Comenzóse por negar la soberanía de Cristo sobre todas las gentes. Negóse a la Iglesia, el derecho, que es consecuencia del derecho de Cristo, de enseñar al linaje humano, de dar leyes, de regir a los pueblos, en orden claro a la bienaventuranza eterna. Luego paso tras paso se equiparó a la Iglesia de Cristo con las falsas, poniéndola ignominiosamente al nivel de ellas. Después se la sujetó al poder civil y poco faltó para que se la entregara al arbitrio de soberanos y gobernantes. Más lejos fueron aquellos que pensaron en sustituir la religión divina por una cierta religión natural, por un cierto sentimiento natural. Ni tampoco faltaron naciones que juzgaron poderse pasar sin Dios y hacer religión de la impiedad y del menosprecio de Dios». 

La idea moderna de «imperio» condiciona, como es obvio, la idea moderna de «guerra», que ya no se cura sea justa. La inminencia de un ataque estadounidense a Siria -con la posibilidad cierta de dilatar orbitalmente las consecuencias de una tal acción- involucra a la Iglesia de manera no menos ineludible que al mundo. Y la involucra no por la recurrencia a generalidades del tipo «nada de lo humano me es ajeno», a lo Terencio, o por haber sido motejada alguna reciente vez como «experta en humanidad». [En verdad, y sobre esto último, debe decirse que la Iglesia, al reproducir el misterio teándrico de su Fundador, se hace también «experta en divinidad», al menos en tanto ministrante la gracia y animada íntimamente por el divino Paráclito]. A la Iglesia el caso la compromete con la urgencia de recordar, a un mundo sordo ya a estas verdades, a un mundo que se amotina «contra el Señor y su Ungido» (Ps. 2), que fuera de la libre aceptación del llevadero yugo de Cristo no puede prometerse sino ruina, que no hay paz verdadera sino como la da el Señor, que sólo el cetro de Cristo es cetro de justicia. Constan en cambio, y a trueque del mensaje inequívoco que las circunstancias exigen, las siempre anodinas palabras del papa Francisco, que no pueden sino agregar más mortificación a quienes sufren muerte y desolación en la castigada nación siria: «hago una fuerte apelación por la paz... pido a las partes en conflicto escuchar la voz de la propia conciencia, mirar al otro como a un hermano y emprender con coraje y con decisión el camino del encuentro y de la negociación... el empleo de las armas conduce a la guerra». Por el mismo precio, regaló a la teleplatea mundial el clásico «la violencia engendra violencia», voceando luego a través de su cuenta de túiter un tan corajudo como utopista «¡nunca más la guerra! ¡Nunca más la guerra!». Con razón el patriarca maronita Bechara Boutros Rai, luego de denunciar el «proyecto de destrucción del mundo árabe, aumentando en la medida de lo posible los conflictos interconfesionales en el mundo musulmán entre sunitas y chiítas» para mejor posar el garfio en el petróleo -y al precio ulterior, que bien sensible debiera ser a la conciencia de un católico urgido por la caridad fraterna, de la muerte de millares de hermanos en la fe y la destrucción de templos y comunidades cristianas antiquísimas-, exprime su desazón ante la sosa locuela del Santo Padre, «que sólo habla de paz y reconciliación».

Conforme a esa ley metafísica que hace repercutir la actividad de las facultades y los seres superiores sobre los inferiores incluso a manera de reflejo, la fidelidad y la piedad de la Iglesia son el "fiel de la balanza" para medir cuánta equidad se practica en el mundo. Se podrá objetar que en sus casi trescientos primeros años de existencia la Iglesia ofreció suficientes ejemplos de santidad y heroísmo mientras el mundo pagano y la sociedad civil se iban degradando sin pausa. Lo cierto es que mal podía entablarse entonces en el cosmos social -como cuerpo extraño que era la Iglesia, a su pesar- una factible ecuación entre Iglesia y mundo. Bastó que éste la aceptara y permitiera la acción de su levadura para que ambos, en los mejores momentos, se beneficiaran recíprocamente: el Estado dispensando su protección a la Iglesia, y ésta informando al corpus social con su doctrina y auspiciando, como añadidura de la evangelización, el recto orden civil.



Si esta correspondencia es real, ¿qué cabe esperar de los líderes políticos en tiempos en que la Iglesia ha desistido de su misión proclamadora de la verdad? Los respetos humanos y el sentimiento de inferioridad ante el mundo moderno han llevado de hecho a la Iglesia a admitir -en una mutilación monstruosa de su doctrina social- la aconfesionalidad del Estado, olvidando aquel principio de que la pax Christi sólo se alcanza in regno Christi. El término inevitable de una tal deserción es el acabar justificando -y ya no más por el silencio, sino con la expresión explícita, con un contra-magisterio enajenado- todas las pretensiones del poder secular, incluso las que más se alejan de la enseñanza cristiana. El reciente besamanos de Francisco a la reina de Jordania, creemos que inédito en la historia del papado (siempre fueron los príncipes seculares quienes se inclinaron a besar el anillo del pontífice),
Ni el fotógrafo lo puede creer

es un gesto en el que debe verse algo más que mera galantería, tan farolera como inoportuna: es el signo de la sumisión voluntaria del poder religioso al poder político, ahora ensayado en relación a un actor de menor envergadura, pero listo a ser aplicado -cuando las circunstancias derivadas de un eventual colapso internacional subsiguiente acaso a una guerra- eleven a un tirano mundial presentado como "pacificador de los pueblos".

Nadie sabe el día ni la hora -ni quiénes vayan a ser los actores de tal estafa finistemporal-, pero el Señor nos manda velar y atender los signos cuanto más patentes.