viernes, 9 de mayo de 2014

EL EJEMPLO HISTÓRICO QUE NO CUNDE

Frecuentemente han sido señaladas las similitudes entre la actual crisis de la Iglesia y aquella sufrida en tiempos del arrianismo: desmedro del misterio y de la nota sobrenatural de nuestra religión, con consecuente reducción naturalista de los contenidos de la fe; imparable contagio del error, particularmente entre clérigos, con especial énfasis en la Jerarquía; aversión sañuda a la recta doctrina y a sus defensores, etc. El célebre apotegma de san Atanasio: «ellos tienen los templos, nosotros tenemos la fe», podrían repetirlo hoy no pocos fieles absortos ante la hecatombe que avanza sobre el atrio y las naves, sobre el altar mayor, y la esperanza de una restauración católica parece que deba cifrarse toda ad orientem, velando por aquel rayo incontenible que trazara la rauda eclíptica del Regreso Glorioso.

Es sabido que aquella peste esparcida por Arrio, pese a los sucesivos concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia, continuó bogante por un largo siglo más. «El arrianismo -apunta Romano Amerio- fue el intento de desflorar la originalidad del kerygma primitivo adentrándolo en el gran flujo gnóstico», y esto se hizo desmochando la doctrina, ajustando todo dato revelado al dato empírico o racional, sustituyendo el misterio por el secreto, negando la suprema realidad teándrica por la cesura irremontable entre lo divino y lo humano. Ésta es la clave última del arrianismo, y lo es del modernismo y sus múltiples adventicias proyecciones: el escándalo ante la inteligencia insondable de Dios y la santidad de sus decretos.

Hay un hecho histórico notable por haber impulsado el finiquito de la infestación arriana: la conversión del rey visigodo Recaredo y su profesión pública de fe en nombre de su pueblo (589), que se había mantenido en el error de Arrio desde su fallida conversión. En el Tercer Concilio de Toledo, convocado por el ortodoxo rey para ofrecer a sus súbditos «como un santo y expiatorio sacrificio», expone él la iniciativa de aquella nación que «separada antes por la maldad de sus doctores de la fe y la unidad de la Iglesia Católica, ahora, unida a mí de todo corazón, participa plenamente en la comunión de aquella Iglesia».

Antonio Muñoz Degrain, Conversión de Recaredo (1887)
No faltan historiadores que señalan la marcada y duradera influencia que produjo esta pública profesión de fe en la formación de la nacionalidad española, y cómo la Reconquista iniciada en Covadonga (721) encontró aquí, precedida en ciento treinta años, la marca de su destino. Pero lo que nos interesa apuntar es lo que fray Victorino Rodríguez O.P. supo deducir de este providencial suceso: la afirmación «del carácter social y público de la fe» como causal de una política de cristiandad, política que «supone que la fe católica se encarna en el hombre y en las estructuras humanas: familia, sociedad, Estado. Los cristianos medievales (...), consecuentes en su ser y obrar (...), iban a mil años luz por delante de aquellos peritos que durante el Concilio Vaticano II negaban competencia a los Estados católicos para conocer y decidir sobre la confesionalidad católica de una nación». De aquí la demencial paradoja de alentar una consecratio mundi, tal como el Concilio lo señaló como tarea y desafío para los seglares, al mismo tiempo que se niega toda necesidad de explícita impregnación de las instituciones civiles por el Evangelio. Un verdadero y afanoso programa de consagración del mundo es, en todo caso, el que se esboza en la Quas Primas, y no en la monserga pluralista tan en lamentable vigor.

Aquellas paradojas son la materia de la verbosidad inane de nuestros pastores, porfiados en situarse en los antípodas de un Recaredo o de un Clodoveo -o incluso, muy más módica y recientemente, de un Putin-, al reparo de todo posible conflicto con los enemigos de la Cruz. No hace falta recordar que una valiente profesión pública de fe supone la previa conversión, la abjuración decidida de los viejos errores. Es la lección paulina (Rom 10,9) del "confesar con la boca y creer con el corazón". Para quienes hoy comandan a los fieles, en cambio, y como lo reclamaron meses atrás los obispos africanos a los fines de frenar las migraciones masivas, son menester «desarrollo y democracia». O nuestro impresentable presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, notorio pedisecuo del Jefe (si es a juzgar por sus declamados principios), que aboga con urgencia por «una cultura del encuentro, del diálogo y de la solidaridad» para sortear el caos de marginalidad y delincuencia imperante en nuestro medio. No ya la conversión de jueces y convictos, sino apenas «la aplicación de la ley en el marco de la Constitución» para consolidar «la vida de la democracia». Así, a falta de audaces golpes de timón histórico (audaces por santos y santos por audaces, como aquellos que antaño supieron dar los monarcas que azotaron a la herejía), el modernismo y sus engendros seguirán teniendo seguro asiento en nuestras cátedras episcopales.