Es sabido que aquella peste esparcida por Arrio, pese a los sucesivos concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia, continuó bogante por un largo siglo más. «El arrianismo -apunta Romano Amerio- fue el intento de desflorar la originalidad del kerygma primitivo adentrándolo en el gran flujo gnóstico», y esto se hizo desmochando la doctrina, ajustando todo dato revelado al dato empírico o racional, sustituyendo el misterio por el secreto, negando la suprema realidad teándrica por la cesura irremontable entre lo divino y lo humano. Ésta es la clave última del arrianismo, y lo es del modernismo y sus múltiples adventicias proyecciones: el escándalo ante la inteligencia insondable de Dios y la santidad de sus decretos.
Hay un hecho histórico notable por haber impulsado el finiquito de la infestación arriana: la conversión del rey visigodo Recaredo y su profesión pública de fe en nombre de su pueblo (589), que se había mantenido en el error de Arrio desde su fallida conversión. En el Tercer Concilio de Toledo, convocado por el ortodoxo rey para ofrecer a sus súbditos «como un santo y expiatorio sacrificio», expone él la iniciativa de aquella nación que «separada antes por la maldad de sus doctores de la fe y la unidad de la Iglesia Católica, ahora, unida a mí de todo corazón, participa plenamente en la comunión de aquella Iglesia».
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Antonio Muñoz Degrain, Conversión de Recaredo (1887) |
Aquellas paradojas son la materia de la verbosidad inane de nuestros pastores, porfiados en situarse en los antípodas de un Recaredo o de un Clodoveo -o incluso, muy más módica y recientemente, de un Putin-, al reparo de todo posible conflicto con los enemigos de la Cruz. No hace falta recordar que una valiente profesión pública de fe supone la previa conversión, la abjuración decidida de los viejos errores. Es la lección paulina (Rom 10,9) del "confesar con la boca y creer con el corazón". Para quienes hoy comandan a los fieles, en cambio, y como lo reclamaron meses atrás los obispos africanos a los fines de frenar las migraciones masivas, son menester «desarrollo y democracia». O nuestro impresentable presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, notorio pedisecuo del Jefe (si es a juzgar por sus declamados principios), que aboga con urgencia por «una cultura del encuentro, del diálogo y de la solidaridad» para sortear el caos de marginalidad y delincuencia imperante en nuestro medio. No ya la conversión de jueces y convictos, sino apenas «la aplicación de la ley en el marco de la Constitución» para consolidar «la vida de la democracia». Así, a falta de audaces golpes de timón histórico (audaces por santos y santos por audaces, como aquellos que antaño supieron dar los monarcas que azotaron a la herejía), el modernismo y sus engendros seguirán teniendo seguro asiento en nuestras cátedras episcopales.