jueves, 9 de julio de 2015

UN NUEVO CRONISTA DE INDIAS

Si al Tribuno Mundial de la Plebe le faltaba echar mano de algún otro tópico mendaz con el que acrecer su ascendiente sobre las turbas, la ocasión -previsible y nada calva- la tuvo en su excursión amerindia. No hace falta abundar en aquellas sus palabras que abonan la tan explotada dialéctica "indios buenos-españoles malos": las reproducen multitud de medios, con el regodeo de rigor en casos como éste, en que se alude a la presunta «conciencia de la falta de libertades, de estar siendo exprimidos y saqueados» como causal de la independencia de los países americanos hace doscientos años. Pero de Francisco sabemos algo de cierto, y es su desordenada afición a congraciarse con todos y cada cual mientras esto sirva a encaramarlo: se diría que ante cualquier auditorio -trátese de los indígenas americanos, de una delegación de la ONU, de los balseros de Lampedusa o de una asociación de banqueros israelitas, lo mismo da- él no hace sino oír de boca del mismo, a modo de anhelosa súplica, aquel versículo de Isaías (XXX, 10): loquimini nobis placentia, «habladnos de lo que nos gusta». Y se dispone a complacerlo sin perder oportunidad.

Algo de esta suprema elasticidad de principios tuvimos que reconocerle aquí, aquí y aquí, junto con la notoria predilección por el oficio del flautista-encantador que va engatusando incautos con sus sones. Recordamos haber leído en otro blogue una hipótesis sobre el mimetismo de su personalidad, debatiéndose siempre todos entre la clave plenamente intencional y zorruna de sus oscilaciones y la interpretación patológica de las mismas. Es posible que la una no contradiga a la otra, y que el recurso a la lisonja del oyente, movido por la inicial avidez de poder y gloria mundanos, acabe por connaturalizarse hasta el trastorno psíquico. Como tampoco cabe excluir la más que plausible eventualidad de estar actuando de común acuerdo con los lobbies que crean la opinión pública y orquestan el inmediato devenir político del mundo.

 Las Casas debiera escribir hoy una
«Brevísima relación de la destrucción de
la fe, no menos que de la verdad histórica»
Hecha abstracción de lo cual, y para sólo ceñirnos al tema «conquista e independencia de América», nos pareció oportuno y justo trascribir unas pocas líneas que replican victoriosamente el discurso denigratorio de Bergoglio. Son de Vicente Sierra (Así se hizo América, Dictio, Buenos Aires, 1977), y muy aptas para evidenciar en qué estriban las falencias del rupturismo histórico, tal como lo propició la facción liberal-iluminista que actuó detrás de la bicentenaria revolución cuyos mitos siguen siendo servidos en las escuelas -y ya incluso en los discursos papales. Lo que desconocen los historiadores más o menos aficionados y más o menos reos del actual clima espiritual de desarraigo, es que «es imposible considerar al hombre separado de la profundísima realidad histórica, y ésta se adentra en lo más hondo de la existencia, en sus mismos fundamentos, para revelar lo más auténtico de la realidad». Y que por indispensable que sea la heurística, la compilación de datos, en la conformación del juicio histórico, pues la historiografía necesita «del documento, de las fuentes, de los datos [...], quien sólo se atenga a ellos no verá nunca la verdad, esa verdad que debe vivir en el ser mismo del historiógrafo, mediante la cual se puede identificar íntimamente con los hechos del pasado por el nexo indisoluble de la tradición. Por muchos documentos que se pusieran en manos de un hindú para escribir la historia de la labor de España en el Nuevo Mundo, no se lograría que comprendiera el sentido espiritual de la misma». Es lo que ocurre cabalmente con un papa adscrito a las formas más rudimentarias y bastas del historicismo, cuyo veneno lo ha vuelto mental y emocionalmente ajeno a la institución que se le ha otorgado gobernar.

Aparte de faltar habitualmente a la verdad, el evolucionimo histórico incurre en frecuente inconsecuencia al abordar el capítulo americano. En efecto, ni aun reconociendo que la Conquista permitió a los aborígenes remontar un abismo cultural de tres mil o más años con el europeo (las culturas inferiores locales no habían superado el neolítico, y las superiores desconocían el uso del hierro), ni siquiera constando acabadamente la superioridad de las instituciones político-sociales a las que los naturales fueron integrados desde el mismo momento en que estas tierras pasaron a constituir Reinos incorporados a la Corona de Castilla, el juicio que todo esto suscita a sus adeptos no deja de ser paradójicamente negativo. Sigamos a Sierra: «el gran drama de la Conquista es que el indio carece de conciencia histórica; es un ser sumido en el destino, pero que no ha salido del estado de naturaleza. La dificultad con que tropieza el misionero es que el indio carece de nexos tradicionales que le permitan reconocer las tesis liberadoras que el evangelizador lleva consigo, y error de casi toda la historiografía americana es no haber medido la magnitud de esta circunstancia. No bastaba decir al indio: "tú eres libre; tu libre albedrío te permite realizar en eta vida tus fines terrenos y eternos"; el indio no podía entender ese lenguaje, porque el problema de la libertad no existía en él. Esas palabras expresaban un dinamismo histórico que no podía captar el indio, carente de conciencia histórica». Situación talmente reconocida por los capitanes de la Conquista como para suscitar pronto largas discusiones entre los juristas peninsulares acerca de los justos títulos de la misma: el hecho de que prevalecieran quienes sostenían el deber antes que el derecho de conquista expresa a suficiencia cuánto el acento estuvo puesto antes en el beneficio de los naturales que en el de la Corona o de los aventureros. De ahí también la absoluta extemporaneidad en el transponer la monserga libertaria de nuestros aciagos tiempos post-cristianos a los días previos a Colón. Las "ideas cristianas que se volvieron locas", ni locas ni cuerdas hubieran tenido cabida en las mientes de los súbditos de Moctezuma o de Atahualpa.

El acabose, o la cruz hecha de hoz y martillo,
regalo de Evo Morales a Francisco
Estas son, aplicadas al caso americano, algunas de entre las aporías del historicismo en el que han sido formadas, volens nolens, las cabezas de los últimos pontífices, y que en Francisco encuentra la más grosera y eruptiva de sus derivas. Frente al repudio hodierno de los imperialismos, puede comprobarse el voraz apetito imperial de los reyes aztecas e incas, por el que los pueblos que les estaban sometidos saludaron con entusiasmo la llegada de los españoles; frente al rechazo de la esclavitud, su rigurosa vigencia en toda la latitud del Nuevo Mundo; frente a la hoy tan clamoreada conciencia del derecho de los más débiles (mujeres y niños), ahí están la poligamia y los sacrificios de niños al dios Sol, no menos que costumbres terribles como aquellas que describe el jesuita padre Florián Paucke relativas a los indios mocovíes del Chaco: «cuando la mujer del indio ha dado a luz y el padre no puede detenerse en el lugar del alumbramiento, bien sea por carencia de alimentos o por un próximo largo viaje, ordena a su mujer de matar al niño, orden que ella observa puntualmente». Las costumbres del infiel todavía vigentes en la segunda mitad del siglo XIX, tal como las refiere el Martín Fierro, no dejan de asombrar por su inhumanidad. No hay nada que exaltar en aquel mundo sumergido en hoscas tinieblas, deseoso de una redención que al fin llegó, al menos mientras duró la impregnación católica de América.

«La primera ley de la historia es no atreverse a mentir, la segunda, no temer decir la verdad» es una conocida sentencia de León XIII que su lejano sucesor en nuestros días tiene acaso tan por indescifrable como el contenido mismo de su fe.