martes, 27 de noviembre de 2018

NEGLIGENCIA LITÚRGICA - breve observación sobre la convivencia del rito católico y su opuesto en la secta conciliar

por Cesare Baronio
(traducción por F.I.
original aquí)

El blog Messa in latino reporta una noticia (aquí) según la cual, durante la Asamblea de la Conferencia Episcopal Italiana, algunos prelados habrían expresado su hostilidad al Motu Proprio Summorum Pontificum, auspiciando su supresión. Por supuesto, entre las filas de los conservadores se desencadenó de súbito una patética indignatio, en la que no faltaron referencias al nunca suficientemente execrado Concilio y a aquel nº 36 de la Sacrosanctum Concilium que hipócritamente establecía -para tranquilizar en ese momento a los Padres aún católicos- que en los ritos latinos debía conservarse el uso de la lengua latina. 

En retrospectiva -y aun con la clarividencia que nos mereció el apelativo de profetas de desventura-, supimos que aquello que la letra del Vaticano II afirmaba en un punto sería luego contradicho por las reglas de aplicación; y que el espíritu de aquella infausta asamblea se fijaba otros objetivos -todos alcanzados, por lo demás-, que no la defensa de la antigua Liturgia romana, de la cual de hecho deseaba obstinadamente la supresión.

Envalentonados por saberse protegidos e incluso alentados en su obra por el Sedicente que reside en Santa Marta, ciertos prelados y así llamados liturgistas señalan que la exhumación de la Misa católica después de cincuenta años de adulteraciones es un non-sense jurídico. Tienen razón, pese a todo: cada religión se da sus propios ritos, y aquéllos de la secta conciliar -que se quiere otra respecto de la Santa Iglesia fundada por Nuestro Señor, y que establece su fundación a partir del Concilio, el único que ésta reconoce- deben necesariamente ser expresión de esa religión, y por esta razón otros respecto de los ritos de la Iglesia Católica. Como, por lo demás, otro es el calendario, y otros son los así llamados santos que hoy se elevan en Roma a la gloria de los altares, casi como si se quisiera sellar con su grotesca canonización los actos que ellos cumplieron en vida -primero entre todos, el ídolo del Vaticano II.

Sería la ocasión, para los entusiastas del Summorum Pontificum, de comprender finalmente que la aberración litúrgica, si no reside ciertamente en la existencia de la Misa católica, consiste en todo caso en su coexistencia con esa abominación que es la Cena reformada parida por el Conciliábulo de Roma. 

Hablar de forma extraordinaria y forma ordinaria del mismo rito es, esto sí, un non-sense, como si Dios Padre pudiera ser honrado y glorificado por el Sacrificio de Su Divino Hijo de modo perfecto según una forma extraordinaria y al mismo tiempo ser honrado y glorificado en menos o para nada según una forma ordinaria. La Iglesia no puede ser al mismo tiempo Esposa del Cordero y meretriz de Babilonia, y menos aún esperar que esta mentalidad de Amoris Laetitia, este doble comportamiento, sean gratos al Sumo y Eterno Sacerdote que ante todo la fundó para perpetuar en los siglos el nuevo y eterno Testamento en Su Sangre.

Del mismo modo, legitimar el rito venerando a cambio de que no se rechace su grotesca parodia filoluterana es un non-sense al cual deben someterse los fautores del conciliarismo diplomático, de aquel estrabismo conservador que se regodea en los fastos litúrgicos pero que no se atreve a sacar las debidas conclusiones de la revolución doctrinal y moral que ha promulgado un rito que repugna a la Divina Majestad. 

Mezquinos: éstos apelan al Conciliábulo para legitimar lo que éste detestaba, y a la Tradición para tolerar cuanto se opone a ella. Y no entienden que el Predecesor se diferenció del Sedicente sólo en  los accidentes, pero no en la sustancia. Una mitra gemada o un sombrero de juglar no cambian la cabeza que cubren; de hecho, a menudo aquella oculta el engaño que éste pone en evidencia.

El odio de los Novatores contra la Misa católica debería hacer reflexionar a muchos moderados acerca de las razones que hacen tolerable para ellos un rito infame, concebido con la finalidad satánica de privar a Dios del honor que se Le debe, de debilitar la fe en las almas y de anular la acción de la Gracia divina. Y no se diga que la aceptación de la liturgia reformada está dictada por razones de oportunidad y de virtud de prudencia, y que  con tal de tener la Misa Tridentina aprobada por el Obispo se puede también reconocer la validez del rito montiniano: también la consagración en el curso de una misa negra es válida, si aquel que la pronuncia es un ministro válidamente ordenado, aunque sea apóstata; pero esa sacrílega consagración hace presente el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo para profanarlo, así como aquella del odioso rito conciliar trata de todas las formas de disminuirla para complacer a los herejes. ¿Con qué coherencia se puede tolerar un mal objetivo para ver legitimado un derecho que es inalienable y que ningún Papa puede conculcar ni revocar y que, viceversa, justamente en cuanto Papa, tendría más bien que afirmar y defender?

Un verdadero católico debe detestar el Novus Horror con la misma vehemencia con la que los herejes detestan la Misa romana. Porque la tibieza de los conservadores termina siendo el necesario contrapunto de la tolerancia de los ratzingerianos hacia ellos. Demuestran más coherencia los enemigos de Cristo.

lunes, 19 de noviembre de 2018

NUESTRO HUNDIMIENTO

Resulta oportuno y hasta casi obligado relacionar la postración del Ara San Juan en el fondo del mar con el desfallecimiento moral de nuestra entera nación: se trata de uno de esos simbolismos propiciados por los acontecimientos en que lo eventual evoca a lo habitual en inmejorable correspondencia. Pero si los hechos luctuosos pueden sincronizarse ajustadamente con otras realidades de orden más elevado y comprometedor (la decadencia moral de un pueblo, digamos), no menos doloroso resulta detenerse a espigar algunas significativas derivaciones de estos mismos hechos -en particular, aquellas que suelen pasar desapercibidas para las seseras menos atentas a la intelección de lo que realmente ocurre.

Pasarán entonces de largo, en medio de las hipótesis y las indagaciones que el caso reclama, las declaraciones de algunos de los familiares de los marinos siniestrados cuando éstos sean capaces de reclamar «por que lo puedan reflotar [al submarino], no por retener la morbosidad de los cuerpos, sino por saber qué pasó». Al paso que, como apunta el periodista a coro con la entrevistada, «recuperar la nave permitirá saber qué "falló" para "que nunca más" Argentina vuelva a sufrir una tragedia similar» [nuestros son los subrayados].

Se podrán tener éstas como palabras transitorias e irrelevantes para un caso que tiene mil otros costados a los que la prensa acudió con solícito olfato de novedades. Pero valen para medir algo más que la noticia: para reconocer la impregnación de veneno que, como por capilaridad, ha invadido las mentes y la concepción primaria de las cosas a partir de las fuentes que destilan con abundancia ese mismo veneno. 

Digamos, pues, que de aquel slogan del «nunca más», de notoria fortuna entre nosotros, puede decirse que representa la fórmula más atinada del cruce entre el voluntarismo y los ensueños del progreso prometeico, una especie de sedante retórico de las conciencias, persuadidas -pese a las sucesivas desmentidas históricas- de que el solo propósito mancomunado de los hombres bastará para atraer el paraíso a la tierra (o, al menos, para que nunca más ocurran desgracias de gruesa impronta). Utopía y de la peor ralea, alguien debería escribir acerca del efecto del retintín del «nunca más» en nuestras clases semiletradas, qué poder lenitivo y sosegante les alcanza, cuánto estas fórmulas contienen de transposición profana y simiesca del método hesicasta, de aquella llamada "teología del nombre" tan en uso entre los cristianos orientales, consistente en la repetición litánica del santo nombre de Jesús.

Pero lo que alarma en punto a la suma estulticia alcanzada por toda una generación de náufragos de tierra es aquel excusarse de que, con el rescate del Ara San Juan, no se desea precisamente "retener la morbosidad de los cuerpos". Siempre supusimos que, en situaciones de este tenor, lo que urge y no necesita ser explicado ni ensombrecido por inauditos escrúpulos es el dar sepultura a los muertos. Práctica que la Iglesia consagró desde siempre como una de las obras de misericordia corporal, y que en la Escritura conoce el caso heroico de Tobit, que enterraba a sus connacionales pese al peligro de contrariar con ello al rey asirio Senaquerib, y que en la tragedia griega hace resaltar el coraje de Antígona, quien inhuma a su hermano Polinices contra el edicto de Creonte, rey de Tebas. Ni decir que la Eneida está repleta de situaciones en que se rinden honras fúnebres a los muertos, empezando por su sepultura, incluso como condición para poder proseguir con esperanzas de éxito las empresas guerreras acometidas. Ésta de enterrar a los difuntos es, como el matrimonio, una institución que se remonta a los orígenes mismos de la humanidad y que, supuesta la obvia diversidad de los rituales, no conoce casi excepción en tiempos y latitudes.

Con lo que, al disculpar a la faena de la presunta "morbosidad de los cuerpos" que ésta supondría, se señala un sobreentendido artificial que no guarda relación alguna con la concepción de la muerte y de los deberes de los deudos para con el difunto tal como nos han sido transmitidos ininterrumpidamente por una vasta multitud de generaciones. Pone en evidencia, en todo caso, la a-historicidad de nuestros coetáneos, reos de una laboriosa sustracción de todo contenido de conciencia tributario de las formas inveteradas del legado, de la tradición, de la transmisión sapiencial de unos a otros, indispensables para alcanzar la inteligibilidad de lo real. Efecto de la aplicación de los criminales programas del constructivismo, los sujetos yacen en una flotación sin contenido que atraviese la mera aprehensión primaria de los fenómenos. O con el único contenido que les efunde la matrix progre, lleno de remilgos y mojigatería ciertamente muy ocurrentes, pero faltos de ese sustrato común a la humanidad, que reconoce el deber de devolver a las entrañas de la tierra el cuerpo muerto de un congénere sin detenerse a calibrar el punto más o menos de morbidez que tal cometido supondría.

Inconsecuencia de las más clamorosas que haya surtido la mitología psicoanalítica y su "cultura" subsidiaria, siempre tan ávida de espiar las tumefacciones y alimañas que moran en los estratos bajos del psiquismo, la aplicación del estigma de «morboso» con clara intención peyorativa acaba posándose incluso donde no debiera. La auténtica morbosidad es nuestro hundimiento cultural y moral a instancias de esos psicoanalizados en tropel que dan el tono a los pasquines multimedios, y que acaban por ponerle sus palabras en la boca a la pobre gente. Nuestra época, al fin de cuentas, es la que prohíbe la tauromaquia y legaliza el aborto.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

AGNOSIA


por Dardo Juan Calderón 

Hace una punta de años, por allá, en aquella isla llena de ingleses, un Dr. P. – oftalmólogo- se encontró con una rara enfermedad. El paciente veía las cosas pero no podía acertar a definir qué eran. Miraba un objeto y lo describía:“es una porción de cuero rectangular, con cinco apéndices irregulares de un lado”. No bien se libraba el objeto al tacto, de inmediato reconocía “¡es un guante!”, y así con todos los objetos a los que encontraba igualmente ajenos e indefinibles, pero el tacto y la vista permanecían ajenos a ese conocimiento, la vista no se unía en la segunda experiencia. El Dr. P. llegó a la conclusión de que era una alteración mecánica de la conexión del aparato óptico con alguna otra parte del cerebro y la llamó: “agnosia visual”. No se podía conocer mirando, sólo se podía ver, perfectamente, y recién cuando el objeto se hacía sensible al tacto -que sí estaba conectado- se lo reconocía, pero seguía siendo aún indefinible para la vista.

La causa del corte en la conexión era un asunto ajeno a su ciencia, ¿quizá un virus, una bacteria, un susto, una gran emoción, un condicionamiento social…? Lo importante era descubrir esa conexión y ver si era sanable. Dado el avance de la neurociencia en aquel tiempo, era impensable hallar la falla, por lo que había que esperar un fantástico descubrimiento científico.

No sé cómo terminó aquella historia pero hay autores que han tomado esta anécdota para definir un mal que se está haciendo endémico, que es algo así como “agnosia moral”.

De un tiempo a esta parte muchas buenas personas –y hasta muy buenas- aun viendo las conductas de quienes los rodean no alcanzan a emitir un juicio moral sobre sus actos (y no estoy hablando de personas con criterios inmorales, para nada). En seguimiento del Dr. P., con la observación del fenómeno sólo podemos afirmar que se trata de una especie de corte mecánico entre la facultad de la visión de los hechos y aquella parte del cerebro que produce un juicio moral, ya que, al igual que el caso médico, estos pacientes comienzan a reconocer el carácter moral de aquello que simplemente ven con indiferencia cuando llega el “tacto moral”; es decir -en este caso- cuando llega el dolor, cuando “duele”.

Así como en el caso de aquel paciente en que se nos hace inexplicable que, viendo y describiendo lo que veía no acertaba a definirlo, de la misma manera tenemos en nuestro derredor multiplicidad de enfermos de “agnosia moral” cuyos síntomas se nos hacen evidentes (y, aún peor, ocurre en alguna medida en nosotros mismos sin que, por supuesto, lo advirtamos; con lo que presumimos que puede ser contagioso). ¿Cuántas veces vemos padres y madres que ven las vidas y acciones de sus hijos de esta manera sin lograr hacer un juicio moral?: la nena se viste y bulle el anca como para infartar a un anacoreta; el nene juega con las muñecas y ambos -buenitos y cariñosos en casa- son impermeables a todo intento de autoridad. Sus padres lo ven, pero no aciertan a saber qué significa hasta que “tocan”, es decir, cuando “duele”; cuando a la nena la dejan con tres meses de preñez y los llama desde la clínica de abortos, o el nene les trae a casa un orco con el que se puso de novio. Recién allí los sorprende el cuadro - que no encuentra nexo causal con lo anteriormente visto- y dicen tomándose el rostro “¡¡¡Ohhh!!! ¿¡Qué nos ha pasado!? ¡¿Qué hicimos para merecer esto?!”

Además de los anestésicos que nos prodiga la ciencia, el dolor se reduce con el acostumbramiento. Por eso recurrimos a estos ejemplos extremos, ya que pocos años atrás era suficiente con mucho menos, el dolor surgía cuando la nena nos traía un novio ateo, o simplemente vago, o rematadamente imbécil. Pero con estos ejemplos hoy nos acusarían de exceso de sensibilidad y hasta de crueldad (me consta).

Los buenos católicos vieron ocurrir el Concilio Vaticano II con esta anomalía gnoseológica. Lo vieron pasar pero no alcanzaron a descifrar su significación. Al poco tiempo vieron a los Obispos que comenzaban a hablar como viejas de té canasta y los seminaristas como nenas de un team de porristas: “¡Achupé achupé! ¡Jesús volvé!”. La liturgia era para idiotas y por supuesto –no podía ser de otra manera- la celebraba un idiota o terminaba idiota por celebrarla (un famoso cura de estos pagos escribía un tratado sobre ella, descriptivo al detalle, sin notar cambios significativos con la anterior). Los sermones y la prédica eran completamente vacuos y babosos. Todo eso se veía, se podía describir como se describía aquel pedazo de cuero con cinco apéndices, pero no se alcanzaba a concebir una significación; los dejaba indiferentes y seguían concurriendo todos los domingos. De hecho todavía hay gentes buenas que lo ven, celebrada por un marica, un fantoche o un agnósico (a los que ven así), y no hacen el juicio.

Un día un tribunal cualquiera (podría ser la Corte de Filadelfia), les dice que tiene pruebas de que el Obispo no sólo era afeminado, sino que cada tanto se echaba una siesta con los seminaristas; que estos últimos llegaron a curas y se sirven a la cacerola a coreutas y monaguillos, y que, probablemente, si llevas tu nene a la iglesia dependa de su conformación hormonal el que pierda la fe o la virginidad. Que el Vaticano es un Club Gay y la “pastoral”, de estúpida se hizo obscena. Y entonces se agarran el rostro con las dos manos y dicen “¡¡¡Ohhh!!! ¿¡Qué nos ha pasado!? ¡¿Qué hicimos para merecer esto?!” pero, como en el otro caso ¡sin efectuar el nexo causal con lo anteriormente visto!, sólo con lo que tocan, con lo que “duele”. En este caso, Francisco duele, pero Benedicto XVI sólo se observa y se describe.

Nosotros - que sólo somos oftalmólogos - nos mantendremos en el nivel del diagnóstico del Dr P. (que al cabo era un científico, era inglés y descubrió el mal) y no vamos a endilgar culpas a nadie, sino que pacientemente proponemos a los especialistas el buscar esta ruptura neurológica – este crack- como inicio, y luego - si se puede - bucear las causas del “corte”: ¿quizá un virus, una bacteria, un susto, una gran emoción, un condicionamiento social…?

El uso de las negritas (aunque implica una hipótesis) no es para concluir que son unos cobardes conformistas, sino simplemente que tienen cortado un cable. Tampoco vamos a recurrir a imágenes despectivas como la de cientos de avestruces con la cabecita en un hoyo y el plumoso traste al poniente. Veremos que esta perspectiva científica que proponemos nos hace más ecuánimes con nuestros parientes, vecinos y la curia en general, mientras esperamos que se descubra la cura. Son buena gente que ven al mundo cometer una serie de acciones de las que no alcanzan a entender su significación, simplemente los ven y esto no gatilla un juicio moral ni doctrinal hasta que llega la policía y sale la noticia en los diarios.

No hay muchos trabajando en descubrir la etiología de la enfermedad y sólo se conocen sus adelantos en revistas científicas especializadas (y algunos conventos y seminarios escondidos) cuyas conclusiones no llegan a los mass media. Por ahora – en el público en general- cuando el dolor se siente y saltan las plumas, les llega la significación del hecho, pero sigue sin explicarse en sus nexos causales (poco ha, hubo un congreso de liturgia de excelentes personas que ven Vetus y Novus y no alcanzan a notar la significación de la reforma, necesitan que el cura eructe y diga “rajen, missa est”).

De todas maneras no se preocupen, se siente cada vez menos, pues hay un ejército de laboratorios farmacológicos llenos de misericordia y milenarismos colaborando en la mitigación del sufrimiento, con pastillas y pomadas, hasta que ocurra un milagro (o se corte el nexo del tacto y la indolencia nos deje -¡por fin!– imposibilitados de toda significación).

lunes, 12 de noviembre de 2018

LETRINA DE INTERNET

por Juan Manuel de Prada
(fuente aquí)

En su ensayo sobre Tiberio, Gregorio Marañón señala que, siendo muy parecido al odio y a la envidia, el resentimiento es mucho más nocivo para quienes lo padecen. Pues el odio o la envidia, aunque son pasiones igualmente nefastas, tienen una proyección estrictamente individual (se odia o envidia a una persona en particular) y, por lo tanto, invaden tan sólo una parte del alma (y, si desaparece el motivo del odio o la envidia, el alma puede restablecerse). En cambio, el resentimiento es una pasión más nebulosa o impersonal, que se dirige con frecuencia contra el mundo entero; pues el resentido no se considera agraviado por tal o cual persona en concreto, sino por una confabulación de circunstancias que convergieron en su fracaso. Y, así, el resentimiento gangrena el alma por completo, teniendo una curación más ardua y dolorosa. Marañón no niega que un resentido pueda liberarse de la pasión que lo destruye, pero reconoce que tal curación exige un empeño de perfeccionamiento moral mucho mayor que cualquier otra pasión perniciosa.

Uno de los recursos más habituales del resentido –nos explica Marañón– es la redacción de anónimos. «Un anonimista infatigable que pudo ser descubierto, hombre inteligente y muy resentido, declaró ante el juez que al escribir cada anónimo ‘se le quitaba un peso de encima’», escribe. Naturalmente, la percepción de este ‘anonimista’ era errónea; pues la escritura de anónimos alimenta siempre el resentimiento, que como la adicción a las drogas necesita de constantes rendiciones que el drogadicto experimenta eufóricamente como si fuesen alivios… que no hacen sino derrotarlo más. Siempre ha sido hábito del resentido –«calumnia, que algo queda»– recurrir a los anónimos injuriantes, que le brindan un momentáneo desahogo a la vez que gangrenan cada vez más su alma. Y siempre ha sido hábito de las sociedades saludables perseguir y combatir los anónimos, que no hacen sino envilecer el ambiente espiritual de la época. Así ocurrió, al menos, hasta la nuestra, en la que los anónimos han encontrado no sólo protección y estímulo, sino también legitimación, a través de la tecnología.

¿Qué son, sino resentidos, esos trolls que infestan las redes sociales, los foros de discusión virtuales, los comentarios de las noticias publicadas por los medios digitales? Se amparan en el anonimato para disparar insidias, ofensas y zafiedades, dicen que con una intención «provocadora»; pero a todos los guía el resentimiento más aciago, a veces expuesto desnudamente a través del exabrupto, a veces disfrazado con los andrajos de un patético gracejo (que, sin embargo, otros trolls celebran como si fuese un rasgo de ingenio). Millones de cuentas en las redes sociales están dedicadas a la difusión de anónimos biliosos que, a su vez, otros resentidos difunden, en una marea de orgullosa y solidaria satisfacción. Y no hay más que asomarse a los comentarios que ilustran, a modo de gargajos, cualquier noticia o crónica periodística publicada en un diario digital para enfrentarse a un hormiguero de inmundicia rencorosa. Sabemos que interné es una letrina de resentimiento, pero hemos llegado a aceptarlo como si tal cosa. Nadie se detiene a considerar que todo ese vómito de bazofias dictadas desde la oscuridad del anonimato está delatando una grave enfermedad social de muy difícil cura. Más bien parece aceptarse que esta forma de envilecimiento colectivo fuese inevitable, incluso… conveniente.

A veces, conversando con personas habituadas a desenvolverse en estos ámbitos de inmundicia, he llegado a la conclusión de que conviene a nuestra época una letrina donde los perversos, los fracasados y los descontentos puedan desahogarse. Conviene que una multitud creciente de personas con conciencia de agravio (a veces fundamentada, a veces imaginaria) tenga a su disposición un desaguadero que disminuya su peligrosidad. Conviene, en fin, que interné sea una jaula de monos agitados que gritan hasta quedarse afónicos, ensordecidos por el tumulto ambiental. Pero esta solución, amén de ingenua, nos parece repugnantemente cínica. Pues el resentimiento nunca se ‘desahoga’, sino que queda preso al fondo de la conciencia, donde incuba y fermenta, infiltrando todo nuestro ser; y acaba siendo el motor de nuestras acciones, hasta convertirnos en alimañas. Que es lo que terminará ocurriendo, si no reaccionamos: construiremos una disociedad sin lealtad ni amor, un enjambre de alimañas heridas, prestas a lanzar su dentellada. Pero quizá esto también convenga a quienes permiten que interné sea una letrina del resentimiento.

♦♦♦

[Nota del blog: estas consideraciones del autor, aplicables a cualquier ámbito, ¡cuánto más tendrían que ser consideradas por aquellos católicos que olvidan a menudo lo que el Señor advirtió respecto del quinto mandamiento y sus exigencias conexas: quienquiera que tome ojeriza con su hermano, merecerá que el juez le condene. Y el que le insulte, merecerá que le condene el concilio. Mas quien lo ofenda gravemente, será reo del fuego del infierno (Mt 5, 22)! El troll católico es una auténtica contradicción en los términos, ya que supone una demente confianza en los medios técnicos usados para injuriar a otros sin riesgo de ser descubierto -como si Dios no observara todo cuanto hacemos, incluso a fuer de anónimos. Supone la idolatría de la fuerza o de su símil, tal como ésta logra encarnar en sujetos impotentes estimulados por el magnetismo de una pantalla. Combatir el modernismo y sucumbir a un tiempo a esta modernísima patología (que hunde al psiquismo en el abismo de la manía y de la psicosis, y que puede comprometer la salud del entero organismo sobrenatural del sujeto) equivale a vivir en la dualidad y la mentira. Un buen director espiritual debiera sencillamente prohibirle el uso de la internete a su dirigido que incurre en estos desórdenes; para su desgracia, es harto probable que el troll no cuente con el auxilio de un director ni lo busque, ya que la internete suele ser para él su consejero y aun su sacramento super omnes.]           

jueves, 8 de noviembre de 2018

ESI: EMBESTIDA SATÁNICA A LA INFANCIA

En este auténtico infierno en la tierra en que devino la modernidad declinante, la presencia de una contra-jerarquía que opera sin pausa resulta reconocible sin demasiado esfuerzo. Allí están, en el pináculo de este templo luciferino de dimensiones orbitales, los siempre poco numerosos vicarios del Príncipe-de-este-mundo, grandes prestamistas doblados en sectarios del ocultismo y otras abominaciones, cuyos designios ejecutan, de acuerdo con una prudente planificación de calendario, los ubicuos reptiles que ocupan los cargos públicos sin distinción de partidos. Cooperando con éstos, en una subalternidad que no por ruin les quita la crapulosa jactancia, dicen ¡presente! los periodistas y aun los docentes, convocados desde las entrañas terrestres a la instauración de un magma semihumano sobre la superficie azorada del globo. Montón candente que, para simplificar, y aunque pudiera motejarse también como lumbricario, llamaremos con el habitual nombre de «república», porque le sienta bien. Tomamos la acepción que Anzoátegui le da al término cuando dice que

si pública es la mujer
que por puta es conocida, 
República debe ser
la mujer más corrompida

y tanto, que ahora la república que los parió avanza hacia la definitiva corrupción de los menores, en elocuente afán de aplicar el hacha a los renuevos. [A propósito: la Gran Ramera del Apocalipsis no habrá de ser, a punto fijo, una monarquía -y menos de cuño tradicional, que ya no las hay. La mundanización de la Iglesia, su peligrosa asimilación, a grandes tragos, de las más odiosas máximas modernas, puede advertirse en esos términos de reciente aparición que vienen a sugerir todo un inusitado programa de gobierno eclesiástico -tales "colegialidad", "sinodalidad"-, alineado en pedisecua conformidad con la tiranía del número. Quebrantado el principio de unidad, la Iglesia se jacta, como el mundo, de su propia decapitación, sugiriendo el principio falaz del poder ampliamente repartido, en una tensión hacia la horizontal pura que ya no sabe del «poder concedido de lo Alto». Si el mundo se atreve a conculcar los principios más elementales de orden natural, tales como el derecho de los padres a la educación de su prole, no es sino porque la Iglesia -o su simiesca refundición sectaria- se ha dedicado a jugar al parlamentarismo, al punto de cuestionarle a Dios la vigencia de Su ley. A decir verdad, hoy Iglesia -o su alias- y «mundo» son la misma cosa. Por eso la nueva «república» clerical ha hecho suficientes méritos para ser identificada con la Babilonia esjatológica.]

Pero volvamos: en la Argentina, donde quizás obran ya los últimos anticuerpos contra la impuesta degeneración social, se vienen dando reclamos más o menos masivos contra aquel programa de «Educación Sexual Integral» (ESI) que se pretende  imponer en las escuelas, tal como se lo hizo en una multitud de países a cambio de ayuda económica -actualizando, para definitivo quebranto de los mismos, el combo letal endeudamiento más depravación, peor que muchos sucesivos bombardeos atómicos. La resistencia a estos avances entre nosotros, como era de esperar, deja muchísimo que desear, con no poco de previsible timoratez y de adopción de las premisas del enemigo. La elocuencia del absurdo, otra vez, les cupo a los obispos, cuyo contraataque a la ley consistió nada menos que en reclamar para las escuelas la aplicación de una "educación sexual integral", calcando letra por letra la nomenclatura en vigor, aunque pretendiendo significar con ello algo quizás más suave que la porquería aludida por los ideólogos. Ni hablar del olvido en que tienen los prelados al Magisterio, donde la Divini Illius Magistri de Pío XI advierte que
está muy difundido actualmente el error de quienes, con una peligrosa pretensión e indecorosa terminología, fomentan la llamada educación sexual, pensando falsamente que podrán inmunizar a los jóvenes contra los peligros de la carne con medios puramente naturales y sin ayuda religiosa alguna; acudiendo para ello a una temeraria, indiscriminada e incluso pública iniciación e instrucción preventiva en materia sexual, y, lo que es peor todavía, exponiéndolos prematuramente a las ocasiones,
lo cual resulta del afán de dar a conocer, bajo aséptica capa de "ciencia", todo lo que se oculta bajo el taparrabos, su funcionamiento y virtualidades -incluidas aquellas que vulneran a la naturaleza-, olvidando que
en la juventud, más que en otra edad cualquiera, los pecados contra la castidad son efecto no tanto de la ignorancia intelectual cuanto de la debilidad de una voluntad expuesta a las ocasiones y no sostenida por los medios de la gracia divina.
Bien señala la recensión de Catapulta que «en el documento de los funcionarios [N: se refiere a los panchamplas] no se menciona para nada a la virtud de la castidad». De lo que se trata es de hablarle al mundo en su propio idioma, lo que constituye el medio más eficaz para sofocar toda posible reacción. Los obispos han corrido nuevamente a cumplir su cometido, el que les dicta el moderno esquema de sumisión del poder espiritual al temporal, que los admite con sus mitras y su cada vez más desleído ceremonial como pintorescos animadores de la democracia.

Si la réplica a esta degeneración inducida desde los despachos del más puro envilecimiento tuvo algún acierto, éste fue el de la elección de la proclama. «Con mis hijos no te metas» propone una resistencia tan efectiva como visceral, y señala sin rodeos el punctum dolens de la cuestión. A la vez que obligó al enemigo a desenmascararse, como lo hizo recientemente una de esas harpías a las que nuestros dementes tiempos conceden la gracia de votar leyes para toda una provincia.  «Con mis hijos no te metas es una consigna medieval, absolutamente superada, es de cuando se planteaba que los hijos eran de los padres y podían castigarlos, hasta matarlos», dice la embaucadora profesional rentada por el fisco, asociando maliciosamente el legítimo castigo con la muerte, a los fines de cuestionar la potestad de los padres sobre sus hijos. Lo que es para ilustrar el infecto contubernio entre política y periodismo a que aludíamos más arriba, la plumífera encargada de la nota correrá a ensayar el tambaleante coro a los sofismas de la diputada, aludiendo al «sentido de propiedad que estas miradas [sic, las de los padres] tienen sobre las infancias [sic, por "los niños"], desconociéndolas como sujetos de derechos». No sorprende el recurso a esta neolengua ad usum stulti para decorar estas intentonas: la escalada de la perversión requiere el lenitivo moral de una musiquita accesible a la cretinada semiculta.

Habría que empezar diciéndole a la infeliz que la tacha de "medieval" es honrosa para quienes resistimos esta marea de estiércol, y que no es que nos haga mella la obtusidad de su historicismo, con sus mitos acerca de lo "superado" y otras banalidades. Pero lo más destacable es que su argumento exige como válida la proclama contraria a la que cuestiona: metete con mis hijos cuanto quieras, te los entrego en sacrificio. Ellos mismos lo afirman, lo repiten: se debe suprimir la patria potestad en favor de la propiedad estatal de los párvulos. Y el  Estado puede reclamar la inmolación de toda una generación sin que nada deba negársele a su sangrienta avidez.

"Diversidad": el salvoconducto de los pasteurizados en masa
para desconocer la miseria de su condición
Ciertamente el comunismo platónico y las consejas de Campanella, a través del expediente utópico de anteponer el Estado a los padres en la educación de los niños, con todos sus errores y sus traspiés a cuestas, miraban a la formación de éstos en las virtudes cívicas, que no a la abolición compulsiva de su inocencia. Ni entendían al Estado como garante y socio de la monstruosa industria del hedonismo y la despersonalización. Estos otros malditos, para que los que se salvaron del aborto de sus cuerpos no se libren del aborto de sus almas, pretenden forzar a la totalidad de la población a suscribir la autodestrucción de sus conciencias, encubriendo el fomento masivo de la perversión venérea bajo el consagrado eufemismo de "diversidad". Y no tienen reparo en invocar como patrono de sus hazañas -así lo han hecho expresamente en manuales de ESI impuestos en otras latitudes del mundo- a insignes pedófilos como Alfred Kinsey, "científico" que, para obtener constatación empírica de sus tesis sobre sexualidad infantil, logró permiso para acarrear durante un par de décadas a más de dos mil niños de los orfanatos a las cárceles para que fueran allí abusados por los reos a los fines de llevar una estadística de las reacciones de las víctimas, prolijamente consignadas en tablas comparativas. Sus conclusiones han venido a coincidir con las premisas de los programas de ESI: que los niños deben ser libres para decidir en qué tipo de actividad sexual involucrarse, sin restricciones de parte de nadie, ni siquiera de sus padres.

Dios se los pague como Él solo sabe.

jueves, 1 de noviembre de 2018

ELOGIO DE LA CIGÜEÑA

por Antonio Caponnetto 

“¡Alta va la cigüeña, niños... Tan alta ya, se borra en el azul. Un premio al que antes la descubra!" 
Gerardo Diego 

No parecen atemorizarse ante presencias humanas, pero algo les otorga una armónica alianza de confianza y prevención. Porque conviven con nosotros, es cierto; pero se instalan a la vez en chimeneas, campanarios o cúpulas; recodos todos visibles pero de difícil acceso a las humanas artrosis.  

Desde lo alto otean, vigilan, contemplan. Descubren. 

Se sabe que son monógamas y fidelísimos tanto el macho como la hembra y por ende familieros; que migran con sus crías en búsqueda de climas siempre benignos; y que regresan a los sucesivos pagos cuando en estos reaparece el sol, venciendo la frigidez del invierno. 

Aceptan conformarse con un nido austero y sólido, mientras tenga vista al cielo rampante; en lo posible sin cableados, aunque a ellas tal vez les parezcan pentagramas. 

Las jóvenes cuidan de las viejas, sobre todo, porque parece inexorable que les sobrevenga la ceguera. Y hasta una ley de la antigua Hélade –la pelárgica, porque pelargos significa cigüeña- instaba a los retoños a tutelar a sus progenitores en la ancianidad y en la decrepitud, a emulación de los zancudos. 

Nosotros lo sabemos pues se lo escuchamos cantar a Martín Fierro: 

"La cigüeña cuando es vieja, pierde la vista, y procuran,
cuidarla en edad madura,
todas sus hijas pequeñas. Aprendan de la cigüeña,
este ejemplo de ternura." 

Recíprocamente, los padres, tutelan a sus vástagos hasta bien crecidos en edad. No concebían el abandono de los que estaban unidos por la misma sangre. Quizá por eso los viejos romanos tomaban a las ciconias como símbolo de fertilidad, y esperaban su retorno para plantar la vid. Que es como esperar al alba para entonar antiguas laudes. 

El profeta Jeremías reprochó la incomparecencia y la ignorancia del pueblo del Señor, comparando a sus miembros ingratos con la lealtad de la cigüeña “que bien conoce sus tiempos señalados” (Jeremías 8,7). 

Si anidaban en la proximidad de una casa, la casa se volvía fecunda como un vergel tras una lluvia copiosa. Aves de buenos agüeros: así pasó a la historia, tras integrar la leyenda. Los niños nacían cuando ellas tornaban tras sus migraciones; o acaso dejaban el exilio para que las madres alumbraran. Mitologías, claro. Aunque unánimes relatos procesionan por innúmeras culturas. 

Esopo las convirtió en protagonistas benévolas de algunas de sus fábulas. Y en los bestiarios medievales se las representaba con nobleza, aplastando una serpiente. Algunos escudos la incorporaron orgullosamente a las categorías heráldicas. Hasta el férreo Odón, obispo de Túsculo, alguna vez, según se cuenta, instó a considerarlas buenas compañías. 

Nadie empardó el encomio de Alejandro de Mindo –mitad zoólogo, mitad adivino de la helenidad remota- según el cual, cuando las cigüeñas llegan a la senectud, pasan a las misteriosas Islas del Océano, en las cuales –como premio a sus virtudes- se convierten en “hombres piadosos y justos porque en ninguna otra parte bajo el sol, podría subsistir tal raza". Claudio Eliano –retórico descollante bajo Septimio Severo- que trae la cita en su tratado Sobre la naturaleza de los animales, jura que es cierto. Y no andamos de humor para discutirle. 

Pero hubo que esperar al siglo XIX para que el danés Hans Cristian Andersen le atribuyera a la ya insigne zancuda la nobilísima misión de traer los hijos al mundo. Está en su cuento Las Cigüeñas –de a ratos macabro, como la mayoría de los suyos- pero que en un pasaje pone en boca de la gran zanquilarga madre esta promesa: “Sé donde se halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca mas volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que se portaron bien”.
 
Una pintura de Carl Spitzweg no desmiente a Andersen; y otra posterior de Józef Chelmonski, dá ganas de sumarse al dúo de campesinos o labriegos, para verlas sobrevolar el horizonte en blancas bandadas. 

A esta altura del encomio, que detenemos por mesura más no por falta de motivos, se preguntarán algunos a qué viene esta ponderación súbita e impensada del cósmico cigüeñal. 

Es que ante la afrentosa degeneración de niños y jóvenes, programada y ejecutada por la ESI como abyecta política de Estado. Pero también ante el maloliente espectáculo de los padres sinodales jugando al pansexualismo freudiano con los jóvenes, a instancias de Bergoglio. Pero también asimismo ante la espantosa confusión de tantos bienpensantes, que aceptan la educación sexual, como si ella no fuera ya esa “peligrosa pretensión e indecorosa terminología”, que denunciara Pío XI. Pero también igualmente ante el engendro de tres Comisiones Episcopales, que en su Declaración del pasado 26 de octubre manifiestan aceptar “la perspectiva de género como categoría útil de análisis cultural”, llegando a honduras especulativas jamás vistas como cuando concluyen que “no es el color del vestido el que los hace mujer o varón” a los niños. Pero también, y por último,ante la estulticia de tantos catolicones, que hasta ayer nomás prendían velas a Jansenio y ahora se vanaglorian de que sus hijos, ya en salita de dos, saben el nombre técnico de los genitales y de las cópulas humanas.
 
Ante todo esto y tanto más,me digo si no ha llegado la hora de preferir a este logos cochambroso e infame, el maravilloso mito de la cigüeña portadora de chicos a cada casa, a cada esposa encinta, a cada varón conceptivo y fértil. 

Y caminar barrios, jardines o plazas, diciéndoles a los pequeños junto a sus madres grávidas que un ser alado les dejará muy pronto en el umbral, sobre un cestillo aloque o zarco, el hermano que tanto anhelan, para compartir travesuras y travesías. 

Si no ha llegado el tiempo de recuperar candores, misterios, inocencias, purezas: la doncellez fundante. Si acaso no es preferible imaginar aves con picos de cuna que conocer el oficio de los obstetras. Si no debemos ofrecerle a la infancia las palabras luna, carillón, crepúsculo y nacimiento, antes que estrógeno, progesterona o misoprostol. Si no debemos entender de una vez que “tan sólo en Cristo se puede educar el cuerpo para el alma, y el alma para Dios y para el prójimo”. 

Ya estamos escuchando a los orcos racionalistas gruñir sobre los derechos de la ciencia biológica y los no menos derechos de los educandos a escudriñar sus aparatos reproductores desde el momento de la lactancia. Son los que menos nos preocupan, y hasta nos place irritarlos con este panegírico anacrónico de las afables cigoñinas. 

Lo que peor nos ponen son esos cristianos negociadores, contemporizadores, protestones del mal absoluto, que por grotesco y sucio no pueden sino advertir; pero propagandistas de otras tantas confusiones que propalan con aire docto y piadoso.

Sería bueno que entendieran que este problema sólo admite una solución: la educación de las virtudes; y específicamente, las de la castidad, la virginidad, el pudor y la templanza. El ámbito propicio para ello fue siempre la morada, la casa solariega. Sólo por extensión el aula, en tanto ella sea ese thíasos del que hablan los textos platónicos: una cierta comunidad sacral, litúrgica, cuasi monástica en su estilo. 

La solución, lo reiteramos, está en la familia. Donde los hijos sanos ven a sus padres compartir el lecho presidido por el crucifijo; e intuyen primero y saben después que allí, y no en camastros villanos, se aman sacramentalmente en cuerpo y alma. Detalles y minucias tienen su tiempo de llegada. Pero antes debe llegar el ejemplo del tálamo esponsalicio. 

Si la escuela quiere heredar este legado y enseñar al respecto lo que cuadre, primero deberá ser garantía de que se comportará como delegada de la misión paterna. 

Entretanto que vuelen las cigüeñas. Que si vienen de Paris, despeguen del rosetón de Notre Dame; si de la Madre Patria, de Cáceres, si del solar criollo, de algún peñasco de los Andes. Que cada hombre recuerde al niño crédulo que fue traído por ella. Y cada niño sepa que crecerá añorándolas, como añoran los arenales la mojadura del mar.
 
Le cedemos al final, como al principio, la palabra sonora y bella a don Gerardo Diego: 

“Cigüeña, vieja amiga de las ruinas, la del pico de tabla y el vuelo campeador. 
Cigüeña que custodias las glorias numantinas. Cigüeña de las peñas de Calatañazor. 
Yo soñaba contigo...Tú eras entonces milagrosa y buena, 
hada madrina de los campanarios. 
Cuando la nube amaga y la tormenta truena guardabas del pedrisco los tesoros agrarios. 
y así siempre te busco cuando voy de camino y detengo mi ruta para verte volar, 
y te envidio, cigüeña, tu bifronte destino, tus inquietudes nómadas, 
tu constancia de hogar”.