domingo, 13 de abril de 2014

EL MANÍPULO CONTRA LA ACEDIA DE LA IGLESIA

por Alessandro Gnocchi
(traducción del italiano por F.I.)


Ningún gran hombre, decía Hegel, le escapa a la censura del camarero que gobierna sus recámaras. Del mismo modo, las revoluciones y sus traumas reformadores no se sustraen al juicio del ropavejero que frecuenta la trastienda donde reposan los restos del tiempo que pasó y del orden trastornado. Por cuanto se lo esconda, hay siempre un lugar en el que el individuo de excepción y el acontecimiento trascendental se ven obligados a mostrar su naturaleza más íntima, aunque más no sea algún detalle.

La reforma litúrgica operada en la Iglesia Católica al final de los años sesenta no escapa a la guillotina hegeliana. Incluso ese gran salto hacia el mundo, que se puede considerar revolución -a juzgar por la orientación del orar, invertido respecto del pasado-, tiene su trastienda reveladora. Basta ir a las casas parroquiales, conventos y sacristías en busca de antiguas vestimentas rituales para contar con la prueba. Con un poco de paciencia y bastante disposición a la humildad, en este tour de la memoria litúrgica se encuentra siempre un sacerdote, una monja, con mayor frecuencia un viejo sacristán, que descubren casullas, dalmáticas, tunicelas, sobrepellices y bonetes, suspirando por el  tiempo en que la misa era de veras la misa. Pero incluso ellos, salvo raras excepciones, no están en condiciones de recuperar el manípulo, esa tela delgada semejante a una pequeña estola que el celebrante lleva sobre el brazo izquierdo.


Por oscuros designios, parece casi como si se hubiera querido borrar la memoria de este paramento cuyo origen se remonta a la mappula, el pañuelo de lino que la nobleza romana llevaba en el brazo izquierdo, usado para limpiar sudor y lágrimas y para dar la señal de comienzo de los combates en el Circo. Merear, Domine, portare manipulum fletus et doloris; ut cum exsultatione recipiam mercedem laboris, recita el sacerdote mientras se lo pone durante la vestición. «Oh Señor, que yo merezca llevar el manípulo del llanto y del dolor, a fin de recibir con alegría la recompensa de mi trabajo»: y entonces, una vez más, comienza la batalla contra el mundo y su príncipe, en la que el sacerdote místicamente suda, llora, se desangra y lucha hasta la cruz como alter Christus. Aprovecha pues la dolorosa y varonil compenetración con el sacrificio, de la que el sutil manípulo es signo e instrumento. Allí donde, en cambio, se ha perdido voluntariamente la memoria para abocarse al banquete festivo de una salvación carente de fatigas no hay lugar para los signos de la batalla a la que se le debe confiar el propio cuerpo.

La agonía del padre Pío y de su carne estigmatizada, los éxtasis de san Felipe Neri hundiendo sus dientes en el cáliz para beberse ávidamente a todo su Señor, las visiones de san Juan Crisóstomo, que asistía al descenso del rayo sobre el altar, y aun todas las misas, incluso aquellas del más indigno de los sacerdotes que tuviese siquiera un poco de fe en el milagro de la transustanciación, han sido siempre, a un tiempo, el corazón y el fruto de la batalla contra el príncipe de este mundo. Impone, Domine, cápiti meo gáleam salutis, ad expúgnandos diabólicos in cursus. «Pon, oh Señor, en mi cabeza el yelmo de la salvación, para vencer los asaltos del demonio» reza el sacerdote cuando, preparándose para la celebración, viste el amito, otra prenda que recuerda la batalla y el sacrificio caídos en desuso en la misa reformada. Hoy, en la Iglesia post-conciliar, se  prefiere hablar por hablar, dialogar por dialogar, conversar amigablemente con el mundo embriagados por un ilusorio poder de seducción de la cháchara. Ya no sirve una prenda como el amito que, además del casco del guerrero, simboliza también la castigatio vocis y expulsa del acto de religión toda palabra que no sea ritual y que es, por eso mismo, inexorablemente excesiva. Se ha perdido la actitud ritual y, por ello, se ha perdido la capacidad de mando, y por eso los sacerdotes han abandonado la sotana. «Cuando los hombres quieren aparecer sin falta solemnes», escribe Gilbert Keith Chesterton en Lo que hay de malo en el mundo, comentando la estupidez de las mujeres que prefieren los pantalones, «como en el caso de los jueces, sacerdotes y reyes, entonces usan la falda, el largo y ondulante traje de la dignidad femenina. El mundo entero se halla gobernado por las faldas, ya que incluso los hombres las usan cuando quieren gobernar».

La idea del mando y de la batalla, de las armas y de la armadura del espíritu, han sido abandonadas por cristianos que gustan hacerse acunar por la apatía, el más perverso de los pecados capitales. Esa trampa mortal que los antiguos padres llamaban akedia o acedia se ha transmitido de creyente en creyente hasta infestar el cuerpo de la Iglesia. Esto ha dado como resultado un mal del ser, una herejía de la forma que preludia los más variados errores -y aun contrarios entre sí-, como una suma mueca contra el viril y bélico principio de no contradicción. Enferma de acedia, la Iglesia ha terminado por concebirse y presentarse como problema en vez de como solución a la íntima afección del hombre. Incluso cuando habla del mundo revela la conciencia de su propia ineficacia para indicar un camino de salvación, casi como si se excusara por haberlo intentado durante tantos siglos. Primero duda de sus propios fundamentos intelectuales y ascéticos y, al tiempo que proclama estar abriéndose al siglo, se declara incapaz de conocerlo, de definirlo y, por lo tanto, de educarlo y convertirlo. A lo sumo, se encuentra disponible para interpretarlo.

«La acedia», escribe san Juan Clímaco en la Escalera del Paraíso (y parece describir a la Iglesia de estas últimas décadas, y no al monje postrado ante el peso de la religión), «es abatimiento del alma, debilitamiento de la mente, negligencia de la ascesis, odio de la profesión; es considerar dichosos a los que viven en el mundo, es tan calumniadora de Dios como carente de compasión y amor por los hombres. Es atonía en la salmodia, debilidad en la oración». Luego, como verdadero hombre de Dios, y por lo tanto conocedor del ser humano, el antiguo padre muestra qué efectos efímeros y traidores produce la acedia, enfermedad tan insidiosa que llega a presentarse como remedio ilusorio de sí misma. Es «férrea en el servicio, activa en el trabajo, manual, dispuesta a la obediencia (...) La acogida de los huéspedes es una sugerencia de la acedia, y ésta insta a cumplir trabajos manuales para hacer limosnas, invita calurosamente a visitar a los enfermos, recordando a Aquel que dice: 'estuve enfermo y me visitasteis'; impele a acudir a los que están desanimados y débiles de ánimo diciendo consolar a los débiles de ánimo, del mismo modo que ella es de ánimo débil. Mientras estamos en la oración nos trae a la mente tareas urgentes y obra toda artimaña para quitarnos de allí con una razón de peso, como un cabestro, justamente ella que es irracional».

Aquello que en el siglo VII era una advertencia para los miembros singulares, ahora se aplica a todo el cuerpo eclesial, presa de aquella enfermedad de hacer, un poco tango y corazón [en castellano en el original], inspirado en el movimientismo mediático y en el minimalismo del actual pontificado. Pero no es haciéndose similar al mundo y desposando su lenguaje como se lo atrae; no es ensalzando el gesto y la palabra cuyo rito es "castigatio" como se gana al siglo: porque el mundo padece, ante todo, horror de sí mismo, y no es secularizándose como el cristiano lo conquista. «Ve», dice Moisés el Fuerte, otro padre del desierto, al monje apático, «entra a tu celda y siéntate, y tu celda te lo enseñará todo». Y en el ensayo sobre Los sentidos sobrenaturales Cristina Campo escribe: «no impunemente se practica la torva homeopatía que recomienda curar a un mundo gravemente enfermo de miseria, anonimato, profanidad y licencia por medio de miseria, anonimato, profanidad y licencia». Y de nuevo: «esperar a que la regeneración de lo profano, la "consagración del mundo" pueda tener lugar fuera de las regiones vertiginosas, en las vetas del Sinaí, es infantil. Comer una comida simbólica entre amigos, donde y como la imaginación lo dicte, en memoria de un filántropo de la antigüedad es, a la vez, la putrefacción de lo sagrado y la pérdida de lo profano (...) Heschel nos recuerda que si dejamos de llamar a Dios en nuestros altares, los ocuparán ineluctablemente los demonios».

Sin embargo el altar, la gran prueba ante la que es convocado el hombre en el acto de la religión, está íntimamente ligado al dogma, la gran prueba a la que el hombre está llamado en el acto de la inteligencia. Si uno falla, el otro también se cae, activando un círculo que se autoalimenta perversamente. El benedictino Dom Prosper Guéranger escribía en sus Institutions liturgiques: «vino finalmente Lutero, quien no dijo nada que que sus predecesores no hubieran dicho antes que él, pero pretendió liberar al hombre, a un mismo tiempo, de la esclavitud del pensamiento respecto del poder docente y de la esclavitud del cuerpo respecto del poder litúrgico».

El vicio del la acedia, que hechiza al pueblo de Dios haciéndole perder la frontera entre la ortodoxia y la herejía, tiene sus raíces en el drama religioso del agustino alemán, traducido en agresión a la liturgia y a la razón, al altar y al dogma, a la lex orandi y a la lex credendi. Nada extraño, si se tiene en cuenta que el hombre es un ser racional porque es un ser litúrgico y tiene como fin último la adoración: como no puede eliminar el rito de su horizonte y, por tanto, debe limitarse a distraerlo de su legítimo objeto y pervertirlo, de la misma manera se relaciona con la razón, y cuando no la santifica la prostituye. Los ataques contra el Cuerpo Místico de Cristo siempre pasan por la demolición de la liturgia: el genio herético de Arrio se transmitió gracias a himnos religiosos, y el genio ortodoxo de san Ambrosio lo venció gracias a otros himnos religiosos.

Connaturales a la esencia litúrgica y racional del hombre, el altar y el dogma son la prueba por la cual medir la salvación que una criatura no puede darse a sí misma: piden un supremo acto de confianza ya que velan aquello que todo ser humano querría que fuese evidente. Este velamen, tenido por odioso por el hombre moderno, es fruto de la incapacidad de captar lo esencial de parte de quien ha perdido el estado de Gracia. Por sí solo el hombre ya no es capaz de percibir el sentido último de las cosas, y por esta razón la liturgia, mientras no se rindió a los encantos de la Ilustración, lo ha siempre ayudado revistiendo a la materia con significados ulteriores. A través de los tapices colocados en el umbral entre lo finito y lo infinito, el acto de adoración conduce a la inteligencia a intuir, al menos, la bella razonabilidad del dogma. Entonces el velo se convierte en el signo visible de la gracia y de una santidad invisible a los ojos del hombre, muestra la esencia íntima de las cosas.

Pero es menester la fe, como dice Santo Tomás en su sublime himno eucarístico Adoro te devote: Vista, tacto, gustus, in te fállitur,/ Sed audítu solo tuto créditur:/ Credo quidquid díxit Dei Fílius;/ Nil hoc verbo veritátis vérius. "La vista, el tacto, el gusto, en Ti se engañan/ Pero sólo con el oído se cree con seguridad:/ Creo todo lo que dijo el Hijo de Dios,/ nada es más verdadero que esta palabra de verdad ". Sólo en estas regiones tan enrarecidas, y sin embargo tan concretas que pueden ser tocadas, comidas, bebidas, es posible encontrar el punto de Arquímedes en el que reside la salvación: la Cruz, locura para el mundo, que considera al cristiano un loco destinado a vivir cabeza abajo. Y sin embargo, es precisamente así, como san Pedro en el instante supremo de su crucifixión con la cabeza vuelta hacia abajo, que el seguidor de la Cruz tiene como recompensa la visión maravillosa e infantil en la que el mundo aparece verdaderamente tal como es: con las estrellas a modo de flores y las nubes como colinas y todos los hombres suspendidos en el vacío a la merced de Dios.

Una tal visión produce una mirada que asusta tanto al mundo como para conquistarlo, sin siquiera una palabra ni un gesto mundanos. Es el brillo pintado con perfecta devoción en el San Francisco de Francisco de Zurbarán, en el que destacan dos ojos espiritualizados, uno penetrado por la luz y el otro inmerso en la sombra, que pertenecen a otro mundo y no ven otra cosa. Y cuando se posan en las cosas materiales lo hacen sólo para expresar la belleza velada e inasible a ojos profanos. La imagen del hombre de pie, con la cabeza tapada por la capucha, las manos ocultas en las mangas del hábito y la mirada en el cielo pintado por el pintor español no representa al santo vivo, sino a su cuerpo incorrupto después de la muerte, tal como fue encontrado en la cripta de Asís. Por lo general, el hallazgo de Francisco es representado como un episodio narrativo. Zurbarán, en cambio, muestra al santo erguido en un eterno instante litúrgico, modelado por la luz y la sombra, por la Gracia y por el velo. Sólo la cara, cuya mitad está inmersa en la sombra, aparece de carne, pero contribuye a testimoniar la manifestación corporal de alguien que regresa del mundo de los muertos en una epifanía privada de notas aterradoras, porque el alma está llena de serenidad sobrenatural y de bienaventuranza.

Incluso en la última capilla rural, donde el aroma del pobre incienso se mezcla con el de la cera rancia, la entrada del sacerdote listo para la celebración del sacrificio tiene la misma raíz sagrada percibida por el visionario español, hecha de lo divino que irrumpe en el tiempo. Introibo ad altáre Dei. Ad Deum qui laetificat juventútem meam, y mientras se acerca al altar de Dios, al Dios que alegra su juventud, el sacerdote, aunque no pueda  revestirse de la gloria pintada por Zurbarán, habla a cada criatura del universo velándose con los signos que llevan los vestigios de la gloria. Y se hace de veras felizmente joven, sea un indigno pecador, como lo cuenta Graham Greene en El poder y la gloria, o sea mártir, según lo cuenta Robert Hugh Benson en Con qué autoridad.

«Uno de los criados, notando, notando que no tenía la fuerza como para vestirse por su cuenta los ornamentos sacerdotales» narra Benson, describiendo la misa de un sacerdote torturado por los verdugos anglicanos, «le puso alrededor del cuello el amito; luego le puso el alba, recogiéndolo alrededor de los flancos con el cíngulo; le dio la estola para que la besase, le adaptó el manípulo al brazo izquierdo y, finalmente, lo cubrió con la casulla roja, y el sacerdote estaba de nuevo, al igual que el domingo anterior, con vestiduras rojas; pero, ¡ay, qué cambiado! Entonces el siervo se arrodilló junto a él y el sacerdote comenzó a recitar las oraciones que se utilizan como preparación al acto más grande de la religión; acercándose luego al altar, se inclinó lentamente, lo besó y se dio comienzo a la misa».