jueves, 5 de septiembre de 2013

SOBRE LA REHABILITACIÓN DEL ERROR Y LA «IGLESIA INVISIBLE»


Chesterton decía que tantísimos cristianos eran "monofisitas sin saberlo", remitiendo la afirmación a cierta opinión tristemente difundida en sus días según la cual Jesús había sido capaz de soportar los dolores de Su pasión sólo en virtud de su condición divina (negando con ello el mérito en la obra de la Redención). Hoy podría estirarse el argumento hasta arracimar un vasto elenco de herejías en el credo implícito de tanto deschavetado feligrés, tanto que la tesis protestante de la «Iglesia invisible» podría gozar de heteróclita comprobación. No ya invisible, como lo quería Lutero, por "despojada de estructura jerárquica y de temporalidades": digámosla mucho más prosaica su invisibilidad. Tanto que, si alguien echara las redes en nuestras parroquias a los fines de obtener muestrario, lejos de embolsar multitud de peces de doctrina indeficiente (al modo de Simón Pedro y sus compañeros en Lc. 5, 6 ss., que vieron llenarse las redes casi hasta reventar, y hasta las barcas peligraban hundirse por lo copioso de la pesca), haría seguro acopio de toda otra suerte de fauna marina: moluscos, crustáceos, que no peces, cuando no botas raídas y algún herrumbrado arpón. Según esta acepción, la Iglesia se ha vuelto invisible porque ha negado el testimonio visible y vivo de su fe al negar su asentimiento y su homenaje a la Verdad. Se ha vuelto invisible, en fin, porque expulsó al Invisible de su cátedra.

De esta suerte, el naturalismo acabó por hacer mella e infección generalizada en el Cuerpo Místico. Al punto que, si no necesitáramos otro «signo de los tiempos» en unos tiempos que ven adensarse y condensarse los signos, como pasa con las nubes cuando la tormenta es próxima (Lc. 12, 54), ahí tenemos al error otrora condenado hoy rehabilitado, como gradualmente lo venimos comprobando en relación a la funesta «teología de la liberación». Que el mismo Papa Benedicto -que, en sus tiempos de Prefecto de la Doctrina de la Fe, señaló categóricamente la incompatibilidad de la «teología de la liberación» con la doctrina católica- acabara por designar al frente de la Congregación para la Doctrina a un notorio afecto a la tesis condenada, como lo es Mons. Müller, ya era cosa digna del mayor desconcierto. Ahora sobreviene, de parte de L´Osservatore Romano, la campaña laudatoria para con los fautores de aquel estropicio. La reivindicación de la «teología de la liberación», señala Vatican Insider en alusión a un artículo aparecido en aquel otro medio, «no es un accidente, sino una situación bien sopesada, destinada a cerrar, por lo menos en las intenciones, el capítulo de las guerras teológicas del pasado», y como si fuéramos tontos «el mismo Müller describe los factores políticos y geopolíticos que condicionaron a lo largo de los años ciertas acusaciones en contra de la TDL, en una época en la que cierto capitalismo era percibido como "definitivamente victorioso"», de lo que resulta que no fueron los errores inherentes a la doctrina sino una mera conveniencia política transitoria lo que motivó antaño el rechazo católico de las pamplinas tercermundistas. Es demasiado para el estómago.

Leonardo Boff, un bofe que nos meten de contrabando
Las herejías encuentran expresión y aun cunden en medio de una atmósfera turbia que las favorece. Lo indicó hace ciento y tantos años Félix Sardá y Salvany en su El liberalismo es pecado: «el error en la sociedad es como una fea mancha en una tela de primoroso tejido. Se le ve claramente, pero cuesta precisar sus límites; son vagas sus fronteras (...) Preceden al error, que es negra sombra, y le siguen y le rodean unas como vagas penumbras (...) Así todo error claramente formulado en la sociedad cristiana tuvo en torno de sí otra como atmósfera del mismo error, pero menos denso y más tenue y mitigado. El arrianismo tuvo su semi-arrianismo, el pelagianismo su semi-pelagianismo...». Así es que, por una propensión típica del hombre, a quien le cuesta sostener largamente la tensión defensiva, la resistencia victoriosa contra el error manifiesto suele malograrse por la condescendencia con el mismo error mitigado. Lo supo y lo denunció entre nosotros el glorioso mártir Carlos Sacheri que, casi retomando y precisando la observación de Sardá y Salvany, supo ver en los movimientos intraeclesiales de inspiración marxista una continuidad con la herejía modernista:
según una constante histórica frecuentemente verificada, a todo movimiento herético condenado por la Iglesia sigue una semiherejía o herejía mitigada. El nuevo movimiento retoma una parte de las tesis ya condenadas y varía, por lo general, su formulación, con el objeto de hacer creer que su doctrina no es la ya condenada sino otra nueva. Esto tiene la ventaja de "ablandar" los espíritus menos formados, fácilmente encandilables, los cuales, una vez pasado el "grave peligro" de la herejía condenada, se dejan seducir por la nueva formulación pues ésta les parece mucho más sensata y aceptable. El rechazo de la posición herética extrema no basta para inmunizar a los fieles contra una doctrina cuya perversidad no siempre han percibido con precisión; la decisión de la autoridad eclesiástica sirve de freno eficaz, pero su acción debe prolongarse en una actividad pastoral de formación intensa de las conciencias.

Es cabalmente lo que ocurrió con la «teología de la liberación», que aparece ahora como desbastada y ofrecida así a muchos que hubieran rechazado su expresión más extrema, pero que aceptan con gusto su refrito. Y no estará de más repetir la obviedad de que, detrás de la ventilada «opción preferencial por los pobres» no hay sino la opción de Judas en Betania (Jo. 12, 4 ss.).

La «teología de la liberación», como lo expuso cínicamente uno de sus corifeos, no ha sido sino la «liberación de la teología», a la par que una óptima oportunidad para alcanzar prestigio mundano, ser invitado a congresos internacionales con aditamento de lujosa hotelería y contar con unos ahorros en el banco. Los pobres son una excusa y el trajinado rehén dialéctico de este naturalismo antropocéntrico, que parece la floración más adecuada (la superestructura, hablando en marxista) de la infausta civilización de la técnica, una de las epifanías más desagradables de eso que la Escritura llama superbia vitae. Y la Iglesia, con asumirla, se ha vuelto finalmente invisible, esto es: ha perdido su carácter de signo.