jueves, 2 de agosto de 2018

LA ABOLICIÓN DE TODO

Si la muerte, como lo afirma san Pablo, es el «salario del pecado», no debe extrañar que, debilitada la conciencia del pecado, aun la certeza y previsión de la muerte (atributo sólo del hombre entre todas las criaturas mortales) se verá grandemente menoscabada. Incluso cuando se fomente la muerte a manos llenas, rendidos los espíritus al mayor de los desafueros (como en la legalización del aborto y la eutanasia), su cruda entidad resultará absorbida en su falaz remisión al ámbito de los derechos, con el consecuente eclipse de la víctima. La consigna es no recordar la muerte. Vivir etsi Deus non daretur es vivir como si no fuésemos a morir, a consumar nuestra existencia.

Y como todos los disparates son correlativos en el organismo espiritual ulcerado por la huella de un exitoso error de principios (¡cuánto más por la corrupción cancerosa y generalizada de las conciencias!), así la licitud de la pena de muerte resulta cuestionada al paso que se ha perdido la noción más primaria de justicia. Se ha dado el caso del violador protegido por la aberración garantista que reincidió apenas excarcelado, y que una vez recapturado pidió se le aplicase la pena capital porque se reconocía incapaz de corregirse -lo que denota mayor lucidez en el reo que en los jueces y legisladores. ¿Alguien en su sano juicio osará cuestionar el fusilamiento de un traidor de guerra? Pues anticipándose en cuarenta y tantos años a la última boutade de Francisco, uno de esos papas que no metía sus narices detrás de la Cortina de Hierro se lanzó a estigmatizar  la política interna del último Estado cristiano  por haber ordenado el fusilamiento de un puñado de terroristas que en una de sus cobardes incursiones se habían cobrado unas cuantas vidas inocentes. La exorbitancia ya no residirá más en el daño infligido por el culpable; por definición papal, ahora acaba atribuyéndose a la única pena que podía considerársele condigna.

Como en aquel cuento en el que los salvajes sorprenden en emboscada a unos exploradores, conminándolos a sufrir «muerte o dunga-dunga», lo único que le faltaba a la sociedad orwelliana en la que la guerra semántica dejó en ruinas las inteligencias era la bendición sombría de sus errores a manos de una potestad religiosa desfigurada, irreconocible, abocada al abolicionismo universal y a la confusión sin término. Acaba de consagrarse una forma más deshonrosa de violencia que la que se presume ínsita en la pena capital. Francisco lo hizo: incorporó el dunga-dunga en el catecismo.