sábado, 21 de julio de 2018

UNA DE ZAPATAZOS

Reseña de APOLOGÍA DE LA TRADICIÓN (Post-scriptum del libro El Concilio Vaticano II - Una Historia Nunca Escrita), Roberto De Mattei. Ed Lindau. 2018. 

por Dardo Juan Calderón

Parecería que no corresponde hacer un comentario sobre el Post-scriptum de un libro que uno no ha leído (ni va a leer); salvo que ese post, en realidad sea la explicitación de la razón que ha llevado a escribir el libro en cuestión. Y creo que estamos en ese caso.

No sería una originalidad afirmar que De Mattei lidera una variopinta corriente que se opone con todas sus fuerzas a la ideología que surge del papado de Francisco, contra el que convoca a los fieles y a la curia para una reacción contestataria, a fin de impedir en todo lo posible una falsificación o impostura de la doctrina católica para una claudicación del mismo catolicismo como fuerza vital de una civilización. Pero tengamos bien entendidos estos dos puntos que acabamos de resaltar: Iglesia por un lado y civilización cristiana por el otro, pues será una de las claves de entendimiento de esta obra que comentamos y sobre lo que volveremos.

En este breve ensayo el autor, sin nombrar al atacado y dando un tono positivo a su título, no puede ocultar que se trata más de una “Catilinaria” que de una “Apología”. Y lo que pretende es llegar a los fieles católicos que se ven impedidos de sumarse por reflejos conservadores, para convencerlos que lo que corresponde en este crítico momento de la Iglesia en una fidelidad verdaderamente “cristiana”, es la clara impugnación a la persona, al gobierno, a las ideas y a los hechos que impulsan el actual Pontificado. En suma, la propuesta –si la expresáramos en un gesto islámico- no es la de un golpe de estado, sino la de arrojar un zapato a Francisco. Gesto que si se multiplicara así de rotundo y si se prescindiera de los fundamentos jurídicos, filosóficos y teológicos, daría cabal cuenta de nuestro estado de ánimo como fieles católicos y aportaría un buen dato al demagogo para una toma de conciencia de su error.

Miles de zapatos arrojados contra las ventanas del Vaticano sería una suficiente y maravillosa lección de “sensus fidelium”, y no puedo negar que nosotros hemos acogido entusiastas esta intención en propuestas motorizadas por el autor. Pero por gracia y desgracia, no somos musulmanes. Estos tienen hasta hoy la suerte de no tener ni derecho, ni filosofía, ni teología; sino obediencia ciega o zapatos lanzados. (Hay un movimiento que proviene de Rusia –que ya se le había ocurrido a Guenon- y en el que se enrola el españolísimo Don Sixto de Borbón, que quieren arruinar esta espontaneidad y simplicidad musulmana proveyéndolos de una “doctrina” y llamándolos a un “Concilio”. ¡Alá los libre!).

El asunto es que nuestra “occidentalidad” parece exigir que un zapatazo no es adecuado y tenemos que tener fundamentos científicos para la repulsa. Y de esto se trata este breve ensayo, que comienza por el ejercicio de aquella ciencia en que el autor es indiscutible perito –la historia- con la cual pretende aplacar las inquietudes de los católicos “correctos”, recordándoles en sabias lecciones que hay en nuestra historia numerosos casos de malos pontífices, de reyertas, de errores y de idas y vueltas de lo más intrincadas. Que grandes Santos de la Iglesia han enfrentado a muchos Papas nada santos, y que nada de esto nos debe turbar. Y en esto estamos de acuerdo.

Pero terminada esta introducción vienen los fundamentos jurídicos, filosóficos y teológicos para explicar el desafuero –asuntos en los que el autor no es perito– y allí entramos a padecer. ¡Cuando en realidad estos no son tan necesarios! y explicaré este exabrupto.

Cuando Monseñor Lefebvre se plantó de frente al Concilio Vaticano II, lo hizo porque sabía que debía hacerlo, y sabía que esto traería innumerables cuestiones a zanjar, las que de hecho se fueron planteando desde muchas perspectivas, ya como objeciones ya como justificaciones, de lo que fue su conducta como Príncipe de la Iglesia. Una gran confianza en su fe y un sentido firme de sus deberes como Obispo le dictaron una conducta: debía salvar el Sacerdocio Católico al que este Concilio demostraba en los hechos no sólo debilitar, sino hasta casi extinguir junto con nada menos que la Misa. Este era el deber de su consagración, asegurar la función de santificación, y esto no podía ser, en su puntilloso cumplimiento, una “falta” contra la Iglesia de Cristo. Las cuestiones que se suscitaran por su conducta, en el plano jurídico, filosófico y teológico, deberían ser contestadas –ante la novedad- con el tiempo, solucionadas sin duda alguna, porque el bien común de la Iglesia así lo imponía. Pero él no tenía todas las respuestas, tenía la guía segura de su Caridad y confiaba en que las respuestas llegarían, en su momento, de buenos juristas, de buenos filósofos, de buenos teólogos y… finalmente, y “necesariamente” (como lo demuestra el autor con su introducción histórica) ¡de un buen Papa! que es el único que podría definir, juzgar y cerrar el conflicto creado. Y hasta ese momento había que ejercer las “facultades”, como se dice en los toros.

Pero el autor –y muchos otros apurones- se tienta, y a tientas, ensaya un fundamento para una reacción que acierta en el blanco al definirla como proveniente del “sensus fidelium”, pero al que no alcanza a definir ni comprender. Y a fin de sumar prosélitos a la sin duda buena causa, retoma el argumento de cada uno de ellos y los mezcla en un contradictorio collage en que las más diversas razones se confunden. Ortodoxas y heterodoxas son bienvenidas mientras sumen.

En semejante caos argumentativo, lo que entendemos claramente opuesto a la doctrina lo vemos salvado a pocos párrafos y nuevamente negado a los otros dos. Pero, no permitiéndose en buena fe el mismo error del lenguaje conciliar -la ambigüedad-, cae derechamente en la contradicción, pero tan profusa, que sin quererlo vuelve a ser ambigüedad.

De todas maneras, en semejante desorden hay un muerto, y bien acuchillado: el Magisterio Petrino; y con ello aquel “sensus” queda colgado del pincel. Y todo esto porque hay que hacer caducar al “magisterio conciliar”, y para ello a todo magisterio por definición, y ¿cuál sería el criterio que guía la fe? y se arma un batuque de proporciones. Porque si el magisterio no es la clave que asegura la fe, es decir que este no es la “regla próxima de la fe” (lo que expresamente niega el autor) la clave es “la tradición”, pero una tradición sin magisterio, y entonces, la tradición es el “sensus fidelium” de los fieles (¿¡!?) ; pero resulta que el sensus fidelium es “la docilidad del pueblo al magisterio”, y sin magisterio ¿qué es? , y nos dice que parece que es ciencia infusa, o no, mejor, una especie de “instinto” pre-racional que recibimos en el bautismo previamente al “credo” que en él públicamente se expresa y al que se da aceptación, porque este es magisterio. Y si esto no es inmanentismo…. Y también la solución puede ser la hermenéutica de la continuidad, pero resulta que no sólo no lo fue, sino que una solución que implique una hermenéutica ya es un caos, porque nunca define… ¡¡¡pum!!!. Es para balearse en un rincón.

El gran problema con el Concilio, al que criticará, pero al que citará a cada paso, no es que haya sido bien defendido, sino que siempre ha sido mal atacado. Esa es la gran fortaleza del Vaticano II, y Benedicto XVI –héroe del autor– no lo defiende, sino que lo ataca después de haber sido coautor, pero lo ataca tan mal que lo deja fortalecido. En general todo el ámbito “tradicionalista” y “conservador” cometen este defecto. En fin, todo esto es una locura porque simplemente no se atreven a -desde la docilidad al Magisterio Preconciliar- tirar un zapatazo al Concilio y a todos los Papas conciliares que han dejado de hacer magisterio y están balbuceando en torno a herejías y blasfemias desde hace varios años. Asunto que es evidente no sólo al sensus fidei sino al sentido común (no necesito un gran fundamento teológico para saber que los divorciados no pueden comulgar, que las mujeres no pueden ser curas y que los maricas están en pecado mortal), pero zapatazo al Papa cuyas consecuencias y fundamentos deben ser digeridos con mucha calma por santos teólogos y que sólo encontrará el final feliz en la sentencia de un Papa, si así Dios lo quiere.

Yo podría decir que el asunto ha sido zanjado por la obra del Padre Álvaro Calderón, pero no es así, en esta obra el asunto cobra un discurso teo-lógico (y en esta obra es teo-ilógico) zanjando las contradicciones internas y volviendo a calibrar el Magisterio Petrino en su lugar, y propone una salida, que será finalmente salida si un Papa lo define, porque gracias a Dios, el Padre no es Papa. Endemientras, nosotros los fieles tenemos un sentido adquirido de fe, que no es un instinto ni una ciencia infusa, sino que es nuestra formación y docilidad en el Magisterio anterior al Concilio, el de Aquellos Papas que “definieron” –no hermeneutizaron- y que esas definiciones no son otra cosa que la “Tradición”, que se transmite desde los maestros y no desde los alumnos.

Pero volvamos al asunto que dejamos planteado más arriba, el problema del autor no es la teología, y me atrevo a decir que no es sin más “la Iglesia”, sino que es “la civilización cristiana”. Y sin duda alguna, Benedicto es un destructor de la teología, pero sostiene una civilización occidental, europea o como queramos llamarla, que aunque incluya la filosofía alemana moderna, hace pensar en la posibilidad de una restauración civilizadora a partir de ciertas bases morales y culturales, como lo fue Juan Pablo II y los dos anteriores. Quizá en manos de alguna internacional masónica europea –según el chisme de Malachi Martin–, siendo que Francisco tira al suelo todos los bastiones porque además es un tarambana sin raíces (de los que solemos fabricar en serie en esta pobre América). Pero… ¿hay bastiones que no necesiten fundamentos teológicos? ¿No será que a Francisco le es fácil porque existe el trabajo previo de los otros? Los italianos suelen confiar demasiado en la cultura, y entiendo que vivir rodeado de lo mejor de ella produce la impresión de que eso no puede ya no significar nada ni influir en nadie, salvo para el turismo japonés.

Sigo dispuesto a acompañar a De Mattei en toda iniciativa que implique tirar zapatos contra las ventanas del Vaticano, pero no tanto en tratar de digerir sus fundamentaciones teológicas sobre una actitud para la que basta el sentido común, pues su Apología de la Tradición es un dislate de proporciones que concluye en anclarla en el peor de los sitios, el de una masa amorfa que responde a sus instintos a la que llama “sensus fidelium”.