lunes, 10 de octubre de 2016

CRÓNICA SUCINTA DEL ATAQUE A LA CATEDRAL

«Si consistant adversum me castra, non timebit cor meum» (Ps. 27, 3)

Aun pretextando que el tiempo psicológico no se corresponde con el tiempo real, a esa hora y fracción transcurrida en una atmósfera turbia y densa herida por los reflectores y por las luciérnagas portátiles de los celulares no le convendría (por lo hiperbólica) la noción de «temporada» o «estación» que previó Rimbaud para su célebre saison en enfer. Hora extensa no tanto como aquélla, a esa mascarada viscosa y abyecta que se ofreció sucesivamente a las retinas, hecha de endriagos ululantes, de representaciones sodomíticas de uno y otro «género» (si es que son sólo dos), de slogans archimanidos en las fauces de la típica fauna marxista, todo envuelto en una pesadez atravesada de malos olores y disgustosos gruñidos, a toda esta aprehensión digamos entre «psicodélica», de hinchada de fútbol y de barricada le correspondería más bien (no sin licencia, se entiende, y con falta de fuego y con sobra de risotadas) la visión del infierno que refieren los pastorcitos de Fátima. Esos rasgos del réprobo que reconoció con pena el papa Gregorio XVI en la fisonomía de Lammenais después de haberlo tratado en persona, esos mismos rasgos, desembozados de todo embozo, son los que venían a agolparse con toda su fealdad ante la veintena de hombres dispuestos a defender el honor de la Casa de Dios con el Avemaría en los labios. Ni faltó, en la breve pausa entre una y otra salutación mariana, aquel clamor de ¡Viva Cristo Rey! que nuestros hermanos mayores en la fe (los cristeros, que no los judíos, los que nos precedieron con la holgura grande de su testimonio y su esperanza) supieron oponer a la descarga de pólvora de sus captores.

Era menester algo más que dejar las cosas en manos de una policía subordinada a un poder político que, mutatis mutandis, persigue los mismos fines que los manifestantes, a los que de hecho subsidió con la gratuidad del transporte y la comida, más el alojamiento hotelero en las mejores plazas. Hay apenas una diferencia modal entre unos y otros, y aún está por verse qué sea más repulsivo: si la lacra desencajada que salió a defecar y a mugir en las calles rosarinas por estos días o la intendenta que no pierde su omnímoda sonrisa al paso que propicia las más aberrantes políticas de salud pública de que su municipio tenga memoria, con copiosa distribución de pastillas abortivas y ligadura compulsiva de trompas en mujeres pobres que resultan tratadas, paradójicamente, como perras. Las paradojas e inconsecuencias, por lo demás, no terminan aquí, como cabe comprobar a menudo en el pensamiento de izquierda (si es que hablar de "pensamiento de izquierda" no supone una contradictio in terminis): era cosa de admirar, después de las machacantes consignas por la «igualdad de género», cómo la represión policial con balas de goma fue reprochada a los gritos con el argumento de que "iba dirigida contra mujeres".

No se pretendía, es obvio, impedir la posible profanación del templo con un número tan exiguo de hombres: esa tarea la cumplieron, finalmente, las fuerzas de seguridad. Si acaso sirvió para algo estar allí fue para mejor sufrir por Cristo y para rendir ese testimonio que, Dios mediante, puede impresionar al oponente y arrancar alguna conversión de entre sus fétidas filas. Recordemos el caso, indeleble en nuestras letras, del sargento Cruz, rendido al varonil ejemplo de Martín Fierro cuando éste libraba lucha muy desigual con quienes venían a apresarlo; recordemos el de aquel soldado alemán que vino a invadirnos entre las filas inglesas en 1806, el mismo a quien

después, cuando el criollo dijo "guerra"
invocando razones teologales,
su católica fe le dio señales
y a las huestes hispánicas se aferra.    
(Antonio Caponnetto, Poemas para la Reconquista)


Muy en cambio, y con el mismo terror ciego que siente el elefante a la vista de un ratón, así vino a comportarse ante los micrófonos ese hombrón de casi dos metros que es Su Eminencia Castradísima, monseñor Eduardo Martín. Pasadas las escaramuzas, en la tertulia con los periodistas, el mismo que no fue capaz de dar la cara ante los pocos fieles allí reunidos antes de la llegada de los manifestantes se apuró a aclarar que él había desalentado ese tipo de iniciativas y que quienes la llevaron a cabo son «ultras que creen que ese es el mejor modo de defender a la Iglesia» (fuente aquí). También insistió (aquí) en «no poner el acento» en los disturbios producidos ante la Catedral, sino en el carácter «totalmente pacífico» de una marcha que dejó por saldo una multitud de comercios y frentes de casas escritos, golpizas y robos a transeúntes y daños en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen y en el colegio de los hermanos maristas.

Monseñor finge no entender que en la misma medida en que cedamos terreno a las bravatas de estas bestias enardecidas, así se irán incrementando sus atropellos, y que a este paso pronto no se podrá llevar un crucifijo colgado del cuello ni asistir a Misa. Y cree lícito aplicar al caso la misma hermenéutica que le aplica el enemigo, juzgando al igual que éste como "provocación" el celo por la honra de la Iglesia. Mucho más viriles que este obispillo de Laodicea y mucho más mujeres que cualquiera de las congregadas a la baraúnda infernal, consta el testimonio de las católicas que soportaron participar de los «talleres» (válganos la jerga al uso) intentando redargüir a las abortistas con grave riesgo de su integridad física. Las mismas que, mientras los varones rezaban a un lado de la catedral, permanecían unos pocos metros más atrás, aun cuando arreciaban los piedrazos y botellazos y las rociadas con la orina envasada previamente en botellas. O entreverándose incluso con las fieras para filmar de frente y de cerca la oración de los hombres, omitiendo cantar las consignas de las harpías y distinguiéndose peligrosamente de ellas por esto. Si se ha dicho que la mujer es la «flor de la Creación», cumple decir que la mujer católica digna de este nombre es su «flor y nata». Este funesto Encuentro Nacional de Mujeres, que sólo se convoca para desterrar un poco más la proscrita femineidad, servirá para que, en lo oculto, unas pocas mujeres acrisolen y acrezcan sus necesarísimas dotes.

Los incidentes de la Catedral nos devuelven, por último, a la insoluble disparidad de dos "proyectos", como se gusta hoy nombrarlos. Aquel que apunta a la «vida, y vida en abundancia» (Io 10,10), que en este destierro es la vida de la gracia y en lo futuro la Vida eterna, y aquel que lleva a la muerte del alma, y en lo terreno -si sus impulsores se detuvieran un solo momento a meditar en las últimas consecuencias lógicas de sus dislates- a la extinción del género humano, reducido sólo a hembras: no a otra cosa conduciría, de ser posible su universalización, la aplicación del programa del aborto libre, de la "muerte al macho" y del "lesbianizarse".

Es de prever que los Rothschild, los Soros et al. seguirán rociando con fuertes sumas de dinero ésta, que es la más ingeniosa de las guerras civiles que podían fomentarse. Las subnormales de sus huestes seguirán persuadidas, en la ceguera de su rencor, de que libran una guerra por legítimos derechos. A juzgar por el estrago ya obrado en la institución de la familia -y aquel que promete seguir obrándose en los últimos de sus residuos- no podría imaginarse una sazón más apropiada para aplicar aquello de que «¡ay de la tierra y del mar, porque el diablo descendió a vosotros con gran ira a sabiendas de que le queda poco tiempo!» (Ap 12,12).