viernes, 19 de agosto de 2016

¡AY MUERTE, MUERTA SEAS!

Es una banalidad peligrosa la que se ha posesionado de los hábitos de nuestros contemporáneos, remecidos por Satanás en el cernidor de las distracciones, las superfluidades y las engañifas, tan saturados de impresiones y de una ciencia tan acabada de lo epidérmico, que por esto mismo matan y mueren sin mayor conciencia del caso. El veto a la estulticia forma parte del patrimonio moral inscrito en los genes; su transgresión, tan factible como cualquier otra a expensas de la caída, no puede arrojar sino el fruto más propiamente atribuible al pecado. La muerte, pues, devenida nada menos que cultura (labranza, arte y cuidada consumación), debe corresponderle inmejorablemente a una época en que el mal campea como al desgaire, con la más inconcebible de las incurias.

¡Cuánto espesor tenía entre los paganos de la antigüedad la conciencia del pecado, aunque éste pendiera como por hilos invisibles del arbitrio de alguna divinidad como de causa eficaz y la voluntad humana cediera ímpetu e imperio al fatum! ¡Qué de gemidos llenan las estrofas de los tres mayores tragediógrafos, testimonio elocuente de un sordo deseo de redención que también conocieron, con su peculiar talante, los pueblos precolombinos -según se deduce del recibimiento dado a los descubridores-, no menos que en los pueblos del África ecuatorial en el tiempo de las primeras misiones! Eran tiempos en que se llevaba el Evangelio sin reparar en la «inculturación» del mismo, sino en dar la libertad a los cautivos del demonio, que huían confundidos a la potente voz del ministro de Dios.

Sólo donde hubo cristianismo y luego cundió la apostasía (piénsese en sociedades, piénsese en sujetos singulares) parece no medrar este deseo de redención. Y es que «el perro vuelve a su propio vómito y la cerda lavada vuelve a revolcarse en el cieno» (II Pe 2,22), y allí donde un espíritu maligno había sido expulsado entraron otros siete peores que él. El liberalismo, según es noto, trajo de todo menos la libertad. Y ablandó los caracteres, enervó los temples, sepultó las voluntades. Y dejó en su lugar un tácito nihilismo y una réplica terrestre -como un envés- del embudo infernal. Inadvertido porque aún sin llamas ni aullidos -o al menos no tan ubicuos y empinados-, con refocilante embotamiento sensorial como para reservar a sus presas para peores ulteriores días.

La cultura de la muerte reviste múltiples facetas y es pródiga en símbolos (no hablamos del aborto, el tráfico de armas y la delincuencia desatada, todos suficientemente alusivos a la sangre como para ser tomados con mero valor de analogía). La disolución de las familias, fenómeno de muerte si los hay, entra de lleno en su circuito semántico. Y la disipación del seso que, como apuntado más arriba, concurre como causa de la expansión necrótica. Cuando Martín Fierro mató al moreno, sabiéndose corrido por la policía de campaña como por otras tantas erinnias, se fue al desierto, que es imagen de la expiación. Hasta del hosco abuelito de Heidi comentaban los lugareños que su retiro montañés estaba motivado por haberle dado muerte a un hombre. La cifras del aborto quirúrgico en la Argentina trepan, desde hace 30 años ininterrumpidos, a quinientos mil anuales (lo que permite deducir que, sobre una población femenina de poco más de veinte millones, cerca de una tercera parte le dio muerte al hijo por nacer), lo que no obsta para que la inmensa mayoría de las filicidas vivan una vida aparentemente normal, circulen por la calle y hasta se detengan a tomar un helado en la vereda en los meses cálidos, entre bromas con las vecinas. Se ha omitido la penitencia, se ha hecho como si nada, y con esto se ha abierto la puerta a todas las calamidades.

«No podemos seguir insistiendo sólo en cuestiones referentes al aborto», dijo a su tiempo el profeta de Moloch, a quien sólo la distracción universal -incluida la de los cardenales de la Santa Romana Iglesia- pudo consentirle tan inopinada potestad. La vida sigue, aunque envenenada, y todo lo que tocan nuestros contemporáneos se vuelve estéril y mustio, desde la escuela hasta la política. ¡Muerte desmesurada, matases a ti sola!, clamó el poeta, y hoy no sabríamos cómo ritmar su desazón. Pende una pesada maldición sobre esta estirpe.