jueves, 9 de enero de 2014

RUIDOSA DEFLAGRACIÓN DEL PADRE IGNACIO

Sin dudas ha de haber muchos otros casos igualmente ilustrativos del caos en el que se precipitó la Iglesia, pero éste nos toca muy de cerca por tratarse de un cura de nuestra arquidiócesis (Rosario, Argentina), a quien el administrador de este blogue acudió, hace dieciocho años y en los días de su conversión, para que le bautizara al mayor de sus hijos, entonces unigénito. Ya era mucha entonces la fama del padre Ignacio, adscrito a una sedicente "renovación carismática" de la que se esperaba esa declamada «revitalización de la Iglesia», mostrenco mito de siete o más cabezas (porque, rota la unidad de la fe, la difusión de la impostura bajo capa canónica se hizo múltiple y variopinta), y a este exótico ejemplar del otro extremo del mundo se le atribuía, quizás por razón de su misma extranjería indescifrable, un a modo de aura misterioso, de soplo ultraterreno y bienhechor. Nuestros tiempos, que no son precisamente los de la fides quaerens intellectum, saben elevar generosamente a aquel que les satisfaga el afán inmoderado de sensaciones, y un zote nimbado viene a resultar su más cabal intérprete y apólogo.

Las gentes venían a tropel, incluso de otras diócesis, a sanar de un cáncer o una otitis sin que se les ofreciera mayormente el alimento espiritual, apenas dos o tres ordinarias lecciones que hubieran podido entresacarse de los más empalagosos libros de autoayuda. Hay todavía vivas controversias sobre la calidad de las sanaciones del ceilandés, enfrentándose los que lo tienen por un taumaturgo de fuste, un santón que derrama maravillas a trochemoche, con los que opinan que se trata de un mero embaucador, un tipo de esos capaces de medrar a costa de la inocencia del prójimo, si es que todavía existe la inocencia. Que la sugestión de las masas obra lo que no él, que los pobrecillos se persuaden de lo que gustan persuadirse, etc.

Ciertas o no ciertas las curaciones, lo incomprensible para quien tuviera dos dedos de frente era que, montado en grupas de su propio mito, Ignacio aceptara -desde hace ya unos cuantos años- conducir un espacio televisivo en el que, aun careciendo de un fluido ejercicio del castellano, intentara monologar, entre tropiezos y solecismos, de omni re scibili et quibusdam aliis, incluso al inaceptable precio de hacerlo en un canal presto a difundir pornografía en horario contiguo. ¿No basta ser dotado con el inapreciable carisma de sanación, aun cuando éste esté sujeto a ulteriores constataciones, para arrogarse también el don de la palabra, cuando éste sí consta no poseerse? ¿No empece, para dirigirse al público televidente, la compañía de poderosos y enriquecidos proxenetas, infames corruptores de miríadas de hogares? No, si Ignacio no es lo que se dice un orador sacro, ni siquiera honra a sus homónimos de Antioquía y de Loyola en punto a catolicidad: se diría más bien sapo de muy otro pozo. Pero a la Iglesia de la Publicidad le sirve por su ascendiente sobre el magma ávido y móvil de las turbas, cuya ansiedad no es fácil de apagar.

Hace unos meses, con ocasión de la entronización del Francisco, no tuvo empacho en decir que «la noticia me devolvió la alegría de ser sacerdote». No la transustanciación obrada a diario a instancias de sus indignas manos, no: fue la elección de Bergoglio lo que le devolvió la alegría -entonces perdida, según es de inevitable conclusión- de ser ministro de Cristo. Éste es el clero que tenemos. El mismo que ahora se desenmascara, bajo la venia de Francisco, y sale a bendecir las peores abominaciones que, en lo oculto, debía de aprobar. Así lo hace el propio Ignacio, según consta en esta filmación en la que departe amigablemente con una yunta de pederastas, conversación de la que sugiero -no hace falta más- seguir apenas unos pocos minutos:








Esta póstuma reivindicación del vicio nefando -sí, póstuma decimos, porque no puede ser un miembro vivo de la Iglesia el que se avenga a bendecir al pecado- sirve a evidenciar a quién sirve Ignacio Peries. Cuyo nombre, en escalafón ascendente, habría que anteponerlo al de los miembros del lobby gay, tal como a éstos al del Maldito. Nomen omen: Ignacio (de ignis, fuego) revela al fin el verdadero carácter de su (contra)sacerdocio. Y se prende fuego a lo bonzo, con llamas que no son las del Espíritu sino las que envolvieron a Sodoma.

La lucha se presenta ardua. Y es muy posible que el martirio que conozcan las almas fieles de nuestros días no sea urgido por la espada, como en tiempos de la Iglesia naciente, sino por el asco.