martes, 27 de febrero de 2018

LO INDEBATIBLE, A DEBATE

Último e insuperable hito entre los socorridos por el élan liberal en su descenso a los más sellados infiernos, la legalización del aborto concita todos los horrores que una mente no agostada por esa nueva patología llamada brain fog o «niebla mental» podría sufrir en esta ardua hora. Es ciertamente de malnacidos andar alentando la carnicería atroz de los más débiles e inocentes, es de un ensañamiento ciego como de perros rabiosos este retozar entre argumentos a cuál más sofístico y enclenque para sumarse al coro infecto de los que piden cuchillo contra el indefenso. "El derecho a disponer del propio cuerpo", apuran con crasa inconsecuencia los mismos que cuestionan el derecho natural de propiedad, resemantizando de paso esa incipiente vida ajena en quiste o forúnculo. "El número de mujeres que mueren por abortos clandestinos", lagrimean los que omiten que, tanto en abortos clandestinos cuanto en aquéllos perpetrados sub lege, mueren siempre y sin excepción los niños. En un ciento por ciento: que lo adviertan estos merodeadores de estadísticas amañadas.

Nunca estará de más recordar aquella descripción del Juicio Final que sólo san Mateo trae entre los cuatro evangelistas (25, 31 ss.) y que consta entre las últimas enseñanzas públicas de Jesús. El tema de la caridad como condición para la bienaventuranza eterna, en la sociedad de la previsión y de la obsolescencia, reclama extenderse a aquellos cuyo mero alumbramiento depende hoy como nunca del arbitrio de otros, incluidos los legistas. Es aquello que, sin el imponente escenario esjatológico, urgía a grandes voces el profeta: parte tu pan con el hambriento (...), cuando veas a alguien desnudo, cúbrelo, y no desprecies al que está hecho de tu propia carne (Is 58, 7), recomendación esta última que cabe del todo literalmente a las mujeres tentadas de abortar. Hoy el mal del coco alcanza tal cota que no faltan tontos escépticos que, descuidados los otros nueve mandamientos, recurren al «no matarás» como principio doctrinario del vegetarianismo o de la prohibición de la tauromaquia, mientras aprueban el descuartizamiento sistemático de aquellos que son «nuestra propia carne» recién gestada.

Si algo faltaba para agregar sombras a esta lúgubre demoniocracia era convocar una sesión en el Congreso para debatir sobre la licitud del filicidio. De sobra sabemos de qué modo son tratados la verdad y el honor en estas gimnasias parlamentarias. El propio ministro de Cultura de Macri blandió un lema que se define solo: «tiene que ser una discusión madura y, después, que gane la mayoría». La mayoría parlamentaria como omnímodo principio de determinación en los asuntos morales, con el populacho llamado a intervenir a su modo, entre regüeldos, al otro lado de la acaparadora pantalla. Es sabido: hay una muchedumbre de juicios erróneos que el mundo inspira en nuestros contemporáneos acerca de demasiadas cosas. Quizás éste de la condescendencia con el aborto sea el más expresivo del estado de confusión demoníaca, el velo más tupido con que se ha cegado la sensibilidad del común respecto del problema del mal.

Ante nuestros ojos se desenvuelve un drama invisible a los más, que corren a ocupar su sitio a la diestra o la siniestra del sumo Juez aun antes del dies irae decretado, siendo el aborto y su legislación la ocasión para anticipar el criterio último con el que Aquel obrará la obligada distinción entre ovejas y cabritos. Pues no sólo en la casi obvia identificación de Nuestro Señor con «el más pequeño de sus hermanos» reside el paralelismo del caso, sino en la actuación de sus principales actores. Así, si esta repentización de la disputa respondiera al propósito de distraer el malhumor colectivo tras el incontrolable aumento del precio del combustible y las tarifas (como verosímilmente se ha señalado), menudo nuevo rasgo de semejanza con Pilatos se habrá adosado Macri, cuando aquél entregó al Justo para aplacar un furor popular que anunciaba sedición. Incluso la aparición en escena de Cristina Kirchner para avalar la convocatoria al debate revela una inesperada concordia entre ésta y el actual mandatario después de tantos desencuentros, semejante a aquella de Herodes y Pilatos, que «aquel día [con ocasión del  proceso de Cristo] se hicieron amigos, porque antes eran enemigos» (Lc 23, 12). Ni faltó ese único obispo que, a semejanza de José de Arimatea, hizo públicas las dos o tres observaciones pertinentes al caso, ganándose el escarnio de los animadores y payasos de este circo de sangre. Pues habló de la falta de principios de Macri y su pandilla, y de paso tocó el tema de la pátina católica que imprimen colegios y universidades por éstos frecuentados, de los que se sale sin siquiera saber hacer correctamente la señal de la Cruz. Y del hipócrita silencio al que se han juramentado la prensa y los políticos cuando, tomando pretexto de los embarazos por violación, omiten, v.g., todo debate sobre la pena de muerte del agresor, proponiendo en cambio la disputa acerca de la eliminación del más inocente.

Era obvio, por lo demás, que la Conferencia Episcopal iba a apresurarse en hacer las veces del Sanedrín, instando calurosamente a un "diálogo sincero y profundo en el que se escuchen las distintas voces", lo que pronto fue correspondido con la gratitud de los ideólogos del control demográfico por vías las más cruentas.