jueves, 14 de junio de 2018

LAS PROFUNDIDADES ABISALES

Vidi praevaricantes, et tabescebam
quia eloquia tua non custodierunt.
(Ps. 118, 158)

Que una nación con amplia mayoría de bautizados (especialmente, y por razones de edad, entre los legisladores) apruebe con obvia incidencia normativa el masivo despedazamiento de inocentes, es un dato indisociable de la Apostasía -así designada, por antonomasia, en la epístola paulina que nos habla del advenimiento del Adversario. Los prevaricadores que el salmista contemplaba y que le producían asco son ahora los hijos de esa nación antaño cristiana que, como la cerda recién lavada, vuelve a revolcarse en el cieno de las idolatrías más denigrantes. Ni siquiera los "pueblos originarios" cultivaron formas de crueldad tan refinadas.

Que la Universidad, institución de origen católico y medieval concebida para la consecución y enseñanza de la Verdad, prohíje hoy a esas runflas emputecidas que piden aborto mientras éste sea el de los otros («el infierno son los otros», en confesión de J. P. Sartre), obliga a pensar en el carácter benéfico y purificador que podría atribuirse a los tsunamis en ciertas ocasiones. 

Que los diputados del régimen cuyo nombre («democracia») evoca el de una meretriz gastada y sin encantos, se hagan ciegos a las evidencias y sordos a los entimemas que exponen el carácter criminal del aborto, dando pábulo a las falacias más risueñas ("derechos de la mujer", "salud pública", etc.), impenetrables a la voz de su propia conciencia, con señalado número de indecisos hasta el final -en explícito testimonio de la venalidad parlamentaria-, demuestra lo inútil de la espera de Martín Fierro por aquel «criollo [que venga] a esta tierra a mandar». El bueno de Anzoátegui veía a este criollo providencial encarnado en un dictador «valiente, honrado y pintón». A cambio, padecemos a un presidente criptojudío con acciones en sociedades offshore.

Monseñor Eduardo Martín,
pusilanimidad en envase grande 
Que la porquería de obispos que tenemos no sean capaces de hablar con la sapiencia y el coraje atribuibles a su cargo y, en cambio, como monseñor Martín (ese hombrón de dos metros que se desempeña o, mejor, se despeña como arzobispo de Rosario), se limiten a musitar que la legalización del aborto es, apenas, «un retroceso como sociedad» (suscribiendo, de paso, la pamplina del evolucionismo histórico) trae inmediatamente a la memoria aquella maldición de Apocalipsis, 3, 16: «porque eres tibio, y no eres frío ni caliente, te voy a vomitar de mi boca». Francisco, por supuesto, da la tónica en esta pesadilla, omitiendo involucrarse en un asunto que flagela a su propia patria y adoptando, en cambio, en las contadísimas ocasiones en que le arrancan algún juicio desleído, la nomenclatura de los ideólogos de la muerte, trocando «aborto» por una eufemística y mendaz «interrupción del embarazo». 

Sí, al considerar la colusión de la sociedad religiosa con la sociedad política -ambas entrañablemente corrompidas- en la consagración de este portento de abominación y cobardía que es el aborto, viene a las mientes aquel otro pasaje del Apocalipsis que trata de esa simuladora llamada Jezabel (2, 20), que «enseña y seduce a mis servidores hasta hacerles fornicar y comer las carnes inmoladas a los ídolos», artes bien conocidas por los nicolaítas (2, 15), que representan al clero laxo. Son las «profundidades de Satanás» (2, 24), de las cuales nos mantendremos a salvo permaneciendo firmes en la fe hasta el fin, «hasta que Yo vaya» (2, 25).