jueves, 23 de junio de 2016

EL EQUINOCCIO Y LAS BOMBAS




En el finisterre platense, en las latitudes que parieron a Bergoglio, corre por estos días el equinoccio (esto es, según lo delata fácilmente el término, aquel tiempo en el que la noche se hace equivalente al día en su duración o, lo que es lo mismo, el de la máxima expansión de las sombras). En lo que toca a la Iglesia, y muy específicamente en el solio petrino, hace rato que las tinieblas ocupan mucho más espacio que la luz, tanto que cuando Francisco adereza sus malsonantes prédicas con palabras que consuenan con el Magisterio, éstas resultan degradadas, reducidas a clichés, a lugares comunes. O son raptadas para su ulterior mala utilización, y aun desnervadas y manchadas de grasa. Pues aun en los momentos en los que parece hacer precario equilibrio en la ortodoxia, Bergoglio expone el Evangelio al modo con el que Pilatos exhibió al Ecce homo: maltratado y escarnecido. Lo que no impide que, como impulsada por una infalible moción, ése sea el momento en que la plebe neocon le paga con gusto su tributo de adhesión, alabándole al deslenguado la presunta continuidad con lo que la Iglesia enseñó siempre.

El juego ya lo conocemos hasta el hartazgo: Bergoglio agradece el crédito que tan cándidamente se le otorga, y entonces baraja y da de nuevo. Y lanza al punto una retahíla de nuevas inauditas blasfemias capaces de ruborizar a las columnas de Bernini y a las ciento cuarenta esculturas de la plaza de San Pedro. A modo de ejemplo, una de las proferidas en el giro de tres o cuatro días:
«Cuando vamos a confesarnos, por ejemplo, no es que decimos el pecado y Dios nos perdona. No, ¡no es esto! Nosotros encontramos a Jesucristo y le decimos: 'Esto es tuyo y yo te hago pecado otra vez'. Y a Él le gusta eso, porque ha sido su misión: hacerse pecado por nosotros, para liberarnos [...] ¡Mis pecados están allá, en su Cuerpo, en su Alma! Esto es de locos, pero es bello, ¡es la verdad!».
Para no detenernos en la figura de Cristo en el episodio de la adúltera, en que el Señor habría estado haciéndose «un poco el bobo» y «faltando a la moral». Pues «la lógica del Evangelio [supone] ensuciarse las manos como Jesús, que no estaba limpio, e iba a la gente y la tomaba como era, no como tenía que ser». Ni faltó una novedosa teología de los matrimonios sacramentales, la mayor parte de los cuales serían nulos por defecto de conciencia de los contrayentes, mientras que en algunas convivencias concubinarias obraría, sí, la gracia sacramental.

Por todo esto, y por sus abundantes credenciales en estos tres años de escándalos sin solución de continuidad, le creemos a pies juntillas cuando -también recientemente- afirma que
«en muchas ocasiones me he encontrado a mí mismo en una crisis de fe. Algunas veces he cuestionado a Jesús y he dudado». 
(Esto dicho, como es obvio, recomendándose a sí mismo, pues de lo que se trata es de que a los cristianos que «no han experimentado una crisis de fe les falta algo».)

Con razón Antonio Socci, quien reporta algunas de las espantosas afirmaciones citadas más arriba, señala la confusión de Bergoglio al evocar cierto capitel de la catedral de Vézelay en el que se representa a
Judas ahorcado con la lengua fuera y a su cuerpo inerte llevado sobre los hombros por una figura que Francisco identifica con Jesús, el Buen Pastor -pretendiendo que el traidor se habría salvado a instancias de la más latitudinaria de las misericordias-, mientras que otros, en conformidad con el común sentir, afirman se trataría del demonio (cosa que puede a su vez apoyarse en el eufemismo usado en Act 1,25, donde se habla del ministerio y el apostolado dejado por Judas «para irse a su lugar»). Puede recordarse, a los fines de advertir acerca de esta confusión de tufo gnóstico y blasfemo entre el bien y el mal, entre el Redentor y Satanás, que no hace mucho Francisco osó referirse a Cristo como a «serpiente».

Junto con la alusión al equinoccio, conviene admitir un fenómeno eminentemente moderno que puede servir para elucidar algo del carácter de este pontificado, de las condiciones de su increíble actualización. Se trata del hecho indiscutible de que, desde la Revolución industrial y a instancias de la rumorización creciente de la vida, de las labores y de los ocios, a la par de la concupiscentia oculorum cunde en el mundo la sordera progresiva. Quizás no haya sido muy abundantemente señalado, pero bien pudiera tenerse a este embotamiento de la audición como soporte físico de la apostasía: al fin de cuentas, si la fe viene por el oído (fides ex auditu), nada será más eficaz -en el orden meramente físico- que atrofiar este sentido para impedir la transmisión de la fe. Memorable es, a este propósito, el testimonio de un combatiente de la 1ª Guerra Mundial que León Bloy anotó en su diario, en fecha 28 de marzo de 1916:
¿Qué hemos visto nosotros, cada uno de nosotros? Nada o mucho: un tornado horrísono en el cual se ha ido apenas un minúsculo gesto [...] Durante esos cuatro siglos [por «días»], ¡cuántas toneladas de acero, cuántas toneladas de metralla pasaron sobre nuestras cabezas! Tiraban los nuestros y tiraban los otros, de todos los calibres. ¿Recordáis que antes se conocían los proyectiles por el silbido o por el estruendo? ¡Y bien! Allá no, ¡imposible! Aquello no era ya una sucesión de estampidos, era un caos uniforme, sin variaciones, absorbente, agobiador, hasta el punto de no saberse si se vivía aún, si el cerebro era capaz de concebir, de hacer otra cosa que registrar ese incesante clamor de muerte...
Se dirá que esta descripción pertenece a la guerra y no a la vida diaria: pertenece a la guerra, sí, pero a la guerra moderna, pertrechada por la gran industria, que a su vez levanta rascacielos, produce automóviles a raudales e impulsa el comercio a gran escala. Sin merma de que la Babilonia del Apocalipsis (18, 22) cuenta dentro de sus muros con «citaristas, músicos, flautistas y trompeteros», son los motores en incesante marcha los que conforman el sonido ambiental de nuestra civilización. Que exige detonaciones para que la gente preste alguna atención. Y allí interviene Francisco, en la Iglesia que desde el último concilio ha sido configurada a imagen del mundo. No sabemos si sus siempre ofensivas expresiones corresponden a otras tantas bombas que él se sirve arrojar para desplazar el eje terrestre o si son, por el contrario, todo lo que este sujeto puede espontáneamente proferir, ebrio por la abismal inadecuación de su persona con su cargo. Pero son, seguro, el colmo de la fealdad comunicable por vía auditiva, el non plus ultra de la apostasía condensada en elocuentes fórmulas. Son, como ya resulta obvio descifrar, un castigo y una prueba.