lunes, 19 de noviembre de 2018

NUESTRO HUNDIMIENTO

Resulta oportuno y hasta casi obligado relacionar la postración del Ara San Juan en el fondo del mar con el desfallecimiento moral de nuestra entera nación: se trata de uno de esos simbolismos propiciados por los acontecimientos en que lo eventual evoca a lo habitual en inmejorable correspondencia. Pero si los hechos luctuosos pueden sincronizarse ajustadamente con otras realidades de orden más elevado y comprometedor (la decadencia moral de un pueblo, digamos), no menos doloroso resulta detenerse a espigar algunas significativas derivaciones de estos mismos hechos -en particular, aquellas que suelen pasar desapercibidas para las seseras menos atentas a la intelección de lo que realmente ocurre.

Pasarán entonces de largo, en medio de las hipótesis y las indagaciones que el caso reclama, las declaraciones de algunos de los familiares de los marinos siniestrados cuando éstos sean capaces de reclamar «por que lo puedan reflotar [al submarino], no por retener la morbosidad de los cuerpos, sino por saber qué pasó». Al paso que, como apunta el periodista a coro con la entrevistada, «recuperar la nave permitirá saber qué "falló" para "que nunca más" Argentina vuelva a sufrir una tragedia similar» [nuestros son los subrayados].

Se podrán tener éstas como palabras transitorias e irrelevantes para un caso que tiene mil otros costados a los que la prensa acudió con solícito olfato de novedades. Pero valen para medir algo más que la noticia: para reconocer la impregnación de veneno que, como por capilaridad, ha invadido las mentes y la concepción primaria de las cosas a partir de las fuentes que destilan con abundancia ese mismo veneno. 

Digamos, pues, que de aquel slogan del «nunca más», de notoria fortuna entre nosotros, puede decirse que representa la fórmula más atinada del cruce entre el voluntarismo y los ensueños del progreso prometeico, una especie de sedante retórico de las conciencias, persuadidas -pese a las sucesivas desmentidas históricas- de que el solo propósito mancomunado de los hombres bastará para atraer el paraíso a la tierra (o, al menos, para que nunca más ocurran desgracias de gruesa impronta). Utopía y de la peor ralea, alguien debería escribir acerca del efecto del retintín del «nunca más» en nuestras clases semiletradas, qué poder lenitivo y sosegante les alcanza, cuánto estas fórmulas contienen de transposición profana y simiesca del método hesicasta, de aquella llamada "teología del nombre" tan en uso entre los cristianos orientales, consistente en la repetición litánica del santo nombre de Jesús.

Pero lo que alarma en punto a la suma estulticia alcanzada por toda una generación de náufragos de tierra es aquel excusarse de que, con el rescate del Ara San Juan, no se desea precisamente "retener la morbosidad de los cuerpos". Siempre supusimos que, en situaciones de este tenor, lo que urge y no necesita ser explicado ni ensombrecido por inauditos escrúpulos es el dar sepultura a los muertos. Práctica que la Iglesia consagró desde siempre como una de las obras de misericordia corporal, y que en la Escritura conoce el caso heroico de Tobit, que enterraba a sus connacionales pese al peligro de contrariar con ello al rey asirio Senaquerib, y que en la tragedia griega hace resaltar el coraje de Antígona, quien inhuma a su hermano Polinices contra el edicto de Creonte, rey de Tebas. Ni decir que la Eneida está repleta de situaciones en que se rinden honras fúnebres a los muertos, empezando por su sepultura, incluso como condición para poder proseguir con esperanzas de éxito las empresas guerreras acometidas. Ésta de enterrar a los difuntos es, como el matrimonio, una institución que se remonta a los orígenes mismos de la humanidad y que, supuesta la obvia diversidad de los rituales, no conoce casi excepción en tiempos y latitudes.

Con lo que, al disculpar a la faena de la presunta "morbosidad de los cuerpos" que ésta supondría, se señala un sobreentendido artificial que no guarda relación alguna con la concepción de la muerte y de los deberes de los deudos para con el difunto tal como nos han sido transmitidos ininterrumpidamente por una vasta multitud de generaciones. Pone en evidencia, en todo caso, la a-historicidad de nuestros coetáneos, reos de una laboriosa sustracción de todo contenido de conciencia tributario de las formas inveteradas del legado, de la tradición, de la transmisión sapiencial de unos a otros, indispensables para alcanzar la inteligibilidad de lo real. Efecto de la aplicación de los criminales programas del constructivismo, los sujetos yacen en una flotación sin contenido que atraviese la mera aprehensión primaria de los fenómenos. O con el único contenido que les efunde la matrix progre, lleno de remilgos y mojigatería ciertamente muy ocurrentes, pero faltos de ese sustrato común a la humanidad, que reconoce el deber de devolver a las entrañas de la tierra el cuerpo muerto de un congénere sin detenerse a calibrar el punto más o menos de morbidez que tal cometido supondría.

Inconsecuencia de las más clamorosas que haya surtido la mitología psicoanalítica y su "cultura" subsidiaria, siempre tan ávida de espiar las tumefacciones y alimañas que moran en los estratos bajos del psiquismo, la aplicación del estigma de «morboso» con clara intención peyorativa acaba posándose incluso donde no debiera. La auténtica morbosidad es nuestro hundimiento cultural y moral a instancias de esos psicoanalizados en tropel que dan el tono a los pasquines multimedios, y que acaban por ponerle sus palabras en la boca a la pobre gente. Nuestra época, al fin de cuentas, es la que prohíbe la tauromaquia y legaliza el aborto.