jueves, 30 de mayo de 2013

UN PAPA CAMBALACHERO

Se sabe cuánto eficaces resulten en literatura los contrastes para suscitar un efecto humorístico. Ejemplo por siempre celebérrimo será el del generoso hidalgo que, embalado en una misión ideal (y que, por colmo, dora su habla con arcaísmos), toma por escudero a un rústico aldeano y, sucesivamente, departe con cabreros, venteros, mozas ligeras, etc., haciéndolos confidentes de sus sublimes propósitos. También la mezcla de registros y la elección deliberada de medios lingüísticos impropios al tema sirven como recurso apto a despertar el humor: los dos paisanos voceando su perplejidad porque el uno creía haber asistido a  hechos reales ante la representación teatral del Fausto de Gounod, y era convicto de haber visto al demonio en persona, y la consiguiente glosa gauchesca de los episodios propuestos por el magín de un operista francés. Para no hablar de aquel maestro de la irreverencia  que, en los días del temprano Renacimiento, quiso valerse de la lengua de la filosofía y la teología para -salpimentándola adrede con vulgarismos, dando así vida al arte maccheronico- contar la loca historia de su héroe,

altisonam cuius phamam, nomenque gaiardum
terra tremat, baratrumque metu sibi cagat adossum. 

No creemos, en modo alguno, que la intención del papa Francisco sea humorística cuando apela al contraste, a lo inopinado y aun no frecuentado en las enseñanzas de un pontífice, en aquellas ocasiones en las que suelta imágenes de innecesaria y vana osadía, definitivamente malsonantes, como la de que «Dios es una persona y no un Dios-spray», o bien la exhortación a que la Iglesia tenga sus puertas abiertas «para no crear el octavo sacramento, el de la aduana pastoral». Estas cacofonías, que bien le hubieran exigido al Pseudo-Malaquías le colgase el profético lema de dictio strindens, habrán provocado no poca sorpresa entre quienes no conocían al entonces cardenal arzobispo porteño. A nosotros, en cambio, conociéndole el fraseo y las afecciones, nos sorprenden más bien las resultas de la reunión mantenida por Francisco con los obispos de la Apulia, que acudieron a Roma en la sólita visita ad limina apostolorum.

Allí lanzó una bomba nonunca prevista: el motu proprio Summorum Pontificum «no se toca», y el misal de Juan XXIII (que es, al fin de cuentas, la última versión del misal tridentino de S. Pío V) «está a salvo». Y en cuanto a mons. Guido Marini  (aquel que fue ceremoniero de Benedicto XVI, fautor principal de la recuperación de la misa de siempre, de la cruz en el altar y de la balaustrada para separar a los fieles del presbiterio, entre otras prescripciones mucho más adecuadas que el cotillón a la celebración de los sagrados misterios), su continuidad está confirmada, pese a quienes le auguraban una sonora pateadura en las partes de atrás -entiéndase: un traslado a alguna diócesis lejana. Francisco lo conserva en su cargo, según él mismo adujo, «para que yo mismo pueda beneficiarme de su preparación tradicional y, al mismo tiempo, para que él pueda obtener provecho, igualmente, de mi formación más emancipada (sic)».

Acá también hay un inquietante entrevero y contraste, tal como en el cambalache (locución rioplatense que vale por «mezcla confusa de cosas», aplicable también a los comercios en que se compra y vende y trueca un poco de todo, en abigarrada junta). Porque aquel escriba docto en los asuntos del Reino, del que el Señor nos habla en Mt. 13, 52, capaz como el paterfamilias de sacar de su tesoro «de lo nuevo y lo viejo», no alienta de seguro la identidad de los opuestos, ni declara abolido el principio de identidad y no-contradicción. ¿Es posible concordar el cuidado por la liturgia con su flagrante demolición? ¿Puede auspiciarse el necesario rescate de la tradición tolerando los abusos que en todos los órdenes vienen agrietando precipitadamente la unidad doctrinal de la Iglesia?

Nos gustaría creer que la omnipotente gracia del Criador logró en un tris vencer las resistencias habituales de Bergoglio, a la manera del milagro moral que hizo de un Pío Nono inicialmente favorable a la masonería un guardián solícito e inquebrantable de los derechos de la Verdad, un fiscal implacable de los errores modernos. Pero sería aventurar mucho. Al fin de cuentas, fue prudencial la reserva que las primeras comunidades cristianas tuvieron ante Saulo después de su conversión, que bien podía ser fingida después de un pasado reciente como perseguidor sañudo de la Iglesia.

El cardenal Bagnasco dando la comunión a «Luxuria»
Esta iniciativa de Francisco es para celebrarse, entonces, sobriamente. Que para ser completa y aventar toda posibilidad de ser adscrita a cálculo y estrategia debe continuarse en unas cuantas medidas depurativas del actual y ya extenuante caos. De lo contrario, y como en el tango "Cambalache", habrá que acostumbrarse a ver mixturados a la Biblia y el calefón.

Designar como arzobispo de Buenos Aires a un verdadero clon del cardenal Bergoglio como mons. Poli, quien en el tedéum del 25 de mayo pasado babeó el consabido «no debemos tenerle miedo a la variedad de ideas», no es medida de gobierno muy alentadora. Que entre las clamoreadas reformas de Francisco ni  siquiera se mencione la remoción de tanto clero promotor de escándalos, como el caso del cardenal Bagnasco, presidente de la Conferencia Epicopal italiana, quien cedió el ambón para una de las lecturas y le dio luego la comunión a un reconocido transexual de aquel país en las circenses y sacrílegas exequias de otro sacerdote apóstata, es para seguir clamando con la Magdalena: tulerunt Dominum meum, et nescio ubi posuerunt eum.

sábado, 25 de mayo de 2013

UN PAPA MACANUDO

Macanudo, en la patria del papa Bergoglio, vale familiarmente por «agradable, simpático», o bien «amable». Por una rara fortuna léxica no le bastó a este vocablo ser objeto de uno, sino de varios sucesivos sentidos traslaticios, lo que hizo del mismo un ejemplar movedizo, instable hasta el día de hoy. Algunos creen que el argentinismo macana, por «mentira», se deriva del apellido de un escocés Mc Cann que, dueño de una pulpería en plena pampa en el remoto y telúrico siglo XIX, se prodigaba en cuentos extraordinarios, inverosímiles, mientras les escanciaba el aguardiente a los paisanos. Macanear pasó pronto por «mentir, decir embustes», y quizás porque en las soledades camperas de aquellos años fue siempre bienvenido el cantor y el cuentahistorias, de macanero a macanudo se cumplió una transición insensible y laudatoria, y así macanudo quedó por «afable». No tardó en aplicarse, más allá de las personas, incluso a objetos inanimados, y con nueva acomodación semántica: todavía recuerdo al Toto, viejo peón rural de mis pagos que se refería a cierta hachita como "macanuda" por su buen filo y maleabilidad.

Digresiones aparte, es evidente el peligro que no pocos señalaron de que el de Francisco devenga un "pontificado virtual", amañado por la prensa, en el que las palabras y acciones bienvenidas a la sensibilidad contemporánea sean reproducidas sin descanso, presentando a Bergoglio como "el Papa del cambio" y otras vacuidades, mientras sus enseñanzas más afines al auténtico espíritu cristiano son diligentemente escamoteadas al voraz público orbital. Así, por ejemplo, las alusiones reiteradas al demonio como "príncipe de este mundo" y como causante del odio y persecución a Cristo y a su Iglesia, o a la verdad como objeto de escepticismo en nuestros días, pero cuyo encuentro es capaz de elevar y salvar al hombre, no son de las que los diarios destacan gustosos en sus titulares. Ni aquel rechazo bien sentado a los teologastros que pretenden presentar la persona de Cristo en términos meramente humanos, como a un gran predicador o a un sabio, llamándolos «intelectuales sin talento, eticistas sin bondad. Y de belleza ni hablemos, porque no entienden nada» (vid. http://www.linkiesta.it/chiesa-ideologia).

Loquimini nobis placentia. De Francisco vienen, en cambio, triunfalmente señaladas otras aseveraciones, a saber: «quiero una Iglesia pobre»; «la Iglesia debe salir de sí misma, hacia las periferias existenciales» o «debemos tender puentes y no construir muros». Últimamente, se les agregó la afirmación groseramente aperturista de que, con su sangre, el Señor redimió incluso a los ateos, hecha por colmo en el curso de una alocución en la que se precisó que el «matar en nombre de Dios» es una «blasfemia» (sin acabar de precisar si el destinatario de sus dichos era el fundamentalismo musulmán o los gloriosos cruzados de la Tierra Santa, o si ambos a una, igualados).

Hacía falta que las tesis modernistas alcanzaran a ser pronunciadas por boca de papa para que los enemigos seculares de la Redención reportasen un notorio triunfo. Sabemos que ese triunfo es, a la postre, su mismísima derrota, pues «el príncipe de este mundo ya ha sido juzgado». Pero midiéndolo desde las llanuras cismortales se dirían grandes los logros, así como inequívocamente cuajadas las aspiraciones de aquella Alta Venta de los Carbonarios, que hace ya casi doscientos años formuló su tenebroso programa, conocido por el entonces papa Gregorio XVI y posteriormente publicado por Pío IX en 1860: «el trabajo que vamos a emprender no es obra de un día, ni de un mes, ni de un año; puede durar varios años, acaso un siglo. Lo que debemos buscar y esperar, como los judíos esperan al Mesías, es un papa según nuestras necesidades. Para destrozar la roca sobre la que Dios construyó su Iglesia tenemos el dedo meñique del sucesor de Pedro comprometido en la conjura».

Presentar insistentemente al papa como agradable y simpático, como bien avenido con la civilización moderna, como un filántropo y hasta como un bufón capaz de echar por la borda las enojosas prescripciones de la Iglesia, su ardua moral y sus escandalosas verdades ultraterrenas para alcanzar una risueña alianza con todos -enemigos de la Iglesia incluidos- es el evidente designio de la publicística de Babel. Allí está, para nuestra exhortación, el célebre relato de Soloviev, que presenta al Anticristo como «el gran espiritualista, asceta y amigo de los hombres», lleno de «supremas manifestaciones de continencia, abnegación y activa disposición de ayuda», en una perversa imitatio Christi mirante a la auto-elevación del hombre. «Tal santidad aparente ha de tomarse en sentido muy estricto. No se trata aquí de una capa que "palia", sino de un hábito general que desciende y se adentra hasta el campo de la ética, que casi necesariamente ha de aparecer como una santidad real en un mundo al que ya le resulta extraño el sentido originario, óntico y cúltico de ese concepto» (J. Pieper, Über das Ende der Zeit). 


Horroriza comprobar que el papa acepta este juego que le ofrecen. Sus antecedentes en la Argentina, por lo demás, no son para nada auspiciosos. A la vez que desconcierta notar el contrapunto que le hace a esta presentación edulcorada su feliz recurrencia -siempre soslayada por los medios- a las máximas de siempre de la Iglesia. Y no podemos dejar de parar mientes en aquella hipótesis del padre Meinvielle, que ponía a un mismo papa al frente de una ventura Iglesia gnóstica de la publicidad («con obispos, sacerdotes y teólogos publicitados, y aun con un pontífice de actitudes ambiguas») y de la Iglesia del silencio, objeto ésta sí de las promesas divinas.


lunes, 20 de mayo de 2013

UN PAPA BERRETA

Importa comenzar aclarando, para los lectores no argentinos de este espacio, que berreta es voz tomada del lunfardo, esa jerga resultante de la contaminación del castellano nativo con el italiano traído por la más numerosa de las colectividades inmigratorias a fines del siglo XIX y comienzos del XX en la Argentina. El entonces cardenal arzobispo Jorge Bergoglio supo volver, tal como la cierva a los hontanares que le son más gratos, a este pintoresco depósito idiomático de los bajos fondos, engarzándole muy a menudo a su magisterio, y sin la menor intención irónica, uno que otro aljófar de estos -que por lo palmario diríase un berrueco- tomado de la próvida cantera "lunfa".

Se supone que berreta proviene del italiano «beretta», es decir, gorra (de etimología común a «birrete»), que era la prenda que vestían en sus cabezas los hombres de las las clases subalternas en contraposición a los sombreros de copa, en uso entre los atildados porteños de sociedad de cien años atrás. De allí que «berreta», por extensión, aluda a lo ordinario, a lo propio de la plebe, a lo que es de calidad inferior.

Salva reverentia, que si hay algo que necesitamos los sufridos fieles es un papa con todas las cuatro letras (y al papado queremos defenderlo, si es menester, con el arma que Dios ponga en nuestras manos, y de buen grado haríamos el guardia suizo, y aun el gruñón mastín si fuera por guardar la integridad del pontífice), no se puede callar el estupor ante la ringlera de nimiedades que el papa reinante se obstina en agregar a su discurso, especialmente en sus improvisadas homilías matutinas -al menos, según lo que resulta de la transcripción que hacen de las mismas los amanuenses electrónicos, que es posible le poden no pocas chuscadas. La caída en el ejercicio del munus docendi respecto del pontificado precedente -y quizás de muchos, y aun de los 265 precedentes- es tan evidente como dramática, lo que constituye un dato más (y no menor) para reconocer una como «nivelación del papado», análoga a la que la modernidad viene operando compulsivamente para con todo aquello que presente una excelencia resultante de una previa ordenación jerárquica, de un orden.

Nutrido ramillete podría hacerse con algunas de las flores que Francisco va dejando a su paso: desde la exhortación a "ir contracorriente", sin mayor especificación, hasta lo de los "católicos melancólicos con cara de ajíes en vinagre"; desde la instancia a "construir puentes y no muros" al pedido de "ser pastores con olor a oveja". Últimamente no tuvo empacho en afirmar, entre lamentables citas de un midrash rabínico, tan espantosamente malsonante en boca de un papa y tan en consonancia con su habitual melindre judaizante, que «la Iglesia siempre entró en las desviaciones, en las sectas, en las herejías, cuando se puso demasiado seria».

Los últimos pontificados fueron ya ostensiblemente suaves a la hora de señalar el error. Respecto de aquellos documentos papales que no le ahorraban a las doctrinas heréticas sometidas a denuncia, hasta hace todavía menos de un siglo, la calificación de pestíferas o de ponzoñosas, se ha ido prefiriendo una morigeración que a menudo parece querer soslayar los peligros de los errores modernos, no comprometiéndose en su deixis, a la vez que se suele eludir, o casi, el sic sic non non que debe caracterizar el habla de los seguidores de Cristo. Con todo, se guardó siempre un tono y un nivel discursivo lo suficientemente docto como para no hacer manar del papado un tufo tabernario. Con Bergoglio se evidencia un verdadero salto en este último sentido, con anacolutos y solecismos a profusión entre diversos dichos amasados como para contentar a las tribunas con un lenguaje reconocible, como el de un papa de los nuestros.

Así lo padece el autor del blogue opportuneimportune que, advirtiendo oportunamente que «después de banalidades tales como El trabajo ennoblece al hombre, o bien La Iglesia debe ser pobre, creemos poder formular alguna previsión en atención a las próximas perlas de sapiencia de Bergoglio, que encontrarán seguramente perfecta expresión en el eloquio límpido y cultísimo que señala al Obispo de Roma». Y ofrece el plausible florilegio anticipado, con entre otras piezas: «ya no hay más medias estaciones», «se estaba mejor cuando se estaba peor», «el amor siempre vence», «lo importante es quererse bien», «yo soy uno que (sic) la libertad es la primera cosa», «mejor un buen laico que un mal cura», «el papa es un hombre como nosotros», «somos todos hermanos». Dígasenos si no son dignas de S.S. Franciscus P.P.

Si nuestros días pudieran parir a un Dante, en la elocución del Neopapa tendría vasto asunto como para un remozado De vulgari eloquentia, entendiendo ya la nota «vulgar» no como lo hacía el florentino, que trataba del romance italiano, sino como ordinaria, plebeya. Y León Bloy lo tendría para una refundición de su Exégesis de los lugares comunes, donde hace estribar aquella perícopa paulina «nuestra conversación está en los cielos» en la mera meteorología, en los comentarios habituales sobre la lluvia que se espera o el fresco que arrecia.

Sin dejar de ceñirnos al discurso sobre el lunfardismo papal, creemos premioso señalar el peligro -¡que el Señor no permita!- de que en el mal y adocenado gusto de Francisco pueda hallarse, junto al papa berreta, el tanto o más nocivo chantapufi.

miércoles, 15 de mayo de 2013

DE LA DIGNIDAD QUE AÚN GUARDAN LOS CISMÁTICOS

No han de faltar, en lo más empinado de la jerarquía eclesiástica, hombres dispuestos a abrogar el filioque y el primado de Roma con tal de favorecer la unidad con las iglesias de Oriente, las mal denominadas "ortodoxas" (rusa, griega, búlgara, etc.). Esa unión es, por supuesto, muy deseable, y mucho más factible de realizarse si atendemos al vasto depósito común y a la piedad afín -al menos hasta hace un par de generaciones-, que la que pudiera consumarse con las diversas denominaciones protestantes frente al abismo abierto tras la ruptura de Lutero. Demasiado de inconciliable todavía queda entre la universalidad romana y la atomización hiperbórea (doctrina de la fe y de los sacramentos, disciplina, y mil derivas resultantes de una muy diversa aprehensión del mundo y la realidad) como para augurar, a no ser en las más febriles y entusiásticas ecumanías, una pronta redintegratio de las astillas semicristianas que dejaron las tesis de Wittemberg. A no ser, y Dios no lo permita, en una nueva y espuria entidad.

Es una obviedad decir que la unidad debe realizarse sin alterar la doctrina de la fe, de la que la Iglesia no es dueña sino depositaria: iota unum aut unus apex non praeteribit. La unidad depende del retorno (reditus) de los separados al seno de la Iglesia, que no a una amalgama meramente política alcanzada a costa de la renuncia, por parte de la Iglesia, a alguna de las verdades que le han sido confiadas por su Fundador. Más a la oración ingente de los fieles se encomienda esta santa causa, que no a la diplomacia demasiado humana de algunos estrategas de la reunificación a todo trance.

En esto, como en tantos otros respectos, el magisterio controvertido del Vaticano II dejó una señal de confusión con aquello de que «la Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica» (Lumen Gentium, 8), quedando allí comprometida la pura identidad y la exclusiva continuidad de la Iglesia católica con la sociedad fundada por Cristo. Confusión que, de la letra de los documentos, fue volcándose poco a poco en la praxis, tanto que hoy muchos eminentes hombres de Iglesia parecen llevar a mal la invalorable gracia de la elección, así como, picados de ese panfilismo que todo lo corroe, quisieran neutralizar el extra Ecclesia nulla est salus con la recurrencia toda protestante -y mucho menos comprometedora- a una presunta «Iglesia invisible».

Una estampa de lo mismo la ofrecieron la semana pasada el papa Francisco y el patriarca copto Tawadros II. Mientras aquél insiste en despojarse de todos los ornamentos propios de su ministerio, casi como si lo avergonzaran la estola y la tiara, el visitante egipciano echó mano de cuanto atuendo señalara su particularísima dignidad. El visitante parecía el primado, y a él le cupo nada menos que impartir la bendición a los presentes, mientras Francisco, uno más entre todos, la recibía en silencio, como aquella vez de su presentación en la loggia de San Pedro, cuando se inclinó ante la multitud pidiendo que orase por él.


Véanse, para mayor horror, estas imágenes que alguien se tomó el trabajo de compilar para cotejar el sentido de la dignidad del culto en la segunda mayor basílica católica del mundo (Aparecida, en San Pablo, Brasil) y la correspondiente segunda mayor iglesia ortodoxa.



No diremos palabra de la música, de la apostura de los celebrantes y los fieles, de la ambientación: se comentan solos. Nótese, como para cifrar en un gesto decisivo la magnitud del desmadre, la ostensión de la Biblia a partir del minuto 6' 00''. Alguien suspirará aliviado porque no era el Santísimo el exhibido en esas pantomimas.

Hasta hace unos pocos años, diez o quince, estas cosas sólo podían permitírselas los ridículos tele-predicadores evangélicos, peste de nuestras azotadas latitudes. Ahora la fantochada ingresó al culto católico, tanto que ya no se distingue de aquel de sus pares protestantoides. Y esto no puede deberse a una meteórica declinación de fuerzas de la fe, a una degradación de la sensibilidad cumplida a la velocidad del relámpago. La celeridad del proceso descendente exige unos responsables directos, que conspiran en las sombras para envilecer a la Iglesia desde sus mismas entrañas. Son los mismos a los que nos referíamos al principio, al decir que estarían dispuestos a renunciar a las verdades de fe que las iglesias de Oriente no reconocen, siempre y cuando -claro está- que estos staretz no nos exijan un mayor decoro en lo tocante a la liturgia.

viernes, 10 de mayo de 2013

MÚSICA SACRA Y LITURGIA: VIGENCIA DE UNA DEMOLICIÓN

Ofende el portavoz del Papa, padre Federico Lombardi, cuando el 24 de abril pasado, entre otras poco afortunadas declaraciones, aduce no creer «que el Papa tenga, entre sus intereses mayores, la música sacra. De lo que pueden derivarse consecuencias diversas en el ámbito litúrgico». Y como no consta que haya sido desmentido por el Santo Padre, tendremos que creer que esta presunción del vocero es acertada. Lo que, por lo demás, implica ya en las palabras -que no en los hechos, en los que, en los últimos decenios, viene verificándose una penosa continuidad, para no decir una profundización del mal gusto- un acusado cambio de dirección en la materia.

Lo que nadie ignora, bien lo afirma Mattia Rossi en un artículo reciente: «la música sacra, a la merced de cualquier suerte, ha escapado totalmente del control de la Iglesia: el gusto (pésimo) de pocos ha dictado, de facto, la línea corriente, que desemboca en la música litúrgica más banal y mediocre. Es hoy más necesario que nunca volver a las fuentes de la reforma litúrgica que, musicalmente, nos ha "transmitido aquello que recibió"». Para luego recordar algunos pasajes de documentos del último concilio en los que se instaba a no abandonar el canto gregoriano, especialmente Sacrosanctum Concilium 116 («la Iglesia reconoce el canto gregoriano como el canto propio de la liturgia romana») y 117 («condúzcase a término la edición típica de los libros de canto gregoriano; es más, prepárese una edición crítica de los libros ya editados después de la reforma de san Pío X).

Este impulso, a lo menos de deseo y de palabra, fue confirmado por Paulo VI en la instrucción Musicam Sacram, del 5 de marzo de 1967: «ante todo promuévase el uso del canto gregoriano, que por sus peculiares características es un fundamento de gran importancia para el cultivo de la música sacra». Y, pese a los desvaríos musicales ya definitivamente experimentados y bogantes en los días de su pontificado, en el mensaje telegráfico que Juan Pablo II remitió al cardenal Baggio, en mayo de 1985, se lee que «la Iglesia reconoce al canto gregoriano como propio de la liturgia romana, y por ello en las funciones litúrgicas a éste se debe reservar el puesto principal, expresando el deseo (...) de que sea bien estudiado (...), valorado e interpretado en las ceremonias litúrgicas en sintonía con las altas finalidades de la música sacra, que son la gloria de Dios y la santificación de los fieles». También Benedicto XVI salió repetidamente al cruce de las aberraciones en asuntos de música y liturgia, y todavía siendo el cardenal Ratzinger señaló, aventando la argumentación utilitario-oportunista que pretendía rebajar la calidad de los cantos de misa para hacerla a ésta más accesible (¡!), que «la Iglesia no debe contentarse con lo que resulta útil a la comunidad; ella debe despertar la voz del cosmos y, al glorificar al Creador, tomar del cosmos su magnificencia, hacerlo espléndido y, de este modo, bello, habitable, amable». Ya en el solio, no nos ahorró, entre otras afines, la oportuna lección de que «aquello que para las generaciones pasadas era sagrado, permanece sagrado también para nosotros y no puede ser imprevistamente prohibido o, incluso, juzgado como dañoso».

Ya conoció Agustín, pese a los residuos de platonismo que pudieran hacerle desdeñar la noticia sensible, cuánto bien se reporta de una sensibilidad educada por el espíritu. «Todos los afectos del alma, en su gran diversidad, tienen su modo propio de expresarse con la voz y con el canto, que con no sé qué familiar y misteriosa afinidad excitan en ellos los afectos piadosos (...) Cuando recuerdo las lágrimas que derramé por el canto de la Iglesia en los primeros días de mi renacida fe; y cuando veo que aún ahora me siento conmovido no por el canto sino por la sustancia de las cosas que se cantan cuando se cantan con limpia voz y adecuada modulación, tengo que reconocer de nuevo la utilidad de esta institución»

Por eso, hasta que el vocero de Francisco no declarara el desinterés de éste hacia el particular, podía decirse que las directivas papales y la praxis litúrgica general iban, después del Vaticano II, por caminos divergentes. Tanto que, pese a las repetidas exhortaciones de los últimos papas y a expensas de una tolerancia mal entendida y aplicada, obtenemos que (y para volver a decirlo con Rossi) «quien quiera cantar propiamente el canto de la Iglesia en la iglesia se encuentra forzado a decir, con el salmista: ¿cómo cantar los cantos de Señor en tierra extranjera? (Ps. 136)». ¡Cuánto más penoso si la explícita enseñanza papal en la materia, maduros ya los tiempos, llegara a hacerse concorde con los abusos que se perpetran por doquier! Digamos con nuestro autor, colgadas con pena las cítaras en los sauces del Éufrates, que el canto de la Iglesia

es la total consubstancialidad entre palabra y pneuma, es la dependencia de la andadura musical respecto del sentido exegético que se quiere dar de aquel texto. Los expedientes retóricos, de los cuales se sirve la composición gregoriana, subrayan, por medio del fenómeno sonoro, aquella palabra particular para obtener aquel preciso significado que se inserta en aquel determinado contexto litúrgico.

La verdadera naturaleza del gregoriano es exegética todavía antes que musical: no es un simple pronunciamiento sonoro del texto, sino una explicación, una lectio divina de la Iglesia, es el Verbo hecho carne que se hace sonido. Y la Palabra divina no es colocada en la liturgia, sino que ella misma es liturgia; el canto, en tanto manifestación sonora de la Palabra de Dios, es liturgia. (...) La Iglesia propone el gregoriano porque éste es teofanía, es la epifanía sonora del Verbo. Es Dios que nos habla través de un canto plasmado por el espíritu, es una música que baja de la Jerusalem Celeste sobre la tierra y está en condiciones de infundir el gozo y la esperanza en el corazón.

Nos resultan bien conocidos los conflictos que, muy a menudo, tocan a nuestros celosos animadores litúrgicos. Su "intocable" espacio de acción (lector, cantor, guía de la asamblea, adepto a las ofrendas, etc.) responde a un mísero criterio de "activismo" litúrgico conforme a ópticas más sociológicas que pastorales. Esto es, por otro lado, una lógica consecuencia de la reducción de la liturgia a show, a una puesta en escena teatral: cada actor cumple su propio "rol" y requiere un reconocimiento público. Son el afanoso presbiterocentrismo, de un lado, y el desenfrenado "asamblearismo" litúrgico, del otro, los que comprometieron gravemente la estructura celebrativa: la educación litúrgica del pueblo de Dios devino des-educación sistemática.

¿Es posible que el único objetivo a perseguir sea la mediocridad? Es para la Iglesia el momento de cobrar conciencia de haberse introducido en un callejón sin salida: Aquella que es custodia de la exégesis y de la sagrada Escritura ha hecho apostasía de su música. No depauperemos a la Iglesia de un tesoro tan grande, el de su lex orandi.

martes, 7 de mayo de 2013

GALOPAN CAMBIOS

Aunque cundan los impacientes que le reclaman al Neopapa cambios radicalísimos en dirección opuesta a la tradición, aunque en los diarios se estampen títulos como «En el Vaticano los cambios tienen lugar de manera lenta, dubitativa e irregular», auspiciando una mayor celeridad de los mismos, y aun la propia hermana de Francisco (tan lejos de Roma, en una pausa birlada a los pucheros, y echándoles el pronto caracú a los periodistas) declare sin reservas su conformidad con el cambio, así sin más, palabra dorada ya, y talismán, y cojín para los sesos («nosotros tenemos que animarnos al cambio, no le podemos pedir todo al Papa», dijo textualmente, y no aclaró si de lo que se trataba era, v.g., de mudar el cepillo de dientes o la religión), lo cierto es que esa sobrevaloración del cambio, que es apriorística e hipnótica, y de incontrastable uso en nuestros días, tomó ya ciudadanía en los Sacros Recintos. Sin que, al parecer, la pueda desalojar sino el solo resplandor del Perveniente. Porque la sana doctrina que la Iglesia profesó a lo largo de los siglos, armonizando siempre el dato revelado con la razón, fue muy otra que una exaltación funambulesca del devenir, al punto de omitir el debido homenaje a cuanto de inmutable -principiando por Dios- informa a la realidad. Ni Parménides ni Heráclito fueron el abrevadero de aquellos que, desde Justino, se dieron a la tarea de inquirir lo real desde la fe, sino una correcta distinción de las categorías de accidente y sustancia, y el siguiente y sensato reconocimiento de que hay cosas variables y cosas inmutables. Constatación que, por lo demás, no requiere el auxilio del Evangelio para hacerse efectiva.

Heráclito: «nada es permanente sino el cambio»
Así fue que aquel célebre dicho de Cicerón antiquitas proxime accedit ad deos, alusivo a la felicidad de los hombres de la edad áurea, pudo ser reinterpretado en clave católica como un encarecimiento de las tradiciones venerandas que, en razón de su misma y remota antigüedad, reflejaban de algún modo la inmutabilidad del Altísimo. Que la secuencia de Pentecostés Veni Creator se remonte a la época carolingia nos estremece casi a la par que la melodía y el texto sacro. Y no menos nos conmueve saber que el hábito de cantar la misa (y no las pamplinas aperturistas del padre Cantalamessa) ya era usual entre las comunidades cristianas de la edad apostólica. Es comprensible que aún más que las formas litúrgicas, sujetas casi inevitablemente a una leve aunque imperceptible variación a través de los siglos -hasta su abrupta reforma bajo Paulo VI-, todo lo relativo al dogma y la moral deba permanecer, sí, inalterado. Podrán variar, asegún la sensibilidad de época, las formas de exponer las verdades de siempre, pero -así en la lección de Lerins- eodem sensu eademque sententia, «conservando el sentido y la sentencia».

Los cambios que se vienen introduciendo en la Iglesia desde el Concilio Vaticano II -o impulsados por éste, o por él parcialmente avalados, debido sobre todo a la ambigüedad de sus documentos- podrían ocupar, como es noto, vastos volúmenes. Hacia 1984 Romano Amerio pudo compilar un grueso tomo tratando de los mismos, y ya corrieron casi otros treinta años. Baste pensar en el deplorable y ya extendidísimo hábito de recibir la comunión en la mano, que él apenas mencionó en su célebre Iota Unum, en el capítulo alusivo a las variaciones introducidas en relación a la Eucaristía. Acompasados con los cambios efectivamente consumados, arreciaron también en el mismo lapso los pedidos, a cuál más desaforado, relativos ora a alterar la moral sexual, ora la constitución de la Iglesia o las prescripciones sobre los sacramentos, por citar algunos de los más corrientes. El caso es que, desde el inédito desamparo propiciado por Benedicto XVI con su abdicación -inédito, decimos, por la sazón y los términos en los que se produce, y por sus consecuencias aún por verse-,  hoy estamos asistiendo a una intensificación de esas presiones, y descaradamente desde adentro mismo de la Iglesia. Entiéndase: lo novedoso no es tampoco esto último. Al fin de cuentas, el tránsito que va del Syllabus (1864) de Pío Nono a la Pascendi (1907) de Pío Décimo corresponde al que va de la condena de los errores modernos a la recusación del modernismo, es decir, del combate a un moto que obra de afuera adentro: de los males exteriores que asedian a la Iglesia al mal ya introducido en ella. Y la historia de la Iglesia de los últimos cincuenta años, si hiciera falta comprobarlo, es la de su progresiva y progresista infestación. Lo nuevo, en todo caso, es el ritmo que ha cobrado el confusionismo, ese picar espuelas para pasar del trote al más decidido galope. Lo que sorprende es el envalentonamiento en aplicar el hacha a las mismas raíces, la confianza con la que la granuja post-conciliar parece preparar en nuestros días el abordaje definitivo.

Se califica a Francisco como a un progresista "moderado", es decir, como a un Papa que no cederá a la ansiedad revolucionaria de trocarlo todo en un tris. Pero esta apelación es todo menos tranquilizadora, ya que el horror reside en el solo hecho de que un progresista llegue a ocupar el trono de Pedro. La táctica revolucionaria más inteligente persigue justamente no hacerse notar, lo que le permite alcanzar los fines previstos enfrentando menores resistencias.

El papa Bergoglio reincide en su conocida fabla aproximativa, hecha de alusiones imprecisas, como la imputación -proferida en el curso de una de sus informales homilias- de "auto-referencialidad", de "mundanidad espiritual", o del "querer domesticar al Espíritu Santo" (imputación que podría recaer, como proyectil lanzado de contrarias trincheras, en muy diversos sujetos, y él no se cuida de aventar el equívoco). No se corre ostensiblemente del depositum fidei y, aunque su estilo ripioso roce peligrosamente la chocarrería y la cacofonía, no se lo oye proclamar -lo que se dice- errores manifiestos. Lo que se dice herejías, no se las hemos escuchado. Pero entromete, con una soltura que no nos animaríamos a llamar precisamente libertad evangélica, uno y otro cambio asaz simbólico: cambio en los atuendos, cambio en el saludo con que se presentó a las multitudes el días de su elección, cambio en los términos del lavatorio de los pies del Jueves Santo, y tantos otros que sería redundante y ocioso referir. El último, quizás, fue el de sustituir la consueta cachetada en el ritual de la confirmación por un suave beso en la mejilla.

A su entorno consta, sí, el furor revesador de sus inmediatos subordinados, que no fueron por lo pronto exhortados a cultivar el muy preferible silencio. Cuatro o cinco altos dignatarios que ya se animaron a declarar que habría que contemplar el reconocimiento civil de las uniones sodomíticas, excusando sólo el llamarlas indebidamente "matrimonio". Aquel otro panchampla de monseñor Zollitsch, que pidió la ordenación de diaconisas, en sintonía con cuanto tudesco mitrado se anima a los micrófonos, incluido en bloque el cardenalato trasalpino. O aquel cardenal Tauran (el mismo que, a fuer de protodiácono, salió casi dos meses atrás al balcón de la logia de San Pedro en inolvidable -por lo onírica- sazón, para anunciar, con los penosos tics del Parkinson, queteníamos papa, pero con una quejumbre como la de quien dijera «annuntio vobis poenam magnam»), cuya última aparición pública fue para saludar a los budistas, renovando el compromiso de un diálogo «que no es competencia sino peregrinaje en común hacia la verdad» entre otras graves nimiedades, como la de homologar el quinto mandamiento del decálogo con el -así se presume- correspondiente precepto búdico de no matar, incluidos en éste cucarachas y roedores.


No es aventurable -toléresenos la insistencia- que el papa Francisco profiera, en el magisterio menudo de sus sermones, alguna sonora herejía. Podrá acaso remitir al clero y a los fieles de todo el mundo alguna encíclica en lunfardo, pero difícilmente incurra en flagrante anatema. El modernismo, por lo demás, no necesita de tales estruendos. Si algo ha evidenciado el naturalismo religioso en boga desde hace décadas es su capacidad de mimetismo, su aptitud para el formulismo oral, diríamos su psitacismo de la letra evangélica con minuciosa abolición de su espíritu. Ya decía Castellani que esta herejía implícita y embozada no necesita tocar el Credo, el Misal ni el Breviario: le basta vaciarlos de sustancia para poner en su lugar el culto idolátrico del hombre. Y a esto sí apuntan, más ostensiblemente, los cambios que en disciplina y moral -no que a la constitución misma de la Iglesia- pueden avizorarse para lo próximo, a juzgar por la clamorosa coincidencia que a este respecto demuestra tanta jerarquía muy próxima al Papa. Y a juzgar por las aficiones del mismo, según consta en las palabras que le dirigió su admirada teóloca Dolores Aleixandre, la cual, como un guiño al programa revolucionario en ciernes, le manifiesta con plena confianza que «empiezan a sobrar y a estorbar tantas conductas, prácticas y costumbres en las que se ha ido confundiendo la dignidad con la magnificencia y lo solemne con lo suntuoso (...) Ahora te tenemos como cómplice en el deseo de ir cambiando esas usanzas e inercias que nadie se decidía a declarar obsoletas».




viernes, 3 de mayo de 2013

MÁS SOBRE NOVELÍSTICA ANTICIPATORIA

Es el turno de Francesco Colafemmina, autor de un reconocido blogue que emprende una vigorosa cruzada por el decoro del culto, el bonum certamen en favor de la belleza cada vez más alejada de nuestras iglesias. Resulta que hacia el año 2009, en las páginas de su novela La Serpe fra gli Ulivi («La Serpiente entre los Olivos»), el mismo autor urdió estas notables líneas:

El cardenal, con su cara hierática y severa, si bien a veces viscosa y maliciosamente malvada, había logrado reunir notables grupos de obispos, sacerdotes y otros miembros del colegio. Su objetivo era mantener a la Iglesia en una condición de permanente inquietud. Debilitar el rol del Papa, hacer perder credibilidad a la ortodoxia, difundir la profunda incoherencia del catolicismo respecto a la vida privada de las jerarquías.
Este debilitamiento constante en la Iglesia no podía cumplirse abiertamente.Si así hubiera ocurrido, se habrían arriesgado a aparecer como verdaderos propaladores de la apostasía. Ellos debían actuar detrás de los bastidores. ¡Necesitaban un papa que fuera verdaderamente santo! Un papa ortodoxo, justo y recto, en la fe y en la doctrina. Hubieran usado de él para destruir a la Iglesia tal como el mundo la conocía. No era tan banal su programa.
Ellos habrían organizado desde las entrañas del Vaticano una obra puntual y constante, dirigida a desacreditar al Papa ortodoxo y justo. A mostrar cómo sus decisiones, su visión del mundo, su misma fe fueran superadas, viejas, insostenibles para el hombre moderno. Lo habrían puesto en el centro del descrédito mediático mundial, creando polvaredas en torno a pequeños eventos eclesiales cuyo alcance habría sido agigantado ad hoc. Así preparaban su pontificado: aquel en el que habría sido elegido el verdadero Apóstata, el verdadero Antipapa. A éste lo cultivaban halagándolo atentamente. Le satisfacían cualquier posible deseo, cualquier ambición, con tal de que él permaneciese en el silencio: un cardenal entre tantos. En el momento oportuno, cuando la Iglesia se hallase desacreditada, maltratada, humillada por las naciones y por sus estadistas masones e iluminados, cuando el Papa santo y recto hubiese sido borrado del corazón de los cristianos, sólo entonces habrían ejecutado su plan. El nuevo papa habría sido latinoamericano.

No hemos leído más que este pasaje de la obra, publicado por el autor en su propio blogue bajo el título de ¿Temor o profecía?, haciendo éste la obvia salvedad de que no se tiene en modo alguno por hagiógrafo. Lo cierto es que la situación allí descrita no resulta tan difícilmente homologable a lo padecido por Benedicto XVI, a quien evidentes maniobras curiales dejaron a menudo expuesto a los ataques de los enemigos más enconados de la Iglesia.


Sobre el apelativo de «Antipapa» reservado al neoelecto -y si éste es aplicable en buena ley, ya allende la ficción, a Francisco- valga recordar que no pocos canonistas se debaten todavía acerca de la licitud de la abdicación de Ratzinger. Unos porque temen que ésta haya sido urgida por amenazas (y por lo tanto no ejercida en pleno uso de su libertad -pese a lo expresado por el propio Benedicto en el texto de su renuncia-, lo que la volvería nula. Recuérdese, a este respecto, la difusión de una presunta amenaza de muerte contra el pontífice en febrero de 2012, a cumplirse dentro del término de un año, que motivó un informe remitido entonces por el cardenal Castrillón Hoyos a la Secretaría de Estado vaticana). Otros porque sostienen que la merma de las fuerzas físicas, aducida por el abdicante, no es razón suficiente para una tal decisión. Otros, en fin, a causa de dos errores patentes en el texto latino de dimisión redactado por Benedicto, lo que lo haría incurrir en la nulidad prevista en tales casos por el decreto Ad audientiam, del papa Lucio II, incluido en el cuerpo del derecho canónico.


Sorprende, finalmente, el admirable acierto respecto a la procedencia del nuevo papa. El que sea latinoamericano no puede ser sólo un dato anecdótico en la construcción de la trama novelística, aparte de haberse cumplido literalmente en los hechos. Suponemos que del otro lado del océano alcanza a columbrarse algo de la tragedia íntima de este lado del mundo, de un continente que parece no acertar ya a producir, en el colmo de su abyección, sino tiranos -o "tiranuelos de machete", según la inmortal expresión de Rubén Darío. El drama de Latinoamérica es que ya hasta el nombre le quitaron: Hispanoamérica conservaba todavía una identidad, una cultura que se remontaba a la España de los Reyes Católicos, a la España Áurea y Eterna y, a través de ella, a la grecorromanidad. La lenta y pertinaz succión de todas sus reservas -de las materiales a las morales- hicieron del "continente de la esperanza" trasoñado por Juan Pablo II en un arrebato de craso optimismo, un verdadero reservorio de frustraciones y desaliento hereditarios. Ya lo era por entonces, y hoy lo es bastante más. Asimilar aquí toda la hez de la modernidad que otros arrojan al estercolero, repetir a destiempo el discursete libertario del '68 con el aditamento de la vuelta romántica a las "culturas de los pueblos originarios", más la pretensión de someter a juicio a toda una historia milenaria que no se conoce, y esto sin advertir el abismo de la propia ignorancia, es ya un castigo en sí mismo: es el autoflagelo de la estulticia. Que llegue a papa un clérigo nacido y nutrido en ese contexto, regalado por una fortuna ciega con una imparable promoción mucho más allá de sus méritos, es una ironía y un azote. Y no nos vengan, en tiempos de intrigas y apostasía en los más altos estrados eclesiásticos, con el cuento de la asistencia del Paráclito en el cónclave. A la gracia, a Dios mismo -horribile dictu- se le puede eficazmente resistir.