lunes, 29 de abril de 2013

¿PROFETA O IDEÓLOGO? A PROPÓSITO DEL CURA ESCRITOR QUE PREDIJO LA ELECCIÓN DE FRANCISCO I

No será este el primer “aut… aut…” al que nos urja la modernidad tardía, verdadero brumario de las edades históricas, llamándonos a hendir la fosca niebla con el filo del bon sens. Pero (y aunque confiados en que el salubre ejercicio de la discriminación, hecho hábito y espuela, regala el inapreciable fruto de la certeza), malgrado nos, no evitaremos que en ocasiones el cabo se confunda con el rabo y el gato se tenga por el rato, y más en un clima de abigarramiento de novedades como el que padecemos hace rato. Al fin de cuentas, de noche todos los gatos son pardos.

No sabremos si el sacerdote apóstata y novelista Paolo Farinella, agusanado del más estulto progresismo, profetizó a pesar de sus mediocres dotes y de su evidente crisis de fe o si, más bien, adelantó como al sigilo las líneas de un programa pronto-futurible, de esos que se urden en las logias y se aplican en los Sacros Palacios. El don de profecía, como es harto sabido, no es gratum facientem: lo poseyó Balaam a su despecho; Caifás lo tuvo en muy impar sazón. ¿Es el caso de Farinella? De su novela Habemus papam. La leggenda del papa che abolì il Vaticano, publicada hace poco menos de un año, tuvimos oportunidad de leer algún que otro pasaje que estremece por sus coincidencias –prescindiendo ahora del grado de similitud de las mismas- con lo que se está viviendo en la Iglesia por estos días, no menos que por sus proyecciones. Dice el discurso de investidura de Francisco I –que así lo llama el novelista a su papa venturo:

«Con el cardenalato, que es el máximo honor que la Iglesia ha conferido hasta el día de hoy, he abolido todos los otros honores religiosos y laicos y títulos correspondientes, declarando sin valor todos y cualesquier títulos concedidos hasta hoy por la Iglesia. Monseñores, canónigos, camareros secretos y patentes, gentilhombres y caballeros… nadie tiene ya el derecho de adornarse con reconocimientos concedidos por esta sede apostólica. La Iglesia de Cristo no tiene títulos que conceder a los vanidosos del mundo, sino sólo servicios para ofrecer a los humildes de la tierra. Todas las riquezas de la Iglesia, comenzando por el Vaticano y terminando por la más pequeña parroquia perdida en la más remota campaña, serán destinadas a los pobres: mientras haya en la tierra un solo niño que muere de hambre, nosotros no tenemos el derecho de partir el pan de la Eucaristía» 

Otro Francisco, el salmantino Vitoria –acompañado en esto por Belarmino-, enseñó rotundamente que «si el papa, con sus órdenes y sus actos destruye a la Iglesia, se le debe resistir», entendiendo por destrucción de la Iglesia el incurrir en la derogación despótica del derecho positivo, como así también en la entrega del patrimonio eclesiástico a sus amigos y en el daño de la Iglesia militante. Conste que no hablaba del caso, impensable desde la doctrina de la infalibilidad, de un papa formalmente herético. Es muy de suponer que el malhadado Farinella, entusiasmado por la ejecución del programa pauperístico-utopista de sus desvelos, desconozca esta tan añeja como sensata advertencia. Sus aplausos y sus votos van, pues, para el que ose usurpar la máxima dignidad, haciéndose derogador de la ley y dilapidador de las temporalidades (para no decir de los símbolos y del esplendor cultual), sin las cuales la Iglesia no puede subsistir en el mundo.


El pauperismo y el despojo no son signo de humildad. Fue justamente Judas el que se escandalizó por el “derroche” de ungüento de nardo en la escena conocida como la «unción de Betania», oponiendo arbitrariamente la excelencia del culto con el servicio de los pobres. Bien señaló alguien que «rechazar la estética en nombre de una orgullosa y complacida “simplicidad” supone rechazar el fondo ontológico y metafísico, que no sólo didáctico y anagógico, de la Belleza y de los símbolos, lo que lleva a una desacralizante banalización, al desaliño litúrgico y al simplismo doctrinario típicamente protestante. La estética no es oropel sino atributo del Verum, y el rechazo de la Belleza es rechazo de la Verdad».

Pero hay más lana para hilar, y es la relativa al discontinuismo: a una personalidad obstinada en producir fragorosas rupturas desde el primer discurso Urbi et orbi, tal como lo vaticina nuestro escriba, no puede sino caberle una infatuación del todo demoníaca. El demonio, mico de Dios, no podría sino querer arrogarse el Ecce nova facio omnia con gestos tan estridentes como odiosos. Parece ser un achaque de la literatura italiana contemporánea -quizás porque la cercanía geográfica con la sede petrina y sus actuales intríngulis engendra tales morbos- éste de imaginar pontificados catastróficos y rupturistas: hace ya algo más de quince años, Sergio Quinzio dio a la imprenta su ficción sobre el último papa, Pedro II, olvidado para la opinión pública y recluido en Letrán, donde había transferido la sede pontificia. Después de presentar su segunda encíclica, Mysterium iniquitatis, en la que afirma como verdad de fe el fracaso histórico del cristianismo, Pedro II se encarama a la cúpula de la basílica de San Pedro para desde allí lanzarse al vacío y morir junto a la sepultura de Cefas.

La novela de Farinella ofrece un mayor verismo, una más preocupante adecuación al panorama que hoy se nos entreabre. Una y otra maniobra que le vimos ejecutar a su Francisco I –la maniobra del pauperismo por mor de los pobres, y la rupturista- equivalen, a su manera, a ceder a las dos primeras tentaciones sufridas por el Señor en el desierto (convertir piedras en panes y provocar a Dios), para confluir en la perversa síntesis de ambas, que es la tercera de las sugestiones del Maldito: la de alcanzar la propia exaltación a costa de adorarlo.

Pero más aterrorizante, si cabe aún más, es columbrar el alcance último de un programa tan siniestro: aquel que la Escritura, desde la célebre visión de Daniel (12, 11), conoce como la «abolición del sacrificio cotidiano», y que se sitúa en perspectiva ya plenamente esjatológica. ¡Cuántas generaciones de exegetas se habrán quemado los sesos queriendo entender cómo se concretaría semejante abominación, para que un mediano escritor hoy nos presente la posibilidad de un genial golpe de mano del Maligno, el de hacer cesar la Eucaristía con el pretexto de no ofender ya más a los hambrientos! Para obtener la obediencia a una tal sacrílega directiva, dimanada directamente de la espuria autoridad religiosa, no es difícil suponerla a ésta asociada a la civil, a la que le prestaría su ascendiente y su fuerza persuasiva. El poder de policía de esta última lograría hacer acatar la inicua disposición, para lo que el vasto aparato de la delación -hoy en tan ávido como fluido ejercicio- serviría ajustadamente.

R.R.P.P. Farinella y Farinello, dos re-intérpretes osados
del mensaje del Poverello. No sabríamos con cuál de los dos quedarnos.

A propósito de R. H. Benson –al que podría agregarse el nombre de Soloviev- la Enciclopedia cattolica publicada en Roma en 1948 no hesita en señalar que el Anticristo «es el naturalismo humanitario que practica la moderación y la paz y, con medios legales, vacía el catolicismo; con simplicidad persuasiva opera el nivelamiento laico y la unión de los hombres para los goces terrenales, despertando la universal aprobación». Nótese que san Agustín llamó civitas hominis a la antagonista de la Ciudad de Dios; cuando empleó la expresión civitas diaboli, que podría tenerse por más obvia, lo hizo aludiendo a la consumación última y sangrienta de los proyectos de aquella "ciudad del hombre". El humanismo especificado en humanitarismo, en solicitud por los pobres, dando aparente (e inmanentista) respuesta al apremiante imperativo de justicia, en un mundo desfigurado por la idolatría y sus consecuencias: tal es el progresivo desenvolvimiento del esquema político del Padre de la mentira, para lo que es menester que la última garantía visible de la unicidad de la Iglesia y la inmutabilidad de la fe, esto es, el papado, sea tomado por asalto y rebajado, cuestionado por el mismo que lo ejerce. Este plan, audaz y tenebroso, lleva al menos dos siglos de incubación. 


Hay un viejo adagio según el cual «a algunos papas Dios los dona; a otros los tolera; a otros, en fin, los inflige». A tiempos críticos como los nuestros pareciera tener que corresponderles la primera o la última de estas posibilidades, esto es, el papa santo, que restaure heroicamente a la Iglesia en Cristo, o el papa-azote, bestia terrena que haga confluir su acción a la mayor gloria de la bestia marina. Soloviev, en su visión de las postrimerías, supo describir el complejo carácter del Anticristo como el de un hombre desinteresado, capaz de agradar por ser amigo de los necesitados, un hombre creyente en Dios «pero que en el fondo de su alma se prefería a sí mismo». Roguemos instantemente para que las páginas de Farinella no ofrezcan sino una profecía fallidaque no un programa listo a aplicarse.

viernes, 26 de abril de 2013

BENEDICTO XVI Y EL VATICANO II, SOBRE EL DECORO DEL CULTO

Nunca serán muy deploradas las aberraciones que cunden en el terreno de la liturgia, ni será exagerado afirmar que éstas son el signo más visible de la apostasía en crudo vigor. Vale la pena, entonces, recoger lo más significativo del legado de Benedicto XVI, que tanto bregó en esta materia, para mantener viva la conciencia acerca del culto debido a Dios y las lamentables derivas auto-celebratorias de las misas novus novus ordo, hechas de sentimentalismo y cotillón. Ni será demasiado obvio rectificar a los que, como el brasileño monseñor Armando Bucciol (ver anterior post), remiten el abandono del latín y el gregoriano a los textos dimanados del Concilio Vaticano II, adelantando la reforma litúrgica de Annibale Bugnini en cinco o seis años. Jerarquía como ésta comprueba cuánto la confusión descienda desde lo alto, haciendo a nuestros tiempos testigos de lo inaudito: eso que podría llamarse la "verticalidad del caos".

En fin, pocos podrían hoy alegar aquella sensible convicción del beato cardenal Ildefonso Schuster, para quien la liturgia era el «poema sagrado en el que verdaderamente han puesto mano el Cielo y la tierra». Se refería, sí,  a una liturgia que, merced a un desenvolvimiento orgánico e imperceptible, había permanecido casi inalterada durante mil años hasta ser fijada en Trento, y desde entonces vigente por otros cuatrocientos años.

Ofrecemos, para consuelo y para lección, estos párrafos que el prof. Mattia Rossi publicó hace tres semanas, a propósito de ciertos notorios gestos "pauperizantes" del papa Francisco en relación con su ministerio y con el culto.

El decimoprimer volumen de la Opera omnia de Joseph Ratzinger, aquel sobre la «Teología de la liturgia», refiere en su contracubierta una no tan velada declaración: «en la relación con la liturgia se decide el destino de la fe y de la Iglesia». Estos primeros días de pontificado (o más bien: ¿de episcopado?) del papa Francisco la vuelven tremendamente actual y nos imponen inevitablemente una reflexión sobre la relación entre la pobreza (y no pauperismo) y la liturgia. Una reflexión que -y no lo subestimamos- se da entre una dimensión humana, la pobreza, y aquella divina, la liturgia. Y ya, porque se ha perdido, en estos años de convulsiones postconciliares, la naturaleza exquisitamente divina de la liturgia: un asomarse el Cielo sobre la tierra, la prefiguración terrena de la Jerusalem que, por esto mismo, debe exigir la majestad y la gloria. En la liturgia, actualización incruenta del Sacrificio de Cristo en la cruz, es Dios quien se encuentra con el hombre: ésta no es hecha por el hombre -de lo contrario sería idolatría- sino que es divina, como lo expresa también el Concilio Vaticano II.
En este contexto asume evidentemente una notable importancia también el discurso relativo a los paramentos. Lo ha ya subrayado magistralmente Annalena Benini en sus «Nostalgias benedictinas» en Il Foglio del 23 de marzo pasado: «Benedicto XVI se revestía de símbolos y de tradición mostrando a todos que él no se pertenecía más a sí mismo, ni mucho menos al mundo». Era de Cristo, era el alter Christus que es el sacerdote en la liturgia. Con el paramento él no es más un hombre privado, sino que "prepara" (parare) el lugar a un otro; y ese otro es el Rey del Universo. Empobrecer la majestuosidad del paramento significa, inevitablemente, empobrecer a Cristo. Y es justamente Jesús mismo quien separó el concepto de pobreza personal de aquella de la institución Iglesia. Lo hace en el evangelio de Juan, al aceptar la unción de una mujer de Betania: «María, entonces, habiendo tomado una libra de aceite perfumado de nardo auténtico, asaz precioso, lo derramó sobre los pies de Jesús y los enjugó con sus cabellos, y toda la casa se llenó con el aroma del ungüento. Entonces Judas Iscariote, uno de sus discípulos, que debía luego traicionarlo, dijo: "¿por qué este aceite perfumado no se vendió por trescientos denarios para luego darlos a los pobres?". Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era ladrón y, como llevaba la bolsa, tomaba de lo que metían adentro. Jesús entonces dijo: "déjala hacer, para que lo conserve para el día de mi sepultura. A los pobres, de hecho, los tenéis siempre entre vosotros, pero a mí no me tenéis siempre. Volcando este aceite sobre mi cuerpo lo ha hecho en vista de mi sepultura. En verdad os digo: en todo lugar en el que sea predicado este evangelio, en el mundo entero, será contado también lo que ella ha hecho, para su recuerdo» (Jn. 12, 3-5). Ante todo, Él justifica el culto con aceites costosos (y, atendamos la coincidencia, Juan recuerda que es Judas quien lamenta el desperdicio de dinero que, en cambio, podría haber sido destinado a los pobres) y, sobre todo, emerge el hecho de la existencia de una bolsa común para los Doce.
¿Volvemos a los orígenes? Entonces habrá que volver a los paños de oro y púrpura hallados en la tumba de Pedro. Es evidente, entonces, que, no siendo el pauperismo un rasgo distintivo de la vida cultual de la Iglesia, ésta nos transmite «aquello que ha recibido», para usar una afirmación del Apóstol Pablo (I Cor. 15, 3). Se dice que Pío XII, emblema colectivo de la excelencia litúrgica, dormía sobre tablas de madera desnudas y crudas y seguía dietas modestísimas. Pero en privado. El anclaje litúrgico de la tradición hecha de mucetas, casullas y fanones, es una parcial manifestación de la Jerusalem celeste, de la liturgia de los ángeles, como dice san Gregorio. Una tradición hecha de canto gregoriano, que es encarnación sonora de la palabra de Dios, es garantía de correcta respuesta a la Palabra misma. Una tradición hecha de una lengua sagrada, el latín, inmutable, en la cual cada palabra es ya ella misma teología.
Benedicto XVI, en la escuela de liturgia de sus misas papales, nos ha enseñado magníficamente esto: restablecer el primado de la liturgia, fuente y culmen de la vida de la Iglesia, y el primado de Cristo. «No soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí», afirma san Pablo.  El sacerdote, con los paramentos, se "reviste" de Cristo (Gal. 3, 27), del "hombre nuevo" (Ef. 4, 24) para hacerse "por Cristo, con Cristo y en Cristo". El Padre misericordioso, nos ha enseñado Joseph Ratzinger, después de haber abrazado al hijo a su regreso, que es una resurrección espiritual, ordena que vayan a buscar «el mejor vestido» (Lc. 15, 22).
Y esto no es sino la aplicación de aquel Concilio Vaticano II al cual muchos apelan para demostrar la definitiva superación del arte sagrado de la tradición. «Tengan los Ordinarios una vigilancia especial en evitar que los sagrados utensilios o las obras preciosas, que son ornamento de la casa de Dios, resulten enajenados o dispersos» (Sacrosanctum Concilium, 126). Además, la Prescripción general del Misal romano precisa: «en los días más solemnes se pueden usar vestes festivas más preciosas» (n. 346).


martes, 23 de abril de 2013

DISCERNIMIENTO DEL TIEMPO A LA LUZ DE LAS POSTRIMERÍAS

Hay un paso del diván de Goethe que ha dado pasto a muchas cavilaciones, que ha sido glosado por los estudiosos de su obra y refundido casi en aforismo, y que podría versificarse a nuestro modo así:
Quien no sepa rendir cuenta
de tres milenios de historia
no salió de la placenta,
gira, no más, como noria. 
(Wer nicht von dreitausend Jahren / sich weiss Rechenschaft zu geben, / bleib in Dunkel unerfahren / mag von Tag zu Tage leben). 

donde el alemán expresa esa confianza de cuño humanista en el conocimiento erudito de la historia a los fines de hacerse intérprete fidedigno de los tiempos que corren. Una paráfrasis lo bastante concisa arrojaría algo como: «el que no sabe de historia vive al día, como los bueyes».

Desconocemos si fue ocurrencia de Josef Holzner o de su traductor al castellano, o bien si éste citó de memoria y mal los versos de Goethe, dejando colárseles un rastro de esa perícopa de la Segunda de Pedro (II Pe. 3, 8) alusiva a la paciencia y a la presciencia divinas, pero el caso es que en la lección castellana de Holzner (según la edición de EL MUNDO DE SAN PABLO, Rialp, Madrid, 1951) se cita el pasaje goethiano como «aquel para quien, mirando con los ojos del espíritu, no signifique lo mismo un día que tres mil años, no podrá comprender el presente, y el futuro será realmente para él un libro cerrado con siete sellos». Acá ya hay una apelación a la eternidad como forma y vigor oculto del devenir temporal.

Para el cristiano, cualquiera sea su estado, hay algo que, por gracia de Dios, está más al alcance que la erudición histórica, y que permite dirigir una mirada más aguileña sobre el presente que la que encarecía el poeta alemán. Y eso sí que acertó Holzner a proponerlo, y atribuyamos a esta feliz certeza su presunta errata al citar los versos ajenos: «para quien no conoce el íntimo carácter esjatológico y finito que llevan impresas todas las cosas, la historia y el cosmos, el presente es también un enigma indescifrable». Es muy valorable el cabal conocimiento de la historia, pero más excelente es advertir la orientación de los sucesos, contemplarlos bañados en esa luz que les da Aquel que será la única lumbrera «cuando no haya más sol ni luna». Podría alguien quizás argüir: me basta mantener viva la esperanza en los bienes futuros; no necesito una intelección del presente para alcanzar la vida eterna. Pero esto sería lo mismo que querer hacer letrina del sombrero y pasto de los guantes pues, ¿para qué si no nos han sido dadas nuestras facultades y la realidad objetiva en la que reflejarlas?

Las cosas marchan sin pausa hacia el fin: es una especie de "ley de la gravitación histórica". Y que el movimiento no es lineal, sino más bien helicoidal, y que el ritmo de la marcha en hélice no es uniforme, sino hecho de aceleraciones y desaceleraciones, parece casi evidente por sí: la sola consideración del papel que cabe a la libertad en el desenvolvimiento de la historia hace perfectamente admisible que ésta se prolongue. Pero su prolongación no es indefinida: en tanto Señor de la Historia, a la historia, como al mar, Dios le ha fijado un límite.

Si la justipreciación del tiempo presente depende entonces de la atención dirigida al común fin temporal, es comprensible que sea el olvido culpable de éste el que le arranca al Señor la imprecación de Lc. 12, 56: ¡Hipócritas!, sabéis apreciar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿y cómo no comprendéis el tiempo presente? Reconocer en la forma de las nubes o en la dirección del viento la tormenta perveniente y mantenerse ciego a la destinación última de todo lo creado y, con ello, al sentido de lo que se actualiza en el tiempo es, sin dudas, atributo del psychikós ánthroopos que describe San Pablo, del hombre distraído en las causas segundas y aisladas. El hombre contemporáneo, cautivo de la técnica, no hace sino agravar este desconcierto respecto al sentido de las cosas.

A salvo la proposición «Si comprehendis non est Deus», reverentes ante el designio insondable del Altísimo, que puede recrear la historia desde sus propias ruinas y reimpulsar el rumbo espiralado hacia simas aún no alcanzadas, no merezcamos los cristianos el dicterio que el Señor aplica a quienes no comprenden siquiera el tiempo que transitan. No hagamos, por la mayor honra del Triple Nombre en el que fuimos bautizados, como aquellos que insisten en llamar "primavera" al desquicio disciplinario y doctrinal en el que viven sumergidos de consuno los pastores mercenarios y sus greyes. Como mons. Piero Marini, aquel viejo maestro de ceremonias de Juan Pablo II que osó afirmar hace unos días -entre otras declaraciones, favorables al reconocimiento de derechos civiles a las uniones sodomíticas- que, con el cambio de Papa, «se respira un aire fresco, una vuelta a la primavera y a la esperanza. Hasta ahora habíamos respirado aguas de pantano», en elíptico insulto a Benedicto XVI. Y aun: «con Francisco se hablan sólo cosas positivas»: casi una involuntaria circunlocución para aludir a la campaña de los medios por ensalzar -por contraste con el anterior- el pontificado Bergoglio, en el que desaparecieron de la Iglesia, y como mágicamente, los escándalos.

Botticelli - La primavera

O como el estulto eloquio con el que mons. Armando Bucciol regaló a los fieles en la misa celebrada en el Santuario Nacional de Aparecida, en Brasil, el pasado 18 de abril. Recordando los cincuenta años de la constitución Sacrosanctum Concilium, primero de los documentos manados por el Vaticano II, atribuyó a ésta -y con grosero error, inspirado acaso por una entusiástica valoración de los cambios sucesivos- el haber promovido el cese «del latín, del canto gregoriano y otras expresiones ligadas a una historia gloriosa y significativa, pero que no hablan más a los tiempos de hoy». 

Misa en Aparecida. La decoración, estrambótica como la que más, quiere representar en esos dieciséis
mamotretos apilados los otros tantos documentos del Concilio Vaticano II, de siempre fideísta recordación.


Mientras todos compran y venden, comen y beben, llevemos dignamente el luto, sabedores de que nos aguarda una Fiesta que no se mide con parámetros mundanos. Arietes del cambio a todo trance, aparte de neutralizar el carácter agonístico de la Iglesia -confundiéndola, en babosa entidad, con el mundo- estos pastores contribuyen a que la tradición eclesiástica se haga tan oculta como para demandar penosa excavación para traerla a la luz del día, tanto como para ver aplicado aquí el apotegma de Goethe. Pero el sentido último de su deserción lo aporta el cuadro de la «apostasía de la verdad» de la que habla el Catecismo de la Iglesia en alusión a los tiempos últimos. Lo ilustran las palabras con las que la Iglesia de Laodicea se congratula, ciega ante el Juicio inminente: «yo soy rico, yo me he enriquecido, a mí no me falta nada». Lo aclara el dogma de la Segunda Venida de Cristo, que vendrá como el ladrón, a medianoche, cuando no encuentre fe sobre la tierra.



viernes, 19 de abril de 2013

¡NECIOS Y TARDOS DE CORAZÓN PARA APLICAR LA LETRA AMBIGUA DEL CONCILIO!

Justo en los días en que un purpurado tan afecto a las novedades como el cardenal Kasper acababa de admitir que los documentos del Concilio fueron redactados con una ambigüedad intencional que los hacía pasibles de una hermenéutica «en uno u otro sentido», el papa Francisco, fiel a su estilo no exento de anfibologías, señaló en el curso de su homilía de la misa del pasado martes 16 que

«ir hacia adelante: ¡esto nos fastidia! (...) Después de cincuenta años, ¿hemos hecho todo lo que nos dijo el Espíritu Santo en el Concilio? No. Festejamos este aniversario, hacemos un monumento, pero que no nos fastidie. No queremos cambiar. Es más: hay voces que quieren volver atrás. Esto se llama ser testarudos, esto se llama querer domesticar al Espíritu Santo, esto se llama hacerse necios y tardos de corazón».

Como la aseveración, con toda la carga de dramatismo que conlleva, quedó allí flotando, sin alusión expresa a quiénes sean sus imputados, concedámosle a Bergoglio el beneficio del equívoco, haciéndola revertir no en el sujeto que se sospecharía como su acreedor -los tradicionalistas, capciosamente motejados por la progresía como cangrejos, que marchan "en reversa"- sino precisamente en los novadores. Pero que lo haga por nosotros el buen sacerdote que firma como Cesare Baronio en su propio blogue, y que dice -vertido a castilla- poco más o menos lo que sigue:

Muchos han querido recoger en las palabras del Obispo de Roma una áspera crítica hacia el tradicionalismo, el conservadurismo, y en general hacia cualquier actitud que no se demuestre abierta y entusiasta hacia la novedad absoluta, hacia la innovación más osada.
Cierto es que Bergoglio no corre ni remotamente el riesgo de ser considerado un conservador, menos que menos un tradicionalista: es entonces razonable suponer que sus afirmaciones, aun en el lagunoso y desmedrado estilo que distingue a sus homilías, resulten entendidas en el sentido que los más les atribuyeron.
Sin embargo, de la misma manera que Caifás al condenar a Nuestro Señor como blasfemo ante el Sanedrín, dio la verdadera y profunda clave de lectura de la Pasión redentora de nuestro Salvador, Expedit unum hominem mori pro populo, creemos que deba advertirse cómo, sin quizás siquiera darse cuenta, Bergoglio haya dicho una verdad incontestable, que empero se le vuelve inexorablemente en contra.
Es certísimo, de hecho, que hay testarudos que, no obstante la crisis que aflige a la Iglesia desde hace décadas, se obstinan en querer ir para atrás, reproponiendo el indigesto sancocho conciliar recalentado y rancio. Es certísimo que, después de cincuenta años de fracasos, hay necios que atienden al conciliábulo romano con el entusiasmo que los hijos de las flores secas (N. del T.: no dimos con esta referencia. Al parecer, sería el nombre de un grupo de rock) muestran hacia los requechos ideológicos sesentaiochescos. Es certísimo que, después del pontificado de Benedicto XVI, hay tardos de corazón que echan de menos las liturgias harapientas de Wojtyla, los bailes de salvajes en San Pedro, los conventillos ecuménicos de Asís y todo el repertorio del grotesco circo conciliar.
Es a éstos, queremos creer, a quienes involuntariamente aludía Bergoglio; y quizás, en un curioso lapsus freudiano, él se desmintió a sí mismo, a su querer volver a una presunta figura compinche del Vicario de Cristo, zapatos grandes y cerebro fino (N.: proverbio de la Italia meridional, que señala el buen sentido de los hombres de campo), desautorizado no sólo en las insignias propias -a las que, aunque tímidamente, Benedicto XVI había devuelto en parte su auge- sino incluso en la sustancia, envileciendo el rol soberano del Papa en beneficio de la colegialidad, presentando al sucesor del Príncipe de los Apóstoles como a un prepósito de campaña o a un coadjutor parroquial de periferia, imponiendo orgullosamente el propio discutibilísimo ego en detrimento de la sagrada majestad del Sumo Pontífice.
Y nos preguntamos, retóricamente: ¿quién es el testarudo, necio y tardo de corazón? 




martes, 16 de abril de 2013

BOBISMO Y FEÍSMO EN LA REPRESENTACIÓN DE LO SAGRADO



De entre los múltiples estragos que se han colado -y no precisamente por la puerta- en el redil de las ovejas, dos que no encontraremos por cierto elencados entre las epizootias más reconocibles afectan directamente a la percepción que las mismas alcanzan de su Pastor. Y es que el ítem «las formas de la representación» resulta también alcanzado por la doctrina del Señor, tan inagotable ésta en hondura y vastedad como inapelable, como conviene a la verdad. La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Si tu ojo es simple, todo tu cuerpo estará iluminado; si en cambio fuera vicioso («dúplice»), entonces tu cuerpo estará en tinieblas, donde «tu cuerpo» vale, como es casi obvio, por «tu alma».

Ahí están, opuestos y aberrantes, casi en correspondencia plástica con las dos extremas actitudes anímicas de optimismo y pesimismo, de un lado las imágenes que delatan la tontería, la ñoñez; del otro, las que celebran la fealdad. Ambas perversiones -de la vista al alma, en ida y vuelta y mutuo cebarse-, que podríamos llamar expeditivamente «bobismo» y «feísmo», ya se atornillaron bajo nuestras bóvedas, como tantos otros achaques de la modernidad tardía, increíblemente a cubierto del merecido anatema.

Con afirmar tal cosa no descubrimos la pólvora, que ese mérito le cabe, como es sabido, a Colón. Simplemente cantamos el treno que urge entonar en la devastación, sorprendiéndonos ante testimonios que, como el de Claudel, a cien años de distancia y cuando aún no había cundido lo que hoy, era capaz de afirmar que «para quien se atreve a mirarlas, las iglesias modernas tienen el interés y el patetismo de una confesión bien cargada. Su fealdad es la exhibición al exterior de todos nuestros pecados y de todos nuestros defectos: debilidad, indigencia, timidez de la fe, del sentimiento, sequedad del corazón, disgusto por lo sobrenatural, predominio de las convenciones y de las fórmulas, exageración de las prácticas individuales y desordenadas, lujo mundano, avaricia, jactancia, malos modos, fariseísmo, hinchazón».

El bobismo cunde en las «periferias existenciales» de la cristiandad, si es que este último término conlleva todavía alguna actualidad: parroquias de barrio, de pueblo, publicaciones casi pías que hojearán los feligreses en sus casas mientras miran televisión. El feísmo, en cambio, es predileccionado por esa intelligenzia quintacolumnista que trabaja como el cáncer, desde bien adentro. Como si dijéramos: el atrio y las naves serán hollados. ¡Sálvese al menos el tabernáculo!

Por su abrumadora multiplicación, no haría falta aportar ejemplos para graficar el bobismo. Me limito a uno, como homenaje a un caso conocido de cerca: el de una calcomanía entregada, como saludo pascual, a los chicos de una escuela católica de pueblo, en plena pampa gringa. Un intento que podría adscribirse, quizás, a eso que llaman «nueva evangelización».





Sólo le falta la palmera. Y la tabla de wind-surf. De más está aclarar que los muchachos no se sintieron con esto llamados a la conversión, sino a la chacota: se corrían por los pasillos, tratando de pegarse la calcomanía el uno al otro en la espalda. Una chica advirtió, entre risas: mirá si, de refilón, no parece el Che... Dijo lo que vio, sin conocer seguramente esos versos de Juan Luis Gallardo que tan bien encajarían al pie del texto


Detesto esas estampas de tenue colorido
          donde Cristo aparece rubión y relamido.
Sin embargo detesto también aquel cartel
donde el rostro de Cristo recuerda al de Fidel. 

A fuer de veraces, tenemos que decir que si el entonces cardenal Bergoglio promovió, o al menos toleró la difusión del bobismo como Arzobispo y Primado en el Lejano Sur (periferia del orbe y finisterre), ahora, aviado hasta el mismísimo ombligo del mundo otrora cristiano, parece en cambio favorecer el feísmo más desalentador. No otra cosa sugiere la cruz pectoral que viste desde su elección -y desmiéntanos el lector si puede-,



como también la reposición de la férula de Paulo VI, en uso hasta el segundo año del pontificado de Benedicto XVI, y que parece realmente una pica clavada por el enemigo para hacer señal de sus sigilosas conquistas.



Es una especie de manierismo de lo hórrido lo que transmite esta representación monstruosa,  cuya tan irónica como próspera fortuna la quiso empuñada por varios pontífices. Un Cristo sin rostro, de garfios crispados y piernas indecorosamente abiertas. En fin: el mismo regodeo en la contrahechura al que nos tiene acostumbrados el arte moderno en sus momentos de mayor cinismo. Se le podrían aplicar otros versos, esta vez del Arcipreste:

                   En el Apocalipsi Sant Joan Evangelista
                   non vido tal figura, nin de tan mala vista.

No nos sorprenden las opciones que Francisco hace en este terreno, toda vez que supo señalar alguna vez como su obra pictórica preferida la «Crucifixión blanca», de Chagall. Para explicar la admisión de tales engendros, como de tantísimos otros objetos adscriptos al culto en tantas diócesis, la hipótesis del mero mal gusto de los artistas comisionados y de los pastores comisionarios nos resulta demasiado ingenua. Acá se debe hablar de algo más dramático, como de una sutil enfermedad del espíritu que halla su complacencia en corromper el culto mediante guiños, una oblicua y estudiada forma de profanación que, por lo reiterada, ya constituye un síntoma, un "signo de los tiempos".

No formulamos exigencias de esteticista. Bien sabemos que el preciosismo aísla artificialmente a la belleza de la verdad y el bien, y cómo la procesión del ens al pulchrum no se cumple sin las transiciones necesarias. Más bien sería de notar, con tantos y tales ejemplos, cuánto la exploración de la fealdad -«las profundidades de Satán» es expresión escriturística adecuada- sea la actitud más consecuente con la apostasía, secreta o manifiesta que ésta sea. En estos asuntos, se sabe, hay amplio margen opinable, hay gustos y hay escuelas de la más variada sensibilidad que hacen de la imaginería de lo sacro algo como un vergel en el que las formas y los colores, no que los mismo aromas, sean muchos y en apacible convivencia. No estamos en el monocultivo, exigido por la bolsa de cereales. Pero hay una disposición eurítmica que lo gobierna todo, y la fealdad cabe sólo como falla y accidente, y no como premisa y disrupción.

Muy oportunamente, a propósito de la reposición de la llamada «férula de Scorzelli», Francesco Colafemmina reprodujo en su blogue el decreto del Santo Oficio condenando una serie de catorce dibujos del artista belga Albert Servaes representantes una Vía Crucis «transida de un fuerte pathos y una constante deformación de los cuerpos en su expresión de extremo dolor». Así, el 23 de febrero de 1921, los Inquisidores Generales en asuntos de fe y costumbres declararon sin ambages que

Imagines sacras cuiusdam novae scholae pictoricae (se refiere al expresionismo, y en particular a las obras antedichas) prohiberi ipso iure, ideoque statim removendas esse ab Ecclesiis, Oratoriis, etc., in quibus forte expositae inveniantur.

Pero la Iglesia ya no condena, y a esta nueva disposición abierta al mundo le debemos, entre otras bondades, el asalto de nuestros templos por estas oleadas de bobismo y de feísmo listas a sepultar la piedad  bajo una ingente mole de estiércol.



P.S. : Como alternativa a bobismo y feísmo, tertium quid que sería injusto soslayar, debemos mentar el «insignificantismo», es decir, esa corriente pictórica que hace un timbre de honor de la aversión a la figura, como el abstract art. Pero para exponer sobre esta auténtica nimiedad -para la que la política de austeridad inaugurada por Francisco no omitió derogar 2.8 millones de euros en el pabellón del Vaticano en la Bienal de Venecia-, tendríamos que cederle la palabra al cardenal Ravasi, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura.

Ravasi junto a Benedicto, recibiendo lecciones de  arte 




viernes, 12 de abril de 2013

UN PAPA PARA EL GUINESS, o bien LA NIVELACIÓN DEL PAPADO

Cumplido ya el primer mes de su elección al trono más alto, el papa Francisco acumula una tal foja de novedades que bien podría hacérselo acreedor a un lugar destacado en el célebre «Libro Guiness». Como un recordman de esos que engullen  sucesivas marcas, o bien como marejada dispuesta a borrar todas las cotas, el nuevo papa se ha hecho un reivindicador de la subtilitas contra todo enojoso reato de honores y exteriorizaciones, tanto que éstos parecen pesar a sus hombros como capa de plomo. El papa venido «del fin del mundo» -según expresión que los malaugurios admiten profética- ostenta (y conste no somos para nada exhaustivos):

- nombre nuevo, no tenido por ninguno de sus predecesores (caso único en los últimos 1100 años, y queda bien exceptuado Juan Pablo I, que adoptó, componiéndolos, los nombres de sus dos inmediatos antecesores);
- omisión del acto de bendecir ya desde su presentación ante el pueblo reunido en la plaza San Pedro el mismo día de su elección (gesto repetido poco después ante los periodistas convocados a la primera audiencia, a los que no bendijo "para no herir la conciencia de los no creyentes allí acreditados");
- adopción de la cruz de hierro en vez del pectoral de oro;
- de zapatos negros y no rojos, como corresponde al consueto uso pontifical;
- de simple talar blanca sin muceta ni estola;
- el definirse reiteradamente a sí mismo como «obispo de Roma», evitando escrupulosamente la denominación más claramente universalizante de Papa o de Sumo Pontífice;
- predicación hecha de pie y sin uso de la mitra;
- celebración del ritual del lavatorio de los pies del Jueves Santo en una penitenciaría de menores, contra la plurisecular costumbre de hacerlo en Letrán, y con expresa contravención de aquella rúbrica del misal que dice que los que reciben tal lavatorio han de ser «varones bautizados» (había en la ocasión dos mujeres, y una musulmana);
- trueque del Palacio Apostólico como lugar de residencia por el albergue Santa Marta;
- el no cantar ni la misa ni el final del Ángelus dominical;
- sustitución del trono papal por un sillón.

Son todos gestos discontinuistas respecto de costumbres ancestrales que afectan al papado, a los que se deben agregar al menos dos que rompen visiblemente con su predecesor:

- la vuelta al altar móvil («altar postizo») en la Capilla Sixtina. Benedicto, celebrando versus absidem, había recobrado el hermoso altar original, en desuso por décadas;
- la readopción de la férula de Paulo VI, luego heredada por Juan Pablo I y II, y puesta a buen recaudo por Benedicto XVI después de llevarla pacientemente durante dos años -con exquisito cuidado de no exteriorizar un gesto que podía interpretarse como "de ruptura" con sus antecesores. Ratzinger, en efecto, sustituyó la espantable férula pergeñada por Scorzelli por aquella que llevaron ininterrumpidamente los pontífices desde Pío Nono hasta el papa Montini, que ordenó su cambio.

Estas dos últimas medidas quieren sugerir lo que no ya no reviste ninguna novedad: que el pontificado Ratzinger fue, en muchos respectos, un interreño en el que la aplicación de las novedades postconciliares encontró una brusca desaceleración. Cuanto al conjunto de las celerísimas "reformas" bergoglianas, no se requiere la lupa para constatarlas: basta sólo con no tener los ojos vendados. Y si es cierto que podrían atribuirse -y es de notar la paradoja, tratándose nada menos que del papa- al designio de un espíritu vulgar, desdeñoso para con todo cuanto señale alguna excelencia, incapaz de comprender el simbolismo que entraña cada uno de los objetos archivados, para explicarlas hay una tesis más inquietante (si cabe) por lo siniestra. Porque es sabido que el plebeyismo fue una nota de distinción del entonces Arzobispo de Buenos Aires, al que se le han conocido traspiés también litúrgicos, y en abundancia, a despecho de aquel comprometedor adagio que reza lex orandi, lex credendi.  Que la liturgia sea signo de alteridad y de divinidad no parece haber convencido bastante a Su Eminencia.


Y es plenamente admisible recurrir a la explicación de la impostura, de la humildad fingida en detrimento de una institución que no se agota en una persona, toda vez que el papa debiera saber que quien se reviste de los paramentos que él desecha no es Bergoglio sino el Vicario de Cristo, cuya dignidad debe ser visible. Es torpísima y falaz la pretensión de volver a este coste a la presunta sencillez evangélica: mutilar la historia, la historia de la Iglesia -tal como se comprobó en las  herejías re-pristinizadoras y pauperistas de la Edad Media- es desconocer el misterio de la Encarnación. Pero nos quedaríamos, con esta explicación, en un examen -por certero que sea- del mero resorte subjetivo de estos desdichados gestos. Lo que más aterra es lo que ya varios autores han señalado, y eminentemente De Mattei en un artículo publicado hace un par de semanas, en el que reseña el programa de la llamada Escuela de Boloña -compartido por no pocas testas curiales, presumiblemente aquellas mismas que elevaron a Bergoglio al solio- consistente en reflotar la condenada tesis del conciliarismo, verdadero peligro para la supervivencia de la Iglesia a la salida del Gran Cisma de los siglos catorce y quince. Según se deduce de Giuseppe Alberigo, uno de los portavoces de esta escuela,

el enemigo de fondo es la idea de la «soberanía pontificia», nacida en la Edad Media, que se encontraría en el origen de la desviación del papado respecto de su espíritu originario. Desde la mitad del 1400, según otro historiador boloñés, Paolo Prodi, se desenvolvió una metamorfosis del papado que tocó a la institución en su conjunto, llevando no sólo a una mutación de las connotaciones institucionales del estado pontificio, transformado en principado temporal, sino también a una reformulación del concepto de soberanía eclesiástica, plasmada sobre la soberanía política (...) El centro del discurso es el pasaje de una visión jurídica de la Iglesia, basada en el criterio de jurisdicción, a una concepción sacramental, basada en la idea de comunión (...) Las relaciones entre el Papa y los obispos, después del Vaticano II, según Dianich, no pueden ya más forjarse por los poderes y la subordinación. El Papa no gobierna a la Iglesia "desde lo alto", sino que la guía en el orden de la comunión.
Su poder de jurisdicción lo recibiría de hecho del sacramento y, bajo el aspecto sacramental, el Papa no es superior a los obispos. Él, antes de ser pastor de la iglesia universal, es obispo de Roma, y el primado que ejercita sobre la iglesia universal no es de gobierno sino de amor, justamente porque, ontológicamente y como obispo, el Papa está en el mismo plano que los otros obispos. Por esto Dianich quisiera atribuir mayor poder al colegio episcopal, atribuyéndole la posibilidad de legislar con autoridad. El Papa debería ejercitar su primado de manera nueva, asociando a su poder órganos deliberativos o consultivos, como conferencias episcopales, sínodos, o en todo caso organismos permanentes, que lo coadyuven en el gobierno de la Iglesia.
Se trataría de un primado de "honor" o de "amor", pero no de gobierno y de jurisdicción de la Iglesia. Estas tesis son, de todos modos y en primer lugar, históricamente falsas. La historia del papado no es, de hecho, la historia de formas históricas distintas y contrastantes entre sí, sino la evolución homogénea de un principio de suprema jurisdicción presente en las palabras de Jesucristo que a san Pedro, y sólo a él, le dijo: Tú eres Pedro, y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia. 
El poder de jurisdicción es, eminentemente, poder de gobierno. El Papa es tal porque gobierna a la Iglesia ejercitando una jurisdicción doctrinal y disciplinaria que no puede delegar: no existe, en los hechos, una diferencia entre el poder de gobierno y su ejercicio, como si se pudiese imaginar la posibilidad de un gobierno cuya característica sea la de no gobernar. La esencia del papado tiene en este sentido características inmutables: es un gobierno absoluto que no puede ser delegado a otros ni totalmente ni en parte (...) Frente al relativismo, ¿la Iglesia tendrá que dejar de lado la infalibilidad para presentarse al mundo débil y renunciataria, o más bien servirse de este carisma, que sólo ella posee, para contraponer su soberanía religiosa y moral a las ruinas de la modernidad? La alternativa es dramática, aunque ineludible. 

Mucho nos tememos que, de los términos de la alternativa, la malhadada inspiración que anima al vertiginoso pontificado «del fin del mundo» escoja el del encogimiento y retracción, cuyo lema podría ser -muy a su manera- el pasaje de Isaías (40, 4): omnis vallis exaltabitur, et omnis mons et collis humiliabitur. Es decir: a imagen de lo que ocurrió en la moderna sociedad civil, el reemplazo de una constitución monárquica y jerárquica a una republicana y deliberativa, para lo que al poder creciente de la Secretaría de Estado y los diversos dicasterios, y a la atomización instada por las conferencias episcopales -datos ya crudamente verificados en los últimos años- se le agregue, ahora sí, la humillación más ostensible del papado. Con lo que el quicio sobre el que gira la garantía de perdurabilidad y unidad de la Iglesia resultaría, finalmente, removido, siendo el propio papa el ejecutor de tal programa.

Resultaría admirable la inteligencia de la estratagema, si no contáramos con la certeza del triunfo definitivo de Cristo y del fin que les está anunciado a aquellos que no quieren que Él reine.



miércoles, 10 de abril de 2013

OPORTUNIDAD DEL TRATADO DE LOS NOVÍSIMOS

Hasta no hace mucho tiempo se instaba al cristiano a mantener viva la atención a las postrimerías, y en el catecismo de cualquier palurdo constaban -así ordenadas porque ofrecidas a la meditación en este orden- las cuatro realidades últimas: muerte, juicio, infierno y gloria. Descontada la mundana reluctancia a detenerse en tan ásperos pensamientos, lo que desconsuela es comprobar que buena parte de quienes aún osan llamarse cristianos compartan con el mundo esa misma aprensión y su consiguiente amnesia. Tan alejada, tan escampada la auténtica conciencia cristiana del clima mental de nuestros contemporáneos, resulta que para consolidar el depositum fidei, para coincidir en las certezas de fe con nuestros abuelos, tenemos que hacernos casi como arqueólogos.

Si esta atención a los novísimos es universalmente necesaria -en tiempos y lugares, y en los sujetos por éstos condicionados-, no lo es menos cuando cunden en tropel las señales de un hondo resquebrajamiento en la vida del espíritu, tanto como para comprometer en su irresistible contagio incluso a la Iglesia, al punto de hacer temer -si no nos sostuviera la promesa de su perduración hasta la consumación de los tiempos, brotada de los labios del Señor- que pronto sobrevendría su indecoroso fin. O bien, con términos tomados de la filosofía de la naturaleza, que se vería sometida a un «cambio sustancial», como ocurre toda vez que a un mismo soporte material le corresponde una decisiva sustitución formal. No otra cosa sugiere el espectáculo de los templos entregados a múltiples formas de tribalismo o de simple y voluntario mal gusto, o los capelos cardenalicios coronando unas calvas que ya no parecen albergar el menor asentimiento a las verdades de siempre, aquellas por las que los mártires ofrendaron su sangre.

Es comprensible que el mundo no simpatice con la consideración de los novísimos, y que tanto la mención del fin personal como del desenlace esjatológico le causen un escozor irreparable. Esto es perfectamente admisible, porque el mundo se sitúa por definición en una dimensión naturalista, sin esperanza de tránsito a una vida ulterior y sobreeminente. Nada le es más disonante, entonces, que la alusión al «fin de los tiempos»: el tiempo se sucede porque las cosas siguen viniendo a la existencia, porque -tal como acertó a expresarlo san Agustín- Dios creó, junto con los seres, el tiempo, ambos a una. El mundo, sordo a la noticia del Evangelio, no puede sino interpretar el fin de la sucesión temporal como «aniquilación» -tan mutuamente implicados están el tiempo y las criaturas-, desconocedor de que la potentia ad nonesse es impropia del orden creatural. Tiene una razón su rechazo: la naturaleza aborrece el vacío.

Lo incomprensible es que la Iglesia no recuerde que ese «fin de los tiempos» no supone la imposible reducción de los seres a la nada sino la restauración, en el eterno refrigerio sabático, de todo cuanto debía salvarse en el drama temporal. Este olvido no es más que el fruto de aquel trasiego del "principio de inmanencia" (propio de la Ilustración y de la Revolución) a recipiente cristiano, trasvase que fue estudiado con amplitud por no pocos autores: entre nosotros, por Calderón Bouchet. Recientemente Gherardini supo señalar las sucesivas etapas de esa infestación, que de la asimilación católica de la dialéctica hegeliana -a instancias del modernismo condenado en su momento por san Pío X-, llega pronto a asumir la tesis del «primado de la conciencia» a lo Husserl, con la consecuencia inevitable de la autoadoración. Siempre dentro de los lindes del naturalismo, y de la ley divina considerada implícitamente -según el patrón kantiano- como heteronomía, era comprensible que la cuestión de las postrimerías se volviese ardua y comprometedora.

Por eso las masas de bautizados no se percatan de que la dimisión de un papa es una señal estremecedora, tal como lo es la coexistencia de hecho de dos papas y la abrupta deposición que el segundo -y reinante- hace de los símbolos de su potestad. En momentos luctuosos de entenebrecimiento de la doctrina, con el consiguiente desmedro de la disciplina hasta el escándalo -que, en ocasiones, supone graves delitos penales- y la pérdida de la auctoritas y el testimonio, fastidia la renovada convocatoria a eventos del tipo "Jornada Mundial de la Juventud" y similares, no menos que la adhesión que la más fétida prensa le prodiga al neopontífice. Y uno se pregunta si de veras no estamos cruzando la frontera esjatológica.