sábado, 28 de diciembre de 2013

MAGISTERIO MORTAL

Hay un entretenimiento (sin dudas cruel) al que se aplican nuestros paisanos en estas tórridas y húmedas noches del verano austral, y consiste en arrojar las colillas encendidas de los cigarrillos a los sapos que se concitan a la caza de bichos bajo el farol de la vereda, a la entrada del boliche. Se trata de una especie de cacería pasiva, en la que más cuenta la ingenuidad de la víctima que la destreza del cazador. El sapo, en efecto, persuadido tal vez de hallarse ante luciérnaga, engulle agradecido lo que pronto será su perdición.

Algo así ocurre con la feligresía entusiasta que sorbe las perlas de doctrina que Francisco le lanza con notorio cálculo y diseño. Y no se tenga lo de sapos por alegoría remota, inapropiada: si algo ha logrado tanta anfibología diseminada en el magisterio post-conciliar es crear anfibios, esto es, seres cuyo elemento vital es doble, seres -digamos- de tierra y agua a la vez. Es lo que cabalmente ocurrió: si, en virtud del desenvolvimiento arrollador de ese proceso llamado "secularización" parecía correrse el albur de que un abismo infranqueable se abriera entre Iglesia y mundo, no faltaron operarios solícitos que se ocuparon en llenar el hueco, prohijando a una generación de neo-cristianos de doble morada, bilingües, ambidextros. Averroes tuvo así sus personeros en la ya secular puja contra el tomismo, y el zigzagueo y el bamboleo vinieron a ser el modo correcto de andar. En esa constante marcha pendular y simultánea entre Evangelio y siglo, con un pie aquí y el otro allá (tan propio de órdenes surgidas en este especial contexto de época, como el Opus Dei), con tan rendida concesión a las tesis del "doble principio" derivantes en un improbable "doble servicio" (nemo potest duobus dominis servire, Mt 6, 24), el equilibrio psíquico ha venido a menudo a menos, y el Evangelio -al que se termina prestando una adhesión meramente emocional, sin soporte en la inteligencia- mudó en fraseología sin sustancia.

Sólo la astucia del demonio podía valerse de asociar dos cosas tan contrapuestas como la atávica devoción al Pontífice (reforzada en el último siglo y medio por la proclamación solemne del dogma de la infalibilidad) y el culto de la personalidad, tal como ha sido éste explotado por el star system. Aprovechando lo que ambas tienen de análogo, de coincidencia si apenas tangencial y aparente, se alcanzó una colusión genial que no excluye el "factor sorpresa", con el resultado visible de la adhesión histérica de las masas al Papa en la más completa abstracción del contenido concreto de su enseñanza. El «caso Francisco», precedido por una escalada de "popularidad" que afectó a los dos pontificados precedentes (con las JMJ, la cobertura mediática de los más nimios asuntos del Papa, el cotillón alusivo y, finalmente, el twitter) acaba por significar, no sin ironía, la demolición del papado por las vías más imprevistas, justo cuando la figura pública del Papa alcanza la cresta de la ola de la popularidad.

La demolición del papado por vía, de todas, la menos sospechada: a instancias del mismísimo Papa. Que, apenas elegido, emprendió una tenaz guerra de nervios contra todo aquel que, conservándose católico, aún tenga «oídos para oír» el menoscabo de la doctrina, y ojos para horrorizarse ante la ruina abrupta de todos los símbolos denotativos de esa Monarquía de raigambre celestial a la que la persona del Papa debería servir, y de la que no le es lícito servirse. Que no deja pasar la ocasión (sean discursos, homilías o entrevistas gustosamente concedidas) para introducir una o varias locuciones de esas sobre las que, antaño, hubiese pesado anatema: cuando no por heréticas, al menos por «temerarias, escandalosas, ofensivas a los oídos píos». ¡Y prorrumpen de los labios mismos del pontífice!


Hasta los guardias suizos guardaron una mayor compostura
que el Papa durante la bendición Urbi et Orbi

Mundo al revés en el que vinimos a parar, éste es el balance sucinto que nos deja este año, ya que se acostumbra para estas fechas hacer los balances. Año que, a poco comenzar, nos deparó la bomba de la renuncia de Benedicto, a la que el todavía cardenal Bergoglio saludó como a «gesto revolucionario» y que el canadiense cardenal Ouellet (¡y éste es uno de los que se tenían por más potables entre los papables!) acaba de calificar como «la novedad más grande en la historia de la Iglesia» (sic!), que nos obliga a «estar muy agradecidos al papa Benedicto XVI por haber abierto este horizonte y por hacer posible esta novedad del papa Francisco».

Año que, para concluir, a la zaga del magisterio demasiado ordinario -quasi stridor horribilis- del jesuita entronizado, nos ofrece con ocasión de la Navidad un discurso de lo más insulso que haya salido de un sucesor de Pedro, un centón de alusiones al deseo de paz entre las naciones (con especial referencia a Siria, República Centroafricana, Sudán, Palestina, Irak, Congo, Nigeria, Cuerno de África) y al drama de las emigraciones, la trata de personas, los desastres naturales, etc., dejando apenas lugar para alguna que otra arrastrada mención -y flaca de toda consideración que toque al Misterio- al Nacimiento de Cristo. Lo mismo se diga del discurso inspirado por la evocación de los Santos Inocentes: «no es posible que todavía haya injusticias como las que sucedían hace 2000 años (...) Hay que respetar las vidas, y más las de los niños (...) Tenemos que hacer un mundo como el que nos dijo Jesús que hiciéramos», logorrea cuyo estribillo versó sobre los niños muertos en conflictos bélicos, omitiendo cuidadosamente toda alusión a los niños masacrados por las prácticas abortivas. Ya lo dijo Francisco alguna vez: no creo necesario insistir sobre ciertos temas.

Bien lo anticipó el padre Julio Meinvielle al tratar del mysterium iniquitatis de que se habla en II Thess. 2, 7: «el misterio de iniquidad consiste precisamente en que el "Aparato publicitado de la Iglesia" que debía servir para llevar las almas a Jesucristo, sirve en cambio para perderlas y esclavizarlas al demonio. Aquí está el "misterio de perversidad": que la sal se corrompa y deje de salar (Mt 5, 13)». Es el trueque del contenido sobrenatural y revelado de la fe por otro de carácter estrechamente naturalista, tal como desde hace más de cien años lo viene preconizando el modernismo. Vale decir: puchos encendidos para los sapos.


domingo, 22 de diciembre de 2013

ROCIAD, CIELOS...





Rociad, cielos, desde lo Alto;
nubes, llovednos al Justo,
que, saciados de disgusto
en viña tan devastada,
¿dónde hincar ya la mirada
que no sea para susto?
¡Cede, Oriente, el paso augusto
al Vencedor de esta nada!

Ora que tantos se ufanan
de vivir sin ley ni Dios,
nos dejasteis solos, Vos
que erais la nuestra compaña.
Veis que el mundo más se ensaña
flagelándonos empós.
¡Traedlo, nubes, que ya nos
pena una pena tamaña!

Rociadlo, cielos, aprisa,
que nos le niegan los mismos
ministros de parasismos
que nos debieran el pasto.
Llovedlo, que no hay abasto
de ácimos, sí de sismos,
y en par en par los abismos
se abrieron. Y es hondo y vasto

el roquedal al que invita
la progenie de Iscariota,
e irremontable y remota
su caída y mala paga.
¡Ya no tardéis, que naufraga
desnortada la galeota!
Venid, Señor, gota a gota
o como rayo que apaga
la luenga noche y aciaga
en gloria imprevista, ignota.


 Fray Benjamín de la Segunda Venida



martes, 17 de diciembre de 2013

LA VIRGEN SANTA Y EL LATÍN LITÚRGICO


por el R.P. Alfredo M. Morselli
(traducción del original italiano por F.I.)



A despecho de alguna ligera y reprensible opinión vertida en alguna oportunidad por el autor a propósito de monseñor Lefebvre, y a pesar también de su cuestionable concepto de «obediencia» esgrimido a propósito del sonado caso de los Franciscanos de la Inmaculada (véanse un artículo del mismo autor sobre el tema, y la réplica de que fue objeto, aquí y aquí), no nos parece falto de provecho el texto que aquí presentamos, a añadir en la sección de nuestro blogue que hemos llamado Jugo de doctrina sobre fe y liturgia. Sabemos bien que no estriba sólo en el cambio de lengua (de la latina a la vernácula) la degradación sufrida por la liturgia después de la desdichada reforma del papa Montini, pero es menester detenerse también sobre este fundamental ítem.

No hace falta ir muy a los detalles para reconocer que el autor es de los que sostienen, respecto del concilio Vaticano II, la tesis "continuista" ya bastante declamada por Benedicto XVI. De hecho, y en este mismo texto que ahora ofrecemos, cita Morselli aquel discurso del renunciatario Papa al clero romano el 14 de febrero de 2013, en el que éste atribuye todos los males sobrevenidos después del Concilio a una hermenéutica falaz movida por los medios de prensa, que habrían presionado tanto como para desvirtuar la aplicación de los programas (de inspiración católica sin mengua) dimanados de aquella asamblea. Todavía se espera una hermenéutica de aquel a modo de "testamento espiritual" del papa Ratzinger, exposición cumplida de las vacilaciones y miramientos de un espíritu que, pese a sus parciales aciertos, permanece fundamentalmente liberal, y en cuya renuncia -clave de su pontificado- debía cumplirse un nuevo hito en la autodemolición de la Iglesia. 

Con todo, y en atención al provecho que esperamos pueda recabarse de este artículo (escrito por un sacerdote que se precia de celebrar todos los días la Misa de san Pío V), es que aquí lo ofrecemos.





LA VIRGEN SANTA Y EL LATÍN LITÚRGICO



1. La paciencia del tradicionalista a dura prueba

Una de las objeciones que somete a más dura prueba la paciencia del así llamado tradicionalista es aquella que suena del modo siguiente: «pero yo no sé latín y no entiendo la misa; la Misa en latín es incomprensible y yo deseo entender la Misa... quiero participar activamente, etc etc».

Y así el tradicionalista, a su disgusto, vuelve a ser identificado como aquel que no quiere entender la Santa Misa, y/o como aquel que ni siquiera quiere hacer entender a los demás la santa Misa, y/o como aquel que no quiere absolutamente participar activamente en la Santa Misa, ¡y todo esto -o tempora, o mores- después del Concilio! O sea, nada menos que en la "edad de oro" de la liturgia, donde ciertas cosas no tendrían que pasar ni aun por la antecámara del cerebro.

A lo que el tradicionalista, habiéndose acostumbrado al enchiridion stupiditatum, o bien al Denzinger de los nuevos dogmas de la ideología paraconciliar -para algunos los únicos dogmas indiscutibles- sacude la cabeza y retoma con mayor celo su bonum certamen.

Estas líneas no quieren ser otra cosa, en obsequio a la naturaleza racional de la fe, que la búsqueda del intellectus -id est: de la credibilidad y el buen tino- de la plurisecular praxis de la Santa Madre Iglesia, asistida por el Espíritu Santo no sólo en los últimos cincuenta años.


2. Una curiosa pretensión: entender la Misa

Ante todo, la expresión "quiero entender la Misa" es casi blasfema (si se la entiende en el sentido de entender perfectamente todo): esta pretensión, a menudo enunciada triunfalmente, es la prueba más evidente de la derrota de una cierta praxis pastoral-litúrgica postconciliar. La Misa no se entiende, como no se entiende la Santísima Trinidad o la Unión hipostática. Para explicar estas afirmaciones, quisiera hacer algunas consideraciones acerca de cómo, verosímilmente, la Virgen Santísima asistíría a la primeras Santas Misas celebradas por los Apóstoles. ¡Aparte de ser modelo de nuestra participación litúrgica, no se podrá decir que no participaba activamente!


3. La Virgen y las primeras Misas celebradas por los Apóstoles

El santo evangelista Lucas nos narra dos episodios de la vida de Jesús, en los que se dice que la Virgen conservaba en su Corazón los hechos acontecidos: se trata de la visita de los pastores al Niño Jesús (Lc 2,19: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón») y del hallazgo de Jesús entre los doctores del Templo (Lc 2, 52: «Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón»). Podemos suponer razonablemente que María guardaba en su Corazón Inmaculado no sólo estos misterios de la santa Infancia, sino todos los misterios de la vida de su Hijo.

Pensemos ahora cuando la Virgen asistía a las primeras santas Misas celebradas por los Apóstoles. La Santa Misa es ante todo -simpliciter- la  renovación del Santo Sacrificio del Calvario, pero -secundum quid- contiene todos los misterios de la vida de Cristo: por un lado, como afirma Dionisio Cartujano, «toda la vida de Jesucristo ha sido una celebración de la Santa Misa, en la cual Él mismo era el altar, el templo, el sacerdote y la víctima»; por el otro, como afirma Sánchez, quien asiste a una Misa es «como si hubiese vivido en los tiempos del Salvador y hubiese asistido a todos sus misterios» (cit. en Martino de Cochem O.M.C., La Santa Messa, Milano, 1932, p. 62). Y san Buenaventura afirma que en la Santa Misa hay tantos misterios «cuantas gotas de agua hay en el mar, cuantos átomos de polvo en el aire y cuantos ángeles en el cielo» (cit. en ibidem, p.36).

En consecuencia de ello, cuando la Virgen asistía a la Misa, repasaba y repensaba todos los misterios de la vida de su Hijo, misterios guardados en su Corazón Inmaculado.


4. Cómo la Virgen guardaba en el Corazón los misterios de la vida de su Hijo, y por lo tanto de la Misa

La Virgen guardaba los Misterios de la vida de su Hijo a la luz de la fe; nosotros sabemos que la fe de la Virgen ha sido siempre íntegra y jamás adulterada por ninguna duda (cf. Lumen Gentium, 63); pero aquella visión de fe no era aún la comprensión perfecta que ella ahora tiene en el Cielo: su fe era certísima, pero no evidente.

Como dice santo Tomás: «la fe comporta una cognición imperfecta (...) Trasciende la opinión en cuanto comporta una firme adhesión; respecto de la ciencia, en cambio, falla en el hecho de no poseer la evidencia» [S. Th. I-IIae q.67 a.3 co.]; y todavía el Aquinate: «el hecho de creer supone una adhesión firme a una cierta cosa, y en esto aquel que cree se encuentra en la condición de quien conoce por ciencia o por intuición; con todo, su conocimiento no se cumple merced a una percepción evidente; y por este lado quien cree está en la condición de quien duda, de quien sospecha y de quien elige una opinión. Y bajo este aspecto es propio del creyente meditar aprobando: y es así que el hecho del creer se distingue de todos los otros hechos intelectivos que tienen por objeto lo verdadero y lo falso» [S. Th. II-IIae  q.2 a.1 co].

La perfecta fe de María no implicaba entonces que Ella tuviese claros todos los misterios de la fe y que no hiciese algún esfuerzo para creer: los misterios de la fe sobrepujaban incluso la capacidad del intelecto de la Virgen y por lo tanto también María sufría la no-evidencia de los mismos misterios. También Ella meditaba aprobando.

Pensemos ahora en cuando la Virgen asistía a los Apóstoles que, trémulos y conmovidos, cumplían en sus primeras ocasiones el mandato «haced esto en memoria mía»: Ella recorría de nuevo todos los misterios de la vida de su Hijo, no los comprendía aún como en el Cielo, no poseía la evidencia, pero los guardaba a todos en su Corazón (teniendo de ellos firme aprobación).


5. La palabra-hecho 

San Lucas, cuando quiere indicar aquello que María guardaba en su Corazón, emplea el término griego rêma, que no significa simplemente palabra, sino que corresponde al hebreo dabar, que significa palabra-hecho. El cristianismo no es una teoría, es una Persona, es el Reino de Dios vuelto cercano en la persona de Jesucristo; pero no es tampoco una experiencia irracional, sino que comprende más bien y necesariamente la adhesión a una doctrina y la formulación de juicios.

La palabra hebrea dabar, en su significado de palabra-hecho, es entonces particularmente apta para indicar los misterios de la vida de Nuestro Señor, que no son hechos sin pensamiento, ni pensamientos sin hechos.

Cierra entonces la puerta al misterio quien hipertrofia la importancia de la comprensión racional explícita respecto al hecho, quien confunde la catequesis litúrgica con la celebración (pensemos en las constantes mociones durante el transcurso de la Misa, a menudo abusivas, hechas para explicar el misterio que, justamente porque asaz explicitado, queda sustancialmente incomprendido). La liturgia puesta totalmente en lengua vulgar a los fines de entender no es otra cosa que un torpe intento de volver more geometrico demonstrato aquello que no es demostrable, pero sobre lo que sólo se puede meditar asintiendo, en la escuela de la Virgen María. En otras palabras: una banalización, de la que nos ha puesto en guardia Benedicto XVI en sus últimas intervenciones:

Inteligibilidad no quiere decir banalidad, porque los grandes textos de la liturgia —aunque se hablen, gracias a Dios, en lengua materna— no son fácilmente inteligibles; necesitan una formación permanente del cristiano para que crezca y entre cada vez con mayor profundidad en el misterio y así pueda comprender. Y también la Palabra de Dios. Cuando pienso día tras día en la lectura del Antiguo Testamento, y también en la lectura de las epístolas paulinas, de los evangelios, ¿quién podría decir que entiende inmediatamente sólo porque está en su propia lengua? Sólo una formación permanente del corazón y de la mente puede realmente crear inteligibilidad y una participación que es más que una actividad exterior, que es un entrar de la persona, de mi ser, en la comunión de la Iglesia, y así en la comunión con Cristo.
[...]
Sabemos en qué medida este Concilio de los medios de comunicación fue accesible a todos. Así, esto era lo dominante, lo más eficiente, y ha provocado tantas calamidades, tantos problemas; realmente tantas miserias: seminarios cerrados, conventos cerrados, liturgia banalizada… y el verdadero Concilio ha tenido dificultad para concretizarse, para realizarse; el Concilio virtual era más fuerte que el Concilio real. Pero la fuerza real del Concilio estaba presente y, poco a poco, se realiza cada vez más y se convierte en la fuerza verdadera que después es también reforma verdadera, verdadera renovación de la Iglesia.

6. La lengua sagrada

Cuando decimos sagrado y profano no decimos bueno y malo, sino que hablamos de dos cosas óptimas en sí mismas, pero de dos distintos órdenes.

Escuchemos aún a santo Tomás: «de las diferencias de tales bienes brotan las diferencias del amor de Dios hacia la criatura. Hay de hecho un amor universal, con el cual "Él ama todas las cosas existentes", como dice la Escritura;  y en virtud de éste resulta donada la existencia natural a todas las cosas creadas. Hay luego un amor especial, del que Dios se sirve para elevar a la criatura racional, por encima de la condición de la naturaleza, a la participación del bien divino. Y en este último caso se dice que Dios ama a una persona en sentido absoluto: ya que con este amor Dios desea sin más a la criatura aquel bien eterno que es Él mismo» (S. Th. I-IIae q. 110 a. 1 co.)

Cuando la Sacrosanctum Concilium describe la acción litúrgica como sagrada por excelencia (­§ 7), quiere indicar que la liturgia es el lugar donde por excelencia y en el mayor grado se experimenta aquel amor especial por el que Dios desea a la criatura racional aquel bien eterno que es Él mismo.

Cuando Dios nos sostiene mientras comemos, trabajamos, obramos, sin dudas Dios nos ama: pero cuando Dios se nos dona a sí mismo, nos ama al grado máximo.

Lamentablemente la banalización de las instancias de la nouvelle théologie produjo un desastre. De Lubac, considerando inútil el concepto de naturaleza pura, proveyó una base para toda desacralización futura (ciertamente no querida o pensada por el mismo De Lubac); en efecto, si no se salva la naturaleza, real y concretamente, no tiene más sentido hablar de "sobrenatural", como no tiene sentido hablar de un segundo plano si no hay un primero. Todo es sobrenatural coincide con todo es natural, con resultados en los que De Lubac de cierto no pensaba ni quería, lógicamente panteístas.

Decía el gran Garrigou-Lagrange, en el intento -históricamente vano pero, en lo doctrinal, perennemente eficacísimo- de detener los equívocos de la nouvelle théologie: si non est natura proprie dicta, nec est supernaturale proprie dictum De evolutionismo et de distinctione inter ordine naturale et ordine supernaturale», en A.A.V.V., El evolucionismo en filosofía y teología, Barcelona, Juan Flors, 1955, p.277).

¿Por qué entonces lengua sagrada, canto sacro, paramentos sacros, sacros utensilios, balaustrada o iconostasio que delimitan el espacio sagrado...? No para mantener afuera a los laicos o para impedirles entender la Misa, sino porque -si la liturgia es la máxima expresión del amor especial con el que Dios se dona directamente a sí mismo- a los misterios, que son fruto de un amor especial, debe corresponderles, en rigor de verdad, una lengua especial, vestidos especiales, un ámbito especial, un canto especial, gestos especiales...

7. En conclusión...

¿Participar de una conversación, o bien entrar en el misterio? Si participamos de una conversación, la única cosa importante es entender la lengua del interlocutor. Pero mientras el vaticanosegundista, férreamente alineado, se horroriza ante el mínimo Dominus vobiscum, el buen católico no es tan maniqueo. Estará bien que se asigne una parte más amplia a la lengua vernácula (SC § 36); pero, si la Misa no es una conversación, si aquello de lo que participamos es un misterio; si, pidiendo prestado a la Virgen Santísima algún pensamiento de su Corazón, tratamos de contemplar los misterios de la vida de Jesucristo... entonces una lengua que nos recuerda que aquello que nos envuelve es un amor especial y que aquello que meditamos asintiendo es un dabar, una palabra-hecho objetivamente incomprensible, o bien comprensible cuando nos contemos entre los bienaventurados -comprendedores, justamente-, la lengua sagrada es indispensable y necesaria. Con el Vaticano II decimos. que su uso sea conservado (SC § 36).

Y si el vaticanosegundista férreamente alineado me dice: «finalmente entiendo la Misa», le respondo: «entenderías algo de la Misa si me dijeras: he entendido que la Misa es incomprensible».

viernes, 13 de diciembre de 2013

CAINISMO EN LA IGLESIA

A veces, cuando se atiende al estropicio en que derivó la Iglesia en estos años, se tiene la impresión de que el mal -conforme a una conocida atribución que se ha hecho del bien- es también diffusivum sui. Se han revelado múltiples y eficaces los recursos del Enemigo para ahogar el trigal con la cizaña: insidia tesonera, décadas de asedio e infiltración capilar hasta lograr clavar victoriosamente la pica de una fórmula insanablemente ambigua en una constitución conciliar, en una encíclica. Las consecuencias de esta acción deletérea en el seno de la Iglesia son suficientemente obvias: bastan los escombros a testimoniar. Si de cualquier palabra ociosa que profiramos se nos pedirá cuenta, ¿cuál no ha de ser la tonitronante interpelación que sufran, el día de la Justicia justiciera, aquellos que se esmeraron para introducir una palabra venenosa en el magisterio de la Verdad?

El gobierno colegiado de la Nueva Iglesia, estando a cómo hablan sus sujetos, parece empeñado en una profundización abisal del declinante camino iniciado. Así el cardenal Pell, negando campanudamente la historicidad de los capítulos iniciales del Génesis, esputa contra dos documentos emanados en su momento por la Pontificia Comisión Bíblica en 1909 y 1948 y la Humani Generis de Pío XII. Éstas enseñan, en efecto, que los hechos allí narrados contienen narraciones conformadas a lo realmente ocurrido, sin mezcla de mitologías, y que no son meras imágenes elaboradas para inculcar verdades religiosas de otro modo inasequibles a las mentes presumiblemente rudas de los hombres de los siglos que nos precedieron. Lo mismo cabe decir del bavarés cardenal Reinhold Marx, negando con el mayor de los cinismos la existencia del purgatorio y el infierno («la Iglesia -abundó- debe arrepentirse por este alarmismo con imágenes, que es una invención maliciosa»), contra la explícita enseñanza de los Concilios de Florencia y de Trento relativa a la purificación final de los elegidos, contra la economía de sufragios e indulgencias que la Iglesia aplica desde siempre en favor de las almas del purgatorio, y contra la doctrina acerca de la eternidad de las penas del infierno, apoyada en las alusiones del Señor a la gehenna y al «fuego que no se apaga» (Mt. 13,42) y en multitud de documentos del Magisterio (cfr. Dz. 40, 321, 457, etc.). El cardenal Maradiaga, por su parte, se encargó de rehabilitar el modernismo condenado por san Pío X y por Benedicto XV alegando que «no era para tanto» el anatema, poco más o menos. En una anterior entrada dimos cuenta de algunas de estas temeridades orales de los purpurados más cercanos a Francisco, que harían preguntarse si el controvertido «subsistit in» de la Lumen gentium no deba aplicarse, en interrogación retórica y poniendo por sujeto a la fe: ...in Ecclesia catholica, a successore Petri et Episcopis in eius communione gubernata?

Esta aversión por las fórmulas precisas, esta pretendida rectificación (a título enteramente personal y a instancia de hombres mismos de la Jerarquía) de enseñanzas transmitidas desde siempre por la Iglesia, y en un momento de tanta zozobra espiritual, deben ser tenidos por otros tantos «signos de los tiempos», no menos audaces en su manifestación a los ojos del espíritu que lo fueran el tambaleo de los astros o el oscurecimiento del sol a los carnales ojos. Pero algo más debe decirse de esta suerte de "nominalismo teológico" de cuño modernista, y trata de las derivas prácticas de esta doctrina sin contornos, de este abandono de las certezas a título de "apertura misericordiosa al mundo". Lo han señalado Gnocchi y Palmaro en un reciente artículo:

Desde el momento en que decidió abrazarlo, la Iglesia comenzó a dirigirse al mundo haciendo propio su bon ton, que en los años cincuenta era burgués y de derechas y hoy es burgués y de izquierdas, pero con todo siempre un poco radical y un poco chic. Por esto han sido puestos de lado intelectuales genuinamente populares como Guareschi, que al espíritu mundano le enrostraban su pecado de orgullo con una ferocidad que incluso hoy resulta ejemplar (...) Aquel que quiera socorrer a una época en la que la revolución manifiesta sus éxitos más blasfemos debe ofrecer en limosna la moneda límpida y sonante de la tradición. Para restituir el sentido de la libertad a un hombre oprimido por la tiranía de la historia que registra lo meramente acontecido, es menester inducirlo a contemplar la nobleza de la tradición que representa lo posible y, por ello, lo universal (...) Pero la Iglesia de hoy, meaculpista por su pasado constantiniano y el matrimonio con un poder al que, con todo, sabía mantener a raya, acaba por fornicar con un poderoso que no quiere saber nada de vínculos espirituales y morales,
premiando ya sin el menor pudor a un rabino Skorka o cantando las loas fúnebres a un Mandela. Este revesamiento, que empieza por ser de los conceptos y prosigue por las estimaciones y las simpatías declaradas, no impide el que la Iglesia continúe ofreciendo a los hombres una apariencia oscura, incomprensible, como la de los exteriores de las viejas catedrales, sin obtenerles la plétora lumínica que resulta del internarse en ellas.
El intento de explicar la Iglesia al mundo usando palabras mundanas está destinado a mostrar a los hombres el simple contorno de una sombra lúgubre. Es un habla exigida por los hospitales de campaña, dominada por el pathos, que acaba por mundanizar en condescendencia la misericordia.
Muy otro el "hospital de campaña" ante el que se detuvo Simone Weil en el umbral de la conversión, en el que le fue revelada la naturaleza de
una iglesia pura porque tremenda, piadosa porque inflexible, en total contradicción con el mundo, tetragonal y ardiente, [que] no era ciertamente para aterrorizar a Simone Weil sino sólo, justamente, aquello de lo que en Simone Weil, Simone Weil sobre todo deseaba que muriese: la partie médiocre de l'àme. Quien ofrezca menos, aun queriendo hacer un bien, está embaucando, y quien acepta menos pierde. Y esto ocurre porque, casi siempre, en la Iglesia de hoy se truecan los lugares y los roles: se distribuye misericordia donde es menester el rigor, y se aplica el rigor donde haría falta la misericordia.
Padre Manelli, sitiado por leones
trituradores de hombres
Y aquí queríamos llegar. Que lo digan sino los hijos espirituales del padre Stefano Manelli, fundador de la orden de  los franciscanos de la Inmaculada, que está pagando un duro precio por el avío dado a la restauración -siquiera en islotes- de la Iglesia. Según consta en una noticia recientemente difundida, es el propio médico que intervino quirúrgicamente a Manelli quien desmiente las informaciones que el padre Fidenzio Volpi, comisario apostólico designado por la Santa Sede, vino dando sobre la suerte del anciano y flagelado fraile. No siéndole bastante con la prohibición de celebrar en el Vetus Ordo; con la remoción para todo cargo de los frailes fieles al carisma del fundador y la consecuente promoción de aquellos que impulsan la "nueva línea"; con la sustitución de los más eminentes profesores del instituto por otros de muy mediano cacumen, uno de los cuales no completó siquiera el bachillerato en teología; con el traslado compulsivo de unos y el literal exilio del padre Manelli, «privado de la posibilidad de recibir visitas incluso de parte de los propios parientes de sangre, bajo pena de pecado grave y después de haberle prohibido recibir llamadas telefónicas y de haberle impedido todo contacto directo con el mundo»; con toda esta guerra movida sin tregua, a la que se añade la suspensión de todas las actividades de los laicos pertenecientes a la Misión de la Inmaculada Mediadora y al Tercer Orden de Franciscanos de la Inmaculada, más la prohibición dada a los terciarios de vestir el hábito, el comisario P. Volpi no se privó de continuar la persecución de su desdichada víctima aun entre los muros del hospital. En palabras del médico en cuestión, «puedo afirmar que, en el trato con el padre Stefano, durante la totalidad de la internación, no se obró ninguna forma de caridad cristiana; no hubo una sola llamada telefónica del comisario a los fines de verificar sus condiciones de salud (...) Y lo más grave es la prescripción canónica, añadida por el comisario sin ningún motivo plausible, que supuso, durante el tiempo íntegro de su internación, la prohibición de decir misa y de confesar. Un hecho gravísimo que creo no tiene precedentes». Disposición tiránica a la que no le faltó el estrambote cínico y amenazador del propio comisario: «conociendo bien el celo sacerdotal del hermano, temo en efecto que él, en el deseo de procurar el bien de las almas, se vea tentado a transgredirla».

De esta pasta están hechos los tránsfugas encumbrados, y esta saña criminal es lo que los cainitas nombran como misericordia. Porque la caridad no puede subsistir sin la fe, y el plan de aplicación de la remozada evangelización de Francisco se resume en un solo ítem, dedicado a quienes -para vergüenza ulcerosa de los renunciatarios- insisten en guardar la fe de siempre : «os perseguirán creyendo hacer una ofrenda agradable a Dios».

domingo, 8 de diciembre de 2013

A LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA

Zurbarán, La Inmaculada



Debió ser sin desmayo subidísima
-allí donde urde el Trino su designio-
la hora, previa al tiempo, en que el aliño
se aparejó para la flor santísima.

Dealbado lampo, aurora toda lis, y más
que el ojo sepa, al par lo ebúrneo y lo ígneo.
Tomó Madre el Criador para su Niño,
de entre sus maravillas, la honestísima.

Previstos culpa y pena, y prevenido
el santo precio del rescate nuestro,
Dios se quedó suspenso en su criatura

y, al cabo de un eterno tris, sin ruido
dio forma al mundo, y su cincel maestro
posó sobre la que es nuestra ventura.




jueves, 5 de diciembre de 2013

INSANABLE EXTEMPORANEIDAD DE LA «EVANGELII GAUDIUM»

No hace falta dejar decantar la temible Exhortación Apostólica del pope Francisco para comprobar el espesor de la borra, del limo remanente. Aguas ciertamente no para beber, de turbiedad acaso par a las del Ganges, con sus miríadas de bañistas que acuden a rendirle su tributo en sudor y deyecciones. Parejamente es como vienen a concitarse aquí, en un solo volumen, varios de los exabruptos soltados por Bergoglio en estos casi nueve siglos de su pontificado. Reiteración que no es sino señal de lo acotado de sus cavilaciones.

Alguno notó que era el documento más extenso escrito por los últimos papas, cosa sorprendente si quien lo emana es el pontífice peor hablado en siglos, tal vez de la historia. Otro señaló la ausencia total de citas del Magisterio anterior al Vaticano II, omisión tan taimada como previsible. Quien observó que, para tratarse de un texto supuestamente enfocado en la evangelización, no contiene ni la menor alusión a los novísimos ni al destino eterno del hombre, temas siempre reputados como medulares en la predicación de la Buena Nueva. Y finalmente, y a propósito de ese críptico párrafo 222 en el que el collage verbal de Bergoglio alcanza el prodigio de poner al magisterio eclesiástico bajo la tutela de Heidegger -con suerte dispar, según los entendidos-, no faltó quien advirtiera que oponer "plenitud" a "límite" comportaba, junto al más craso desconocimiento de Aristóteles, «la peor metafísica jamás puesta en un documento pontificio». En un vecino blogue este párrafo suscitó, entre tantos otros, un comentario que merece ser reproducido, firmado por Ludovicus:

Es notable el efecto espejo de la prosa bergogliana. Hay una cierta genialidad en caracterizar como "pelagianos" a quienes si algo no son, efectivamente, es pelagianos. Y al mismo tiempo, ¿qué es toda esta inmanencia populista sino pelagianismo?
    Ahora agregó una nueva injuria: "prometeicos". Y precisamente, este texto es claramente prometeico. Leyéndolo, uno llega a la conclusión de que si hay un élan fundamental en este pensamiento, no sólo "no es de derechas" como ha dicho, sino claramente progresista. La izquierda puede definirse como la rebelión contra la naturaleza concebida como tal, es decir, creada, y su sustitución por una voluntad prometeica de utopía. La naturaleza se revela como límite significativo, es decir, como delimitación de dinamismos perfectivos que brotan de la esencia. El límite, la forma, es necesaria para la plenitud, por lo que no tiene sentido hablar de una oposición bipolar entre ambas ni de utopía, toda vez que la causa final ya está incoada en la naturaleza desde el origen. Y esto vale tanto para el todo sustancial como para la sociedad. Pretender la utopía sin estar contenido, contento, limitado por la propia naturaleza, núcleo de orientaciones perfectivas, es la clave del pensamiento progre, sea "adolescente", sea propio de una "estrategia sin tiempo" (Mao).

Lo que implicaría la consumación de un nuevo tránsito en la Iglesia: del naturalismo hoy vigente a la más cruda exaltación de la ideología («la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae», p. 222), pese a los correctivos insinuados unos pocos párrafos después («la idea desconectada de la realidad origina idealismos y nominalismos ineficaces», 233). Aparte de todo lo que se le pueda reprochar al autor de este desdichado texto, esto de ponderar la utopía para luego rechazar el idealismo equivale a escanciar el veneno para ofrecer seguidamente su antídoto. Pecado de inconsecuencia lógica, o de confusionismo deliberado, rastreable por lo demás a profusión en los ágrafa bergoglianos, la tragedia de la presente hora de la Iglesia adopta -a causa de la incurable mediocridad del pontífice increíblemente reinante, obstinado en meter neologismos inconsultos e interjecciones a final de frase (¡eh!)- un tono muy más módico, como de entremés. Como si hubiera que concluir, sin mayor consuelo, que el tarado nos oculta al incendiario.

Se trata, para no extendernos demasiado en lo textual, de un escrito que enristra muchos de los exabruptos del Obispo de Roma desde el día de su elección, notándose la ya acostumbrada inquina hacia todo lo que huela a doctrina y tradición católicas. Baste apenas un florilegio para dar idea de esto último: «a quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, [la diversidad] puede parecerles una imperfecta dispersión», 40; «a veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es verdaderamente cristiano», 45; «más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde (sic) nos sentimos tranquilos», 49; «... el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas o se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado», 94; «no hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un contenido absolutamente invariable», 129. Creemos innecesario glosar estos pasajes, que hablan por sí solos. Véanse también, a propósito, los números 95, 161, 165, etc.

Pero lo más digno de atención, supuesto el documento lo menos como sapiens haeresii en muchos de sus pasajes, quizás sea la extemporaneidad de aquellas propuestas en las que, según el caletre del pontífice y sus consejeros, reposarían el acierto y la motivación de la Evangelii gaudium. Las dos más salientes, confrontadas con su contexto histórico inmediato, resultan ser al cabo respuestas febles, exánimes, a los terribles desafíos en plena vigencia. A saber: la zarandeada «opción preferencial por los pobres» y la no menos sacudida invitación al diálogo interreligioso. Veamos la primera.

Bergoglio atornilla a fondo el «sentido social» de la Redención (178 y ss.), apuntando a la «liberación y promoción de los pobres» como cometido de todo cristiano (187). Y sobre este argumento vuelve una y otra vez, reduciendo visiblemente el mensaje de redención a sus más conspicuos lindes terrenales. La inspiración de su curiosa antropología, en la que el dramatismo derivado del pecado parece no tener lugar -a no ser a partir del solo pecado de las estructuras sociales erróneas-, insta al «desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación» (87). Aparte lo caótico de la concepción que lo anima -a juzgar por su propia confesión-, late aquí un desconocimiento total de la realidad de los pobres de nuestro tiempo. Francisco parece dictar sus remilgos pauperistas para los días de la revolución industrial, del proletariado naciente que, pese a lo desgraciado de su condición, no estaba sometido a la sobredevastación que obran (como añadidura de plomo a la pobreza) el crimen organizado, el tránsito incesante de droga, la cretinización asfixiante de la TV y el reggaeton. Los pobres de nuestras grandes ciudades, los pobres coterráneos de Bergoglio, viven oprimidos por unas causas que, primera y remotamente espirituales, acaban por ser tan seguidamente complejas que ya no se curan con programas socioeconómicos, sino con el llamado inequívoco y universal a la conversión.

Allí donde proliferó tan hondamente la desesperación no cabe ya la «promoción humana» sino el exorcismo. Que debería administrarse no sólo a los pobres, sino a las incontables multitudes cebadas en superfluidades, cuya conducta perpetúa la exclusión social. Sin una enérgica cruzada, v.g., contra la televisión y el cine, seguirán cundiendo casos como los de aquel violador capturado por la policía por cuarta o quinta vez, que pedía sensatamente lo matasen «porque no podía evitar seguir violando» pese a la aquiescencia de los jueces. O aquel otro narcotraficante que en un alarde de cinismo y sentido común, ambos a dúo, entendió que la solución a la marginalidad estribaba en algo imposible, a saber: «muchos millones de dólares gastados organizadamente, con un gobernante de alto nivel, una inmensa voluntad política, crecimiento económico, revolución en la educación, urbanización general y todo [...] bajo la batuta casi de una “tiranía esclarecida” que saltase por sobre la parálisis burocrática secular, que pasase por encima del Legislativo cómplice. Y del Judicial que impide puniciones». Graficando el hiato existencial en términos incontestables: «nosotros tenemos métodos ágiles de gestión. Ustedes son lentos, burocráticos. Nosotros luchamos en terreno propio. Ustedes, en tierra extraña. Nosotros no tememos a la muerte. Ustedes mueren de miedo. Nosotros estamos bien armados. Ustedes tienen calibre 38. Nosotros estamos en el ataque. Ustedes en la defensa. Ustedes tienen la manía del humanismo. Nosotros somos crueles, sin piedad». En las villas miseria, en las que mover droga constituye la única posibilidad de elevación económica, no basta el sentimentalismo sino el ardiente testimonio.

Pero la Evangelii gaudium no ha sido escrita en atención a la barriga de los pobres, sino del paladar de los burgueses, siempre lo bastante amigos de novedades como para desdeñar fidelidades incómodas, sobre todo a la ortodoxia. Que lo diga cualquiera que haya osado contrariar alguna cursilería de Francisco en la familia, en el trabajo, si no ha comprobado cuánto se aliente con esto, más que el esclarecimiento teológico, un mero épater le burgueois. «La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!» (55). Pero, ¿es usted, o se hace, Santidad? ¿No teme que se lo entienda en clave antropocéntrica, crasamente atea? ¿No hay suficientes interesados en cabalgar sobre la grupa del pontífice para clarinear la buena nueva de la divinización del hombre? «Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz» (56). ¿Puede llamársela de veras feliz por la abundancia de sus haberes? ¿Ni se advierte que el precio habitual para gozar de cuanto hoy se nos ofrece es ni más ni menos que la prostitución, una prostitución universalizada, con muchas variantes, pero que compromete siempre y precisamente la felicidad? ¿O acaso está aquí la clave de su insistencia en el tema, una escondida afirmación inmanentista según la cual la felicidad es la posesión de bienes terrenos? Este es, al cabo, el secreto motor de las izquierdas que contertulian con Francisco: polarización, magnetismo, imantación por las riquezas, siempre embozada por el recurso lloroso a los opuestos (los pobres), para quienes se reclama una mayor participación en aquello reputado como lo unum necessarium. Porque no se trata de denunciar lo consabido hasta la obviedad (la injusticia), sino de recaer como por embudo en el mismo y único argumento incluso hasta exceder lo lícito, reincidiendo en el reproche que se escuchó alguna vez en Betania, el día de una célebre unción.

La segunda nota de extemporaneidad la da el afán ecuménico, ara en la que acaba por sacrificarse la propia identidad y aun el Evangelio. Afirmar que con los judíos «acogemos la común Palabra revelada» (247) es de una enormidad todavía no explorada -ni con tan pingüe explicitud- por el vacilante magisterio post-conciliar, y es, a la postre, de una categórica falsedad, opuesta a cuanto consta en la Escritura. «Si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para el judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra» (249). Las «algunas convicciones» divergentes son el Credo, a secas. Y la Palabra sobre la que se insiste con insolente equívoco es precisamente aquella (Verbum Dei) que los judíos no acogieron ni acogerán sin antes convertirse. Otrosí dígase del ya clásico «[los musulmanes] adoran con nosotros a un Dios único» (252) cuando ellos no admiten la Trinidad ni la Encarnación, siendo que Mahoma, habiendo enseñado su doctrina con posterioridad al Hecho cristiano del que tuvo pleno conocimiento, pretendió por ello mismo superarlo.

Como lo dijimos más arriba: no se sabe si deplorar más los errores y equívocos que abarrotan el documento o la mediocridad ostensible de su redacción, indigna de ser atribuida ni aun al portero de los Sacros Palacios. Pero volvamos a aquello que constituye el objeto de los desvelos de los progresistas y -si conquistado- su timbre de honor: hacer consonar el kerygma con el espíritu y el tono de los tiempos corrientes. Lo recuerda la Evangelii gaudium, 41: «los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante atención para intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su permanente novedad». ¿Qué ocurre mientras nuestros pastores insisten en practicar esa empalagosa bonhomía con judíos e islamitas? Que en Medio Oriente recrudece el odio muslim anticristiano, siendo aquellas latitudes regadas cada día con sangre de mártires, y que en los países de tradición católica la masonería judaica no sólo impone las reglas del juego de la política, sino que continúa una persistente acción desde las sombras contra todo lo que remita a Cristo y a su Iglesia. Las "buenas intenciones" de esta jerarquía medrosa y acomodaticia no han sido correspondidas por sus destinatarios, cuya acción sin contraste amenaza con extirpar el nombre cristiano de la faz de la tierra.

La patria misma de Bergoglio (donde, si no por auténtica moción espiritual, lo menos por chauvinismo podía esperarse una adhesión bastante amplia e informe a la persona del papa, tal como hasta ahora cunde) viene siendo escenario de violentas agresiones contra iglesias catedrales en varias de sus principales ciudades. Recientemente, en la ciudad de San Juan -y sin merma de que el papa declarara innecesario insistir con la bioética y se reputara incompetente para juzgar a un gay-, una horda rabiosa de lesbianas abortistas le prendieron fuego en la plaza pública a un pelele que representaba al Francisco, para luego avanzar sobre la catedral con la intención de profanarla -profanación fallida gracias a un grupo de jóvenes católicos que acudieron en defensa del templo. Está visto que los enemigos de la Iglesia se pasan por el traste esta política de brazos tendidos

Temblamos de sólo pensar que a Conferencias Episcopales presididas por hombres como monseñor Arancedo, más bien semejantes al simpático y titubeante cerdito Porky que a los santos obispos Cornelio y Cipriano, pueda atribuírseles «alguna autentica autoridad doctrinal» (32). Y nos horroriza reconocer en el vértice de la Iglesia, codo a codo con Bergoglio, al Tucho Fernández y al rabino Skorka. Nada de ingeniosas ecuaciones entre el Evangelio y el presente histórico: la única coincidencia advertible corresponde a la de la pasión de la Iglesia con la gloria del hampa.

La Evangelii gaudium, en consonancia con un pensamiento ya largamente instalado en la Iglesia, trueca la soteriología por la eudemonía social, y ni siquiera aporta nada a esta última. No puede evitarse la referencia a I Thess. 5, 3: cum enim dixerint pax et securitas..., ni al célebre diálogo de Soloviev, cuando se alude a aquella obra pronto vertida a todas las lenguas para universal regocijo, escrita por "el Hombre venidero" y titulada «El camino abierto a la paz universal y el bienestar».