La apostasía ciega a sus actores, que «corren desatentados a su ruina». Si los vírgenes que celebra el Apocalipsis (14, 4ss.) son, según la más recurrente exégesis, aquellos que no han menoscabado la doctrina ni en una tilde ni en una coma porque «en su boca no se ha encontrado mentira», la Gran Prostituta, ante todo, debe ser aquella que, luego de faltar a la fidelidad al depósito que le fue confiado, habiendo fornicado con los reyes de la tierra (Ap 18,3), acaba sus malandanzas en la degeneración de sus hábitos primarios, tal como corresponde a su podredumbre cordial. Que la prostitución, término siempre alusivo al comercio sexual, pueda también aplicarse a la contaminación del magisterio, revela en todo caso la afinidad profunda entre ambos registros y cuánto el uno pueda reclamar la solidaridad del otro. La pederastia -observación válida para cualquier ambiente en el que ésta medre- viene a indicar la exacerbación de la conducta viciosa, el nec plus ultra de la depravación, que es un hecho ante todo espiritual.
Las redes homosexuales que infestan a la Iglesia convienen, pues, a la descripción de la Gran Prostituta, como también conviene a ésta la contemporización del clero con las nauseabundas máximas de la ONU y otros conventículos de notorio credo antropolátrico. O con ese melifluo interconfesionalismo que pondrá pronto en los altares a Lutero y Melanchton, si Dios no se sirve impedirlo. Cuando san Juan dice haberse «quedado estupefacto» (Ap 17, 6) al ver a la Mujer «cuyo nombre es un misterio» (nombre que revela inmediatamente como el de «Babilonia la Grande»), ebria de la sangre de los santos y de los mártires, ¿a qué atribuir su estupefacción, nunca señalada a propósito de las otras terribles visiones que desfilan ante sus ojos? ¿Será acaso al haber reconocido en esta mala hembra a la Sede de Pedro usurpada por demonios? (importa recordar aquí que el Príncipe de los apóstoles concluye su primera epístola saludando «desde Babilonia», en alusión a Roma). San Agustín apunta otro tanto en su De civitate Dei cuando comenta aquel pasaje de la 2ª a los Tesalonicenses (2, 3ss.) donde se habla del «hombre inicuo, el hijo de la perdición, aquel que se opone y se subleva contra todo aquello que se refiera a Dios y sea objeto de culto, hasta llegar a sentarse en el templo de Dios», arguyendo que algunos «piensan que también en latín es más correcto decir, como en griego, no en el templo de Dios (in templo Dei), sino se sienta en calidad de templo de Dios (in templum Dei sedeat), como si él fuera el templo de Dios que es la Iglesia». Lo que sugiere la confusión, a los ojos del común, de la Iglesia con su simio, con una contraiglesia capaz de conservar las temporalidades de aquélla y su organización jerárquica sin su espíritu.
Francisco, en su vomitona diaria de insensateces y herejías, es el vulgarizador más acreditado de este estado de espíritu cuyo rechazo tiene por objeto al logos y al Logos, ávido de consagrar el principio de indeterminación de todas las cosas, el caos primordial. Corriendo a apropiarse las cualidades de las dos Bestias, imita a la del mar en aquello de proferir «palabras arrogantes y blasfemias», blasfemando «contra Dios, su nombre y su Morada y los que habitan en el cielo» (Ap 13, 5ss.): así lo hizo, v.g., cuando en uno de sus más irremontables ápices verbales se permitió sugerir una supuesta discordia en el seno mismo de la Santísima Trinidad. No hablemos de lo mucho que se le apropian los atributos de la otra Bestia, la terrestre, que «tenía dos cuernos, como los de un cordero, pero hablaba como dragón» (Ap 13, 11), con ese bilingüismo que es el arte de los timadores consumados. Que esta segunda Bestia, desde siempre caracterizada como un poder religioso, haga «que la tierra y sus habitantes adoren a la primera Bestia» (poder civil) comportaría la voluntaria sumisión de la espada espiritual a la temporal: toda una desmentida posmoderna de la Unam Sanctam de Bonifacio VIII y de los Dictatus papae de Gregorio VII al amparo de aquella otra horrísona y ya recurrente apelación al laicismo del Estado, con el subsiguiente paso de poner a la Iglesia bajo el mando del Princeps. El reciente acuerdo con China no exhala otro hedor: bastará acaso que la gran potencia de Oriente termine de imponerse en el contexto internacional al cabo de la clamoreada guerra comercial con EEUU, o que se tome ejemplo de esta sumisión para repetirla en relación con un hipotético Super-estado mundial aún no conformado, para que veamos realizada esta pesadilla ante nuestros horrorizados ojos.
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La inusitada férula de Francisco en el Sínodo de los Jóvenes: para la próxima, prometió usar una caña de pescar |
No queremos ser soñadores ni ilusos al configurar a monseñor Viganò con uno de los Dos Testigos, pero no deja de ser significativo que éstos sean inmolados «en la plaza de la gran ciudad, que simbólicamente se llama Sodoma y Egipto» (Ap 11, 8). Que el ex-nuncio en EEUU haya centrado su denuncia en la hedionda trama sodomítica de la Iglesia lo hace una víctima potencial de los servicios secretos vaticanos: él lo sabe y optó juiciosamente por imitar al cuis. El hallazgo de su paradero podría acabar con su pellejo en la plaza de San Pedro, fusilado no ya por los curas bolcheviques de la visión de Bernanos sino por los clérigos bufarrones que Bergoglio esconde bajo su raída sotana.
Que el denunciante de estos horrores sea un prelado de extracción conciliar, como lo son hoy todos sin apenas excepción, no debe hacer suponer su incompetencia para encarnar un papel como el que le atisbamos: sin dudas, el avispero de esta Iglesia usurpada y desfigurada bullirá mucho más cuando sea uno de su propio gremio quien le endilgue las necesarias verdades, que no cuando lo haga un clérigo en "situación canónica irregular". Falta no más otro obispo que, depuestos los respetos humanos en soñoliento vigor, pida la pira pública para los documentos del Vaticano II y se anime a recordar la correlación de causa a efecto entre el desfallecimiento doctrinal y la desvirilización del clero. El álbum de figuritas del Apocalipsis estaría entonces al completarse, y podríamos por fin levantar nuestras abatidas testas.