lunes, 12 de octubre de 2015

¿ORAR POR EL SÍNODO?

«Hay un pecado que merece la muerte; no digo, pues, que pidan por éste» (I Jo 5,16)


La Revolución, despótica por carácter propio, suele apelar a la ilusión del «consenso» para el logro de sus fines. Sobradamente lo demuestran la convocatoria a los Estados Generales en 1789 o, cien años antes, el establecimiento del sistema parlamentario en aquella Inglaterra que así se libró de la posibilidad de una dinastía católica en el trono, recayendo en breve en la más tiránica de las políticas de ultramar, y terminando de asfixiar al maltrecho campesinado de su país. En la Iglesia no ha ocurrido de otra guisa, habiéndosele desbrozado el terreno a los advenedizos por el taimado recurso a los típicos señuelos verbales (el pueblo, el hombre, hoy día las periferias existenciales, lo mismo da), y así fue como logró convocarse el Concilio que los papas Pío XI y Pío XII habían desistido de congregar para no dar pábulo a quienes aguardaban dar el golpe de mano amparados en la muchedumbre, así fuera ésta compuesta por puros prelados. Para aventar todo equívoco en materia tan proclive a turbiedades, constaba el redondo apotegma del santo papa Sarto acerca de que «los verdaderos amigos del pueblo no son los revolucionarios ni los novadores, sino los tradicionalistas», pero ni esta advertencia ni la elocuente experiencia histórica bastaron a disipar el torpor de una mayoría de obispos víctima del tráfico de los ideólogos que coparon la asamblea. Lo que basta a confirmar el carácter vetusto de una crisis que, por ser pre-conciliar y sólo por serlo, hizo posible lo que luego vino.

Aristófanes había comparado al pueblo ateniense -siempre dispuesto a recibir los melindres de los demagogoi- con las anchoas, que lucen más después de ser frotadas. Hoy tenemos no sólo el penoso espectáculo de una jerarquía eclesiástica hecha de frotadores profesionales de egoísmos, de valedores de las pasiones más infames, sino que -por lo mismo- es de comprobar que el oficio del pescador de hombres ha sido devaluado en el de pescador de anchoas humanas, donde la caza de voluntades y simpatías se ejercita a expensas de la salvación de unos y otros, del pescador y del pescado. Ciegos guías de ciegos que cuelan el mosquito de los cálculos oportunos y del éxito personal para tragarse el camello de la condenación eterna, debieran encabezar el salón de las deliberaciones sinodales, para advertencia de los que osaran recordar la doctrina católica, con la inscripción del emperador Diocleciano, patrono de la impar asamblea: christianos esse non licet.

Insuperable cinismo. El de bigotes
es hembra retocada con agresivo tratamiento hormonal
Expertos en comunicaciones audiovisuales, en señas, en guiños antes que en celo apostólico, poblaron la inmediata antesala del sínodo de una hosca humareda proveniente de la mismísima devastación de Sodoma, eligiendo para lector de la Misa papal en Estados Unidos a un notorio pederasta, desairando públicamente a una jueza opuesta a las bodas de bufarrones y recibiendo en privado, en la nunciatura de Washington, a una yunta de maricas, y todo calculadamente ventilado a los medios, incluyendo el pronunciamiento de un obispo y teólogo polaco integrante de la Congregación para la Doctrina de la Fe acerca de su orgullosa condición homosexual, con arrumacos para el galán retratados por las cámaras. Luego vino la difusión de una foto de Francisco, sonriente entre dos pervertidas, recibidas ambas hace unos meses y con todos los honores, la una con mostachos. La univocidad del mensaje está fuera de duda. Se juntaron el hambre y las ganas de comer, vale decir: por un lado, las presiones de los amos político-financieros del orbe para obtener la rendición incondicional de aquella institución -la única- que podía oponer eficaz resistencia a la religión invertida de las «profundidades de Satanás» (Ap 2,24); por el otro, una jerarquía sacerdotal que entregó el rosquete hace varios lustros, dispuesta a rendirse al mundo -y al demonio, y a la carne- para garantizarse una supervivencia de otra manera improbable en el exigente orbe moderno.

Para decorar la vergonzosa prevaricación han inventado la ecuación de que a una praxis siempre variable puede corresponderle una doctrina inmutable. O como lo dice inmejorablemente un blogue amigo: «mientras todo el mundo sabe que la praxis es producto del theoréin, que el razonamiento se basa en lo que se conoce intelectualmente, como no puede ser de otra manera, que la deliberación, ámbito de la praxis, es razonamiento, que culmina en la conclusión llamada ‘decisión’; aunque todo el mundo sabe que la praxis y la doctrina son inseparables, estos avispaos dicen que cambiarán la praxis sin alterar la doctrina. Y todo para enseñar a Dios la misericordia».

Un peripatético que pasara por allí, con su metafísica bajo el brazo, podría alegrarse (en asomándose a las deliberaciones de los prelados) al oír proclamas tales como que «hay que aceptar la realidad tal cual es», justamente en tiempos en que el desvarío idealista alcanza cotas nunca exploradas. ¡Bravo! -pensaría-, ¡se impone una sensata vuelta al datum, al ente como sujeto de determinación en este revuelto de cosas sin contornos, en este opresivo caos de las conciencias!  Cuál no sería su horror al comprobar que la «realidad» aludida es la de los vicios más desbordados, consagrados como derechos en una rueda de obispillos donde, además, se instaría a evitar expresiones tales como "situaciones de pecado" para no ofender a nadie bajo el sol. Ya lo había hecho, por lo demás, la sexta Congregación general del Sínodo hace un año, cuando sin ambages precisaba que
es importante evitar cuidadosamente dar un juicio moral, hablar de "estado permanente de pecado" y tratar, en cambio, de que se comprenda que la no admisión en el sacramento de la Eucaristía no elimina por completo la posibilidad de la gracia en Cristo,
expresión esta última que entraña una distorsión teológica inaudita para un cuerpo episcopal. No extraña, pues, que a la sazón coincidan, para finiquito de la institución natural y eclesiástica del matrimonio, la manipulación de los conceptos religiosos y la previsible y ya denunciada manipulación de los procedimientos sinodales, con denegación del micrófono a los elementos aún hostiles a la revolución y entorpecimiento de la labor de los traductores, que podrían servir a desenmascarar puertas adentro las trampas textuales de los novadores. Estos se filtran a raudales, como en aquel informe final del Sínodo de 2014 que, con apariencia de ánimo descriptivo, sobre la «posibilidad de que los divorciados vueltos a casar accediesen a los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía», daba cuenta de que «varios padres sinodales insistieron en favor de la disciplina actual», como si de mera disciplina se tratara.

Pero el asunto de la comunión a los re-casados ya fue resuelto favorablemente con sus dos recientes motu proprio por Francisco, tanto como para terminar con aquel que era enojoso impedimento y rémora a las desaforadas ansias de inclusión de aquellos que el Señor llamara «adúlteros». El verdadero debate ahora se centra en aquellas coyundas sodomíticas que, en palabras de la  relación intermedia de un año atrás, «tienen dones y cualidades para ofrecer a nuestras comunidades». Lo que devuelve perentoria actualidad a aquella denuncia de una terrible red clandestina de homosexuales en la Iglesia que, desde Malachi Martin hasta el padre Dariusz Oko, ha sido presentada con los rasgos de una «homoherejía», y cuyo escabroso y creciente poder a lo largo de cuatro o cinco décadas, hasta la actual y cínica ostensión,  fue tratado con lujo de detalles aquí. 

Bien lo advierte el padre Mauro Tranquillo en el sitio oficial del distrito italiano de la FSSPX:

solía ​​decirse antaño que la práctica de la sodomía, además de ser un pecado de lujuria especialmente grave, llevaba consigo la nota de la sospecha de herejía, y era juzgado justamente por aquel Santo Oficio del cual nuestro Prelado es Oficial [nota: se refiere al polaco monseñor Krzysztof Charamsa, célebre por estos días por haber anunciado públicamente su condición de invertido]. Esto es porque, si uno puede pecar carnalmente por debilidad, el pecado contra natura es difícil de justificar sin una perversión particular de la inteligencia y de la fe. Los tiempos están dando abiertamente la razón a las sospechas del antiguo procedimiento inquisitorial. Ya no basta a los sodomitas, especialmente si clérigos, el pecar por debilidad: ahora deben reclamar un cambio de doctrina (una herejía, para abreviar) para justificarse. Los hombres de Iglesia modernistas han admitido, en el Vaticano II, que la doctrina podía cambiar según los tiempos en materia política y eclesiológica. ¿Por qué detenerse ante la moral, cuando todo el mundo presiona en este sentido? ¿Cuando la nueva religión que cuenta así lo quiere, y cuando se puede aprovechar la oportunidad para no quedarse fuera de ella, incluso tal vez para dirigir la animación espiritual del futuro gobierno mundial, tan reclamado por Benedicto XVI (retomado por Francisco en Laudato si’ nº175)? Francisco, tal como Benedicto XVI, es llamado por la iglesia luterana de Roma «nuestro obispo». Aprobación más bien explícita de la sodomía, communicatio in sacris con los herejes: todas prácticas que comportan la sospecha de herejía. La sospecha... ¡sí que eran garantistas los inquisidores!