lunes, 21 de noviembre de 2016

FRANCISCO, MAESTRO DE LA SOSPECHA

Fue Paul Ricœur quien acuñó la inmejorable expresión «maestros de la sospecha» para que reuniera en un mismo haz a Marx, Nietzsche y Freud, los tres grandes objetores no de conciencia sino de la conciencia, esto es: de todo cuanto es afirmado por el hombre allende su atorbellinado sustrato animal y sus proyecciones. No fueron éstos, sin dudas, los primeros teutones en difundir aquella peste que encuentra su asiento propicio entre las neblinas hiperbóreas, pero fueron el coronamiento del idealismo (vale decir: del autismo), los amasadores del más cínico alegato contra la adecuación del intelecto con la cosa, columbrando siempre un motivo inconfesable detrás de todo acto de asentimiento intelectual y de expresión del mismo apertis verbis. Con ellos (y con sus  divulgadores, siempre intelectualmente modestísimos) se ha ido mucho más allá del escepticismo: se ha difamado el raciocinio, haciendo del hombre y sus empresas histórico-culturales un caso indescifrable, el eslabón que enlaza a la zoología con el nonsense.

Ya se sabe: Marx, bochado en metafísica, pretendió que la materia determinaba a la forma y, por consecuencia inevitable -nos resistimos a decir que «lógica»-, hizo de la religión una "superestructura" que escondía la única monista realidad de la dominación de clase; Nietzsche, que del cristianismo sólo conoció su perversión protestante, hizo de la moral evangélica -pese a sus sobrehumanas exigencias- un pretexto de inferiores resentidos para imponerse; Freud, para quien del ombligo para arriba no residía pensamiento alguno, creyó interpretar a la religión en clave de "represión" de la libido o de "sublimación" de lo venéreo. Este expediente calumnioso y soez, en cualquiera de sus variantes -o, a menudo, en todas juntas-, vino a salpimentar la embestida política de la Ciudad del Hombre contra el cristianismo, surtiendo un oprobio fácil contra todo testimonio de moral cristiana: había libreto y ángulo para elegir por dónde atacar, y un puñado repetitivo de objetos verbales arrojadizos según los gustos. Así, hoy día, uno de los más frecuentes y maliciosos barruntos que se suele blandir es el de la presunta "homosexualidad reprimida" de quienquiera rechace explícitamente la sodomía, disolviendo toda apelación a la norma -al nomos- en la ubicuidad absoluta de su contrario. Piensa el ladrón que todos son de su condición: la rarefacta mentalidad moderna no tolera el imperio de la naturaleza sobre los accidentes, no admite el anclaje de lo mudable en la realidad inconmovible que le sirve de asiento y aun de parámetro. Es el caos como estilo, como oriente y como hábitat; es la divagación ininterrumpida de la mente por la superficie untuosa de las cosas -y, al modo de las cucarachas, casi siempre de las más viles.

Si este fácil expediente para deslegitimar toda certeza resulta tan reciente como la tríada aludida más arriba (cien o cientocincuenta años de contagioso desarrollo, muy a lo más: ni siquiera Voltaire se había animado a tanto), lo que constituye seguramente una novedad es que el capcioso recurso pase a ser operado por un pontífice, y en el exacto mismo sentido con el que lo emplea el enemigo: como un argumento contra la fe. No es la primera vez que Bergoglio, el escrutador de las conciencias, descubre algo turbio detrás de la adhesión personal a una doctrina invariable o a una práctica cultual que se pretende perimida. Recientemente, a propósito de la asistencia de jóvenes a la Misa de siempre, destiló que
trato siempre de entender qué hay detrás de estas personas que son demasiado jóvenes como para haber experimentado la liturgia preconciliar y sin embargo aún la desean [...] A menudo me he encontrado ante una persona muy rigurosa, con una actitud de rigidez, y me pregunté: ¿por qué tanta rigidez? Escarba, escarba, esta rigidez esconde siempre algo, inseguridad o incluso algo más... (fuente aquí. Los subrayados son nuestros.)
Pocos días después, abundó en el mismo desatino con la periodista de Avvenire que quiso sonsacarle el baldón para quienes lo acusan de malbaratar la doctrina y "protestantizar" a la Iglesia:
No me quita el sueño. Yo sigo el camino de quien me precedió, sigo el Concilio. Cuanto a las opiniones, es menester distinguir siempre el espíritu con el que éstas se vierten. Cuando no hay mal espíritu, ayudan a caminar. Otras veces se ve pronto que las críticas [...] no son honestas, están hechas con mal espíritu para fomentar división. Se ve pronto que ciertos rigorismos nacen de una falencia, del querer esconder bajo una armadura la propia triste insatisfacción.
El psicoanálisis de magacín, de suplemento dominical, toda esa brujería de divulgación que de las universidades infestadas declina a la televisión y de éste al almacén, pudo asegurarse el más inopinado de los triunfos: la cátedra de Pedro está ahora al servicio de ese submundo polimorfo y líquido que puja por suplantar definitivamente a la diafanidad de la verdad, y el sumo pontífice resulta apenas un chamán que, airado contra el misterio de la Encarnación y sus implicaciones, manda todas las lealtades humanas al magma de las vergüenzas no declaradas y evoca el infierno inmanente del psiquismo inferior para conjurar las definiciones dogmáticas, esas patrañas.

La verdad es que hubiera sido preferible que las rabietas de Francisco se desbordaran en un alud de puteadas y maldiciones, que no de esta manera sibilina a la par que ulcerosa: la dignidad del cargo, ya suficientemente hollada, no se habría visto más agraviada por ello. El título de «maestro de la sospecha», pues, le cabe a Bergoglio sin atenuantes. Pero a veces, por su simpatía notoria por el caos, nos parece más oportuno suponerlo la pesadilla encarnada de algún hebreo cabalista de hace seis o siete siglos, la prole errabunda a través de los siglos de un Abulafia o cualesquier falso mesías amamantado por la Sinagoga siempre hostil contra la Iglesia, la criatura más disforme que podía irrumpir del delirium tremens de un numerario de la Alta Vendita después de una tenebrosa noche de exceso báquico...

Magnum Chaos, taracea del coro de la basílica 
de Santa María la Mayor, por Capoferri y Lotto (s. XVI)