miércoles, 29 de abril de 2015

ENCOMIO DE LA AMISTAD

Hace ya tiempo que nuestro patrimonio va componiéndose de partes iguales de vergüenza y escándalo, si no de repugnancia invencible, al advertir que en la Iglesia ya se ha renunciado incluso al menor esfuerzo en recatar lo obvio y recurrente. No se nos ahorra ninguna impudicia; antes bien, en un turbión de dichos y hechos a cuál más degradantes, la Jerarquía eclesiástica se esmera en protagonizar esa novela tan trágica como funambulesca que podría titularse Allanando el camino del «Otro», y lo hace ante las cámaras con la más oprobiosa de las convicciones. La desenvoltura que cualquiera que lleve mitra es capaz de exhibir a la hora de congeniar con los enemigos de Cristo resulta un dato que a nadies sorprende, de tan sabido: fruto de una larga parábola que empieza por la formación en el seminario, donde se enseña a los aspirantes al sacerdocio el arte de huir más aprisa a la vista del lobo, termina, en edad mucho menos que provecta, en la tertulia amistosa con todas las fieras del catálogo.

Para colmo, hasta los tics parecen ser llevados con naturalidad, y la infamia se alimenta indefinidamente de la situación creada. Porque es comprensible que una feligresía rematadamente borreguil, sin un águila, sin un león a decorar sus filas, termine por disgustar al pastor que la modeló según sus propias disposiciones. Pasa acá lo mismo que se observa en los rodeos vacunos cuando una vaca malpare e, instintivamente urgida a prodigarse en atenciones con la cría fallida, tieso aborto falto del menor hálito de vida, se vuelca a lamer con insistencia a sus compañeras, y las busca y las persigue con sus remilgos: se dice entonces que "ha trocado objeto". De la misma manera, el aborto de la doctrina y la liturgia conciliares y de una feligresía que no ve ofrecerse en el altar sacrificio sino merienda, un picnic con guitarreada, empuja desesperadamente al clérigo que fomentó este mismo estropicio a ensanchar las fronteras de su estado. Se vuelve así un neo-cura de esos que hoy predominan, con hábitos predominantemente sociales, un tránsfuga de su parroquia, cuando no acaba por refocilarse con ateos, judíos o protestantes si ha hecho carrera y ambiciona el timbre de honor de ser "abierto a todos los intercambios", dicho en todos los sentidos del término.

El ya no durmáis teresiano encuentra así por destinatario a una clerecía abismada en el más beato de los sueños, como de costales de harina, llena de compromisos mundanos y de apretones de mano con los enemigos de la Cruz, y cada sacerdote se convierte en una tanta brecha para que las fieras entren a pisotear y saquear los tesoros de la Ciudad Santa. Esa secta que en el giro de unas pocas décadas logró usurpar los templos y las diócesis y aun el nombre de católica, esa misma secta decide que es el momento de imprimirle un mayor vértigo a la caída, y lo pone a Bergoglio en el timón. Y al tiempo que se logra la aceleración premeditada y el bombardeo se hace más tupido, una multitud de amigos acatólicos se agolpan en torno de la figura del pontífice, como el Secretario General de la ONU, Ban Ki Moon, que luego de la reciente reunión mantenida con Francisco fue el encargado de informar a la prensa acerca de la próxima eco-encíclica, que incorporará al malthusianismo como perla del Magisterio.

Pero el dato más curioso, en una Roma devenida hace tiempo "kermesse de las religiones", lo dio el papa al recibir hace una semana a una Conferencia de Rabinos Europeos con motivo del inminente quincuagésimo aniversario de la Nostra Aetate. Bien hace el sitio Harvesting the fruit of the Vatican II en recordar el encomio que el cardenal Koch hizo del infausto documento, señalando sin rubor que éste motivó una «reordenación fundamental de la Iglesia Católica», y que Francisco se encargó expresamente de hacer del mismo documento el «punto de referencia» para las relaciones de Roma con los judíos, omitido el único punto de referencia que es Cristo, a quien ya no se debe predicar. Pero lo más saliente, a tenor de los responsables del sitio, resulta el pronóstico del encuentro que el rabino Korsia, cabeza de la Conferencia, se promete para octubre próximo en compañía de Francisco, cuando se cumpla el luctuoso aniversario en cuestión:

Meditando con talmúdica sorna las propuestas del Papa
Quizás la Pontificia Comisión para las Relaciones religiosas con los Judíos podría proponerse albergar una celebración en los Jardines Vaticanos en la que el Papa, un conjunto de cardenales y un contingente de prominentes rabinos pudieran unirse para cantar al unísono: «¡crucifícalo! ¡crucifícalo!».
Podrían también planear la plantación de una higuera estéril como símbolo duradero de su diálogo y, sólo por si acaso, el Papa podría despachar a sus hogares a cada uno de los rabinos con un regalo de despedida consistente en treinta monedas de plata.
Es muy de creer que Francisco, propuesto por algunos de sus amigos para Gran Rabino de Roma, logre acallar las suspicacias inevitables en aquella facción rabínica que con razón desconfía de los usuales travestimentos de este goyim. Pero un tal encantador de serpientes no se mostrará falto de recursos para torcer toda disensión: siquiera sabrá convencerlos comprometiéndose a hacer, paso por paso, con cabalístico prurito, todo lo contrario que hizo Eugenio Zolli para alcanzar su destino propio.

viernes, 24 de abril de 2015

LA COMUNIÓN, DE RODILLAS Y EN LA BOCA

por el cardenal Malcolm Ranjith
   (traducción de la versión en italiano por F.I.)


Se trata de la parte más significativa del prólogo que el cardenal Ranjith, entonces Secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos bajo el pontificado de Benedicto XVI, le estampó al libro de monseñor Athanasius Schneider, Dominus est, acerca de la Sagrada Eucaristía. El título se lo hemos puesto nosotros.

La exhortación a comulgar de manera que el cuerpo mismo exprese la devoción interior ha sido abundantemente repetida a lo largo de los siglos. Así se explicitó en Trento, al indicar que «no ha de temerse de Dios castigo más grave de pecado alguno que, si cosa tan llena de toda santidad o, mejor dicho, que contiene al Autor mismo y fuente de la santidad, no es tratada santa y religiosamente por los fieles». Lo que excluía de todo punto la manipulación de las sagradas especies por quien no fuese sacerdote, según enseñanza que santo Tomás recoge en la Summa: «por reverencia a este Sacramento, nada lo toca sino lo que está consagrado, ya que el corporal y el cáliz están consagrados, e igualmente las manos del sacerdote para tocar este Sacramento. Por lo tanto, no es lícito para nadie más tocarlo, excepto por necesidad ( por ejemplo si hubiera caído en tierra o también en algún otro caso de urgencia)» (III, q. 82, a. 13).

Comunión a los manotazos o «a la bartola»,
por S.E.R., el entonces cardenal Bergoglio
Visto que los actuales abusos irrumpieron casi automáticamente después de la reforma litúrgica montiniana, a la que aparecen inevitablemente asociados, la exhortación a recibir devotamente al Señor (de rodillas y en la boca, según praxis ancestral ligada a la Misa tradicional) debiera, para ser consecuente hasta el fin, incluir la invitación a volver al culto de siempre, desechando como a experimento fallido la misa nueva. Y aunque parezca obvio que no debe esperarse un mensaje tal de parte de un hombre de la Jerarquía de nuestros días -aun de uno que celebra habitualmente según el Vetus Ordo-, la posibilidad cierta de un cisma que se otea en el horizonte próximo puede serlo también (¡así lo auguramos!) del redditus de un sensible puñado de cardenales y obispos al cauce nunca extinto de la tradición católica. Señales promisorias pueden ser textos como el que sigue, antepuesto al libro de aquel obispo que supo clamar valerosamente por una «revisión del Vaticano II» y por la promulgación de un «nuevo Syllabus» (sobre monseñor Schneider hemos tratado precedentemente aquí).


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En el libro del Apocalipsis San Juan cuenta cómo, habiendo visto y oído lo que le fue revelado, se postraba en adoración a los pies del ángel de Dios (cf. Ap 22, 8). Postrarse o ponerse de rodillas ante la majestad de la presencia de Dios, en humilde adoración, era una costumbre reverencial que Israel actualizaba siempre en presencia del Señor. Dice el primer libro de los Reyes: «cuando Salomón acabó de dirigir al Señor esta oración y esta súplica, se paró delante del altar del Señor, donde estaba arodillado con las palmas extendidas hacia el cielo, se puso de pie y bendijo a toda la asamblea de Israel» (1 Reyes 8, 54-55). La posición de súplica del Rey es clara: él se hallaba de rodillas ante el altar.

La misma tradición es también visible en el Nuevo Testamento, donde vemos a Pedro ponerse de rodillas delante de Jesús (cf. Lc 5, 8); a Jairo, para pedirle que sanara a su hija (Lc 8, 41), al samaritano que volvió para agradecerle y a María, la hermana de Lázaro, para pedir la gracia de la vida para su hermano (Jn 11, 32). La misma actitud de postración ante el asombro de la presencia y la revelación divina se nota en general en el libro del Apocalipsis (Ap 5, 8-14 y 19, 4).

Íntimamente ligada a esta tradición estaba la creencia de que el Templo Sagrado de Jerusalén era la morada de Dios y, por tanto, en el templo correspondía adoptar actitudes corporales expresivas de un profundo sentido de humildad y reverencia ante la presencia del Señor.

También en la Iglesia la profunda convicción de que en las especies eucarísticas se encuentra el Señor verdadera y realmente presente, y la creciente práctica de conservar la santa Comunión en los tabernáculos, contribuyeron a la práctica de arrodillarse en actitud de humilde adoración del Señor en la Eucaristía.

De hecho, acerca de la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas el Concilio de Trento proclamó: «in almo sanctae Eucharistiae sacramento post panis et vini consecrationem Dominum nostrum Iesum Christum verum Deum atque hominem vere, realiter ac substantialiter sub specie illarum rerum sensibilium contineri» [«en el augusto sacramento de la santa Eucaristía, luego de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles»] (DS 1651).

Además, santo Tomás de Aquino ya había definido a la Eucaristía latens Deitas (santo Tomás de Aquino, Himnos). Y la fe en la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas pertenecía ya desde entonces a la esencia de la fe de la Iglesia Católica y era parte intrínseca de la identidad católica. Estaba claro que no se podía edificar la Iglesia en caso de que tal fe se viese mínimamente afectada.

Por lo tanto la Eucaristía -pan transubstanciado en Cuerpo de Cristo y vino en Sangre de Cristo, Dios entre nosotros- debía ser acogida con estupor, máxima reverencia y en actitud de humilde adoración. El papa Benedicto XVI, recordando las palabras de san Agustín: «nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; peccamus non adorando» (Enarrationes in Psalmos 89, 9; CCLXXXIX, 1385) subraya que «recibir la Eucaristía significa ponerse en actitud de adoración hacia Aquel que recibimos [...] sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera» (Sacramentum caritatis, 66).

Siguiendo esta tradición, es claro que asumir gestos y actitudes del cuerpo y del espíritu que facilitan el silencio, el recogimiento, la humilde aceptación de nuestra pobreza ante la infinita grandeza y santidad de Aquel que viene a nuestro encuentro en las especies eucarísticas resultaba coherente e indispensable. La mejor manera de expresar nuestro sentido de reverencia hacia el Señor Eucarístico era seguir el ejemplo de Pedro, que, como dice el Evangelio, cayó de rodillas ante el Señor y le dijo: «Señor, apártate de mí, que soy un pecador» (Lc 5, 8).

Vemos en tanto cómo en algunas iglesias esta práctica es cada vez menos observada y los responsables no sólo imponen a los fieles la recepción de la Sagrada Eucaristía de pie, sino que incluso han eliminado todos los reclinatorios, forzando a sus fieles a estar sentados o de pie incluso durante la elevación de las especies eucarísticas presentadas para la adoración. Es extraño que se hayan adoptado estas medidas en las diócesis de parte de los responsables de la liturgia, o en las iglesias de parte de los párrocos, sin siquiera una mínima consulta de los fieles, aun cuando hoy día y más que nunca se habla en muchos ambientes de democracia en la Iglesia.

Al mismo tiempo, hablando de la comunión en la mano, se debe reconocer que fue una praxis introducida abusivamente y muy a prisa en algunos ambientes de la Iglesia poco después del Concilio, alterando la secular praxis precedente y convirtiéndose ahora en práctica regular para toda la Iglesia. Se justificaba tal cambio diciendo que reflejaba mejor el Evangelio o la antigua práctica de la Iglesia.

Es cierto que si se recibe en la lengua, también se puede recibir en la mano, ya que este órgano del cuerpo tiene igual dignidad. Algunos, para justificar esta práctica, se refieren a las palabras de Jesús: «tomad y comed» (Mc 14, 22; Mt 26, 26). Sean cuales sean las razones para apoyar esta práctica, no podemos ignorar lo que está sucediendo a nivel mundial donde esta práctica resulta implementada. Este gesto contribuye a un gradual y creciente debilitamiento de la actitud de reverencia hacia las sagradas especies eucarísticas. La práctica anterior, en cambio, salvaguardaba mejor aquel sentido de reverencia. Fueron emplazados, por el contrario, una alarmante falta de recogimiento y un espíritu de general desatención. Se ven ahora comulgantes que a menudo regresan a sus asientos como si nada extraordinario hubiera ocurrido. Los niños y los adolescentes están mayoritariamente distraídos. En muchos casos no se nota aquel sentido de seriedad y silencio interior que deben indicar la presencia de Dios en el alma.

Luego están los abusos de quien se lleva las sagradas especies para conservarlas como souvenir, de quien las vende, o peor aún, de quien se las lleva para profanarlas en rituales satánicos. Este tipo de situaciones se han detectado. Incluso en las grandes concelebraciones, también en Roma, varias veces han sido halladas sagradas especies tiradas por tierra.

Esta situación no sólo nos lleva a reflexionar sobre la grave pérdida de la fe, sino también sobre los ultrajes y ofensas al Señor que se digna venir a nosotros queriendo hacernos semejantes a Él, de manera que se refleje en nosotros la santidad de Dios.



jueves, 16 de abril de 2015

UNA PAVOROSA CRUZ ECUMÉNICA

«Ése no es el estrumento de nuestra redención», clamó un paisano al paso de la informe cruz, al tiempo que una bandada de siriríes hacía sentir su rechifla y las fisgonas lechuzas chistaban. Si el periplo hubiese incluido nuestro altiplano, la «Cruz ecuménica de la resurrección» (tal su sesquipedal alias) no se hubiera librado del esputo de los guanacos.

La bendición solemne
Se trata de una cruz de caños cromados rematada por un vidrio de colores. Vino de Alemania, como Hegel y como Marx, acarreada por una comitiva de la diócesis de Rottenburg-Stuttgart, y fue entregada a las Comunidades Eclesiales de Base y organizaciones ecuménicas de la Argentina en una parroquia de la diócesis de Quilmes con el fin de que «peregrine por las comunidades, barrios y parajes». Había sido bendecida por Francisco en el pasado mes de febrero, poco tiempo después de lo cual su autor murió, víctima de una extraña y fulminante infección (más información e imágenes aquí).

El secreto (si tiene alguno) del arte contemporáneo es su cinismo. Una vez deshecha la figura y burlada la representación, lo que queda es poner descaradamente en su lugar lo que el arbitrio mande. El siguiente paso ha sido, con frecuencia, la risa del "artista" en las barbas del público y la crítica, reprochándoles su candor. Así ocurrió repetidas veces con varios de los capitostes del llamado pop art, que se desenmascararon ellos mismos ante la prensa luego de ofrecer en salas de exposición las etiquetas de latas de conservas o de productos de limpieza; así lo hizo Picasso, quien no temió afirmar en un reportaje, a propósito de sus lucrativas imposturas, que «a fuerza de divertirme con todos estos juegos, con todas esas paparruchas, con todos estos rompecabezas, jeroglíficos y arabescos, me he hecho célebre, y muy rápidamente. Y la celebridad significa para un pintor: ventas, ganancias, fortuna, riqueza [...] Pero cuando estoy a solas conmigo mismo, no tengo valor de considerarme como un artista [...] Yo soy solamente un entretenedor público que ha comprendido a su tiempo y se ha aprovechado lo mejor que ha podido de la imbecilidad, la vanidad, la avidez de sus contemporáneos».

Al fondo, a la izquierda, el cardenal Ravasi,
babeante admirador del arte moderno
Lo notable -y aún no previsto en tiempos de Picasso- es que los receptores de estas deposiciones de arte sean ya no los snobs de antaño sino los católicos de hogaño, comenzando por el propio pontífice, cuya función acaba por ser la de un sol frío y húmedo a coronar la lúgubre explanada de los tiempos. Pues no se trata ya de confirmar a los hermanos en la fe sino de confirmar a los que yerran en su error. Y que esta desdichada pantomima tiene por actores a papas que precedieron a Francisco, lo comprueba el que la misma cruz y su propio autor fueran ya recibidos por Benedicto XVI en noviembre de 2010. Lo que se dice toda una «hermenéutica de la continuidad».

Si la fealdad en la mujer es más horrible que en los demonios, según proverbial expresión de Shakespeare, qué habrá que decir de la fealdad y de la calculada nimiedad emplazadas en el templo, bendecidas y honradas allí donde el pulchrum debiera reflejar la gratitud de los hombres por la obra de la Redención. No puede ser esto sino un signo -y de veras elocuente- de una presencia abominable invitada a demorarse allí donde no debe.

lunes, 13 de abril de 2015

LA ORACIÓN DE FRANCISCO

A nosotros no nos incumbe meternos en la intimidad de nadies, y menos que menos en su intimidad más íntima: la de la oración, la del trato silente y recogido del alma con Dios. Los dardos los aprontamos, en todo caso, para la actuación pública y manifiesta de aquellos sujetos cuya relevancia personal y cuyos yerros, por la amplitud de sus consecuencias, piden probar la puntería. Y esto sin que la conciencia nos lo demande -es más: espoleándonos a ello. Pero a veces se presenta la ocasión de hacer una excepción inevitable y de tratar un aspecto siempre delicado de abordar, como lo es la oración de un tercero, y nada menos que del pontífice reinante.

¿Y por qué hacer tal excepción? Porque -sin poder precisar ahora la fuente- hemos leído varias veces de boca de quienes tienen algún acceso a sus recámaras, que el papa Francisco dedica un tiempo prolongado -prolongado en virtud de su actividad- a la oración meditativa, todas las mañanas por espacio de un buen par de horas, o quizás más. Últimamente lo ha sugerido monseñor Gänswein, en un reportaje del que nos hemos servido para abordar otros asuntos (el reportaje original al prelado alemán, aquí). Junto con la capacidad de trabajo de Francisco, a Gänswein lo sorprende «su vida espiritual de oración. Como es sabido, se levanta muy temprano para meditar y prepararse para la santa misa. Impacta la coherencia entre una vida muy activa y el tiempo que le dedica a la oración, es decir, a la vida contemplativa».

A nosotros lo que nos sorprende, en cambio, es esta confidencia porque, a decir verdad, Francisco luce en sus hechos y en sus palabras como un hombre espiritualmente insípido -sino insipiente a secas. Ciñéndonos sólo a sus palabras, que suelen entrañar alguna invariable omisión o injuria de las verdades siempre predicadas por la Iglesia, Francisco aparenta -como mínimo- lo que a todas luces revela ser, según lo han retratado otros que lo conocieron de cerca: un hombre de maquinaciones, de intrigas, de astucia y cálculo para granjearse siempre mayores cuotas de poder, poco preocupado en profundizar en la inteligencia de la fe, en dejarse deslumbrar por la serena luz de la verdad que es testimonio del supremo bien. En fin: uno que encarna distinguidamente aquello que Santo Tomás refiere como «necedad espiritual» (S. Th. II-II q.46 a.2), es decir, un cierto «embotamiento espiritual» causado «por la absorción del hombre en las cosas terrenas, por lo que su sentido queda incapacitado para captar lo divino». Acá se aplican también las palabras del Señor que suelen citarse en el principio de la Cuaresma: aquellos que persiguen incansablemente el reconocimiento y la preeminencia entre los hombres, aquellos que viven engolfados en las cosas terrenas «ya han recibido aquí su recompensa», por lo que quedan desposeídos de ese gusto sapiencial de los bienes últimos que Dios concede a los que buscan el Unum Necessarium. Cosa que resulta patente en el fraseo de estos tales, que no revela la menor baquía celeste, y más cuando de ellos se espera la suprema docencia. Esto consta, para traer un ejemplo de estos últimos días, en el tratamiento que le dio Francisco al caso de los 148 mártires de Kenia, víctimas -según el telegrama enviado desde la Santa Sede al arzobispo de Nairobi- de un «acto de brutalidad sin sentido». No hace falta acumular otras muchísimas citas, a cual más desgraciada.

E insistimos sobre este punto antes de llegar a donde queremos llegar: el contraste violento e insoluble entre la sequedad personal para con el misterio y la eminentísima dignidad espiritual que se le confiere puede bien concitar en el sujeto el fenómeno erupcional de lo demoníaco, la aversión sorda y angustiante a Dios, notoria en el uso mismo de la lengua. Porque detrás del culto idolátrico del hombre (de su arbitrio, de sus gustos, de sus vicios, polo al que invariablemente tienden quienes niegan a Dios el culto a Él solo debido) quedan los intereses por pagarle a Satanás, que es cobrador sañudo e insalvable y a quien acaba por entregársele el rosquete, según sentencia el vulgo, siempre malhablado. De aquí lo terrible del carrerismo con proa enderezada a Roma.

Por eso andábamos preguntándonos, perplejos ante el testimonio Gänswein, a quién le rezará Francisco y qué le pedirá. Y la respuesta la obtuvimos del recordado Blog di Baronio, que debió contar con algún espía avezado en esto de meterse donde tantos aduladores no logran llegar pese a sus desvelos. Y ¡oh, Papa de las sorpresas!, resulta que Bergoglio nos deparaba la mayor de las tales. Con todo lo que parece impulsar las veleidades progresistas en la Iglesia, pese a sus guiños incesantes para con los enemigos de la Cruz, resulta que Francisco ¡reza en latín!, y que lo hace valiéndose de una jaculatoria atribuida a un santo del largo invierno pre-conciliar y constantiniano (aunque, urge decirlo, la fórmula está ligeramente retocada en sus términos).




En adelante, fundados en esta sorprendente novedad, nuestra percepción de este pontificado -y la de muchos, a no dudarlo- exigirá una necesaria revisión.

jueves, 9 de abril de 2015

UN CANTOR PARA LAS MISAS DE FRANCISCO

No tendría que sorprender a nadie si ahora mismo, transcurridos los rigores (¡!) cuaresmales y vueltos a sonar el Aleluya y el Gloria in excelsis en nuestros templos, las misas dominicales en San Pedro se vieran aderezadas con el canto de aquel andrógino barbado premiado hace poco en cierto festival televisivo del occidente Occidente. Es sin dudas el cantante más idóneo para las misas de Francisco después de que éste, en su escalada de sorpresas sin respiro, llegara a proponer a los transexuales como viri probati pasibles del lavatorio de los pies del Jueves Santo.

Al fin de cuentas, Bergoglio no es ningún príncipe renacentista, motivo por el que puede permitirse desairar olímpicamente al coro y a la orquesta dispuestos a agasajarlo con un concierto programado meses antes en la Capilla Sixtina (en aquella memorable ocasión, a poco de su inopinada elevación al Solio, la imagen del sitial vacío debió servir para poner de acuerdo por fin a los propugnadores y a los adversarios de la tesis de la sedevacancia, que al menos esta vez no podía sensatamente discutirse). Pero a lo que el Santo Padre y el poderoso lobby que lo secunda no le hurtarán jamás el bulto, vistas las cosas en su cruda evidencia, es a prodigar toda suerte de atenciones a los reos del vicio nefando, tal como lo dejaba entender el inaudito mamarracho redactado en el pasado Sínodo de la Familia (¡!): «las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana», etc., etc.

La eventual presencia  en una misa pontificia de Conchita Wurst (tal el alias del depravado cantor aludido más arriba) no revistiría, en rigor, mayor gravedad que el lavado de los pies de un pervertido contumaz concretado por el propio pontífice, al que luego -pese a la prescripción que hace de las Sagradas Especies aquel eminentísimo bien non mittendus canibus- se le dio la sacrílega comunión para regocijo de las cámaras. No faltará un Paco Pepe de la Pecunia que sepa valorar a su debido tiempo la osadía de un Wurst refregándose contra las columnas de Bernini, tal como valoró positivamente el reciente caso del transexual.

Lo cierto es que, si hay que atender a las galopantes pruebas que así lo indican, ese magma de herejías que genéricamente denominamos «modernismo» ha revelado al fin su inspiración bajoventral, agravada por los usos contra natura. Si no menos evidente resulta la difusión del fenómeno en todos los ámbitos (el legislativo, las finanzas, la política, el espectáculo), su irrupción ostensible y ostentosa en la nueva Iglesia parece estar sellándole a ésta la frente con aquel nombre que leyó el Apokaleta (17, 5): Mysterium: Babylon magna). Símbolo elocuente de este estado de cosas -el de la sustitución arquetípica de la santidad por la sodomía- es la probable remoción de la estatua del padre Junípero Serra, evangelizador de los indios de California, por una de la lésbica astronauta Sally Ride en el Capitolio de los Estados Unidos.

La consagración oficial -aún en ciernes- del más vergonzoso de los desafueros en la misma Iglesia, sazón última en la espiral descendente de los tiempos, no puede sino atraer plagas y calamidades sobre todo el mundo, aparte de las ya en vigor. Motivo por el que la ciudadanía, incluso la honorable turba de los ateos y antinomistas varios, debería evitar congraciarse con tanto prelado apóstata, acarreador seguro del mayor de los daños para la muelle esperanza terrena. Y serrucharse las manos antes de aplaudir la futura presencia de travestidos en el presbiterio de San Pedro.

domingo, 5 de abril de 2015

ÉSTA ES LA VICTORIA QUE VENCE AL MUNDO

«Se formó, en aquellas mentes lentas en creer, una persuasión firme que en ellos llegó a mudar y a subvertir el estado de ánimo anterior, dándoles un corazón nuevo. En estos decepcionados, en estos hombres descorazonados, abatidos y deprimidos por la espantosa catástrofe en la cual había naufragado, junto con la vida y el honor de su Maestro, incluso la esperanza de un porvenir más radiante, la fe en el Resucitado suscita testimonios a frente erguida, que se ofrecieron a Él hasta el derramamiento de la sangre.

Entre la pequeña grey dispersa que poco antes se escondía apocada y temerosa y el grupo unido, compacto, ávido de conquistas, se advierten varias divergencias: hay una transformación, un heroico vuelco de sentimientos sobre el que viene a fundarse ahora su voluntad. Anticipándose en algunos años a la palabra más tarde acuñada, puede decirse que de ahora en más ellos son cristianos, vale decir, hombres para los cuales Cristo es la vida y que lo subordinan todo a su servicio: que no oscilan ni ceden en ninguna cosa al mundo -salvo, sólo por algún breve instante, a su antiguo sueño carnal. Entonces, el secreto de tan admirable mutación es la así llamada Fe del día de Pascua: ¡verdaderamente Cristo ha resucitado!  Este hombre abandonado por ellos, y que habían visto desamparado por el Padre celeste, y que había sido por sus enemigos desafiado -en vano- a salvarse; este condenado, este ajusticiado en el patíbulo vive, Él ha resucitado, Él es el Señor. Él está sentado a la derecha del Padre. Esta persuasión indomable no puede ser fruto de una prolongada incubación mental, el término en el que desemboca una elaboración doctrinal, la revancha y la reacción imaginaria por las persecuciones padecidas, la proyección de las antiguas Profecías. No es ésta una consecuencia, sino al contrario: una causa que subsiste por sí y todo lo sostiene, todo lo explica desde su aparición: no es un desenvolverse y un desarrollarse, sino el sostén inicial y el primer estremecimiento de la vida cristiana»

L. de Grandmaison, Jésus-Christ, son message, ses preuves.




SURREXIT DOMINUS VERE. ALLELUIA!               (Gregoriano)




viernes, 3 de abril de 2015

AL ÁRBOL DE LA CRUZ





Árbol feraz, invicto sobre todo
que, enhiesto en lo escarpado de la piedra
y hendiendo el cielo, de sus auras medra,
raíz en alto, con no usado modo,

deja llegarme a ese empinado codo
en que se muda el hombre y no se arredra
al verse renacer como la hiedra
en tu redor, de luz y paz beodo.

Deja que more siempre aquí escondido,
que coma de tus frutos, y a tu techo
repare los langores de esta vida,

oh Leño del honor más acrecido,
aquel que el Rey, cual recamado lecho,
quiso acordar para su prometida.


Fray Benjamín de la Segunda Venida