miércoles, 10 de agosto de 2016

AMISTADES TURBADORAS, CON TURBANTE

Al final, la prepotencia musulmana encontró la ocasión -bah, era del todo previsible- de asociar explícitamente a Francisco a sus bravatas. Ya no bastaba el cinismo de los mismos "refugiados" proclamando a voz en cuello, en el corazón mismo del acogedor suelo occidental, la realidad de las estadísticas que hablan de la irreversible expansión demográfica muslim en una Europa cada vez más estéril en hijos (y la consecuente advertencia de que francesas y alemanas serían generosamente acogidas en el harem); ya no era menester desafiar con arrogancia a los anfitriones enrostrándoles su molicie y apocamiento, al punto de osar arrancarle a un fraile el crucifijo del cuello en plena vía pública, sin recibir de los testigos del hecho la justa reprimenda. Ahora los esbirros de Mahomete son capaces de entrar a una iglesia y extender su alfombra para orarle a Allah, apelando para ello a la venia del Obispo-vestido-de-blanco: «el Papa nos ha dado permiso», dicen, jactanciosos.

Hasta el más distraído de los pastores trashumantes del desierto, de esos que detienen de tanto en tanto la marcha de sus rebaños para rezar en dirección a La Meca, sabe que debe evitarles a sus ovejas el comer ciertas hierbas tóxicas y, en caso de darse algún caso de ingesta accidental, sabe cómo acudir a normalizadores gástricos o antídotos que el mismo medio natural le provee. Pero los pastores de la iglesia conciliar (esta denominación la inauguró el mismo sustituto de la Secretaría de Estado del papa Paulo VI, monseñor Giovanni Benelli. Vid. aquí) han alimentado a sus greyes con ponzoña, y no han buscado redimirlas de su creciente debilitamiento sino con renovadas dosis del mismo veneno que las postró. Consten, como indecoroso botón de muestra de lo dicho, las recientes declaraciones del episcopado argentino, condenando la corrupción política no por destruir el bien común ni la felicidad social, sino por destruir «la democracia».

Ya en sus días Juan Pablo II había instado a los fieles a «estudiar el Corán», no sabemos si con el propósito de conocerlo más para mejor rebatirlo o quizás para que los católicos hallaran improbables confluencias con los muslimes en la «adoración al mismo Dios» (sic). Los poderes públicos de la Europa laicista, tan reacios a admitir sugerencias del poder eclesiástico, se muestran hoy dispuestos a seguir la admonición del Magno, instaurando para ello cátedras obligatorias de Corán en las escuelas secundarias. El caso es que nuestros jerarcas, a la par que nuestros gobernantes, parecen no haber recalado nunca en aquel capítulo 13 del Eclesiástico que advierte acerca de la importunidad de estrechar ciertos vínculos reñidos con la naturaleza de las cosas: «el que toca la pez, se mancha», o bien «¿cómo juntar la olla de barro con la caldera? Ésta chocará con aquélla y se quebrará», no menos que «¿cómo se podrían juntar el lobo y el cordero? Lo mismo sería unir al impío con el justo». El refranero, que en tiempos más felices asomaba por la boca de los sencillos, supo sintetizarlo en memorable sentencia: cada oveja con su pareja. Es lo que Aristóteles precisó acerca de la homoiosis o igualdad que cumple haber entre amigos: «toda amistad se apoya en una semejanza». ¿Cuál podría haber entre quienes afirman la divinidad de Cristo y quienes la niegan como a una ocurrencia blasfema?

Atar nudos imposibles debía ser la tarea y el convite de estas conciencias revolucionadas, siempre fatalmente desconocedoras de la naturaleza humana y de las leyes que gobiernan la realidad moral, la realidad. No es para ellos que se recogieron alguna vez aquellas máximas sapienciales -lo que no los habilita, por cierto, a abrir las puertas de nuestros templos asaz vejados por la contaminación modernista para que ahora sean transformados en establos a instancias de los de la medialuna. ¿Es la hora, tal vez, de reflotar aquella rechazada tesis del "Anticristo colectivo", recordando que la Cristiandad medieval reservó el nombre de «falso profeta» a Mahoma (y, por consiguiente, a la marea musulmana)? Si la figura de la Bestia política podría concordar con la masonería y el sionismo, fuertemente sospechadas de estar detrás de la migración masiva de mahometanos al Viejo Mundo, ¿con quién habría que asociar a la Gran Prostituta que, merced al pan-ecumenismo ampliamente predicado, se acuesta con los de la cimitarra, con los circuncisos, con los más rabiosos ateos y con quien viniere a caso?

Si la iglesia conciliar no estuviera abocada a su autodestrucción, atendería las enseñanzas de aquel eximio doctor de la Iglesia católica que fue san Francisco de Sales, cuyo juicio en lo tocante a las amistades ilícitas suponía una triple imperiosa actitud de distanciamiento, que el santo sintetizó en la triple orden «rompe, corta, rasga». El Zote coronado, siempre tan adscrito a los más infames aspavientos propios de la sobrecivilización, advierte, en cambio, que no hay "violencia islámica" sino más bien una "violencia católica" reconocible en los incidentes domésticos de bautizados que acaso no hayan concurrido nunca a Misa. No hay necesidad de decir más. La próxima palabra, como en hitos crecientes de una conquista anunciada, la dirán los yihadistas. Que odian a la Gran Prostituta y no creen en sus remilgos, y que -confundiéndola con la Iglesia de Cristo- la despellejarán al modo en que lo hizo don Quijote en la célebre aventura de los odres. Ellos serán -a su homicida modo, atizados por los verdaderos dueños de la escena, los del mandil a buen recaudo- los que apliquen el triple expediente del de Sales.