Ahora bien: si el novel papa vio tan tempraneramente amenazada su reputación y supo acudir a la brecha sin pestañear, no ocurrió lo mismo en muchas otras ocasiones en que terceros pusieron en su boca palabras poco edificantes e incluso lesivas para los oídos piadosos que hubieran merecido una contundente desmentida (algo de esto tratamos en su momento, aquí). El último en cuestión -aún no refutado ni por Francisco ni por su benemérito trujamán, R.P. Lombardi- es el conocido amigo ateo de Bergoglio, el periodista Eugenio Scalfari, el mismísimo autor de dos desgraciadas entrevistas en las que el pontífice le surte muy poco católicas confidencias. El barbicano copista de los dislates del Santo Padre alude, en el último editorial de su diario La Repubblica, a la remozada doctrina bergogliana acerca la eternidad de las almas y del destino final de los muertos en pecado. A saber:
si el egoísmo deprime y sofoca el amor hacia los demás, ofusca la chispa divina que está dentro de él y se auto-condena. ¿Qué le sucede a esta alma apagada? ¿Será castigada? ¿Y cómo? La respuesta de Francisco es neta y clara: no hay pena sino aniquilación de aquella alma. Todas las otras participan de la beatitud de vivir en presencia del Padre. Las almas anuladas no toman parte de aquel convite: con la muerte del cuerpo su recorrido ha concluido.Como lo recuerda Antonio Socci, la nueva lección de soteriología ya había sido oportunamente difundida por el propio Scalfari hace unos meses en otro editorial:
El Papa sostiene que si el alma de una persona se encierra en sí misma y deja de interesarse por los otros, esta alma no emite más fuerza alguna y muere. Muere antes de que muera el cuerpo, como alma deja de existir. La doctrina tradicional enseñaba que el alma es inmortal. Si muere en el pecado lo expiará después de la muerte del cuerpo. Pero para Francisco evidentemente no es así. No hay un infierno y ni siquiera un purgatorio.

Este extenuante pontificado agrega, de paso y para los curiosos, una nota de desconcierto relativa a la conocida profecía del Pseudo-Malaquías, que trata de la sucesión de los papas hasta el fin del mundo. En efecto, no podemos entender a qué título pueda atribuírsele a Francisco aquel In extrema persecutione sedebit... Petrus Romanus, lema que le correspondería según el orden de sus predecesores. Sí nos queda claro que, en el contexto abiertamente disruptivo de la Iglesia de los últimos cincuenta años, este papa representa una consumación que no puede quedar elidida en su lema específico. Baste señalar que el fatídico Jubileo de la Misericordia al que le plugo ahora convocar, a diferencia de los jubileos extraordinarios celebrados en precedencia, no tiene a Cristo y la Redención como motivo a celebrar sino el cincuentenario de la clausura del Concilio Vaticano II.
Nos viene a la mente aquel emperador del Sacro Imperio, Federico II Hohenstaufen (1194-1250), a quien por sus ocurrencias siempre inadecuadas a un príncipe cristiano y por su invencible afán de novedades se lo llamó Stupor mundi, el estupor del mundo. Sus recurrentes herejías le granjearon también el mote de «Anticristo», y no faltaron quienes vieron en él al typos de aquel tirano orbital de las postrimerías. Un papa de implacable verbosidad anticatólica también podría merecer el lema de Stupor mundi si al Pseudo-Malaquías se le pudiese hacer una oportuna enmienda o intercalarle algún emblema pontificio que corresponda fielmente a lo que vemos. Pero quizás le cuadre al dedillo uno como Stuprum Satanae, en atención a ese maldito infiltrado en la Iglesia cuyos humos fueron denunciados nada menos que por Paulo VI a poco de clausurar el último concilio y que no han dejado ni un momento de extenderse, dando lugar a este paroxismo del horror que padeceremos hasta que Dios diga basta.