jueves, 30 de octubre de 2014

ARLEQUINES MALÉFICOS

En las penas de los réprobos, tal como se las describe en la Divina Comedia, concurre la llamada «ley del contrapaso» (de contra - patior, que supone infligir a los condenados una pena contraria a su culpa, o fundada en alguna analogía irónica con la misma). Así, por ejemplo, los que nunca tuvieron un ideal en esta vida se ven conminados a correr eternamente detrás de una bandera; los avaros y los pródigos, bajo la mirada de Plutón, arrastran pesadas cargas con el pecho en opuestos semicírculos, en cuyos puntos extremos se encuentran para lanzarse recíprocos reproches.

Era admisible que a nuestra sociedad de la banalidad y las satisfacciones epidérmicas, tan ganosa de sorpresas, le llegara un pregonero de un Dios-de-las-sorpresas a la más cabal medida de la mediocridad ambiente. Pues, como lo recuerda  el padre Petit de Murat, el nuestro «es un siglo de sorpresas, no de admiraciones. La sorpresa lleva al acostumbramiento y al hastío. En cambio, la admiración es siempre nueva». La admiración corresponde, en todo caso, a la contemplatio, esa forma sobreeminente de actividad que la sociedad moderna trocó por el activismo ciego. Ese afán inmoderado de sorpresas que embarga a nuestros contemporáneos es el que explica tantas patologías sociales recurrentes, desde la toxicomanía hasta el divorcio.

Pero como un mal arrastra siempre a otro, no era suficiente castigo éste de la avidez de novedades y de la entronización consecuente del popular bufo Francisco, intérprete consumado de esta universal flaccidez del espíritu y surtidor incansable de sorpresas verbales sapientes haeresim, male sonantes, suspectae, impiae, blasphemae, temerariae. Si a este expositor urticante de un evangelio que no conocíamos le cabe inmejorablemente aquello que el Apóstol fulmina en Gálatas 1,8 («aun cuando nosotros o un ángel del cielo os anunciase un Evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema»), admítase al menos cambiar el lema de su escudo papal por aquel más pertinente de non nove, sed nova, suficientemente expresivo del carácter oracular que la vasta tribuna le ha concedido al neopontífice.

Pero volvamos, ¡ea!, que estábamos en que no era éste suficiente flagelo. Si había una sorpresa indeseable para degustar, era ésta de los payasos maléficos que están creando una psicosis en Francia, donde mucha gente evita salir de noche por temor a ser asaltada por algunos de estos arlequines armados de barretas de hierro y hachas que salen a vapulear los cráneos de los viandantes. Se teme que la aborrecible moda de festejar Halloween provoque el próximo 31 una exacerbación de esta manía, y que las cosas se salgan de su quicio irreparablemente, con víctimas y destrozos a raudales.

En sazón tan coincidente, la analogía con Francisco resulta inevitable, casi un fenómeno de reciprocidad o feedback. Porque es el mismo papa que acepta vestir la nariz de payaso, jugar con pelotitas en sus audiencias o ser enlazado por la oreja con un rosario el mismo que luce ferocísimo a la hora de castigar despóticamente a quienes -o por fidelidad a la Tradición o por probidad en sus respectivas funciones- caen en sus desaprensivas garras. Al paso que las sorpresas no cejan, y que un orden episcopal compuesto casi íntegramente por fautores del mundo al revés se muestra dispuesto a otorgar los sacramentos del «bautismo, reconciliación, eucaristía y confirmación» a quienes los soliciten, incluyendo «todas las situaciones pastorales [de] uniones de personas del mismo sexo, así como [de] cambio en la identidad de género», con sólo solicitar «la licencia escrita del Ordinario del lugar» (El acompañamiento pastoral de los fieles que han hecho cambio civil de género. Consideraciones canónicas-pastorales, documento de los obispos argentinos encabezados por monseñor José María Arancedo y la puta madre que los parió). En tanto, según la amenaza que pesa sobre los fieles de la italiana diócesis de Albano, la sola participación a la Misa y a los sacramentos celebrados por sacerdotes de la FSSPX ha sido considerada causal de excomunión por el obispo local (ver el reporte de Magister aquí).

Arlequines maléficos, payasos homicidas, bromistas letales, simpaticones sicarios que han acaparado Solio y Sedes, y que en el Inferno dantesco, vestidos con bonete de circo y cotillón, y entre esputos y coces, podrían ser interpelados sin pausa por aquellos usurpadores de la cátedra de Moisés que al menos tuvieron una caída más decorosa.


lunes, 27 de octubre de 2014

ASÍ LE PAGAN AL PAPA SUS ATENCIONES

Parece que hubo algún revuelo hace unos días por la portada de un tabloide argentino que, a raíz de las lamentables capitulaciones del Sínodo en orden a la moral sexual, se animó a insultar rotundamente al Papa. Se trata de una publicación que, al amparo del capital contante y sonante, entrega sus regulares cretinadas para el gusto de un público cuyo cinismo viene a ocupar el lugar que otros otorgan al honor.

No les basta con ser burgueses, sino que lo son de izquierdas, lo que pone un sensible coto a su desparpajo. Vaya alguno, si no, a burlarse de las Madres de Plaza de Mayo delante de estos lanzadores de fango, y verá si no tienen sus vacas sagradas -cuyo explícito culto, por añadidura, es capaz de otorgar ese empleo remunerado tan necesario en los días que corren. Ése es el momento en que el omnímodo guasón se trueca insospechadamente en apologista; el momento en que una voz anuncia desde las sombras, al tintineo del metal áureo y con vagas inflexiones yiddish, que «se acabagon las bgomas».

Pero no vamos a detenernos en estos plumíferos para quienes las señales del desenlace escatológico de la historia serán siempre interpretadas conforme a la segunda acepción del término, la única que conocen: como una arrolladora marea fecal. Atendamos sólo al retraimiento culpable de la Iglesia que, deponiendo en las últimas décadas todo ímpetu de lucha, ha permitido a sus enemigos que se le rían en la cara, aun cuando se mostraba tan condescendiente y tan proclive a pactar con ellos.

Vuelve a las mientes el pasaje del Apocalipsis (17, 16), cuando se habla de aquellos diez cuernos y de la Bestia marina que, pese a sus pasadas componendas con ella, «odiarán a la prostituta y la despojarán de sus vestiduras» para comer al fin sus carnes. Si de algo estamos seguros es de que, a diferencia de la conciliar, la Iglesia fustigada por los modernistas como "constantiniana" nunca hubiera podido decirse "prostituta". Sus enemigos le temían, y no esperaban intercambiar dones con ella. Ahí está el caso de los rojos, en la Guerra Civil española, que evitaban por todos los medios enfrentarse a requetés recién comulgados.

A expensas del aggiornamento en vigor, hoy hay que soportar todo tipo de afrentas (y algunas, como la que aquí nos ocupa, no tan precisamente infundadas). Con razón alertaba dom Guéranger, hace más de cien años, que los enemigos del nombre cristiano «triunfan viendo a católicos a remolque de sus sistemas y se aplauden por el progreso que han hecho, hasta imponer su lenguaje y sus ideas» (El sentido cristiano de la historia, trad. por Cora de Zaldívar, Buenos Aires, Iction, 1984, pgs. 58-60). Tanto que no faltan entre el enemigo aquellos que, entre el universal y sospechoso coro laudatorio, son capaces de manifestar su asco ante tanta cobardía.

Lo supo el gran benedictino de Solesmes:
hoy más que nunca, que se comprenda bien, la sociedad necesita doctrinas fuertes y consecuentes consigo mismas. En medio de la disolución general de las ideas, solamente el aserto, un aserto firme, denso, sin mezcla, podrá hacerse aceptar [...] Como en los primeros días del cristianismo, es necesario que los cristianos impresionen a todas las miradas por la unidad de sus principios y de sus juicios. No tienen nada que recibir de ese caos de negaciones y de ensayos de toda clase que atestiguan bien alto la impotencia de la sociedad presente [...] Mostraos pues a ella como sois en el fondo, católicos convencidos. Ella tal vez tenga miedo de vosotros durante algún tiempo; pero, estad seguros, ella volverá a vosotros. Si la halagáis hablando su lenguaje, la divertiréis un instante, luego os olvidará; porque no le habréis hecho una impresión seria. Se habrá reconocido en vosotros más o menos, y como tiene poca confianza en sí misma, tampoco la tendrá en vosotros.

jueves, 23 de octubre de 2014

PRECURSORES DE TUCHO Y DE FRANCISCO


- ¿Qué les diría a quienes critican a Francisco porque con este sínodo se abrió una "caja de Pandora"?

- Que si no se abre la "caja de Pandora" lo que se hace es esconder la mugre debajo de la alfombra, meter la cabeza en un hueco como las avestruces, alejarnos cada vez más de la sensibilidad de nuestra gente...

(de la entrevista de La Nación a monseñor "Tucho" Fernández, disponible aquí)



Aparte otras expresiones vertidas en la clamorosa entrevista en cuestión -reveladoras de infidencias múltiples y de aquello que en criollo académico diríase mala entraña-, la frase aquí apuntada vale como síntesis de un programa, quizás la mejor que Francisco o cualquiera de los suyos podían haber intentado de este pontificado de pesadilla y de sus infames propósitos. Esto que pasa por una inocua entrevista, impresa en papel prensa para ser depuesta en la mesa de familia junto al café con leche y las medialunas, es el alegato de un demonio suelto o de uno de sus más convencidos servidores. Y casi nadie se percata a causa del doping en el que las preocupaciones y los entretenimientos sumergen a las masas, cada vez más irreflexivas y sordas.

[Entre paréntesis señalemos que ese "esconder la mugre debajo de la alfombra" a que el insigne medioletrado alude como alternativa (execrada) a la «solución Pandora» no es otra cosa que el adulterio y la homosexualidad, es decir, aquellos vicios incorporados al nuevo orbe de la virtud según una estrafalaria concepción gradualista, fundada esta vez no en la gracia sino en "la sensibilidad de nuestra gente", y que supone entre el pecado y la gracia una mera diferencia de escalones. Volens nolens, Tucho el avestruz reconoció como mugre a la impureza, y sólo pidió no esconderla. Y es que de eso se trata: no de esconderla sino de señalarla como a tal, y de instar a todos a una conversión real para dejar atrás las penosas sujeciones que el pecado acarrea. Pero no era éste el programa del Sínodo. «No esconder el pecado», para éstos, equivale a exhibirlo en triunfo].

«Abrir la caja de Pandora» es, sin más ni más, liberar todos los males sin esperanza, según lo refiere Hesíodo en su poema didáctico de los Trabajos y días. Que en tren de hacerlo concordar con el relato bíblico de la caída de nuestros primeros padres, como ya fue intentado por diversos autores, merece le sea señalada esta fundamental distinción: a Adán y Eva les fue prometido un Redentor, lo que en el relato del Génesis instala fuertemente la esperanza, ausente (o bien escondida en el fondo de la caja, negada al mundo) en el mito de Pandora. Lo que a su vez nos induce a entender el mito más que como una explicación de los orígenes, como una vaga profecía de las ultimidades. Porque aquellos que habiendo recibido la redención de Cristo, habiendo sido beneficiados por esa ley de la Gracia que los antiguos añoraban entre gemidos, recaen en la pretensión de legislar acerca del bien y del mal según su propio arbitrio, ¡ay de ellos, porque ya no tienen salvador posible, se han exterminado la esperanza! «Abrir la caja de Pandora» es volver a aceptar la sugestión de la serpiente, pero esta vez muy a sabiendas de la consecuencia que esto acarreó en los orígenes, y despreciando el sacrificio de nuestro Redentor por la liberación de los cautivos.

Conocidas las veleidades judaizantes de Bergoglio y sus amigos, no será inoportuno ni fantasioso recordar tres antecedentes hebraico-cabalísticos de esta perversa concepción que aquéllos actualizan. Uno fue Sabbetai Zeví, falso mesías judío del siglo XVII, de quien es la aberrante fórmula: «Tú eres bendito, Señor Dios nuestro, rey del universo, Tú que permites lo que está prohibido». La trayectoria de este lunático tiene como escenario las ciudades de Esrmirna, Constantinopla, El Cairo y Jerusalem, entre otras, donde su prédica experimentó una suerte voluble entre el rechazo más categórico de unos y la adhesión fanática de otros tantos. La modificación y aun la supresión a su antojo de la legislación judía se cuentan entre sus mayores logros, al menos durante los días de su embriagante apogeo, en que llegó a proclamar, para confutación de sus adversarios, que "el mundo sigue al mesías, a excepción de diez u once hombres" (nótese, apenas como detalle secundario, el paralelo con el "grupo de seis o siete muy fanáticos y algo agresivos, que no representaban ni el 5% del total", referencia de Tucho a los obispos refractarios a las novedades morales alentadas durante el Sínodo). Luego vino la fingida conversión al Islam, por la que Sabbetai vino a ser judío entre los judíos y musulmán entre muslimes, cultivando una mezcolanza sincrética de los ritos de ambas religiones, siempre sin abandonar la herejía antinomista que informó todas sus acciones. Detectada la duplicidad del impostor por las autoridades musulmanas, que un martes 13 lo reconocieron vistiendo la kippah, fue arrestado y se le perdonó la pena capital a que se había hecho acreedor por el delito de apostasía, a trueque de un destierro que atrajo sobre él la desgracia y posterior muerte. La secta por él fundada logró sobrevivir a su mentor.

De ésta justamente sale un segundo sujeto digno de sucinta evocación, el sabbetiano Osman Baba, judío ruso que actuó en las primeras décadas del siglo XVIII, por nombre de nacimiento Baruchia Russo. En apariencia convertido él también al Islam, no hizo sino extremar hasta la náusea las premisas de su antecesor: de la inversión teórica de los valores pasó a su explícita aplicación práctica, reconociendo como única legislación la que regulaba los rituales orgiásticos que celebraban los de su entorno, que lo tenían como a una especie de encarnación divina. El tercer retoño de la estirpe, Jacob Frank, judío polaco que vivió entre 1726 y 1791, supo vincularse bien pronto en sus correrías turcas a la secta aún bogante de los sabbetianos. Yendo sin pausa de Polonia a Turquía, pronto se hizo de un considerable círculo de adeptos, todos igualmente dados a las aberrantes prácticas sexuales y profanatorias del líder. Convertido estratégicamente al Islam en una de sus estadías en Turquía, y fingiendo luego su cristiana conversión en Polonia, donde los jefes de la Sinagoga ya empezaban a acorralarlo, logró arrastrar a un considerable número de infelices que lo creían un mesías. Tiempo después de su resonante bautismo y de haberse ganado incluso la confianza del rey, su impostura fue descubierta, lo que le reportó duradera prisión en la fortaleza de Czestochowa. Desde allí, a medida que el régimen carcelario se le fue suavizando, logró entablar contactos a través de sus emisarios con la monarquía rusa, lo que fue preparando el terreno a fuerza de intrigas para el avance ruso sobre Polonia y la liberación del criminal cautivo en agosto de 1772. Desde entonces funda una especie de corte mesiánica en Brno, con un ejército altamente dotado y con notable capacidad de infiltración en las principales cortes europeas. Gentes de Frank anduvieron en los tumultos franceses de 1789 y en los ejércitos napoleónicos, y el futuro emperador de Rusia Pablo I habrá salido de su gusanera. Luego de instalarse en 1786 en Alemania, en el castillo de Offenbach donde morirá años después, no hizo sino continuar atizando desde allí sus planes clandestinos, en conformidad con el expreso propósito de su predecesor Osman Baba de abatir a  la Iglesia y llevar adelante una revolución mundial. Varios de sus seguidores se afiliaron a la masonería, en cuya jerarquía alcanzaron altos grados.

Cuanto al sectarismo y a la impostura sincrética bajo capa de bonhomía ecuménica, no cuesta mucho vincular a Bergoglio y sus colaboradores con estos lejanos antecedentes. En lo de las prácticas sexuales aberrantes la presunción se impone, al comprobarse cuánto se ha mostrado capaz el Sumo Pontífice de colocar en puestos clave del gobierno de la Iglesia, y en la dirección intelectual del Sínodo, a figuras que parecen más bien impuestas por el lobby gay que por una cruzada auténticamente reformista. Si hasta su propio secretario privado, monsiñorino Pedacchio, no ha podido evitar la filtración pública de sus bufarrones ocios. A Francisco, para completar la similitud con los abominables sabbetianos, sólo le falta proclamarse mesías. Cosa de la que no está muy lejos o que, de hecho, ya está indirectamente haciendo, al promover nada menos que la abolición de la ley dimanada de los mismos labios de Jesús.

Superior a Cristo, en virtud de la ley incontrovertible de la evolución: la alianza nueva y eterna tenía fecha de vencimiento. Lo había dicho el benemérito Fernándulez: el tiempo es superior al... ¿despacio? Ya no hace falta ser un judío cabalista para encarnar el Ánomos: basta con estar en la cima de la Iglesia adulterada. Así y todo, lo que Tucho y Pancho y Chicho desconocen es que el contenido de la caja de Pandora, volcado sobre el mundo a instancias de la Gran Apostasía, conserva para la Iglesia remanente el don negado a ellos. Y ese don es la garantía de otro aún mayor que, pese a todos los contrarios desvelos, no le será quitado.

domingo, 19 de octubre de 2014

LO QUE TENGAS QUE HACER, HAZLO PRONTO

por Antonio Caponnetto


Significado de la traición

Reunidos en el Cenáculo, Jesús y los apóstoles cenan por última vez, celebrando la postrimera Pascua con el Señor de los Cielos en la tierra.

Escena conocida si las hay, y plasmada en palabras o en lienzos, en frisos y en poemas por los grandes artistas de signo cristiano.

Paradojas del existir en el Evangelio: aunque el centro de aquella reunión era el gozo eucarístico, San Juan nos cuenta que “Jesús se entristeció en el espíritu y protestó exclamando: ‘en verdad, en verdad os digo, que uno de vosotros me traicionará’” (Juan XIII, 21-30).

¿Cómo se explicaba aquella tristeza inefable de Dios? Varias respuestas caben. Desde la de San Agustín que, frente el gesto humano y legítimo de la pena divina, vio rodar por el piso los argumentos estoicos sobre la inmutabilidad del sabio, hasta la de Chesterton que sostuvo que -excepto la risa y por ser tan grande, reservada entonces a los tiempos parusíacos- el Redentor no ocultó ninguno de los sentimientos que brotaban de su naturaleza humana.

La mejor respuesta, sin embargo, nos sigue pareciendo la de San Juan Crisóstomo.

“Cuando una causa urgente –escribe- obliga a separar, antes de recogerse la mies, a algunos de los falsos hermanos, no puede hacerse esto sin que la Iglesia se entristezca”.

Hay una pena inmensa en la Iglesia cada vez que los hermanos que la integran caen en falsía, perjurio o deslealtad manifiesta. ¿Cómo no ha de tener esa pena la insondabilidad de un pozo sin fondo visible, cuando entre los hermanos felones se cuentan muchos de los herederos de los apóstoles y el mismísimo sucesor de Pedro?

Pero sigue distinguiendo el Crisóstomo. El quebranto de Jesús no lo sufrió en la carne cuanto en el alma y antes en el alma que en la osamenta.

Porque en tamaña ocasión de escándalo, como lo es la evidencia de la traición, el Señor se turba por la caridad no por el remordimiento. Por la caridad hacia el buen trigo entreverado con la cizaña, y corriendo el riesgo de verse arrancado con aquella. El Señor se turba por su propia voluntad misericordiosa, no por debilidad. Nadie lo obliga a afligirse –que nadie tiene imperio sobre Él-; su aflicción es voluntaria y consoladora, para cargar sobre sí las debilidades de quienes no pueden sobrellevar tamaña artería y vileza manifiesta.

Es la Revelación de la Tristeza, que nos cantara José María Fernández Unsain:

“Mira cómo lo adorna la divina
tristeza con que luce su belleza…
Mira, Señor, ya baja la neblina,
ya muere, ya nos hiere la tristeza”

No queremos ocultar nuestra tribulación ante esta Iglesia traicionada por quien debiendo comportarse como el Vicario del Esposo, emula al oscuro desertor de Keriot. Y no trepida en contemporizar desde Roma con los cultores de las costumbres nefandas o del vicio contra natura. Los mismos que provocaron el derrumbe justiciero de aquellas ciudades edificadas sobre el Valle de Sidim, cuando el Dios de los Ejércitos estalló en justificada cólera.

Sólo queremos pedir que nuestra compunción halle sostén en la de Cristo, que para eso nos la ofreció. Que nuestras lágrimas sean un coágulo de cielo en las pupilas, al buen decir de Anzoátegui; asociadas a Aquél que tuvo que llorar ante los muros del lugar sagrado.

Sólo queremos recordar, en suma, que hasta la traición ocupa su lugar en la Pedagogía Divina, y por eso está prevista en las Escrituras, como cuando David se angustia por la deslealtad de Aquitófel, y el salmo canta: “el que come el pan conmigo, levantará contra mi su calcañar”(Sal. 40, 10).

David es el tipo de Jesús, Aquitófel el de Judas. Los dos traidores, los dos dándose muerte por su propia mano. Pero ante sendos casos –acíbar duro de ingerir y hasta de oler- es la invocada Pedagogía Divina la que resuelve el drama. Así lo juzga el Cardenal Gomá: “Desde ahora os lo digo, antes de que acontezca; a fin de que viéndole víctima de la traición villana, no le tengan por imprevisor a Dios y disminuya su fe; antes, por el contrario, el cumplimiento de la profecía sea un motivo más de credibilidad para ellos. Para que cuando aconteciere, creáis que Yo Soy”.

El cumplimiento de las Profecías: el Pastor Insensato, la Fiera de la Tierra, el Preludiador de la Bestia, el Propagandista del Anticristo, la Iglesia de Laodicea. Nada de esto nos quita la Fe ni la Esperanza. Nos la confirman; y anticipan la Felicidad tras la última batalla, que ya es difícil y cruenta, y lo será todavía más.


El vértigo del traidor

Volvamos a la escena del Cenáculo. Todavía falta un desenlace más conmovedor y más tenso del que ya mentamos.

Señalado el traidor por su nombre, Jesús le dice: “Lo que tengas que hacer, hazlo pronto”.

También estas perícopas han dado lugar a reflexiones concurrentes. Orígenes se pregunta si no eran palabras dirigidas antes al demonio, que ya había entrado en el Iscariote, que al Iscariote mismo. Puede ser. Pero San Agustín en esto, parece sacarnos más provecho con sus comentarios.

El Señor, por lo pronto, está provocando al adversario a la lucha: No te quedes quieto. Sigue cuanto antes con tu maldito propósito. Yo sé bien cuál es mío y lo cumpliré acabadamente.

El fruto de ese “hacer pronto” lo inicuo que planeaba era la misma redención, “lo que no quería se retardase ni evitarse, sino que se apresurase cuanto fuera posible”, prosigue Agustín. La prontitud pedida al felón no es para cooperar con su malicia, ni siquiera para precipitar la caída del pérfido, al que tantas veces había invitado a recapacitar. Sino teniendo en cuenta ante todo la salud de los fieles, la salvación de los leales.

Hazlo presto equivale a decir que no se teme a lo que sobrevendrá tras la traición aborrecible. El Redentor vigila, aguarda; oblativamente espera el desenlace.

Hazlo presto, comenta Straubinger,es la misma urgencia salvífica ya puesta de manifiesto cuando le dice a los suyos: “un bautismo tengo para bautizarme,¡y cómo estoy en angustias hasta que sea cumplido!”(Lc. 12,50).

Entonces –y aquí llegamos- aterra en principio que quien ocupa hoy la silla petrina parezca ir tan presuroso por el derrotero de la deslealtad a Jesucristo. Y que para andar por tan espinoso sendero, no sólo no reciba plata judaica, sino que sea él quien les pague a los deicidas. Con concesiones doctrinales inauditas, por un lado, que ya habían hecho sus predecesores inmediatos; y con dinero abultado, por otro. Como sucedió en los primeros días de octubre del 2014 con la entrega de cien mil euros a la Fundación Auschwitz-Birkenau, que no es precisamente una de las periferias existenciales, sino de las más abigarradas usinas de la “industria del holocausto” que oportunamente desenmascarara Norman Finkelstein. El Iscariotismo moderno tiene aún este agravante sobre el antiguo: que paga para traicionar, y ningún Campo de Aceldama parece aguardar al contrito.

Este hazlo presto que vemos desplegarse ante nuestros ojos, entre indignados y dolientes, debe ser sobrenaturalmente vivido. Mi vida, nadie la toma, quiere decirnos el Señor. Soy Yo quien la ofrece y la inmola gratuitamente. No te detengas. Pero sábelo Iscariote; y que lo sepan contigo tus aquiescentes mitrados y purpurados, que cuanto antes obres la iniquidad, antes completaré la batalla redentora.

Dios nos permita la gracia de no quedarnos dormidos mientras sigan arreciando los aires desventurados de la conjura.


Era y es de noche

El texto joánico que estamos glosando -capítulo trece, versículos veintiuno a treinta- termina retratándonos a Judas que, una vez identificado como vil por el mismo Salvador, huye del Cenáculo a cumplir su cruento cometido. Y acota el fragmento, no sin hondo simbolismo: “y era de noche”.

“La noche sensible –escribió al respecto San Gregorio- es la imagen de la confusa noche que había invadido el alma de Judas. Por la cualidad del tiempo se expresa el fin de la acción. Judas, que no había de implorar el perdón, aprovecha la noche para la perfidia”.

El Iscariotismo es hijo de la sombra y alimento amarescente que se cuece en las tinieblas. La sinonimia noche - traición es un tópico cargado de razones. Excepto “la Noche Amable más que la alborada”, que no se hace patente, por desdicha, en la presente negritud o lobreguez que nos llega de Roma.

No debe subestimarse ni omitirse esta explosión de Iscariotismo en la Barca, que aunque ya se había manifestado otrora, estalla de manera rotunda con la llegada del Cardenal Bergoglio.

“Judas es el prototipo del traidor” –escribió Alberto Caturelli en La Iglesia Católica y las catacumbas de hoy- ; es decir, de aquel que quebranta, viola y en cierto modo invierte lo que debe cuidar y trasmitir”. La raíz etimológica de traición es la misma que la de palabra tradición; y paradójicamente y por contraste “significa también lo opuesto: no cuidar, no trasmitir fielmente, quebrar la lealtad o fidelidad al depósito recibido […]. A esta infidelidad radical –aunque guarde astutamente todas las apariencias de la fidelidad- llamo Iscariotismo, porque tiene su modelo en Judas Iscariote”.

El Iscariote de todos los tiempos y de este tiempo, predica un Anti Verbo, de ese que no custodian los ángeles pero resulta gratísimo a los oídos del mundo, y en plena conformidad con sus crepusculares anhelos. No quiere palabras limpias ni verdades recias ni mucho menos confrontaciones con el siglo o contradicciones con las mayorías. No se nutre de los maestros de la Fe Sapiente sino del discurso estulto de los hábiles; y llama teología de rodillas a la que se labra en estado de genuflexión frente al Maligno.

El Iscariote somete a discusión lo indiscutible, cuestiona hasta las verdades inconcusas, ultraja el sentido común, mediatiza el idioma unívoco de lo obvio. La contranatura puede encontrarlo aquiescente, el adulterio presto a una convalidación gradual, la sodomía se torna pasible de bienvenidas eclesiales, el corrupto goza de una hospitalidad especial y repetida, las mujerucas rencorosas e hipócritas se sientan a su mesa, no para recibir severas y afables reconvenciones sino para intercambiar ofrendas.

La familia, para el Iscariote, ha dejado de ser sólo la unión ante Dios, de uno con una y para siempre; varón y mujer abiertos a la vida y vasallos del Ordo Amoris. Puede seguir siendo eso, claro; pero también otra cosa y antagónica, invocando una misericordia sin justicia, una flexibilidad sin el límite del Decálogo, y un concepto de Iglesia que recibe a todos, como si fuera una playa nudista, sin el mínimo requisito de la pudicia o del respeto a sus códigos bimilenarios. Si abro las puertas del hospital de campaña es para sanar a los heridos, y por caridad hacia sus cicatrices. No para convalidar sus purulencias o para hacer pasar por cuerpo sano la gangrena que lo carcome.

San Clemente de Alejandría lo supo explicar mejor en El Pedagogo, cuando remitiéndose al Libro del Éxodo (34,16), sostiene: “Vendaré la perniquebrada y curaré la enferma, traeré la extraviada y la apacentaré en mi santa montaña”. No dice que la pierna enferma y rota permite caminar del mismo modo que camina aquel con sus piernas sanas.

Reconocerán los discursos de Judas porque no contienen voces de vida eterna. Como no las contuvieron cuando el Evangelio registra su primera confrontación con el Señor, en suelo de Betania. El Iscariote reprende a la mujer que derrama “ungüento puro de gran precio” sobre los pies divinos, para enjugarlos después con sus cabellos (Juan 12,3). Invoca a los pobres, pero piensa en la bolsa. Tal vez era el perfume de príncipes lo que más lo alteraba. Su olfato plebeyo estaba hecho para el corral, la cochiquera o la boyeriza.

Es notable que Santo Tomás, comentando el Evangelio de San Mateo, que registra el ominoso arreglo entre Judas y la Sinagoga para entregarles al Señor, observa que el precio inicial convenido era el de aquel ungüento de nardos que no había podido impedir que se “malgastase” como tributo al Unigénito. Pero al final, cierra el tráfico más inicuo de los siglos con un “Dadme lo que queráis” (Mt. 26,15).

¿Hay una Iglesia de Judas?, se preguntó hacia 1970, Bernard Faÿ, cuando el estado de descomposición se hacía evidente.

Se respondió en un libro homónimo, L’Eglise de Judas, diciendo que sí, aunque sin faltar a la caridad ni a la esperanza. Lo peor, sostenía entonces, es que los Iscariotes ponen cuidado “en mantenerse en la Barca de la Iglesia, en aferrarse a ella aún cuando la profanen, en no descuidar ningún esfuerzo, ningún ardid, ninguna mentira para que los hombres y el clamor falaz de los periódicos les declaren todavía miembros y parte inherente de esta Iglesia, que ellos tienden a arrastrar con ellos en su reniego, de manera que sea consumada la obra de Judas, y que pueda abandonarse, completamente, a las fuerzas del mal, el cuerpo terreno del Cristo profanado”.

Sí; era de noche cuando el indigno abandonó el Cenáculo sin comulgar.

Sigue pesándonos esa tiniebla y esa fuga. Aterradora vigencia del misterio de iniquidad. Y sin embargo o por lo mismo, en tales circunstancias, la consigna del Señor es que no tengamos miedo. Mucho más marcial todavía: “erguíos y levantad la cabeza porque se acerca vuestra redención” (Lucas 21, 28).

Nos es imposible imaginarnos la escena sin pensar sensiblemente en la procesión del Cristo de la Buena Muerte, que llevan a pulso, reciamente, los herederos de Millan Astray, en los hondones de la España Eterna.


Lo que es católico hacer

Arribados a este punto -con la congoja propia del hijo ante el padre amado a quien se ve perder la vertical y el quicio- sobrevienen las preguntas, que son múltiples, como múltiples también sus procedencias.

Se cuentan por racimos, y cada vez mayores y de pesares más inconsolables, las familias lastimadas, divididas y perplejas por el actual magisterio, que no cesa de traicionar la Verdad, el Bien y la Belleza. Padres que no saben qué decirles a sus hijos, cuando constatan la inverecuncia y la heterodoxia en Roma. Hijos ya grandes y bien formados, que no saben cómo sosegar a los ancianos, atónitos ante cada dislate diario que se propala desde Santa Marta.

Es extraño que tamaña desolación coincida con la convocatoria de un largo Sínodo dedicado a la Familia; y que durante el mismo –por expresa permisión de Francisco y de sus kasperianos socios- se esté disponible para resguardar el derecho de los fornicarios, o los “dones” de los invertidos, o los propiciadores de de la perspectiva del género, pero no se atienda al deber de llevar al seno de los hogares católicos el perpetuo sí, sí; no, no que los sustraería de tantas reyertas y les restituiría la paz de saber que la Iglesia ha sido, es y seguirá siendo semper idem.

Somos simples laicos bautizados, sin respuestas para todos los interrogantes. Mucho menos para quienes interrogan con arrogancia, soberbia y anónima cuanto cobarde malicia.

Somos meros sarmientos de la Vid,que si algún mérito tenemos es el de haber advertido, casi en soledad y varios años antes de que el gran mal sucediera, quién era el hombre particularmente dañino y dable a las herejías al que finalmente eligieron para ocupar la Silla de Pedro. Pero no somos el Cónclave, ni el Paráclito, ni los redactores, aplicadores o intérpretes autorizados de la Bula Cum ex apostolatus officio del Papa Paulo IV. No tenemos potestad jurídica ni sacramental para decir más de lo que decimos, y así fuera constatable la tesis de Antonio Socchi, en su inquietante Non è Francesco, a nosotros nos toca rogar para que el Espíritu Santo convierta a los desencaminados o ubique a los desubicados.

Frente a la dura encrucijada apenas si podemos recordar, para nuestra seguridad, consuelo y esperanza, lo que es católico hacer:

- Es católico saber que la infalibilidad ex cathedra no supone impecabilidad de conductas ni de enseñanzas pontificias personales; ni siquiera de enseñanzas religiosas o morales. Ergo, si desde el sitial de Pedro se enseñara el error; si se heretizan proposiciones intangibles o se debilita la inconmovilidad de la Fe y de las costumbres, hay obligación de protestarlo, de confrontarlo y de suspender la ligazón de la obediencia. Porque nunca es legítimo seguir al que me lleva al error. El súbdito, en estos hirientes casos, está facultado a resistir con fundamento, respeto, responsabilidad y seriedad.

- Es católico ilustrarse con la historia de la Iglesia y con las consideraciones de teólogos santos que han alcanzado los altares. No sólo para que la crónica de las tempestades nos ratifique en la certeza de la ininundabilidad de la Barca, sino para constatar que, a muchos de esos teólogos, no causaba escándalo alguno afirmar lo que afirmamos. El admirado Medioevo conoció un florilegio de esos doctos varones de sapiencialiedad teológica, a quienes nunca se les hubiera ocurrido la desviación papolátrica moderna, construyendo el dogma peligroso y absurdo de la omni-inerrancia de todo pontífice y de toda palabra suya.

- Es católico saber que “el humo de Satán ha entrado en el templo de Dios”, constituye sentencia proferida por un Papa. Por quien le siguió esta otra, igualmente grave, según la cual, la Iglesia está “cercada por propias e internas herejías”. De su siguiente sucesor es el lamento rotundo: “Señor, en tu Iglesia, parece que la cizaña prevalece sobre el trigo”. Y hasta es apotegma de Francisco, salido de su boca el 10 de marzo del 2014, que “con Satanás no se puede dialogar”; lección redonda que debería aplicarse a sí mismo y a sus actos. Y que si vemos incumplida ostensiblemente, nos autoriza a la admonición y al grito desde los tejados.

- Es católico lo que hizo el Dante, al suponer que un par de Papas podían estar merecidamene en el Infierno, a causa de sus pecados y deberes incumplidos. Siendo Paulo VI, en 1965, cuando termina el Concilio Vaticano II, el que regaló a cada uno de los padres conciliares una espléndida edición de La Divina Comedia, amén de ensalzar al preclaro poeta con su diáfano documento Altissimi Cantus.

- Es católico saber que la Iglesia admite varias semejanzas, y que no cierra sus puertas. Pero entre las semejanzas que eligió Su Divino Fundador, está precisamente la de la puerta estrecha, a la que es preciso esforzarse mucho por ingresar, porque “una vez que el dueño de la casa haya entrado y cerrado la puerta, os quedaréis afuera y empezaréis a golpear la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y os responderá: No sé de dónde sois” (Lucas 13, 24).

En uno de los textos patrológicos más cargados de símbolos, el Pastor de Hermas compara a la Iglesia con un gran sauce mimbrero, cuyas ramas son muy resistentes, porque aún cuando arrancadas del árbol madre, parecen secas, vuelven a brotar si se las planta en el suelo y se las mantiene húmedas. Sólo brotan y reverdecen bajo estas condiciones y requisitos. No porque sí.

Dios no es un cantor de tangos, enseñaba el Padre Castellani. De esos que, en un arranque de melancolía sensiblera, le dicen a la antigua barragana o al amigote desleal: “está bien; ya que volviste, pasá nomás”. No. Dios es un padre exigente, justísimo y sopesador infalible de premios y de castigos, con la mano de azúcar de su misericordia y la de hiel de su rigor. Por eso, puede arrogarse la decisión de decir “No; no entrarás esta noche. La puerta se ha cerrado para ti”. Eso sí, agrega Castellani. Cuando eso ocurre, Dios no se alegra y puede oírsele cantar esta coplilla gitana:

Algún día has de llamar
y no te abriré la puerta
y me sentirás llorar… 

 - Es católico lo que dice el Catecismo de la Iglesia, en su párrafo 675: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21,12; Jn 15, 19-20) desvelará el ‘misterio de iniquidad’ bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Ts 2, 4-12; 1Ts 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22)”.

¿Por qué callar entonces ante la impostura religiosa? ¿Por qué simularla, omitirla, desterrarla de nuestras homilías, de nuestras conferencias o simples conversaciones? ¿Por qué fingir una hermenéutica de la continuidad si la ruptura se ha hecho patente, atravesándonos el costado como un lanzón artero?

- Es católico lo que predicó el ilustre benedictino Dom Prosper Guéranger: “Cuando el pastor se muda en lobo, toca desde luego al rebaño el defenderse. Por regla, la doctrina desciende de los obispos al pueblo fiel y los súbditos no deben juzgar a sus jefes en su fe. Mas hay en el tesoro de la revelación ciertos puntos esenciales de los que, todo cristiano, por el hecho mismo de llevar tal título, tiene el conocimiento necesario y la obligación de guardarlos. El principio no cambia, ya se trate de ciencia o de conducta, de moral o de dogma. Traiciones semejantes a la de Nestorio, son raras en la Iglesia; pero puede suceder que los pastores permanezcan en silencio, por tal o tal causa, en ciertas circunstancias en que la religión se vería comprometida.

Los verdaderos fieles son aquellos hombres que, en tales ocasiones, sacan de su solo bautismo, la inspiración de una línea de conducta; no los pusilánimes que bajo pretexto engañoso de sumisión a los poderes establecidos, esperan, para correr contra el enemigo u oponerse a sus proyectos, un programa que no es necesario y que no se les debe dar”.

-Es católico hacer penitencia, ofrecer sacrificios y pedir perdón por los pecados propios; y pedirlo incluso por aquellos que los cometen teniendo las mayores responsabilidades en la práctica de la vida virtuosa.

Sí, Señor; te pedimos perdón por el mal ejemplo que da la mayoría de nuestros pastores, cuando decide estar, servilmente, en comunión de errores y de pusilanimidades con el Obispo de Roma. Los enemigos de la Iglesia encuentran en tamañas inconductas motivos de envalentonamiento para multiplicar su contumaz actitud blasfema y sacrílega. Lo vemos en la patria, y lo vemos en el resto de las naciones. Duele, Señor, tanta ofensa. Perdónanos.

- Es católico, a la par, dar gracias por los pastores fieles. Especialmente por aquellos, que con motivo del Sínodo sobre la Familia, han defendido el honor del hogar católico, acechado por la marejada ruin de hipótesis heréticas y de proposiciones abisales. Y que por tan gallarda defensa han sido menoscabados, marginados o destratados por la máxima autoridad eclesial.

-Es católico rezar y eso hacemos. A San Pedro, de la mano segura de Francisco Luis Bernárdez:

Ya que en la piedra inmortal de tu nombre
quiso el Señor afirmar nuestra vida
y edificar con su mano escondida
la verdadera morada del hombre; 

Ya que tan sólo las llaves seguras
que Jesucristo te puso en las manos
pueden abrir a los seres humanos
la bendición de las puertas más puras;

Ya que tu barca es el único leño
que en el naufragio de todas las cosas
flota feliz en las aguas furiosas
para salvar a las almas sin dueño;

Ya que en las olas que el mundo levanta
sobre el dolor de la humana conciencia
sólo es posible esperar con paciencia
en la virtud de tu red sacrosanta;

Pídele a Dios que nos dé con tu llanto
la contrición con que hollaste a la muerte,
antes que el gallo final nos despierte
con el reproche sin fin de su canto;

Que con tu fe que ante nadie se arredra
nos asegure en la tierra cambiante
para que nuestra virtud se levante
con la firmeza de un muro de piedra;

Que nos dispute al abismo del mundo
con el afán de tu red milagrosa
y que en la paz de tu barca gloriosa
tenga lugar nuestro amor vagabundo;

Que nos infunda tu inmensa esperanza
y tu confianza robusta y sencilla
para buscar en tu barca la orilla
que solamente a su bordo se alcanza;

Y que tu barca segura y certera
siga en la noche el mejor derrotero
para llegar por el mar traicionero
a la ribera en que Dios nos espera.



sábado, 18 de octubre de 2014

EL INMINENTE POST-SÍNODO

Salvo sorpresas no previstas, no parece que haya que esperar otra cosa, concluido el Sínodo, que una continuidad en la indisciplina bogante en lo relativo a la práctica sacramental. Bautismo y comunión para todos y todas, sin requisitos, con profusión de escándalos y fandangos, según el estilo impuesto por la mugrienta política local e increíblemente exportado cabe el Tíber. Y es que bajo el auspicio del Papa que no cree en un Dios católico pero sí en un Dios peronista (es más: que considera incompatible la profesión de fe trinitaria con la proposición «Dios existe»), bajo la mirada del pontífice que confunde a la Iglesia con una Unidad Básica, hoy se firmó, luego de encendidas disputas en el aula sinodal tras el matorral de despropósitos consumados en los últimos días, una especie de «alto el fuego» entre los obispos. Fórmula de compromiso si las hay, incapaz de convencer a quien aún conserve un hálito de sensu fidei, fue la carta blandida después de barajar y dar de nuevo a expensas de la pestilencial Relatio post disceptationem del pasado lunes, que urgió la lima por razones obvias.

Pero acá no era cuestión de limas ni de emplastos. A la Relatio, definida con razón  por algunos -aun en su condición de "borrador" exhibido con sospechosa generosidad- como el documento más desgraciado emitido por la Iglesia en los dos mil años de sus existencia, en lugar de repudiarla con inequívoco rigor se le dio lo que entre nosotros y prosaicamente suele llamarse el "baño del polaco", esto es: un lavaje somero, sin mayores exigencias, como para hacerla apenas presentable a la vista de todos. Constan, en el así titulado Mensaje de la Asamblea del Sínodo sobre los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización, pasajes tan inquietantes como los que siguen (las cursivas y los paréntesis son nuestros):

- Los fracasos [matrimoniales] dan origen a nuevas relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana.
- Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie. (Ni la menor alusión a la parábola de los invitados a la boda (Mt 22, 1 ss), en la que el que asistió sin el vestido de fiesta fue atado de pies y manos y arrojado afuera, a las tinieblas)
- ...en la primera etapa de nuestro camino sinodal, hemos reflexionado sobre el acompañamiento pastoral y sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados en nueva unión.
La propuesta que debía ser definitivamente aventada, a lo que indica este último pasaje, sigue en pie. Y las inexactitudes en los términos (cosa que empece gravemente a la misión docente de la Iglesia), por supuesto que también. Caemos en la cuenta de que, pese a la resistencia que provocó la inverecunda Relatio en la mayoría de los obispos presentes (que se muestran aún moderadamente capaces de distinguir el gato de la liebre y no se dejan imponer un escabeche adulterado así no más), la lucha sigue siendo favorable a los más malos, porque no sirve oponerse al modernismo con armas liberales -esto es, con pólvora mojada.

Menos mal que salieron al ruedo algunos de los participantes laicos en la magna asamblea, como la pediatra argentina Zelmira Bottini de Rey, a reconocer que en la malparida Relatio «no fue muy feliz» la redacción de párrafos como el que sostiene (n. 50) que «las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana» porque, asegún la doctora, «en primer lugar (...) se habla de personas homosexuales y, en realidad, la homosexualidad no es algo ontológico en una persona, sino que se tendría que haber dicho personas con tendencia homosexual», siendo «muy importante dejar en claro (...) que todas las personas con orientación homosexual tienen la misma dignidad que todas las personas, porque la dignidad no pasa por la orientación sexual». Era menester, para hablar claro de una buena vez, que la dignidad es, en principio, común a todos los hombres, pero que ésta se pierde, o al menos se vulnera, a instancias del pecado. Y que no hay una irrestricta admisión de todas las "tendencias" en el seno de la sociedad de los elegidos. Para no abundar en que la fumosa categoría de "personas homosexuales" empleada maliciosamente por los autores del pérfido texto está tomada literalmente del Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2359) promulgado bajo Juan Pablo II, que usa de notoria discriminación cuando en los parágrafos pertinentes no aplica la misma deferencia para con las "personas homicidas" o las "personas idólatras".


Con razón cierto político italiano se quejó últimamente de las reticencias que su partido encontraba para tratar el asunto de los "matrimonios" homosexuales: «el debate que se está sosteniendo es más bien humillante, y ciertamente no podemos permanecer un paso atrás respecto del Sínodo y el Papa». A la vanguardia de las proclamas más aberrantes: así la han dejado a la Iglesia ante la opinión pública. Capitanes de este cambio abrupto de fachada, una recua de obispos perversos con nombre y apellido; lansquenetes de los mismos sin acaso saberlo, los prelados emasculados por el post-concilio.

Cundirá ahora, a no ser que Dios nos depare un insospechado giro en los acontecimientos, un adensarse los más fétidos abusos, el desbocamiento de una demencia inclusivista sin reparos. Y el ascenso imparable de aquellos mismos prelados a los que debiera penarse con la portación del sambenito. Una agonía, en fin, que sigue prolongándose, justo cuando esperábamos del Sínodo -pese a toda la impostura de su convocatoria- la criba purificadora. Aunque ellos se quedaran con los templos.

Y es increíble el camino que hizo, como ariete de la entronización del hombre, el remozado concepto de misericordia, desde aquella vidriosa devoción de sor Faustina Kowalska hasta la manipulación definitivamente soez que  Francisco procuró del término, refundiéndolo. Si la monja polaca sentó una disonancia doctrinal, haciendo de la misericordia el principal de los atributos de Dios, lo que hace a su vez a Dios ontológicamente dependiente de su criatura, que es el objeto de su misericordia (Dios debió crear necesariamente al hombre para actuación de ese atributo «principal»), la Iglesia post-conciliar, junto con la rehabilitación de este mensaje que Pío XII y el propio Juan XXIII habían colocado en el Índex, vio en la misericordia el más eficaz salvoconducto de todos los desmanes pastorales y, por ello, doctrinales, mirantes todos a la mayor gloria del hombre. Lo explica inmejorablemente Thibaud Collin: «este concepto de la misericordia se asemeja extrañamente a la tolerancia en cuyo nombre la mayoría de las sociedades civiles de Occidente han roto el amarre, en las últimas décadas, de la ley política con la ley moral. En buena lógica, la legitimación de la excepción arruina simplemente toda norma. La norma, rebautizada "ideal", ya no estorba más a la persona desde el mismo momento en que aparece como reservada para una élite. El llamado universal a la santidad proclamado por el Concilio Vaticano II se convierte en una opción entre otras. Este texto, que introduce un nuevo método, desestabiliza la doctrina cambiando su estatuto. La doctrina pastoral desconectada de la doctrina se identifica con el arte de hacer excepciones a una ley vista como impedimento de la misericordia.»

jueves, 16 de octubre de 2014

SOBRE EL LOCO APREMIO DE TANTO PRELADO

Un sonriente heresiarca
Esta manía del cambio que atenaza a la Jerarquía revela la más vergonzante evidencia de haber desertado de la eternidad. De aquí la atención exclusiva al paradigma móvil, al tiempo como patrón ejemplar, a los "signos de los tiempos". A la cualidad "profética", ya no como remitente al misterio sino a la sociología.

Es toda una vasta superchería la que se niega a acatar la orden de morir. Porque los clérigos llegan tarde al mercado de las ideologías, y llegan para prolongar innecesariamente la agonía de aquella que se halla en trance de muerte. Son los encargados de vocear la salud pujante del paciente cuyo electrocardiograma discurre horizontal, los que asimilan (¡oh, morbo tan peculiar!) el amasijo exánime de novedades ayer bogantes. Como los religiosos que abrazaban el absolutismo en la antesala de la Revolución o el bolchevismo cuando la Cortina de Hierro ya anunciaba ruina.

Y el vicio mental que los hace tan infalibles en la adopción de lo superfluo y morituro, aparte la prudentia carnis (ese sentido de la oportunidad tan apropiado a los débiles), es la exaltación del hecho histórico como de cumplimiento inexorable: esto los atonta y los traiciona. Cualquiera puede afirmar la irreversibilidad de lo ocurrido; proclamar su absoluta necesidad: he aquí el pecado. El secreto de esta actitud consiste en haber trocado la docilidad a los designios de la Providencia por la sumisión servil al factum, siendo tan grande la diferencia ente ambas disposiciones como la que puede haber, digamos, entre un sujeto con plena responsabilidad moral y un ente vegetativo. ¡Que se vuelvan árboles!, clamaba un Aristóteles hastiado de ciertas insanias.

Entre el progresismo y el calvinismo hay algo más que unas pocas coincidencias secundarias o un aire de familia. Hay un común fatalismo de efecto deprimente: por eso la infestación de progresismo en la Iglesia coincide con la caída en picada de las vocaciones religiosas, del número de bautismos, de matrimonios ante el altar, etc. Pero la obstinación idiota en aplicar la misma medicina que llevó a la parálisis, esto resultaría inexplicable a no ser en atención a un aspecto habitualmente poco señalado en el progresismo, pero que le es inseparable.

Este particular lo señaló en 1969 Sacheri en La Iglesia clandestina, en el imborrable capítulo dedicado a aquel que él llamaba «clericalismo invertido»: en éste se reconocen, en efecto, como en el viejo clericalismo, «la voluntad de dominio, de honores mundanos, de prestigio pseudo-intelectual, de confort material», siendo que «lo paradójico -en apariencia- es que la prepotencia del clericalismo progresista se ejerce para lograr que los fieles abandonen su fe, su vida sacramental, su oración, sus responsabilidades temporales de cristianización del mundo, en virtud de su autoridad sacerdotal. El mismo clero que hace ostentación de su desprecio por la sotana, por el latín, por el celibato, por todo lo tradicional, el mismo clero que afirma que el sacerdocio debe ser secularizado y transformado en una especie de padre de familia que fracciona el pan entre los suyos, es el mismo clero que utiliza su condición sacerdotal para someter por coacción moral a los fieles, obligándolo a aceptar por vía de autoridad espiritual sus aberrantes tesis».

La rigurosa actualidad del diagnóstico indica la pervivencia del achaque: nótese el despotismo con el que se procura asimilar a la Iglesia a los "cambios" tan declamados de la vida civil, de los hábitos de familia, etc., no ahorrando vileza de recursos para alcanzar el fin previsto. Y es que la praxis despótica es inseparable de la apostasía: ésta afecta, desfigurándola, la vida moral del prelado, lo que se nota inmediatamente en su relación con sus subordinados y con todo cuanto caiga bajo su órbita. Por eso también la insistencia ciega en la aplicación de programas ya ensayados y fracasados. Respecto del progre-clericalismo de cuarenta años atrás y aquel que cunde en nuestros días, habrá entonces que decir que si las proclamas cambiaron parcialmente -por fuerza de la mutabilidad de las modas-, no así los métodos, pudiendo ahora aplicarse aquello de «clericalismo invertido» en la otra acepción del término, según la acertada fórmula de José Miguel Serrano: «tras abandonar por agotamiento la revolución social, muchos clérigos se unen ahora a la revolución sexual». ¡Y vaya si se nota, sinvergüenzas!

Como Esaú ante su apetecido plato de lentejas, se trata de una clerecía que trocó la consumación de su vocación específica por el tributo a la modernidad -y a la modernidad tardía, caduciente a largas zancadas. De ahí su triste apego a lo mudable y fugitivo. De ahí también su ulterior nota, la más sombría, la que lo enlaza con el Apóstol réprobo. Apoyándose en palabras de san Agustín («el que es semejante a la vanidad no es reformado a imagen de la Verdad»), agrega Gueydan de Roussel, a propósito del descocado evolucionismo de unos cuantos:
vanidad es amar lo que pasa a toda velocidad [...] Ahora bien, cuando llega la hora de cumplir sus grandes designios sobre el mundo, Dios abandona al hombre a la velocidad del movimiento: quod facis, fac cito. 
Este acuciante imperativo explica entonces la insistencia como de muletilla o retintín con que Francisco recurre en sus homilías al "ir adelante", cifrando en éste el programa de la Iglesia. Con Judas en el lugar de Pedro.

lunes, 13 de octubre de 2014

LOT HUYE DEL SÍNODO

Ya resulta abrumador seguir la crónica diaria de la apostasía oficializada por Roma en esta pantomima de sínodo, glosada en hábil juego pendular, en sus homilías diarias, por ese abusador de las alusiones indirectas que dio en cognominarse Francisco. Así éste, refiriéndose a los «doctores de la ley [que] no entendían los signos del tiempo [...] porque estaban encerrados en su sistema [y] habían ordenado la ley muy bien, una obra de arte», añadió que los hábitos de Jesús no les gustaban porque «estaba en peligro la doctrina, esa doctrina de la ley, que ellos, los teólogos, habían hecho a lo largo de los siglos [...] Sencillamente habían olvidado la historia. Se habían olvidado que Dios es el Dios de la ley, pero que también es el Dios de las sorpresas».

Este historicismo asociado al factor sorpresa había sido señalado por Tucho, el doctor gnóstico, cuando metió la zarpa en la Evangelii Gaudium para roznar que «el tiempo es superior al espacio», lo que en puridad debe leerse como «superior a la eternidad» o quizás: «la tiranía de los accidentes recusa la inmutabilidad de las esencias». Toda esta enseñanza implícita en una pasajera homilía matinal, lesiva a una con la ética (ley natural y ley divina), la lógica (principio de identidad y no contradicción) y la metafísica (esencia de los seres), resulta oportunamente arrojada a la molida conciencia de los fieles el mismo día en que se emite el documento de "mitad-del-sínodo", la temible Relatio post disceptationem, en que se lee, entre otras enormidades, que
50. Las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana: ¿estamos en grado de recibir a estas personas, garantizándoles un espacio de fraternidad en nuestras comunidades? A menudo desean encontrar una Iglesia que sea casa acogedora para ellos.

51. La cuestión homosexual nos interpela a una reflexión seria sobre cómo elaborar caminos realísticos de crecimiento afectivo y de madurez humana y evangélica integrando la dimensión sexual: por lo tanto se presenta como un importante desafío educativo.

52. Sin negar las problemáticas morales relacionadas con las uniones homosexuales, se toma en consideración que hay casos en que el apoyo mutuo, hasta el sacrificio, constituye un valioso soporte para la vida de las parejas,
para no detenernos en el encomio de la Lumen Gentium que, con su tesis de que fuera de la Iglesia «se encuentran diversos elementos de santificación y de verdad», permitiría, en virtud del blasonado principio de gradualidad (n. 17), encontrar alguna vía de santificación en familias no consagradas, incluyendo las hoy conocidas como "familias ensambladas". Ni en el concomitante clamor por «hacer más accesibles y ágiles los procedimientos para el reconocimiento de casos de nulidad» (n. 43), o la posibilidad de acceso de los divorciados re-casados a la Eucaristía precedido, eso sí, «de un camino penitencial –bajo la responsabilidad del obispo diocesano- [como] posibilidad no generalizada, fruto de un discernimiento actuado caso por caso» (n. 47).

Los padres sinodales encargados de la redacción de este documento han logrado el raro prodigio de amancebar unos cuantos errores en unas pocas líneas: desde el nicolaísmo en su versión más vergonzante (aquella que algunos han dado en llamar la "homo-herejía", o la homosexualidad erigida en sistema) a la más patente "moral de situación" condenada por Pío XII en la Humani generis. Bergoglio se encarga de divulgar sus hallazgos de ellos desde el ambón. Tresdoblada abominación que los tiene por actores, increíblemente ciegos al alud de advertencias que tanto las profecías canónicas como las privadas (oficialmente reconocidas) profieren acerca de la Gran Apostasía y el Ánomos; insensibles, a causa de su soberbia, al indeclinable arracimarse de los signos.

Los medios de masas ya cantan victoria sobre los despojos de la Iglesia. La Sinagoga de Satanás cumple un nuevo hito (¿el penúltimo? ¿cuál no será el documento conclusivo?) en su sigilosa obra de sustitución.

domingo, 12 de octubre de 2014

EL MAL OLOR DE LA «RELATIO SYNODI»

Difícilmente haya podido acuñarse una sentencia tan esclarecedora de la insoluble enemistad entre Iglesia y Mundo como aquella que un edicto imperial romano fijó con admirable precisión: christianos esse non licet. La querella que la naturaleza (la naturaleza caída) le mueve sin descanso a la gracia, la siempre tensa vecindad entre dos opuestos linajes espirituales forzados a vivir en el mismo mundo, todo esto constituye el auténtico drama de la historia, irreconocible a una visión superficial. No la lucha de clases sino la de destinos: tal es el motor íntimo de las sucesivas edades históricas, no menos que su principio unitario.

Bien pronto quedó patente la oposición entre aquellos que, obedientes a Cristo, aspiraban a un ideal moral alcanzable sólo a instancias de la gracia y aquellos otros que, a expensas de su orgulloso naturalismo, apelaban a la falibilidad del hombre para cerrarlo sobre sí mismo -como la crisálida- y recusar aquel ideal como ilusorio. Así fue como pudo ladinamente invocarse el viejo lema de Delfos contra la aspiración cristiana, calumniada como a hybris. La puja entre esta doble vertiente espiritual que informa dos contrarias actitudes vitales explota, después de un prolongado armisticio, con la revolución moderna, anticipada por el nominalismo, aviada por la ruptura protestante y manifiesta ya sin ambages por la Ilustración y sus retoños.

Sin que pueda negarse la emergencia de un cierto "existencialismo cristiano" (con Pascal como paradigma), valdrá detenerse en aquel otro existencialismo mucho más extendido, a menudo declaradamente ateo, consistente en «la voluntad de exaltar el hecho de vivir, de experimentar, de actuar, de "existir" en oposición al hecho de pensar, y particularmente de pensar acerca de la existencia» (Julien Benda, Tradition de l'existencialisme). Este existencialismo, en polémica con la philosophia perennis y aun con el mismo Logos divino, es el que viene introduciéndose en la Iglesia sin descanso. Es el que informa las premisas de aquellos prelados capitaneados a la sazón por el cardenal Kasper, que abogan por el crudo dato fáctico, sociológico, contra toda referencia a un ideal forjado al reflejo de leyes inmutables establecidas por el Legislador supremo. La pretensión es la de consagrar los usos contra toda regulación dimanada de lo Alto. Sustituir el salmo 118 por alguna ajada oda a Prometeo.

Por eso no extraña que los progresistas recurran con frecuencia a la trampa para conseguir sus fines. Sofocada la conciencia moral, la astucia campea y se impone a toda otra moción. El Sínodo sobre el que venimos doliéndonos antes de que empezara a sesionar no supo dar muestras sino de una exquisita actividad lobbista, del finísimo esmero puesto en alentar una opinión pública favorable a las tesis heréticas, del desprecio por la legalidad de los procedimientos, emulando en todo esto a la célebre conjura de los obispos del Rin en el Concilio Vaticano II, referencia demasiado obvia hoy para todo aquel que desee dar al traste con las enojosas prescripciones morales de la Iglesia.

Ahora bien: para sorpresa de todos, parece que en la asamblea cundió (según testimonian algunos pocos sitios digitales que le arrancaron alguna información al mudo cerco sinodal) una vasta oposición a las propuestas del cardenal Kasper, cosa que alentaba, entre otras comprometidas cuestiones, la confirmación de la doctrina tradicional de la Iglesia acerca del matrimonio. Pero llegan novedades de esas que exhalan mal olor. Las traducimos tal como las presenta Chiesa e postconcilio:

con una jugada sorpresa, el Papa decidió añadir seis nuevos padres al restringido grupo responsable de la elaboración de la Relatio Synodi, el documento conclusivo de este Sínodo extraordinario sobre la familia. Además del Relator general, el cardenal Peter Erdo, del secretario especial, monseñor Bruno Forte, y del secretario general, el cardenal Lorenzo Baldisseri, serán también parte de la "comisión" los cardenales Gianfranco Ravasi y Donald Wuerl (arzobispo de Washington), los obispos Víctor Manuel Fernández (rector de la Pontificia Universidad Católica Argentina), Carlos Aguiar Retes, Peter Kang U-Il y el Prepósito general de la Compañía de Jesús, el padre Adolfo Nicolás S.I.
Un breve excursus sobre sus posiciones hasta aquí nos da la idea de la dirección que difícilmente vaya a torcerse. El Relator general Erdo se destacó por su "decir y no decir". De mons. Forte recordamos el «enfoque de la ternura». Del cardenal Baldisseri hemos señalado su manifestación de la voluntad del Papa:  «hay una puerta que ha permanecido cerrada hasta el momento y que él quiere que se abra». Al intelectual Ravasi lo recordamos por haber entonado su himno a Kasper desde las columnas de Sole24Ore. El cardenal Wuerl hace algunas afirmaciones doctrinalmente sólidas, pero luego tropieza en la pastoral: «una cosa es afirmar doctrinalmente lo obvio, otra cosa es aplicarlo en el orden en el que la gente lo vive». Fernández se ha distinguido por numerosos paralelismos entre la evolución de la enseñanza de la Iglesia en el Vaticano II y el Sínodo hoy en curso, citando literalmente algunos textos del Papa, sobre todo de la Evangelii Gaudium. Peter Kang U-Il, presidente de la Conferencia Episcopal coreana, no dejó de señalar lo difícil que es equiparar, como se acostumbra hacerlo, el modelo «del amor divino de la Trinidad» con aquel del amor humano entre los esposos, que «está herido por el pecado» y por lo tanto no puede ser considerado fuera de una historia marcada por luchas y limitaciones. Y para terminar, el "papa negro" jesuita, monseñor Nicolás, de quien no podemos no recordar que «la discusión, libre y franca, se está orientando hacia el cambio, la adaptación pastoral a la realidad cambiante de los tiempos modernos. Es un signo de la época, porque en los últimos años ha habido fuerzas que han tratado de retrotraer a la Iglesia a los tiempos anteriores a la gran estación conciliar».

Cumple, pues, archivar las nociones mismas de derecho divino y natural: la inexorabilidad del devenir histórico así lo exige. Ya lo había comprobado antes del Sínodo el Instrumentum laboris: la expresión «ley natural» resulta problemática e incluso incomprensible, y lo que establece la ley civil se convierte en mentalidad dominante. Más aún: «moralmente aceptable», y no se puede ir a contramano de los tiempos.

Se trata, claro, de la vigencia de la vieja fórmula, finalmente adoptada en contubernio de mitrados relapsos: christianos esse non licet.

jueves, 9 de octubre de 2014

OTRA MÁS QUE NOS REGALA

Por si no bastara con el Sínodo, y en una escalada verborrágica urticante ya de más, Francisco entrega el estrambote, la clave hermenéutica de aquel terrible «no existe un Dios católico» confiado hace un año a su amigazo marxista Eugenio Scalfari para su ulterior divulgación orbital. Ahora abundó, en el marco de sus acostumbradas homilías semi-pías (esas piezas de la más ostensible vaguedad doctrinal que pronuncia innecesariamente cada mañana), que
Dios no existe: ¡no se escandalicen! ¡Dios así no existe! Existe el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: son personas, no son una idea en el aire… ¡Este Dios spray non existe! ¡Existen las personas!
Cualquiera que contextualice el discurso en el pontificado en curso entenderá que la inmediata afirmación trinitaria o la aclaración «existen las personas» no arregla nada. Ni sirve pedirles a los presentes que «¡no se escandalicen!», salvo con una obvia intención antifrástica. Este hombre pretende lanzar la piedra y detenerla a la mitad de su recorrido. Y esto no es posible, máxime cuando no queda apenas vidrio sano a causa de otras afines bromas ya ensayadas.


Todo consuena  rigurosamente. Si Bergoglio se atreve a escupir al cielo, tal como lo demuestra en ocasiones como ésta, ¿qué mucho que escupa en el plato del que come, cada vez que denigra a la Iglesia en su historia y en sus hábitos? ¿Por qué no será capaz, como el Viejo Vizcacha, de escupirles el asado a los demás para comérselo todo él, como consta en los casos de sañuda persecución emprendida contra las poquísimas órdenes religiosas y diócesis aún florecientes en medio del erial postconciliar?

«Dios no existe: lo dije, lo dije», podría monologar en lo escondido de sus aposentos este sujeto de quien permanecerá insoluble el problema de la legitimidad de su elección -problema que, después de conocerse el libro de Antonio Socci, divide a canonistas y suscita fuertes discusiones. La pregunta a esta altura es si no cabe sugerir la vacancia de la Sede ante un caso notorio de demencia, cualquiera sea la etiología de la misma, si psíquica o pneumática.

El caso es que, sea en el fragor de las tormentas que en la placidez de un manso crepúsculo, en cualquier momento del doliente día del católico que asiste a los horrores que vierte Roma sobre el mundo, los oídos logran captar los acentos de una catilinaria sideral que avisan sobre la Mano pronta a caer: quousque tandem abutere, Francisce, patientia nostra? Y no hay blasfemia de Bergoglio que logre ahogarla.

EN EL FOCO DE LA TORMENTA SINODAL

Si el antiguo imperio había arrastrado a los cristianos al circo para hacerlos pasto de las fieras, la Iglesia postconciliar, cumpliendo un designio circular, quiso ser ella misma el circo. Y como todo espectáculo que se precie, éste también tiene sus números congruos: payasos, representados por aquella Jerarquía que gustó estropear su dignidad en público ora con estolas multicolores, ora con narices de clown; malabaristas y equilibristas consumados, como aquellos clérigos que pretextan su adhesión a la doctrina cristiana pero consienten todos los excesos que, en el orden de la fe y de la moral, cunden bajo su jurisdicción. Ni hace falta recordar cuánto se haya multiplicado en nuestros días el oficio del tragasables.

Se sabía que el malfamado Sínodo sería otro tanto coliseo para triturar a la ortodoxia, una finta de disertaciones y disputas para las que se invocó un presunto clima de parresia, pero que en realidad tendría sus conclusiones ya prescritas antes de empezar. La democracia y el parlamentarismo nos han enseñado a desconfiar; llevados ambos a la Iglesia bajo el alias de «sinodalidad permanente», nos han instado a invocar más a menudo a san Miguel Arcángel.

Porque tras de la acepción hoy instaurada de «sínodo» (como de la de «comunión episcopal» y otras mistificaciones de similar tenor) asoma la cabeza inclemente del tirano, del arribista elevado por la complicidad de sus pares a expensas del criterio de la "selección al revés". La retahíla de detonaciones que se le escucharon a Francisco en los días inmediatamente previos a la apertura del Sínodo confirma -por si no hubiesen bastado los sonoros antecedentes de los Franciscanos de la Inmaculada y de monseñor Livieres- que el papa bonachón recobraría el triregno depuesto por Paulo VI, pero esta vez para fulminar anatemas contra aquellos «que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús» (Ap 14,12). No será una licencia literaria apelar a este pasaje de la Escritura tantas veces leído y hoy al fin tan apremiante.

Muy contra Alcuino, que recomendaba enfáticamente: «no des crédito a quien suele decir "Vox populi, vox Dei", ya que el alboroto del vulgo se halla siempre a un paso de la locura», Bergoglio restableció esa identidad conculcada por el teólogo carolingio pidiendo al Espíritu Santo «escuchar a Dios y al clamor del pueblo», todo en una. Clamor cuyo contenido debía explicitarse por vía indirecta con las siguientes exhortaciones (y son palabras textuales del Papa, en frenética progresión):

- a la Iglesia, a «no encerrarse en supuestas interpretaciones del dogma», ya que «el mundo ha cambiado»;
- contra los malos pastores, «que cargan sobre los hombros de la gente pesos insoportables que ellos no mueven ni siquiera con un dedo»;
- contra los jefes del pueblo, según los cuales «todo se reduce al cumplimiento de los preceptos creados por su fiebre intelectual y teológica».

 Murillo, Sagrada Familia.
Justo aquella que no está representada en el Sínodo
Todo adobado por las intervenciones del superior de los jesuitas que, convidado a roznar en la asamblea, distinguió que «puede haber más amor cristiano en una unión irregular que en una pareja casada por la Iglesia», y por la apelación del cardenal Assis a la causa gay: «lejos de encerrarnos en una mirada legalista, queremos bajar a lo profundo de estas situaciones difíciles para acoger a todos aquellos que están implicados». Al paso que con esa ambigüedad ya tan transitada en las últimas décadas, y que tan magra cosecha evangelizadora reportara, la Segunda Congregación del sínodo sentenció que «el matrimonio es y sigue siendo un sacramento indisoluble; sin embargo, ya que la verdad es Cristo, una Persona, y no un conjunto de reglas, es importante mantener los principios, no obstante cambien las formas concretas de su actuación». Al fin lo sabemos: no se cuestiona la indisolubilidad del matrimonio, simplemente se erigen múltiples y divergentes formas de actuarla. Incluida, tras la abolición de la lógica, la disolución de la sociedad conyugal.

Es demasiado para tan pocos días. Tanto, que Alessandro Gnocchi supo resumir en un reciente artículo que bajo Francisco «se ha difundido por todo el orbe católico un cierto fastidio liberatorio por cuanto de sacramental y de doctrinal informa el yugo suave que Jesús promete a sus seguidores [...] Difícilmente el Sínodo extraordinario de la familia tome otros rumbos que aquel de la pastoral abierta a las ganas locas del mundo». Se cumple lo que anuncia el salmo 2º: los príncipes conspiran contra el Señor y su Ungido: ¡ea, rompamos sus lazos, sacudamos su yugo!, designio expresado inmejorablemente en aquel sueño del Tucho Fernández, doctor superfluus: la colectivización del individualismo, o bien el "viva la pepa" escanciado a todos los estratos, para que a nadie falte su pasaporte a la Gehenna.

Estamos convencidos de que esta farsa no irá a concluir -según algunos aventuraban- en un montón de documentos irrelevantes, con formulaciones ambiguas y amplio margen para su aplicación pastoral. Que la astucia sea principalísimo entre los atributos del Maligno es cosa innegable, pero no es menos cierto aquello de que "el demonio hace las ollas pero no las tapas". Pudiera dejarse a la Iglesia zozobrar indefinidamente hasta su extinción, si esto fuera posible, y quizás fuera esta la estrategia más conducente a los intereses del enemigo. Pero hay algo que caracteriza al trágico afán de estos prelados infieles: su hipertelia, su incontinencia, digamos un como furor báquico, la ardiente necesidad de patear el tablero al tiempo mismo que acarician la victoria.

Algún doctor sacro enseñó oportunamente que si Satanás hubiese sabido que la crucifixión de Cristo le acarrearía la derrota, no habría inducido a los Sumos Sacerdotes, ni al populacho, ni a Judas ni a Pilatos a intervenir como lo hicieron. Aventuramos, a este respecto, una pronta salida de las ambigüedades ya consuetudinarias a través de una explícita traición al depositum, rotunda e inequívoca, de parte de los compadres sinodales, lo que servirá para dividir de una buena vez los campos. Así como en el triunfo transitorio del demonio reside su derrota definitiva, este zarpazo con el que la herejía enquistada intentará expulsar a Dios -y de paso quedarse con las temporalidades de la Iglesia- tendrá que constituir, en breve, su más aciago fracaso.

lunes, 6 de octubre de 2014

"EL DIOS CATÓLICO QUE NO EXISTE" ABORRECE QUE LO ESCUPAN

por Jose

Se suele decir que cuando alguien escupe hacía arriba, existe el peligro de recibir uno mismo su saliva.

Esto que es de sentido común, no parecía saberlo Francisco, así que recién llegado al cargo de Jefe de la Iglesia Católica, decidió sin causa ni razón, soltar su parida para quedar bien con un interlocutor extraño, sin fe, que ni siquiera se lo requería, un tal Scalfari de inclinación algo siniestra e intereses bastardos.

Aquella impertinencia que muchos quisieron tapar, traducir o reinterpretar, sería el comienzo de una diatriba de pensamientos, opiniones y silencios, que tras casi año y medio, han llevado precisamente a la Iglesia Católica a la que él representa, a la división y a un más que posible enfrentamiento a partir del Sínodo. Fecha que pasará a la historia, si Dios no lo impide, como el comienzo del suicidio colectivo de los católicos, bajo la mirada de aquel que osó escupir a quien habita en el Cielo.

Cuando Dios rechaza las oraciones de alguien, no es porque es Dios y puede hacerlo, sino porque ese alguien no se somete a su Justo Juicio, no se deja curar por su Misericordia, pues en su corazón frío, no es capaz de ponerse de rodillas, y olvida el agradecimiento debido a Dios, que sostiene con su Providencia su pretenciosa vida.

Dios no destruye a la criatura, le da la libertad de decidir, pero permite que el hombre que le niega se enfangue en su propia locura. ¡Y este es el drama que nos acontece!

Quien debería ser una luz y un guía, cuya prudencia y sabiduría fuesen adornos de su fe acrisolada, capaz de perdonar, comprender y confirmar a sus hermanos, según el mandato del Señor (Lc 22,32), se ha convertido, mal que nos pese, en causa de división, prefiriendo a unos sobre otros, indulgente hacía los de afuera –el mundo- y riguroso, hasta el desprecio, para no pocos de adentro –sus hermanos-; decidiendo a su antojo, sin normas, con atropello, y todo ello bajo una capa de justicia que no se corresponde con la que de un Pontífice se espera.

“El Dios que no existe”, permite ahora que le acosen sus propios fantasmas, y cada mañana es posible comprobar cómo una y otra vez se cuelan entre sus palabras para dejar ver la verdad de su íntima persona (algo difícil de ocultar, “pues lo que hay en el corazón sale por la boca”, sobre todo si se padece de incontinencia).

Ahora, todo y todos estamos expuestos, pues quienes no supieron reaccionar y amonestar a un hombre (Papa, pero hombre al fin y al cabo) por escupir al Cielo, tendremos que sufrir y penar nuestra cobardía, como ya sucedió al comienzo de esta historia, cuando otros hombres (Apóstoles les llamamos) necesitaron de la conversión para tener el valor de proclamar lo que pensaban.

La misma conversión que el Señor exigió a Pedro como condición para guiar su Iglesia.

Tal vez bastaría con pedir perdón por escupir a quien no lo merecía… públicamente claro está, como sabemos de Pedro.

Seguro que “el Dios Católico que no existe” le perdona y le devuelve la gracia que ha mancillado en su afán protagonista.

sábado, 4 de octubre de 2014

AL SÍNODO CON TUCHO


Quisimos reproducir este artículo escrito hace algunos años por monseñor Víctor Manuel (a) "Tucho" Fernández y que nos fuera remitido gentilmente por un lector del blogue. Apareció en su momento en una de las secciones de la penosa página web de la Librería San Pablo, actualmente en remodelación (compruébeselo pulsando aquí, con inflexiones gender incluidas en el mismísimo encabezamiento: los lectores reciben el tratamiento de "estimad@s"). La búsqueda con gúgul (google) revela que, con la impasse de aquella página, el artículo se ha esfumado del espacio cibernético. Por lo que lo ofrecemos en rescate, como una muestra más de que las variaciones que quieren introducirse oficialmente en lo tocante a la disciplina de los sacramentos (ya en vigor en los hechos) vienen siendo maquinadas desde hace tiempo por los mismos sujetos que hoy intervendrán en la ¿farsa? sinodal.

Ofrecemos, entonces, el artículo completo con breves anotaciones nuestras en color, hechas un poco al pasar y sin ningún afán exhaustivo. El lector que lo lea con atención podrá advertir no pocas otras cosas que se le hubieran podido señalar. Completamos al final con unos pocos párrafos a manera de síntesis, tratando de reconocer el vínculo entre esta propuesta y la prevista actuación del "ala aperturista" del Sínodo.



Tucho y el otrora primado, ambos en su salsa durante aquel acto
en que se otorgó el doctorado 'honoris causa' por la UCA al rabino Skorka



PABLO DE TARSO, ¿PADRE DE LA ESPIRITUALIDAD BURGUESA 
O EXPRESIÓN DE LA RADICALIDAD DE JESÚS?

por monseñor Víctor Manuel Fernández


Un atractivo mensaje de libertad

Del mensaje de Pablo de Tarso conocemos particularmente su enseñanza sobre la justificación por la fe y no por las obras de la ley, que suele identificarse como un mensaje de libertad. Es una experiencia del individuo que, aferrándose a Cristo salvador, y confiándose a él sin dudar, recibe la justificación como puro don gratuito. Este amor salvífico de Dios no se compra, no debe ser pagado, no debe ser merecido. Es pura gracia que mana de la entrega definitiva de Cristo en la cruz. Si lo mereciéramos con el cumplimiento de leyes religiosas, entonces “Cristo habría muerto en vano” (Gál 2, 21). Esto libera al individuo del tremendo peso de tener que pagar lo que no tiene precio, de la esclavitud de quien busca la salvación en el cumplimiento de normas que no tienen poder salvífico en sí mismas. Por eso Pablo definía la auténtica vida cristiana como “libertad”. Así se lo expresaba a los Gálatas, tentados a volver a la esclavitud de la ley: “Para ser libres nos liberó Cristo. Mantengámonos firmes para no caer de nuevo bajo el yugo de la esclavitud” (Gál 5, 1). Cuando un grupo de cristianos se acercó a la comunidad de Antioquía para insistir en el cumplimiento de determinadas normas como condición para ser justificados, Pablo dice que llegaron “para coartar la libertad que tenemos en Cristo Jesús y reducirnos a esclavitud” (Gál 2, 4). Pero él estaba decidido a no ceder en este punto porque “donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3, 17).

Debido al contexto en que se movía, Pablo pensaba especialmente en las leyes judías referidas a la circuncisión y a los alimentos. Pero un discípulo suyo, dirigiéndose más bien al mundo pagano, tradujo esta enseñanza de un modo más universal: “Esto no proviene de ustedes, sino que es don de Dios, y no es resultado de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8-9). Precioso mensaje que fue admirablemente interpretado por Tomás de Aquino en su teología sobre la Ley nueva: “El que obra por sí mismo obra libremente; pero el que recibe de otro el movimiento no obra libremente. El que evita un mal no porque es un mal, sino porque hay un precepto del Señor, ése no es libre. Por el contrario, el que evita un mal simplemente porque es un mal, ése es libre. Esta es la obra del Espíritu Santo que perfecciona interiormente nuestro espíritu” (Coment. 2 Cor 3, 17, lect. 3). Entonces, no se trata sobre todo de esforzarse movidos por una norma externa que nos esclaviza, sino de permitir que el Espíritu movilice desde nuestra propia libertad: “El que se deja llevar por el Espíritu es libre, ya que su buen obrar brota desde dentro de su propia libertad impulsada por la gracia” (Coment. 2 Cor 3, 17; lect. 3, n. 112). Con todo, y aunque el temor servil sea más imperfecto que el temor filial, el miedo al castigo puede servir como propedéutica al rechazo del mal per se. Trento aprobó como bueno ese género de temor que lleva a alejarse del pecado por temor al castigo, ¡cuánto más por tratarse de un precepto del Señor! Por lo demás, esforzarse según la «norma externa» es necesario para favorecer la ulterior expansión según el Espíritu. El "ama et fac quod vis" no fue dicho para los principiantes.

Tomás, fiel al pensamiento paulino, quiere mostrar que la principal novedad de la ley del Nuevo Testamento no está en que contenga preceptos más nobles, sino en la gracia del Espíritu. Lo que no quita que, efectivamente, contiene preceptos mucho más nobles. Y esto porque están hechos para corresponder a la gracia del Espíritu, don eminentísimo que procura perfecciones. Sólo el Espíritu Santo “produce en nosotros el amor, que es la plenitud de la Ley” (Coment. 2 Cor 3, 6; lect. 2). Entonces, la Ley nueva “es principalmente la gracia del Espíritu Santo dada a los cristianos” (Suma Teológica, I-IIae., 106, 1). Aun lo que nos manda el Evangelio es incapaz de justificarnos como ley exterior. Por eso, sin la gracia, también el Evangelio nos llevaría a la muerte: “Como elementos secundarios de la ley evangélica están los documentos de la fe y los preceptos que ordenan los afectos y actos humanos, y en cuanto a esto la ley evangélica no justifica. Por eso dice el Apóstol en 2 Corintios que la letra mata, pero el Espíritu da la vida. San Agustín, exponiendo esta sentencia, dice que por letra se entiende cualquier escritura exterior al hombre, aunque sean los preceptos morales como se contienen en el Evangelio. Por eso también la letra del Evangelio mataría si no tuviera la gracia interior de la fe, que sana” (Suma Teológica, I-IIae., 106, 2). Finalmente, Tomás explica que la ley de los cristianos es una ley “de libertad” por otra razón: porque los preceptos dados por Cristo y los Apóstoles “son poquísimos” (Suma Teológica, I-IIae., 107, 4). Citando a San Agustín dice que los preceptos que la Iglesia añadió posteriormente deben exigirse con moderación “para no hacer pesada la vida a los fieles”. Porque, si se llena a los cristianos de normas, convertimos nuestra religión en una esclavitud peor que la del judaísmo más legalista, cuando en realidad “la misericordia de Dios quiso que fuera libre” (Suma Teológica, I-IIae., 107, 4). El Evangelio es una “ley de libertad”, que nos indica pocas obligaciones y nos deja actuar según nuestro propio discernimiento: “Se llama ley de libertad porque la ley antigua determinaba muchas cosas, y eran pocas las que dejaba a la libertad de los hombres” (Suma Teológica, I-IIae., 108, 1). Volveremos sobre esto al final.


Devota iconografía paulina
¿Puntos débiles de la propuesta paulina?

Todo esto suena muy bello, pero cualquier individualista aburguesado podría aplaudir complacido esta doctrina. Por eso uno comienza a preguntarse qué tipo de opciones cristianas moviliza esta enseñanza, qué aliento y qué peso real otorga a la lucha por la justicia, al compromiso comunitario, a la donación martirial de la propia vida por el otro. ¿Y el amor a Dios por sobre todas las cosas, qué? De hecho, uno podría acusar a Pablo de un creciente individualismo. ¿Qué paso con el “nosotros” de 1 Tesalonicenses (1,1), de Filipenses (1, 1) y de 1 Corintios (1, 1-2), que se convirtió en un potente “yo” en Gálatas (1, 1.6) y sobre todo en Romanos (1, 1.8.16)?

Podría decirse, de hecho, que el acento paulino en la libertad del individuo justificado, a partir de su relación personal con Jesucristo, da lugar a un estilo de cristianismo donde los otros no dejan de ser secundarios, y en el fondo irrelevantes.

La realidad es que en Occidente se desarrolló una doctrina de la gracia muy intimista e individualista, en estrecha conexión con los textos paulinos. En el jansenismo, donde la gracia alcanzó un lugar muy relevante, todo hacía referencia a la relación del individuo con Dios, y la concupiscencia se identificaba excesivamente con las inclinaciones sexuales. No así en la recta doctrina cristiana, que siempre alertó sobre la "triple concupiscencia", que no una. Huelga aclarar que la solicitud "intimista" por la salvación del alma no es cosa de jansenismo. No se advertía con claridad la primacía del amor al prójimo y las exigencias sociales del Evangelio como criterios principales para discernir adecuadamente sobre la autenticidad de la relación con Dios. Y el jansenismo ha tenido una influencia profunda y perdurable en la configuración del catolicismo moderno. ¿Pese a su condena? Semejante afirmación, a riesgo de pecar de irresponsable, pide un condigno desarrollo.

Podemos decir que el pensamiento protestante no ayudó a la Iglesia católica posterior a Trento a desarrollar esta idea comunitaria y social de la liberación, porque la obligó a plantear las cuestiones ligadas a la salvación desde un punto de vista exclusivamente individual. La teología de Lutero se fue desarrollando en el fragor de la polémica, que le llevó a acentuar la relación individual de la persona con Dios. ¿Y entonces? ¿Polemizó, o acaso coincidió en este punto la Iglesia con Lutero? Sin desconocer el valor y la riqueza del pensamiento de Lutero (sic), la realidad es que “esta forma de reaccionar incluye el peligro de un particularismo” que a veces ha originado un “subjetivismo podrido” (J. I. González Faus, La humanidad nueva. Ensayo de Cristología, Santander 1984, 563). De hecho, “la teología protestante está muy vinculada al sujeto histórico liberal” (L. Boff, Y la Iglesia se hizo pueblo. “Eclesiogénesis”: La Iglesia que nace de la fe del pueblo, Santander 1986, 210). Además, las circunstancias históricas llevaron a que el protestantismo estuviera íntimamente vinculado, desde sus comienzos, a la promoción de los intereses del individuo y a la mentalidad capitalista. Por eso “la ideología protestante unifica la libertad del individuo, la democracia liberal y el progreso económico como expresión del espíritu protestante” (R. Alves, “O protestantismo como vanguardia da liberdade e da modernidade”: Varios, Protestantismo e repressão, São Paulo 1979, 42). Por el mismo motivo de fondo “la situación proletaria, en la medida en que representa el destino de las masas, es reacia a un Protestantismo que, en su mensaje, pone a la personalidad individual frente a la necesidad de tomar una decisión religiosa, pero abandonándola a sí misma en la esfera social y política, por considerar que las fuerzas que dominan la sociedad han sido ordenadas por Dios” (P. Tillich, The Protestant Era, Chicago 1962, 161). Esto es categóricamente desmentido, por desgracia, por las sectas evangélicas bogantes en favelas y "villas miseria" de toda nuestra atribulada América Hispana. 

¿Qué puede aportarle entonces Pablo al sujeto posmoderno, embelesado por la libertad de consumo y la privacidad cómoda? El mundo actual, con todos sus valores, padece la enfermedad del consumismo individualista, y mutila a la persona en su apertura al otro, provocando así una creciente disolución de los vínculos sociales. Se aprecian en teoría los valores comunitarios, pero los hábitos cotidianos del actual estilo de vida llevan a optar de hecho por una vida clausurada en los propios intereses, escapando de las exigencias de los demás. Es frecuente el encierro en un mundo ficticio de deseo y de insatisfacción que aleja a las personas de un camino fecundo de encuentro con el otro, con lo real, con la vida misma. ¿Y con Dios? El pecado rompió la tripe relación, empezando por la principal. Hay un hondo deseo de encuentro, pero al mismo tiempo un tremendo temor a comprometerse, a involucrarse, a ser limitado o perjudicado por el otro. ¿Podría la enseñanza paulina aportarle un fuego comunitario y social a este sujeto ensimismado? Esa es la gran pregunta.


Una propuesta radicalmente social

Mi respuesta es decididamente positiva, porque hubo un punto de inflexión en la historia misionera de Pablo. Un momento de honda comprensión que lo llevó a una integración profunda de sus convicciones sobre la libertad cristiana con las exigencias sociales del Evangelio. Porque esa pregunta es la que le hicieron a Pablo los apóstoles de Jerusalén cuando aprobaron su enseñanza en medio de los paganos, pero le pidieron sólo una cosa, imposible de practicar sin romper en pedazos la matriz pagana. Las características del paganismo de raíz griega, marcadamente individualista, contrastaban con el fuerte espíritu comunitario de los cristianos venidos del judaísmo. Por eso es razonable que los cristianos de Jerusalén temieran que, en ese contexto pagano, la fe cristiana fuera absorbida por ese estilo de vida centrado el propio ego, las propias necesidades, la propia gloria. Por eso los apóstoles de Jerusalén le insistieron a Pablo que tuvieran presentes a los pobres (Gál 2, 10). La preocupación por los pobres era un criterio elemental para discernir si los miembros de sus comunidades venidas del paganismo realmente habían abandonado la forma de vida típicamente pagana.

Eso nos permite entender por qué Pablo utilizó todos los argumentos posibles para motivar a los corintios a ser generosos en la colecta que realizó allí para los pobres de Jerusalén (2 Cor 8-9). Pablo mismo presentó esa colecta a los corintios como un elemento de discernimiento que permitiría “mediante el interés por los demás, probar la sinceridad” (2 Cor 8, 8) de su amor cristiano. E insistía: “¡Muestren ante la faz de las iglesias la caridad de ustedes!” (2 Cor 8, 24). Además, dijo a los corintios que una colecta generosa permitiría que los cristianos de Jerusalén “glorifiquen a Dios por vuestra obediencia en la profesión del Evangelio de Cristo” (2 Cor 9, 13). Queda claro que él quería ir a Jerusalén con un signo elocuente de que él había tenido en cuenta el pedido que le habían hecho. Sólo así se demostraría que también los corintios podían ser auténticos cristianos. La colecta en Corinto felizmente fue exitosa (Rom 15, 26-27).

No debería llamar la atención que Corinto sea la ciudad elegida para escribir la gran síntesis de su predicación –la carta a los Romanos– antes de salir para Jerusalén en su último viaje. La de Corinto es una típica comunidad paulina, distintiva de todo lo que resultaba molesto o preocupante a los cristianos de Jerusalén. Por eso Pablo tuvo que poner un gran empeño para demostrar, y demostrarse a sí mismo, que los paganos de Corinto podían ser auténticos cristianos sin necesidad de asumir las prácticas judías.

Esto explica los grandes temas de la primera carta que Pablo mandó a Corinto. Allí cuestionó la sabiduría que exaltaban los griegos (1 Cor 1, 17-21; 3, 18-20), destacó que Dios elige “lo que no es” (1, 28), atacó las pretensiones de vanidad y de gloria mundana típicas del individualismo pagano (4, 7-13), rechazó esa idea pagana de libertad que atropella las convicciones de los hermanos (8; 9, 20-22; 10, 23-29), objetó una celebración eucarística donde se desprecia a los pobres (11, 17-22), presentó a la comunidad como un cuerpo donde todos se necesitan, sometió los carismas al bien de la comunidad (12-14) y alentó la colecta para las comunidades pobres de Judea (16, 1-4; 2 Cor 8-9).

A los Gálatas, tentados por el rigorismo de algunos predicadores judaizantes, les propone el dinamismo del amor fraterno, una ley que brota espontáneamente de la naturaleza misma de la vida cristiana, ya que la fe “se hace activa por el amor” (Gál 5, 6). Podría resumirse de esta manera: “Si quieren dar la vida y mostrar de cuánto son capaces, déjense impulsar por el Espíritu a entregar la vida por los hermanos, hasta hacerse esclavos unos de otros”.

Poco después, en la carta a los Romanos, se detiene a redactar una larga exhortación práctica invitando a una vida comunitaria fraterna y generosa. En 12, 1 comienzan los consejos que invitan a la paciencia, al servicio, al perdón, a la responsabilidad, diversas maneras de entregarse a sí mismo “como víctima viva, santa y agradable a Dios” (12, 1). Pero todo culmina en 13, 10: “El amor es la ley en su plenitud”.

Para no quedarse en principios generales, en el capítulo 14 de Romanos Pablo quiere aplicar esto a una situación muy concreta de la comunidad. Tanto en 1 Corintios como en Romanos, Pablo sostiene con convicción que las leyes y costumbres referidas a los alimentos ya no cuentan para los cristianos, que hemos sido liberados del peso de esas normas. Nosotros estamos sometidos al único Señor de todas las cosas (Rom 14, 8-9; 1 Cor 8, 4-6; 10, 25-26), y ya no hay alimentos que sean impuros (Rom 14, 14-20).

Sin embargo, el cristiano no rige su obrar ante todo por lo que está permitido o prohibido. También está la ley del amor al hermano. Por eso, aunque tenga toda la libertad para hacer algo, el amor puede exigirle abstenerse de un alimento. Aunque no haya normas que se lo manden, uno puede abstenerse de algo para no hacer daño a otro. Aunque sea libre para comer de todo, el que ama es capaz de abstenerse de algo si es para bien del hermano: “Si por un alimento tu hermano se entristece, ya no procedes según la caridad. ¡Que por tu comida no destruyas a aquel por quien murió Cristo!” (Rom 14, 15).

Ya en 1 Corintios Pablo había hecho esta opción por el amor más allá de la libertad: “Si un alimento causa escándalo a mi hermano, nunca comeré carne para no dar escándalo a mi hermano” (1Cor 8, 13). Esto no es el ególatra individualismo burgués, que establece la propia libertad como principio supremo y clave de toda decisión. Para el Pablo maduro, el cristiano está libre de las leyes, pero para ser esclavo del hermano y llevar su peso. Por eso, a pesar de haber insistido tanto en nuestra libertad cristiana, sin embargo no considera esa libertad como un valor absoluto, ya que lo primero para el cristiano no es la libertad, sino el amor que libera (Gál 5, 13).

Un texto clave para evitar interpretaciones parciales de la enseñanza paulina es 1 Cor 9, 21. Allí Pablo dice: “No estoy yo sin ley de Dios porque estoy bajo la ley de Cristo”. Es decir, su situación, si bien ya no es la de sentirse obligado a cumplir las leyes judías, tampoco es la de un pagano sin ley. Porque aunque no nos salvamos por cumplir leyes, queda en pie una ley que debe ser cumplida necesariamente y cuyo descuido nos aleja del camino salvífico: “Toda la ley alcanza su plenitud en este único (heni) precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gál 5, 14). “Todos los preceptos se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad, por tanto, es la ley en su plenitud” (Rom 13, 9-10). En el Pablo maduro, la libertad ya no es el principio supremo, sino, en todo caso, la liberación de sí mismo para poder entregarse al otro: “Hermanos, ustedes han sido llamados a la libertad, pero que esa libertad no sea pretexto para la autonomía egoísta (la “carne”). Antes bien háganse esclavos unos de otros por el amor” (Gál 5, 1.13).

Por eso, el luterano Dietrich Bonhoeffer, aún rechazando cierto legalismo católico que parece pretender comprar a Dios con las obras, advierte contra la llamada “gracia barata”, una relación con Dios que no promueve a la persona, que no la compromete con los demás, que no la dinamiza en un obrar renovado por la justicia y la solidaridad. Esa gracia barata es desobediencia al Evangelio: “La incredulidad se alimenta de la gracia barata porque desea perseverar en la desobediencia” (D. Bonhoeffer, El precio de la gracia, Salamanca 1999, 34-35).


La conexión profunda entre la gratuidad y el compromiso sincero

Sin embargo, no está todo dicho. Porque hasta el momento simplemente hemos afirmado que junto con la doctrina de la justificación gratuita que nos hace libres, Pablo también destacó el primado de la caridad fraterna. Pero tenemos que decir que no son dos convicciones yuxtapuestas. No decimos que, a pesar de su doctrina de la justificación, Pablo da lugar aun compromiso generoso por el pobre. Decimos que es precisamente la doctrina de la justificación, auténticamente comprendida, la que fundamenta una opción social sincera y oblativa. Porque decir que no nos justificamos por las propias fuerzas es el mejor ataque a la idolatría del propio yo, a la autoadoración que lleva a colocar a todos en función del propio ser.

La idolatría del propio yo no permite opciones sociales sinceras, auténticamente oblativas. La concupiscencia que nos acosa, tal como la presenta Pablo en Romanos 7, es la inclinación egoísta a mirar todas las cosas en referencia a uno mismo. Esa inclinación, que sólo se domina dejándose transformar por la acción gratuita del Espíritu liberador, no deja lugar a una lucha por la justicia y la solidaridad social que sea genuina, y por lo tanto realmente transformadora. Nadie puede optar sincera y generosamente por el otro si no pone el propio yo en su lugar, o mejor, si no permite que Dios con su gracia lo coloque en su lugar.

Espantosa iconografía de la teología de la liberación
La íntima unidad que hay en el pensamiento paulino entre la gratuidad del amor divino y la entrega comprometida del hombre, se plasma de una manera peculiar en el pensamiento de algunos teólogos de la liberación (sic!). Gustavo Gutiérrez, por ejemplo, habla del sentido de gratuidad como una característica de la lucha de los pobres. La convicción de un amor gratuito de Dios es lo que mueve a una lucha esperanzada por la liberación, y “esta vivencia de la gratuidad no es una evasión, sino el clima en que se baña una eficacia histórica buscada...” (G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo, Buenos Aires 1984, 15-16). Gutiérrez entiende que una lucha por la liberación sin sentido de gratuidad deriva en un modo de buscarse a sí mismo que desnaturaliza el sentido cristiano de esa lucha. De hecho, cuando el pobre lucha con entusiasmo lo hace convencido de que está respondiendo a una iniciativa del amor gratuito de Dios, y por lo tanto responde a ese amor entregándose por entero en esa dirección. Testimonio de que la preocupación por la liberación social del pueblo para nada contradice el primado de la gracia y la iniciativa del amor de Dios, es la nota que escribió Gutiérrez a la muerte de su amigo Juan L. Segundo, donde se refiere a “la impronta que, siendo estudiantes y a través de maestros diferentes, dejó en nosotros la noción agustiniana del primado de la gracia de Dios en la vida de fe, y por consiguiente en la teología. La convicción de la gratuidad del amor de Dios es la inspiradora de toda reflexión teológica” (G. Gutiérrez, Juan Luis Segundo. Una amistad para toda la vida: Pastoral popular 251 [1996] 36). Pamplinas sobre las que volveremos al final.


El estilo comunitario y participativo de Pablo

Lo dicho hasta ahora permite mostrar que Pablo no responde a los esquemas del individualismo aburguesado, ni en el siglo I ni en la posmodernidad. Pero nos queda preguntarnos si, más allá de esta mentalidad claramente asumida por él, su estilo de vida eclesial y su modo de vivir el apostolado, no tenían rasgos individualistas.

Si uno lee atentamente las cartas, especialmente el inicio y el final de cada una, podrá advertir que el estilo de Pablo no era el de convertir individuos que lo siguieran, sino el de crear amplias redes comunitarias que pudieran subsistir y desarrollarse sin depender de su persona. Aunque no abandonaba completamente sus comunidades, ordinariamente las seguía de lejos y dejaba que se fueran configurando solas, con sus propios dirigentes.

De particular importancia al respecto es capítulo 16 de Romanos, que es un añadido posterior a la carta. Como muchos sostienen, estos saludos se entenderían perfectamente si se dirigieran a Asia menor, y sobre todo a su capital cristiana donde Pablo vivió mucho tiempo: Éfeso. Prisca y Aquila (Rom 16, 3) fueron una pareja importantísima en la Iglesia primitiva, y Pablo les debe mucho. Se habían instalado permanentemente en Éfeso (Hch 18, 24-26) después de acompañar a Pablo desde Corinto (Hch 18, 2-3.18-19). En Éfeso eran dirigentes (Rom 16, 5; Hch 18, 26-27), y su casa era lugar de reunión de la comunidad. Eran los sucesores de Pablo en la conducción eclesial de Éfeso. La mención de 1 Cor 16, 19 es repetida en Rom 16, 5. Los textos tardíos de 1 y 2 Timoteo, enviados a Éfeso (1 Tim 1, 3), son un testimonio de que la pareja permaneció en Éfeso (2 Tim 4, 19). Nótese que habla siempre de "pareja", evitando el  más correcto y honroso término de "matrimonio". Pablo indica que ellos se arriesgaron para salvar su vida (Rom 16, 4), seguramente en alguna de las persecuciones que sufrió en Éfeso. También el saludo a Epéneto da a entender que está escribiendo al Asia menor (Éfeso), ya que le llama “primicias del Asia para Cristo” (16, 15).

Podríamos prestar poca atención a este capítulo y restarle importancia. Sin embargo, el inmenso valor de estas líneas está en la imagen de iglesia que se refleja en cada uno de los saludos y en el conjunto de los detalles que Pablo menciona. Aquí no se trata de una definición de lo que es la relación entre los cristianos, ni de un estudio sobre la comunión eclesial, pero se manifiesta concretamente el valor que tenía cada uno para el Apóstol. Puede verse la inmensa importancia que tenía todo hermano o hermana en la fe, y su función dentro de la comunidad. No hay “hermanos” en general, sino nombres e historias personales.

Pablo envía estos saludos a través de Febe (16, 1), diaconisa de la iglesia de Cencreas (puerto de Corinto). Y esto indica que en las primeras comunidades se daban ministerios importantes también a las mujeres. La manipulación de la Escritura para sugerir que la Iglesia primitiva confería algún ministerio sagrado a las mujeres es de un descaro sin límites. Nos es imposible, por cuestiones de espacio, extendernos sobre el particular en este breve apunte: téngase solamente en cuenta que «diaconía», antes de designar un orden del ministerio eclesiástico, equivalía en griego a «servicio»: sin dudas había mujeres que auxiliaban a los primeros sacerdotes de la Iglesia, como las hubo colaborando en el ministerio público del Señor. Pero nunca la Iglesia hizo ministros sagrados a mujeres. Posteriormente, el texto de 1 Tim 5, 3.9 indicará que había un catálogo para registrar a las que hacían una consagración particular. Con respecto a Febe, cabe aclarar que el apelativo de “diaconisa” no tenía poca importancia. Pablo se llamaba a sí mismo “diácono” cuando defendía su autoridad (2 Cor 3, 6; 6, 4) y cuando mencionaba sus títulos de honor (2 Cor 11, 21-23). Por otra parte, Febe es llamada “nuestra hermana”, lo cual no era simplemente una expresión de fraternidad, sino un título particular para los que ocupaban un lugar especial en la comunidad, como colaboradores directos del Apóstol. De hecho así se denomina a Timoteo (2 Cor 1, 1; Flm. 1) y a Sóstenes (1 Cor 1, 1) mencionados como co-autores de las cartas a los corintios. Además, Pablo se detiene a recomendarla, y se muestra agradecido de haber sido “protegido” por ella, como muchos otros (Rom 16, 2). Pero Pablo también manda saludos a otras mujeres, elogiadas por sus “fatigas”: María, Trifena, Trifosa, Pérside (16, 2), la madre de Rufo (16, 13), Julia y la hermana de Nereo (16, 15). Finalmente, habría que destacar a Junia, que recibe, junto con Andrónico, un apelativo muy llamativo: “ilustre entre los apóstoles” (16, 7). Las mujeres, lejos de ser discriminadas, y a pesar de los límites culturales de la época (1 Cor 11, 5; 14, 34), en la práctica tenían amplias posibilidades de servir y de intervenir en la Iglesia y eran reconocidas en sus empeños y fatigas. Acá te queríamos pescar, bocón. Aquel mulier taceat in ecclesia del Apóstol no es un "límite cultural de la época": es una disposición disciplinaria dimanada directamente del sacerdocio reservado a varones por voluntad del mismo Cristo. Tanto, que hasta la ruptura litúrgica de 1969 no les estaba permitido a las mujeres ni siquiera pararse en el presbiterio del templo, y se hubiese tenido por increíble que una mujer declamase la lectura desde el ambón. En dos mil años de cristianismo ninguna santa mujer se tuvo por "discriminada" a causa de esto: la santidad no hace acepción de sexos.

Queda claro que Pablo, a su paso, dejaba comunidades ricas, con creyentes que, poco después de su conversión, asumían compromisos y funciones importantes en la comunidad. Se trataba de amplias redes con incisiva fuerza misionera, que daban lugar a comunidades en constante crecimiento y continuo enriquecimiento. Vemos así que Pablo, aunque defendía su autoridad apostólica cuando estaba en juego la autenticidad del Evangelio, también promovía el libre desarrollo de los carismas en sus comunidades. Varios detalles de las cartas, si les prestamos la debida atención, indican que el estilo de Pablo era profundamente respetuoso, con una tendencia a evitar imponerse que a veces lo hacía aparecer como débil. Por ejemplo, a la hora de pedir algo a un colaborador: “En cuanto a nuestro hermano Apolo, le inistí mucho para que fuera a visitarlos junto con los hermanos, pero él se negó rotundamente” (1 Cor 16, 12). Algunos dirigentes corintios parecían acusarlo de ser demasiado tolerante: “Me presenté ante ustedes débil, temeroso y vacilante” (1 Cor 2, 3). “Yo, Pablo, que soy tan apocado cuando estoy entre ustedes, y tan audaz cuando estoy lejos... Porque algunos dicen que mis cartas son enérgicas y firmes, pero en cambio mi presencia es insignificante y mi palabra irrelevante” (2 Cor 10, 1.10). “Dicen que hemos sido demasiado débiles” (1 Cor 11, 21).

Aunque tenía el derecho que le daba su carácter de Apóstol de los paganos, cuando se dirige a los Romanos, lo hace como pidiendo permiso: “Tengo un gran deseo de verlos, a fin de comunicarles algún don del Espíritu que los fortalezca, mejor dicho, a fin de que nos reconfortemos unos a otros, por la fe que tenemos en común” (Rom 1, 11-12). “Hermanos, estoy convencido de que ustedes están llenos de buenas disposiciones y colmados del don de ciencia, y también de que son capaces de aconsejarse mutuamente. Sin embargo, les he escrito en algunos pasajes con una cierta audacia, para recordarles lo que ya saben” (15, 14-15).

Así podemos percibir mejor el tipo de Apóstol que era Pablo, quien aun teniendo sobrados motivos de gloria, sólo se defendía y se imponía si estaba en juego el Evangelio. Cuando él defendía su autoridad de apóstol (en 2 Corintios), o cuando aparecía con mayor fuerza su “yo” apostólico (en Gálatas, y en Romanos) no lo hacía por una búsqueda de gloria personal. En 1 Tes 2, 4-6 pone al mismo Dios como testigo para afirmar que no ha buscado gloria o reconocimientos humanos. En Gálatas lo reafirma contundentemente: “Si quisiera agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo” (Gál 1, 10). Defendía su autoridad de Apóstol sólo para que lo aceptaran como enviado de Dios y así le abrieran las puertas para poder ayudarlos. Pero su modo ordinario de evangelizar consistía más bien en fecundar, promover, alentar y dejar en libertad, dando lugar a comunidades llenas de vida.


Un misionero nada burgués.

Una comunidad encerrada en sí misma, por más cálidas y generosas que sean las relaciones, también es burguesa, es un individualismo prolongado en un grupo humano que se autoprotege.  Las redes del individualismo sólo se rompen en las comunidades abiertas, que lanzan a sus miembros al mundo, que engendran y alientan misioneros. Categoría recurrente en este texto la del «burgués», demasiado historicista como para esbozar una potable teología de la «misionalidad». Téngase en cuenta que el cosmopolitismo y la apertura indiscriminada son notorios males burgueses de nuestros días, mucho más que las "comunidades cerradas [...] por más cálidas y generosas que sean las relaciones". Y si de individualismo burgués se trata, cabe decir que sus enseñanzas sobre la justificación y la libertad cristiana no le llevaron precisamente a una vida de un cómodo consumista, poco afecto a compromisos y riesgos.

La entrega misionera de Pablo tiene mucho para decirnos hoy a tantos cristianos, y me incluyo (¡por fin te creo!), con pocas ganas de evangelizar, siempre a la defensiva cuidando sus tiempos de privacidad, sus espacios de placer o de autonomía, y a veces refugiados en una suerte de espiritualidad subjetivista que no alimenta un fervor generoso.

El encuentro de Pablo con Jesucristo fue al mismo tiempo, inseparablemente, un envío misionero. El Padre reveló en él a su Hijo “para que lo anunciara entre los gentiles” (Gál 1, 16). Por eso se nos cuenta que “enseguida se puso a predicar a Jesús” (Hch 9, 20). Pablo respondió a ese llamado con toda la vida. Si bien se decía indigno de ser considerado uno de los apóstoles (1 Cor 15, 9), al mismo tiempo sostenía que, por la gracia de Dios, él había “trabajado más que todos ellos” (1 Cor 15, 10).

En su santa obsesión por darlo todo, prefería no vivir de su tarea misionera, y continuaba ganándose el sustento con su trabajo. Pablo aprendió en Tarso el arte de fabricar tiendas con tejidos rústicos (Hch 18, 3), oficio que desempeñó toda su vida (1 Cor 4, 12; 1 Tes 2, 9; 2 Tes 3, 8).

Su estilo misionero se refleja maravillosamente en algunos textos que vale la pena recordar: “Me hice débil con los débiles para ganar a los débiles. Me hice todo con todos para salvar a algunos a toda costa” (1 Cor 9, 22). “¡Celoso estoy de ustedes con celos de Dios! Porque los tengo desposados con un solo esposo para presentarlos como casta virgen a Cristo” (2 Cor 11, 2). “Por mi parte, muy gustosamente gastaré todo y me desgastaré completamente por ustedes” (2 Cor 12, 15). “¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes!” (Gál 4, 19).

Toda la vida de Pablo se convirtió en una existencia para los demás. No conocía una vida tranquila, ni podía entender que alguien se obsesionara por el placer, la comodidad o el descanso. Aun cuando él recibía algún consuelo de Dios, pensaba que era para poder transmitir ese consuelo a los demás: “Dios nos reconforta en todos nuestros sufrimientos para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios” (2 Cor 1, 4).

Para un padre generoso como Pablo, no había posibilidad de vivir completamente en paz mientras alguien la estuviera pasando mal: “¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo no arda por dentro?” (2 Cor 11, 29). Por eso la oración de Pablo, más que una contemplación del misterio de Dios, tomaba la forma de intercesión. «Aut - aut» típico de la perfidia modernista. Lo desmiente el mismo Apóstol en II Cor 12,2, cuando refiere haber sido arrebatado hasta el tercer cielo. Por ejemplo, en Flp 1, 4-11 descubrimos hasta qué punto la oración de San Pablo estaba llena de seres humanos: “En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos ustedes... porque los llevo dentro del corazón” (Flp 1, 4.7). Sin duda, entonces, Pablo no es el padre de las espiritualidades burguesas, sino reflejo de la radicalidad de Jesús en su entrega comunitaria y misionera. Bien nos vendría hoy un poco más de ese espíritu.



Conversión de san Pablo
CONCLUSIÓN NUESTRA

Dejamos pasar ciertos rasgos de estilo -de estilo racionalista-, como el esquivar escrupulosamente el apelativo «san» aplicado a san Pablo. Desde el mismo título, conforme al más aséptico modo profesoril, aconfesional, "científico", se habla de «Pablo de Tarso», tal como tantos especialistas divulgan sus artículos sobre Tales de Mileto, Parménides de Elea, Alcmeón de Crotona o... Jesús de Nazaret. Obviaremos también la novedosa táctica (que no usaban los modernistas de tres o cuatro generaciones atrás) de llamar en auxilio nada menos que a santo Tomás de Aquino en apoyo de las más peregrinas tesis, como ya lo había intentado Francisco en su Evangelii Gaudium, en que el Aquinate se ve sorprendido en su buena fe sosteniendo el pluralismo teológico, que no es sino la anarquía teológica. El propio cardenal Kasper dice que sus descabelladas propuestas se inspiran en el equiprobabilismo de Ligorio.

Omitiremos igualmente referirnos a las frecuentes citas a autores condenados por la Iglesia. Salta a la vista, pero tampoco nos extenderemos sobre el particular (aparte de la pasmosa mediocridad de este hombre a quien una fortuna ubérrima o bien un destino irónico puso al frente de la casa de estudios fundada hace centenares de años-luz por monseñor Derisi), el arte de aislar un pasaje bíblico de muchos otros que entrarían en contradicción con la tesis: método del exclusivismo parcialista que hace violencia al texto sacro y lo desfigura. Valga el caso de la "diaconisa" -reseñado más arriba- para graficarlo. Tampoco creemos necesario abundar en la abundante imprecisión léxica que rebosa el artículo, indicio de vulgaridad intelectual poco conforme al cargo que a Tucho se le ha confiado.

Ni vale la pena hablar de la consabida diatriba contra el pasado de la Iglesia en nombre del evolucionismo histórico. Se sabe que vivimos en el mejor de los tiempos, lo que nos habilita para juzgar la doctrina moral eclesiástica desde una perspectiva insuperable, lo mismo que hacer de los pasajes más incómodos de la Palabra de Dios la expresión de prejuicios y "límites culturales" de aquella época. Lo que no impide recurrir en numerosas ocasiones al expediente seguro del arqueologismo como ladina réplica a la tradición (a la acción de «tradere» o de ininterrumpida sucesión): es una de las coartadas típicas de esta escuela. Que, por otro lado, no quiso enterarse de la trágica irreductibilidad de las categorías sociales contemporáneas a las antiguas: la pobreza será siempre pobreza, pero en los tiempos apostólicos no podía ésta decirse ínsita en los mismos mecanismos de producción, como hoy ocurre. Ni entenebrecida por el delito, la droga, la cretinización audiovisual, etc. Para no olvidar que entonces se evangelizaba a Cristo resucitado: hoy, añadidura de plomo a la miseria, los amigos de Tucho evangelizan la funesta revolución.

Pero tampoco nos posaremos en estos detalles. Conocemos las circunstancias que habitualmente rodean a estos paladines de la proyección social del Evangelio -sus prebendas, sus éxitos editoriales inmerecidos-como para arriesgar la presunción de que conste en ellos alguna unidad entre vida y pensamiento. También sabemos de sobra cuánto goce hoy el cripto-marxismo del apoyo del poder plutocrático, cosa patente en la difusión constante de sus errores por todos los medios de masas.

Lo que urgiría alguna consideración es aquello que un texto como el presente adelanta acerca del Sínodo: la vacilación y ulterior síntesis entre el individualismo de matriz liberal (señalado en los primeros párrafos como riesgo a evitar) y el altruísmo "pastoral". No nos engañemos: esta gente, que ya ha perdido por completo la fe y puja por erradicarla de la Iglesia, apuesta a camuflarse debajo de una apariencia de solicitud por los "casos concretos" para mejor derramar el veneno del laxismo moral. Esta es la clave hermenéutica de la «ley de libertad» que proclaman para ultraje del nombre cristiano.

«Tienes a tu favor que odias las obras de los nicolaítas, que yo también odio» (Ap 2, 6). A lo que asistimos, concitada en asamblea de obispos, es a la reviviscencia de aquella secta gnóstica de los nicolaítas, que promovían la libertad de la carne con la pretensión de que esto no obstaba a la salvación del alma. Es decir: al individualismo burgués sobre el que tanto advierte Tucho, alcanzada su fase más aguda de degeneración y disfrazado ahora de "propuesta radicalmente social". De donde la inaudita preocupación por proveer "atención pastoral" a coyundas de homosexuales que adoptan niños. O la siempre latente eximición del celibato sacerdotal. O la admisión de los adúlteros a la comunión. Pero sobre esto tampoco nos extenderemos.