martes, 9 de septiembre de 2014

LA INSULTANTE PAMPLINA DEL DIÁLOGO

No se podía precisar mejor que como lo hace el Aquinate, casi al comienzo de la Contra gentiles (I, 6), la incompatibilidad radical entre cristianismo e Islam. Allí expone cómo la sabiduría divina, «para confirmar aquello que supera el conocimiento natural, usó de muchas obras que sobrepasan la capacidad de toda la naturaleza. Esto sucedió, por ejemplo, en las admirables curaciones de enfermos, en la resurrección de muertos, en la mutación de los cuerpos celestes; y sobre todo en la inspiración de las mentes humanas, de manera que aun los ignorantes y sencillos pudieran conseguir instantáneamente la más alta sabiduría y elocuencia por el don del Espíritu Santo». La perseverancia de tantos testigos, aun en medio de las persecuciones más sangrientas y sañudas, remata y confirma lo dicho, y todo pese a que en la fe cristiana «se predican verdades que están sobre todo entendimiento humano, se coartan las pasiones carnales y se enseña a menospreciar los valores de este mundo. Es el mayor de todos los milagros y una clara manifestación de la acción divina que el espíritu del hombre preste su asentimiento a estas verdades y que, despreciando las cosas visibles, sólo desee las invisibles».

Aquel «milagro moral» de la conversión de la Roma imperial cae así bajo la consideración del Angélico como «el más admirable de todos los signos: que el mundo se convirtiese a creer cosas tan duras, a actuar de manera tan difícil y a esperar cosas tan altas por la predicación de hombres sencillos y vulgares». Lo que contrasta al punto con lo ocurrido por acción de Mahoma, quien «sedujo al pueblo con promesas de placeres carnales [...] e igualmente les dio una ley de acuerdo con dichas promesas. En cuanto a doctrina, no les enseñó más verdad de la que cualquier sabio mediocre puede conocer con la luz natural; y además mezcló con las pocas verdades que enseñó, muchas mentiras y doctrinas erróneas. No les dio signos sobrenaturales, única manifestación que puede testificar una inspiración divina, ya que al dar muestras sensibles de obras que sólo pueden ser divinas, el maestro de la verdad prueba que está divinamente inspirado. [Mahoma] más bien afirmó por las armas que había sido enviado, siendo éstos signos que no faltan a ladrones y tiranos. Por lo que no le creyeron desde el principio los hombres sabios experimentados en las verdades divinas y humanas, sino sólo hombres bestiales, moradores de los desiertos, ignorantes por completo de toda doctrina acerca de Dios [...] Ningún oráculo de profetas anteriores lo apoya con su testimonio; más bien desfigura al Antiguo y al Nuevo Testamento presentándolos como narraciones fabulosas, según puede notar quien lea su ley. Por ello astutamente prohibió a sus secuaces leer el Antiguo y el Nuevo Testamento, para que así no le arguyeran mediante ellos de falsedad».

Si esta ajustada comparación fuera todavía inapropiada al talante poco argumentativo de nuestros contemporáneos, incluidos tantos hombres de Iglesia, podría reducírsela a mayor concisión y cifra más o menos así: Mahoma pretendió impugnar la Palabra definitiva de Dios, valiéndose para ello incluso de las armas. En otros términos supo definirlo monseñor Fulton Sheen: el Islam adopta la doctrina de la unidad de Dios, Su Majestad y Su Poder Creativo, y la usa para repudiar a Cristo, el Hijo de Dios. Las consecuencias que se derivan de esto no pueden ser otras que las conocidas, por mucho que nos esforcemos en pensar en un panteón mundial hecho de recíprocas buenas intenciones entre los adeptos a los diferentes dioses. En un artículo publicado hace un año por Piero Vassallo y reproducido recientemente por Chiesa e postconcilio, las palabras de Santo Tomás son nuevamente expuestas, acompañadas esta vez por cierta información adicional que vale la pena precisar para alumbrar un poco la confusión que hoy se siembra en torno al atractivo fetiche del "diálogo". Citamos, pues, de allí:

Resulta que poco después de la muerte del Aquinate, un dominico llamado Ricoldo da Montecroce intentó la evangelización de los musulmanes iniciando con ellos un diálogo constructivo, en la confianza de hallarlos bien dispuestos para el intercambio teológico. Pero pronto se sintió decepcionado por la reacción de sus feroces interlocutores, lo que lo obligó a dar un paso atrás para profundizar el estudio de la lengua árabe y el conocimiento del Corán, creyendo que la adquisición de este recurso le granjería mejores resultados. Muy por el contrario, esto fue precisamente lo que lo hizo llegar a conclusiones opuestas a las nutridas con sus veleidades ecuménicas.
Vuelto a Florencia en 1300, después de doce años de tormentosos viajes en las tierras invadidas por los mahometanos que lo convencieron de la imposibilidad del diálogo con los éstos, desarrolló las tesis de Santo Tomás y escribió un ensayo crítico sobre los sarracenos.
En el texto se enumeran «las cuatro categorías de personas que se adhieren al error de Mahoma: la primera es la de los que se han convertido en sarracenos por el poder de la espada y que, reconociendo su error, volverían sobre sus pasos si no tuviesen miedo. La segunda está representada por aquellos que fueron atraídos por el diablo y llegaron a creer como verdaderas las mentiras. La tercera es la de aquellos que no quieren abandonar el error de sus padres, y aunque dicen atenerse a sus padres, los separa de ellos el hecho de que en lugar de la idolatría han elegido la secta de Mahoma. La cuarta es la de aquellos que por la gran cantidad de mujeres concedidas y por las demás licencias prefirieron este error a la eternidad del mundo futuro».
 
Entre las varias causas de la imposibilidad de diálogo con los musulmanes, Ricoldo se detiene en las contradicciones entre numerosos textos incluidos en el Corán, como aquel que establece que los judíos y los cristianos serán salvos, agregando a continuación que «nadie se salvará excepto los que están en la ley de los sarracenos», y aquel en el que se insta a los fieles a utilizar sólo palabras suaves con los infieles, y posteriormente ordena «matar y depredar a los que no creen». 
El análisis del Corán demuestra a la postre la incompatibilidad de fe y razón, un vulnus que justificó la devastadora teoría de Averroes acerca de las "dos verdades": la de los filósofos y la de los religiosos.

Hasta aquí Vassallo, quien nos recuerda convenientemente lo más significativo y atendible que en esta materia nos han ofrecido los últimos pontífices y algunos prelados contemporáneos pese a las ambigüedades de rigor en nuestros postconciliares tiempos, incluido el famoso y desafortunado beso del Corán a instancias de Wojtyla. Así, Juan Pablo II pudo decir que «quien conociendo el Antiguo y el Nuevo Testamento lea el Corán, verá con claridad el proceso de reducción de la Divina Revelación que se ha cumplido en éste». Y constan las palabras que Benedicto XVI citó de Manuel II Paleólogo, del cual vale la pena extenderse en torno a su incapacidad de imaginar «nada peor ni más absolutamente inhumano que aquello que hace Mahoma, prescribiendo que a través de la espada se extienda aquella fe que él mismo proclamó. Ha obligado por la fuerza que una de estas tres cosas se verificase: o que los hombres de cada rincón de la tierra se acercasen a la ley [coránica], o que pagasen tributos y desenvolviesen la actividad de los esclavos o que, si no se avinieran a hacer ninguna de estas dos cosas, les fueran tronchadas las cabezas con la espada. Ésta es, de hecho, la cosa más absurda, desde el mismo momento en el que Dios no se goza en los estragos y el no obrar según razón es ajeno a Dios». Por eso monseñor Bruno Fisichella recuerda la necesidad de que razón y fe retomen su camino común, no sólo para fecundar la evangelización, sino «para consentir incluso a los no creyentes acoger el mensaje de Jesucristo como hipótesis cargada de sentido y decisiva para la existencia». Y monseñor Brandmüller apunta al insoluble deficit de razonabilidad del Islam, lo que impone como «diferencia más fuerte entre cristianismo e islamismo un tema tan central como la concepción del ser humano».

Ahí está el frecuente lamento de tantos misioneros que hablan con pena de los mahometanos como "inconvertibles": generalización ciertamente relativa, que no absoluta, pero que tiene el honor de reconocer el dramatismo real que se entabla con este terrible enemigo del Islam. 

Y que Francisco, con su glucosada, irrealista, gangosa, reiterativa, previsible, fútil, anestésica, caduciente, insultante pamplina del diálogo (y del diálogo con el Islam, ahora ofrecida como exhortación a los obispos de Camerún, como si éstos no supieran bastante de la peligrosidad de los cocodrilos y los leopardos), niega irresponsablemente. Sí, es tiempo de creer que las ambigüedades de los últimos cincuenta años han cesado en favor de una explícita nulidad sin contrapeso alguno, una pura nulidad de esas que la naturaleza aborrece, y que una inédita conjunción de causas ha situado allí donde siempre hubo Algo.