martes, 25 de marzo de 2014

EL INACABABLE ASALTO A LA CORONA

Aunque no haya nada que objetar cuando se postula la indiferencia acerca de la forma de gobierno civil más oportuna mientras ésta procure a los pueblos la felicidad social (que, en todo caso, la oportunidad solicita a la prudencia y rechaza exhortaciones demasiado genéricas), consta también, hecha abstracción de las circunstancias y los accidentes, la doctrina de la excelencia de la monarquía, notorio en aquel axioma socorrido por el Aquinate de que «es bueno que uno solo gobierne». En efecto, y recordando a Boecio, Santo Tomás señala cuánto la unidad sea esencial a la bondad, y aplica este pensamiento al gobierno que, ejercido por uno, mantiene a las cosas en su unidad y, por lo mismo, en su propio bien. Y es que la buena monarquía refleja, en la lejana analogía de las causas segundas, el gobierno monárquico y providente con que el Creador sustenta al universo. La noción de «monarquía» conviene muy próximamente a la de «jerarquía» (de ἱερός «sagrado» y ἀρχή «principio, gobierno»), por cuanto la sacralidad de lo creado (el mundo como «sacramento» o «signo») reclama la unidad de origen y de designio. La monarquía divina es la que informa la jerarquía -y, por lo mismo, el orden- de lo real.

Jesús se reconoció rey ante Pilatos, y dotó en consecuencia a su única Iglesia de una constitución monárquica. No hace falta subrayar cuánto el mismo gobierno civil, durante los siglos de la Cristiandad, fuera predominantemente monárquico, y cuán incansablemente se buscó en Occidente la unificación de todos los reinos en ese Sacro Imperio que, pese a los desvelos de las mejores inteligencias del período, no alcanzó nunca del todo a consumarse o, digamos quizás mejor, no alcanzó la latitud deseable. La disolución del imperio austríaco (o bien la derrota de su heredero, el imperio austro-húngaro, en la Primera Guerra Mundial) señala claramente el cese de toda política no encuadrada dentro del diseño republicano-democrático. Tanto que aquellas naciones como Alemania e Italia que, al confiar su gobierno a figuras de talante dictatorial no hacían sino evidenciar la crisis del mundo surgido de la Revolución, fueron aplastadas sin miramientos incluso después de derrotadas tras la Segunda Guerra Mundial. Ni bombardeos micidiales ni juicios fraguados les fueron ahorrados para su ulterior humillación, junto con la propaganda desmoralizadora de rigor, a quienes osaron cuestionar los principios de esa democracia que los vencedores, aun con sus matices diferenciales y sus recíprocas reyertas, reivindicaban como propia.

A instancias de la revolución no ya de la vida civil, sino incluso de la misma conciencia política, la Iglesia fue paulatinamente impregnándose de estos nuevos principios, doblemente letales cuando tocan a la organización de la sociedad sacra. Aquel liberalismo o liberal-catolicismo que un avizor Gregorio XVI supo combatir sin tregua, y que ya inficionaba en sus días a no pocos clérigos, poco más de un siglo después ya lograba encarnarse en esos mismos pontífices cuyo criterio de gobierno, deducido de sus actos, resulta poco menos que alarmante. Ese espíritu de vacilación, doblado en espíritu de capitulación, queda palmariamente retratado en los extremos del arco del trunco pontificado de Benedicto XVI: entre aquel «orad para que no huya, por miedo, ante los lobos», con el que saludó al pueblo congregado el día de su elección, y su explosiva y doliente dimisión, mal asordinados los aullidos.

Desde aquel infausto acuerdismo impulsado por León XIII en las relaciones de la Santa Sede con la francesa Tercera República hasta las deferencias un tanto pringosas de Paulo VI y Juan Pablo II para con la ONU, y (ya en cuestiones que afectan a la vida de la Iglesia) desde el atropello de los llamados «esquemas preparatorios» del último Concilio de parte de los obispos renanos, pasándose por el traste la potestad de Juan XXIII, hasta el frecuente llanto a solas conque sus colaboradores sorprendían a Paulo VI en su despacho, víctima de la sistemática desobediencia de episcopados enteros a su infirme voz de mando, queda en evidencia la debilidad última del carácter del Papado en nuestros días. Ese enervante irenismo, anejo de todo punto al democratismo, tan opuesto a la enseñanza de Job acerca del carácter de la vida del hombre sobre la tierra, ése no es un virus que obra por contagio azaroso: son cepas cultivadas en condiciones propicias y sueltas a infestar en el momento más oportuno. ¿No son sorprendentes los paralelismos y semejanzas entre el declinante proceso político que acabó con el Antiguo Régimen y la progresiva atomización de la Iglesia, entre aquel rechazo que hizo Luis XVI de la corona regia y la deposición de la tiara papal por Paulo VI, entre el carácter irresoluto de ambos, nonunca dispuestos a castigar las insolentes sediciones que les plantaban en sus narices? No resulta arbitrario entonces que se haya podido comparar al Concilio Vaticano II con la convocatoria de los Estados Generales.

Ni debe andar errado, pues, quien sostenga que la corrupción de la doctrina y las costumbres comienza en la Iglesia por una defección en su regimiento. Castellani, víctima preferida de los mediocres encaramados, señalaba el mal de la Iglesia argentina en ese carrerismo que ponía en los lugares de mando a clérigos, como las moscas, de hábitos meramente domésticos. Recientemente, en un contrapunto mantenido con Antonio Caponnetto, Dardo Juan Calderón situó ese mismo mal muy allende nuestras latitudes, como un morbo afligente la Iglesia universal, resumiendo en un solo párrafo todo el proceso declinante de cien años largos:
«en un cierto momento, la Monarquía Vaticana se encontró con que su cuerpo elector no era la crema y nata de la santidad, sino aquellos que habían hecho mérito de haber prestado los más innobles servicios que exigía una política maquiavélica erróneamente preferida a la simple y sencilla frontalidad y fructuosidad del martirio. Estos cardenales, elegidos para los compromisos de la política tras un proceso de evaluación inversa a las virtudes que se exigen del clérigo y más acorde con esa mixtura de mierda y arcilla que exige la política de los laicos, no hubieran hecho mucho daño si sólo hubieran existido para la política momentánea de su tiempo y si la Iglesia hubiera efectuado en forma inmediata posterior, una purga de los viejos servidores de causas hediondas [...], pero allí quedaron y fueron tarde o temprano el colegio elector. Colegio elector que llegó no sólo con la carga de su mal origen, de sus vicios, de su plebeyismo republicano y de su grosera expresión de toda una vida cortesana alejada de la práctica contemplativa y mística de la liturgia, sino especialmente con los compromisos pactados en el silencio ominoso de los toma y daca de la inmunda puja partidaria. Ya Juan XXIII es el resultado de una elección de este tipo de colegio y ya en estas elecciones, los pactos secretos y los ocultos socios de cada uno de estos crapulosos comienzan a tener que ver en las elecciones, proceso que en breve convertirá a los electores en verdaderos hombres de paja o testaferros, para conformar el elemento que define principalmente a la República moderna, que es el anonimato de los resortes de poder».
Es una Iglesia que se acerca peligrosamente, con arreglo a la más delatora onomástica, a la Iglesia de Laodicea (de laós, pueblo, y díke, juicio = el dictamen del pueblo), y más si a la democracia se la puede definir, como lo hizo alguna vez entre nosotros el padre Carlos Biestro, como un «sistema de gobierno promovido por los usureros para mandar a la humanidad al Cuarto Oscuro». ¡Otra que oscurantismo atizado por las finanzas mundialistas, que a través del IOR gobiernan a la Iglesia! Es la Iglesia de los tiempos de la opinión, en que se plebiscita incluso el Decálogo y se promueve la sinodalidad permanente, con un nuevo Código de Derecho Canónico que postula (canon 336) que el Colegio de los Obispos es, en comunión con su jefe, nada menos que «sujeto del poder supremo y pleno sobre la Iglesia entera». Y es, como en Laodicea, una Iglesia tibia, sin fervor, o con un fervor pautado ante las cámaras, teatralizado, con la ostensible decrepitud de los jóvenes-masa que vitorean al Papa compinche.

Es la Iglesia que ensaya lo inaudito, lo imposible: un Papa dimisionario propter ingravescentem aetatem, devenido ahora Papa Emérito, alternando con otro Papa, sujeto éste sí del poder de jurisdicción, que se presenta escuetamente como «Obispo de Roma». Y que afirma, en la enésima detonación que ensaya, que «el Papa emérito no es una estatua de museo. Es una institución, a la que no estábamos acostumbrados. Sesenta o setenta años atrás, la figura del obispo emérito no existía. Eso vino después del Concilio Vaticano II, y actualmente es una institución. Lo mismo tiene que pasar con el Papa emérito. Benedicto es el primero y tal vez haya otros». Sirvámonos recordar que nada puede repugnar tanto a la mentalidad católica, siquiera en su metafísica, como la poliarquía. Y que la multicefalia es, de hecho, el carácter más saliente de aquella Bestia del Apocalipsis, enemiga de Dios y de sus santos.

Tan relevante y de tantas consecuencias es la quiebra de la soberanía suprema del pontífice, o al menos la erosión sistemática de su dignidad, que podrían reconducirse todos los cismas y herejías, en su común motivo impulsor, al rechazo del principio monárquico que anima a la Iglesia. Porque el organismo teológico en pleno se funda en el principio de autoridad, y éste encarna precisamente en aquel a quien Cristo confió las llaves del Reino. Así es como el cisma griego fue preparado, mucho antes de la cuestión del Filioque, por repetidas réplicas al Primado. Y así es como, a instancias de la lógica perversa del naturalismo tan agresivamente en vigor, se consuma el rechazo del Unum que san Agustín asumió del mejor Plotino para aplicarlo al ser inefable de Dios Padre, Causa de la unidad de todas las cosas, de quien el Hijo Unigénito es reflejo e impronta, y a quien a su vez representa Pedro, sumo e infalible doctor.