lunes, 15 de julio de 2013

HÉGELO-JOAQUINISMO Y KATÉJON

Como los presos van señalando cada uno de los días transcurridos entre rejas con un nuevo trazo en la pared, en espera de saborear su liberación futura en la longura creciente de la ristra, así podríamos añadir uno y otro palote a la ringlera para reseñar cada nuevo acto de demagogia del papa Bergoglio. Pero lo haríamos con el riesgo de volver tediosa la crónica, ya que no hay nada más repetitivo y previsible que la vulgaridad. Además, trayendo a cuento la entrevista del Pontífice -invariablemente flaca en aliento sobrenatural- con la cocinera farandulera o el político venal, o su epístola "compinche" al cantante de rock condenado a prisión efectiva por la muerte por descuido de casi doscientas personas, no haríamos sino agregarle una nimia raya al tigre o a la celda, y lo fenoménico acabaría por ocultarnos lo esencial.

Es muy de temer que sea en esta última instancia, la de lo esencial, aquella en la que se libra ya el combate, aderezado exteriormente con mil y un "gestos" para la deglución de una feligresía reducida a populacho, mimetizada por completo con el mundo, que espera en las gradas su lonja de carne y show. Porque todo papa es portador de algún temperamento y -si lo tiene- de un carácter, y éstos pueden ser más o menos adecuados a su excelsa función sin que al papado lo modifique esto mucho. Pero el hacerse voluntariamente ejecutor de un programa que excluye a la Providencia en el gobierno de la Iglesia para someter a ésta, en lo que toca a su historicidad, a la pura inmanencia, y posponer el reinado de Cristo a los designios cerradamente humanos de un puñado de ideólogos: éste sí se diría el quid  y el culmen del extravío modernista.

A este respecto, resulta del mayor interés el artículo firmado por el padre Mauro Tranquillo y publicado por la página del distrito italiano de la FSSPX (ver http://www.sanpiox.it/public/index.php?option=com_content&view=article&id=986:papa-francesco-un-tentativo-di-lettura-del-nuovo-pontificato&catid=64&Itemid=81), en el que el autor se pregunta, a la luz de los estilos marcadamente contrapuestos de Ratzinger y Bergoglio, y de la tan disímil recepción que ambos pontificados le han merecido a la prensa, si la situación de la Iglesia ha cambiado realmente tanto en los últimos meses. «Que los graves problemas morales y financieros de la Curia Romana o de muchas diócesis no puedan haber sido resueltos por la simple elección del Papa Francisco es evidente, sobre todo sabiendo que todos aquellos que eran protagonistas permanecen en sus puestos». Comprueba también el autor que el pensamiento de ambos papas coincide a grandes rasgos en su concepción del ecumenismo y de la libertad religiosa, según la peculiar y poco ortodoxa doctrina que el Concilio Vaticano II presentó sobre el particular. Entonces, ¿por qué Francisco y los medios, de consuno, se esmeran en ofrecer una como ruptura o contraste con el papa precedente? La respuesta podría hallarse en la recurrencia táctica a la dialéctica hegeliana, tal como el modernismo pretendió inocularla a la vida misma de la Iglesia en sus ya centenarios embates.
El Papa Bergoglio presenta una imagen de la Iglesia que entra en una fase completamente nueva, nueva incluso respecto a la "ortodoxia post-conciliar" encarnada en la hermenéutica de la reforma de Ratzinger. Benedicto XVI representaría así, acaso deliberadamente, una síntesis (en sentido modernista) de la doctrina católica preconciliar con el post-concilio, una suerte de punto de inflexión del sujeto-Iglesia, que ahora está listo para lanzarse a una nueva antítesis, a una nueva ruptura, según el ritmo vital del que habla la Pascendi. Es más: sabiendo lo que la encíclica de san Pío X dice sobre el rol de la autoridad en la Iglesia a tenor de los modernistas, parece que todo hubiera sido dispuesto a sabiendas: ruptura con la ortodoxia católica en el Concilio, revolución, síntesis de todo esto con Ratzinger (síntesis vital vuelta visible en la equiparación de los dos rituales), y ahora contraposición a esta síntesis. En la práctica, de ahora en más la ruptura será presentada entre el pre- y el post-Bergoglio, más que entre el pre- y el post-concilio.

El velo por la tiara

Llegados a este punto, y vuelto ostensible el leit-motiv de cuanta predicación brote de los labios de Bergoglio (la Iglesia pobre y para los pobres, disociada de cualquier ejercicio del poder, etc.), resulta que
la misma estructura jurídica de la Iglesia es minimizada, si no despreciada: no sólo los excesos de ésta (el "burocratismo"), sino el hecho en sí mismo. La Iglesia, dice Bergoglio, no es «una estructura bien organizada» (vigilia de Pentecostés dedicada a los movimientos, 18 de mayo de 2013); él rechaza toda imagen de autoridad y la idea de la societas perfecta; evita sentarse en el trono, no gusta de los homenajes ni del ceremonial. De la "florecilla" edificante se desliza raudamente a la imagen de una Iglesia ya no más estructurada como sociedad visible, sino como una comunión, una "caridad" (opuesta a sociedad) a la que preside el Obispo de Roma. ¿Sobreinterpretación? No parece, si leemos lo que Bergoglio dice en contra del poder temporal de la Iglesia (que sin embargo tiene inferencias dogmáticas, según el Syllabus de Pío IX -proposiciones condenadas LXXV y LXXVI- y las definiciones de Unam Sanctam -sobre las dos espadas, y la sumisión de la espada temporal a la espiritual-) en su libro El cielo y la tierra, escrito con el rabino Skorka cuando estaba aún en Buenos Aires. En este libro, entre otros tantos lugares comunes del conciliarismo, se leen varias afirmaciones contra el hecho mismo de que la Iglesia tenga algún poder (que, como mucho, se define como "servicio", pero justamente por oposición a la autoridad). Leemos en el capítulo Sobre el futuro de las religiones: «Si uno mira la historia, las formas religiosas del catolicismo han variado notoriamente. Pensemos, por ejemplo, en los Estados Pontificios, donde el poder temporal estaba unido con el poder espiritual. Era una deformación del cristianismo, no se correspondía con lo que Jesús quiso y lo que Dios quiere».

El sofisma es flagrante: el cambio de situación histórica denota que la instancia anterior no era sino una "deformación" ajena a la voluntad de Dios. Estamos en el terreno del puro evolucionismo dialéctico. A la par que, del hecho de que Dios pueda compensar el despojo sufrido por la Iglesia -como ocurrió, v.g., a instancias de Garibaldi- con una mayor abundancia de bienes espirituales, se pretende derivar que ésta deba deshacerse de todo patrimonio. Esto se llama anticiparse a la Providencia, lo que equivale -en el fondo- a negarla. Para no abundar en la acusación, menos elíptica que temeraria, lanzada contra tantos predecesores -algunos de ellos en los altares- que consagraron lo que ahora se pretende execrar. La verdad es que Bergoglio late entero en estas líneas.

La lejana inspiración de la tesis pauperista hay que rastrearla en los movimientos heréticos de la Edad Media de raigambre gnóstica, que consideraban a la materialidad como obra del demonio. Muy cercano a Bergoglio desde hace años, convicto de la tripartición de la historia salvífica formulada en el siglo XII por el abad Joaquín de Fiore (con una edad regida por el Padre o Antigua Alianza, otra por el Hijo o tiempo de la Iglesia, y finalmente una edad en la que la efusión universal del Espíritu Santo aboliría toda forma de culto positivo, todo canon y jerarquía), el predicador pontificio padre Rainero Cantalamessa no titubeó en afirmar, en el curso de una predicación tenida ante el papa el pasado Viernes Santo, que «tenemos que hacer todo lo posible para que la Iglesia nunca se convierta en ese castillo complicado y sombrío descrito por Kafka, y el mensaje pueda salir de ella tan libre y feliz como cuando comenzó su carrera. Sabemos cuáles son los impedimentos que puedan retener al mensajero: los muros divisorios, como los que separan a las distintas Iglesias cristianas entre sí, la excesiva burocracia, los residuos de los ceremoniales, leyes y controversias del pasado, convertido ya en escombros. En el Apocalipsis, Jesús dice que Él está a la puerta y llama (Ap 3, 20). A veces, como señaló nuestro Papa Francisco, no llama para entrar, sino que toca desde dentro para salir. Salir a las "periferias existenciales del pecado, del dolor, de la injusticia, de la ignorancia e indiferencia religiosa, y de todas las formas de miseria". Ocurre como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos, para adaptarse a las necesidades del momento, se han llenado de divisiones, escaleras, habitaciones y cubículos pequeños. Llega un momento en que se constata que todas estas adaptaciones ya no responden a las necesidades actuales, sino que son un obstáculo, y entonces debemos tener el coraje de derribarlos y volver el edificio a la simplicidad y la sencillez de sus orígenes».

Comprendida la propuesta, bien destaca el autor de la nota que venimos comentando que «no es casual que el Papa se inspire en el Santo de Asís. El san Francisco del que hoy se habla, incluso en el interior de la Orden franciscana, no es aquel que conocemos, sino aquel reconstruido por una crítica histórica que aplicó a las fuentes sobre el Poverello el mismo proceso que los modernistas cumplieron con los Evangelios. El iniciador de este proceso fue el calvinista Sabatier, alumno de Rénan». Y a la pregunta acerca de a quién aproveche esta Iglesia descarnada, que «de sociedad perfecta y jurídica (tal como Cristo la fundó) deviene simplemente una "historia de amor" (homilía del papa Francisco del 24 de abril de 2013)», la Iglesia «en la que el poder no sólo no es ejercitado (por obstáculos o debilidad) sino donde el poder es radicalmente negado, la Iglesia después de la abdicación, máximo símbolo de la renuncia a ejercitar el poder», la respuesta nos la otorga la misma historia eclesiástica, o la historia de las herejías:


Los franciscanos "espirituales" del Medioevo, negando el poder a las jerarquías eclesiásticas, eran a menudo los siervos de los Emperadores. Los "espirituales" de hoy son aplaudidos por los poderes del mundo, que esperan de la Iglesia esta renuncia.


Antaño pudo ser un Marsilio de Padua, gran adversario del papado, quien codificara la propuesta en pro de la espada secular. Nuestro tiempo ve florecer la singular y anárquica anticipación de un Massimo Cacciari (de quien ya nos ocupamos en una anterior entrada), conocedor profano del vocabulario paulino, quien, luego de comprobar la crisis insoluble del Estado -katéjon temporal- augura ahora la retracción ad nihilum del papado -katéjon espiritual- para dar lugar a una nueva era, la del hombre que se adora a sí mismo. No deja de espirar penosa lucidez su diagnóstico: «el signo más tremendo de la propagación de la apostasía no es el abandono del Imperio y de la Iglesia de parte de las multitudes, sino la secessio que en en éstos se opera respecto de su propia misión, de la función y de la fe que hubieran debido encarnar (...) ¿Por qué Ratzinger dimite? ¿No es un signo o una lúcida declaración de impotencia para regir una función katejóntica? Ratzinger dice: permaneceré en la Cruz. Por lo tanto, la dimensión religiosa permanece. ¿Y la dimensión katejóntica? Símbolo de la Iglesia eran, a una, Cruz y katéjon. En verdad, el signo de esta dimisión, si se lo sabe ver en toda su perspectiva, es realmente grandioso porque vivimos en una época en la que el Estado ya ha declarado su crisis, y ahora le toca a la Iglesia».

Pese a la profusión de gestos de ruptura entre ambos pontificados (gestos sospechosos por su carácter tan netamente gráfico), cabría sostener -y no sin horror- que entre la abdicación de Benedicto y la renuncia a todo signo de autoridad de parte de Francisco -más la clamorosa propuesta de éste de una «mayor sinodalidad» en la Iglesia-, nunca habrá sido más oportuno hablar de una auténtica "hermenéutica de la continuidad".