martes, 30 de octubre de 2018

LA "DUALIDAD" DE NEWMAN, O LOS COMIENZOS DEL "REINO DIVIDIDO" (parte 2)


por Dardo Juan Calderón

EL ARGUMENTO DE JUSTIFICACIÓN

En Newman la conciencia no es como un triste contable de culpas. Él la sitúa en la creación: cuando Dios se hizo creador, puso la Ley de su Ser -que es Él mismo- en sus criaturas. La conciencia hace presente la verdad y es liberadora, es la mensajera de Dios. “Los católicos no somos esclavos, ni siquiera del Papa”, afirma Newman. Pero para Newman, ese carácter tan positivo no implica que debamos despreciar la voz del Papa, aunque destaca “la obediencia debida a la voz divina que habla en nosotros” en primer lugar.

“¿Sería un traidor un católico inglés en caso de un dilema entre seguir al Papa o a su conciencia?”, pregunta equiparando conciencia a país, y si bien nos fijamos, esta equiparación es bien del gusto liberal, supone un país que es una sumatoria de conciencias individuales. Y pone el ejemplo de los diputados católicos ingleses que se conjuraron para no admitir un rey de dinastía católica de otro país (a los que el Papa Pio IX les ordenó romper el juramento).

Aquella gran confianza en la bondad de Dios le llevó a la sorprendente conclusión, que tanto llamó la atención a la opinión pública inglesa, de que el católico ha de seguir a la conciencia antes que al Papa, y con ello eludió el intento masón de borrarlos del mapa. Un héroe en toda la línea, un héroe de una guerra real con consecuencias concretas y evaluables, un héroe cuya arma había sido la literatura y en eso podría haber quedado.

Pero excediendo la coyuntura, el actual Catecismo de la Iglesia Católica, para definir la conciencia utiliza y cita esta Carta al Duque de Norfolk: “La conciencia es la mensajera… La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo” (C.I.C. 1778). ¿Ante quién debía enfrentarse esta conciencia vicaria? ¿Ante el mismo Vicario? ¿Lo planteaban los propios Vicarios?

La cuestión es que tres años después de esta controversia, en 1879, el Padre Newman fue nombrado Cardenal por el Papa León XIII, era el indicado para la política de Ralliement en Inglaterra dado este acierto político que tuvo, siendo además, un hombre de confianza en Roma.

Pero Newman había salido de una encrucijada política salvando la cabeza –las propiedades y la posición- de los suyos, y había hecho literatura polémica, cuando el alemán hacía con ello neoteología.

Hay que tener en cuenta –como dijimos- que era inconcebible para un inglés –católico o no- enfrentar el “orden establecido”, y había que darles una salida. “El hombre de estirpe, con la revolución, únicamente arriesga su cabeza. El pequeño burgués lo perdería todo, él depende por entero del orden establecido, Orden Establecido que ama como a sí mismo, pues es su establecimiento” (Otra vez Bernanos, ¿se entiende por qué se vota a Macri?)

¿Daba pie Newman para esta pirueta? Miremos esta hermosa frase: “Siento a aquel Dios dentro de mi corazón. Me siento en su presencia. Él me dice: haz esto, no hagas aquello. Podéis decirme que esta prescripción es solo una ley de mi naturaleza, como lo son el alegrarse o el entristecerse. No logro entenderlo. No, es el eco de una persona que me habla. Nada me convencerá de que al final no provenga de una persona externa a mí. Ella lleva consigo la prueba de su origen divino. Mi naturaleza experimenta hacia eso un sentimiento como hacia una persona. Cuando le obedezco me siento satisfecho, cuando desobedezco me siento afligido, como lo que siento cuando vuelvo contento u ofendo a un amigo venerado[ …] El eco implica una voz, la voz remite a una persona que habla. A esa persona que habla, yo la amo y la temo” [negritas mías]. La voz está dentro de mí, pero es externa; es mi persona, pero es otra persona; unos entenderán que dice expresamente que no viene de Roma, que es anterior a ella, pero luego vendrán frases más ortodoxas que pondrán, en una especie de exabruptos literarios, las cosas en el cauce tradicional y magisterial.

Comentando esta frase, junto a aquella otra del Cardenal sobre que no le dejaban tranquilo las “pruebas” de la existencia de Dios del duro tomismo, prefiriendo su propia prueba en la “experiencia de la conciencia”, dice un autor: “Este pasaje muy denso resume todo el recorrido de la afirmación –a partir de la conciencia de sí mismo y del sentido moral- del Dios personal y no de una mera ley o “something” de manera que podemos sintetizar toda la fenomenología realista de Newman así: cogito ergo sum e coscientiam habeo, ergo Deus est”.(Rober Cheaib, Itinerarium cordis in Deum. Prospettive pre-logiche e meta-logiche per una mistagogia verso la fede alla luce di V. E. Frankl, M. Blondel e J. H. Newman, Editorial Cittadella, Asís 2012.). Y nadie podrá decirme que el buen Rober está traicionando al autor.

Un señor Crosby escribe un largo ensayo para demostrar que el personalismo nace en Newman, Maritain luego lo expresa en toda su dimensión y Wojtyla lo hace doctrina magistral (este estaba en la URSS, equiparable a la Inglaterra masona, aunque algunos no noten el parecido por la diferencia de los modales rusos con los ingleses). Benedicto XVI, con un poco más de conciencia del cambio teológico y no solamente político, pretende salvar la pura subjetividad: “La concepción que Newman tiene de la conciencia es diametralmente opuesta (al puro subjetivismo). Para él “conciencia” significa la capacidad de verdad del hombre: la capacidad de reconocer en los ámbitos decisivos de su existencia —religión y moral— una verdad, “la” verdad. La conciencia, la capacidad del hombre para reconocer la verdad, le impone al mismo tiempo el deber de encaminarse hacia la verdad, de buscarla y de someterse a ella allí donde la encuentre. Conciencia es capacidad de verdad y obediencia en relación con la verdad, que se muestra al hombre que busca con corazón abierto. El camino de las conversiones de Newman es un camino de la conciencia, no un camino de la subjetividad que se afirma, sino, por el contrario, de la obediencia a la verdad que paso a paso se le abría». ¿Se le abría? ¿En dónde? ¿En la Iglesia y su Magisterio? ¿O dentro suyo? ¿O dónde diantres? Y caemos en el círculo vicioso de la inmanencia que quiere escapar de sí misma y se muerde la cola, típico del alemán y de los teólogos protestantes.

Un siglo después de la controversia, esta obra de Newman seguía siendo de interés, pero no ya por un problema político en Inglaterra sino por un problema teológico en la Iglesia, que no quería entenderse tal cual se la venía entendiendo hasta ese momento. Un cardenal alemán dio una conferencia acerca de “Newman y la conciencia” en Dallas en 1978. El apellido del cardenal era Ratzinger. La Providencia había decidido que tendrían ambos cardenales una cita en esa ciudad de Birmingham. No sólo eso, la Providencia había decidido que el alemán iría en representación de toda la Iglesia y sentaría en nombre del inglés la primacía de la conciencia sobre la autoridad del magisterio, conciencia que se formaba en el misterio de la inmanencia y lanzaba al hombre hacia la trascendencia, pirueta que -como decía Rubén Calderón Bouchet– hacía recordar a aquel actor cómico –Buster Keaton- que se levantaba del piso tirándose de sus orejas.

No fue Newman ajeno al planteo de salir de la inmanencia en su concepto de conciencia, y entonces la duplicó y le dio a la Iglesia una cierta injerencia en ella, en una segunda fase de ella, ya no como “formadora”, sino como “correctora”. Escuchemos un poco: «En cuanto a la conciencia, para el hombre existen dos modalidades de seguirla. En la primera, la conciencia forma sólo una especie de intuición hacia lo que es oportuno, una tendencia que nos recomienda una cosa u otra. En la segunda, es el eco de la voz de Dios. Todo depende de esta diferencia. La primera vía no es la de la fe; la segunda lo es»

«La norma y la medida del deber no es la utilidad, ni la conveniencia, ni la felicidad del mayor número de personas, ni la razón de Estado, ni la oportunidad, ni el orden o el pulchrum. La conciencia no es un egoísmo clarividente, ni el deseo de ser coherentes con uno mismo, sino la mensajera de Aquel que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, nos habla tras un velo y nos amaestra y nos gobierna por medio de sus representantes. La conciencia es el “originario vicario de Cristo”, profética en sus palabras, soberana en su perentoriedad, sacerdotal en sus bendiciones y en sus anatemas; y si alguna vez decayera en la Iglesia el eterno sacerdocio, en la conciencia permanecería el principio sacerdotal y ella tendría su dominio». … «Llegué a la conclusión de que, en una verdadera filosofía, no había solución intermedia entre el ateísmo y el catolicismo, y que un espíritu plenamente coherente, en las circunstancias en que se halla aquí abajo, debe abrazar o el uno o el otro. Y estoy sin embargo convencido de esto: yo soy católico en virtud de mi fe en Dios; y si se me pregunta por qué creo en Dios, respondo: porque creo en mí mismo. Encuentro, en efecto, imposible creer en mi propia existencia (y de este hecho estoy perfectamente seguro) sin creer también en la existencia de Quien vive en mi conciencia como un Ser Personal, que todo ve, todo juzga»… Y luego, aquí entra la Iglesia y el magisterio, Dios no se ha revelado al mundo como un hecho histórico (aunque también), sino principalmente como una experiencia de la conciencia, y la Iglesia no es el Testigo y Guardián de una Revelación de Ese Dios que nos habló a través de boca de hombres, sino el custodio de la conciencia que ha recibido su presencia: «… el sentimiento de lo justo y de lo injusto, que en la religión es el primer elemento, es tan delicado, tan irregular, tan fácil de confundirse, de oscurecerse, pervertirse, tan sutil en sus métodos de razonamiento, tan maleable desde la educación, tan influenciado por el orgullo y las pasiones, tan inestable en su curso que, en la lucha por la existencia, entre los múltiples ejercicios y triunfos de la mente humana, este sentimiento al mismo tiempo es el mayor y el más oscuro de los maestros; y la Iglesia, el Papa, la jerarquía constituyen, en la Providencia divina, la respuesta a una necesidad urgente».

Otro autor nos dice, y en ello tampoco podemos acusar traición en la interpretación: “Newman siempre afirmó plenamente la dignidad de la conciencia subjetiva, sin desviarse jamás de la verdad objetiva. Él no diría: conciencia sí — Dios o fe o Iglesia no; sino más bien: conciencia sí — y precisamente por eso Dios y fe e Iglesia sí. La conciencia es la abogada de la verdad en nuestro corazón; es «el originario vicario de Cristo»”. (ERMANN GEISSLER).

Sin forzamiento vemos a los modernistas encontrar en los pensamientos de Newman todas las notas que hacen a su ambigua –pero herética– doctrina, de hecho fueron sus cultores Loisy (en la cabecera de su lecho de muerte estaba un retrato de Newman), Tyrrel, Von Huegen, Guitton. Pablo VI dijo que la posteridad se daría cuenta un día de que el Concilio Vaticano II se inspiraba en él. También podríamos pasar días citando frases enteramente ortodoxas, aunque como antes dije ya no en tono literario, sino como un exabrupto de estilo, como esa especie de frenada que solemos hacer los creyentes cuando la imaginación se nos vuelve loca. Uno podría decir “no entiendo la monogamia, me es más dulce la poligamia, pero acepto esforzado lo que me dice el Magisterio de la Iglesia y a ello me atengo con toda mi voluntad”. Y eso es muy notable en Newman, converso al fin, pero converso malgré lui. Y así como hubo denuncias a Roma (a San Pio X) desde sus pares y contemporáneos por el peligro de sus doctrinas (Mons. O Dwyer, Obispo de Limerick), San Pio X lo defiende en una carta en que decía algo así como (estaba en latín y no la encuentro): “… a pesar de ciertas incoherencias no se puede dudar de su fe”. Y yo me cuadro -a pesar de que todo me grita para dudarlo-: si el Santo lo dice lo acepto con la misma voluntad que Newman aceptó el Syllabus.

¿Esconden esta aceptación de la ortodoxia los modernistas? No, en general tampoco lo hacen, sino que festejan la “dualidad” de Newman (lo señala especialmente Crosby) como una nota de la angustia existencialista. Y aunque -muy de soslayo- otros dejan entrever que eran declaraciones mechadas para evitar una condena y a las cuales echar mano en caso de una inquisición ante las acusaciones de sus pares, a las que por tanto no hay que tener en cuenta, y esta sospecha la fundan en el cambio de estilo cuando el autor recurre a ellas.

Newman venía de una religión liberal, y se había convertido de verdad, se aferraba al magisterio con crispadas manos de católico recién llegado (un magisterio que en su época condenaba el liberalismo de una manera rotunda y clara y él lo acataba), pero seguía respirando por los poros su formación y el espíritu de su patria que le surgían en cuanto literato. Esa dualidad, que él mismo experimenta y que lleva al movimiento de Oxford al catolicismo, y que son sus “dos conciencias”, la que busca el bien carnal, aún óptimo, y aquella conciencia de la “verdad”, llena de escoria, que necesita de la disciplina de la Iglesia para enderezarse y corregirse. Y en su caso es así, sin duda, lo necesita porque no ha podido “formarse” en Ella, ni conformarse del todo a ella. Para él la Iglesia es una dura y necesaria vara a la que atarse para guiar el retorcido -aunque noble- árbol de nuestra personalidad. Pero no vemos esa idea serenamente católica de que sea la Iglesia el Árbol mismo del que somos brotes y de cuya savia nos alimentamos.

Concluyamos por ahora: no se hace teología desde fuera de la Iglesia y su Magisterio. No se hace con De Maistre y su rémora dialéctica y martiniana -su pasado francmasón- que prevé la regeneración histórica después de la punición revolucionaria con un cierto perfume milenarista (Mr. Delassus cae un poco en esta tentación por admiración al personaje ¡si viera hoy el Vaticano un siglo después, en el que suponía una restauración! Y en este sueño entran la TFP y Roberto De Mattei). Tampoco con Blanc de Saint Bonnet y su pasado sansimoniano. No se hace con Maurrás ni con Péguy a causa de sus antecedentes, ni se hace con muchos otros de nuestros héroes contrarrevolucionarios. Con ellos se hace política, historia o literatura. (He leído a muchos hablar de Lefebvre “maurrasiano” cuando el propio Obispo –reconociendo los aciertos del francés- confesó no haber leído ni una sola de sus obras. La doctrina del buen Monseñor era Magisterio de la Iglesia y Maurrás estaba viniendo a él. Esa era toda la coincidencia). No se hace teología con Newman.

Nos dice Louis Medler, en su obra sobre Mons. Delassus, que “estos autores, en los que la evolución (hacia el catolicismo) dura toda la vida, ameritan ser estudiados, pero no pueden ser considerados verdaderos maestros, pues para el maestro se exige una estabilidad en la verdad que permita al discípulo estudiar con plena confianza”, y esa estabilidad se logra en el seno de la Iglesia Católica, en su Magisterio que logra su máxima expresión en la teología de Santo Tomás.

Pero claro, estos maestros tienen la antipática costumbre de tener siempre razón y dejan de presentar esos “aspectos humanos”, tan simpáticos a nosotros, en los que encontramos parecidos amores y rencores, vicios y virtudes, y nos encariñamos con sus “estilos”. Y tienen razón aquellos no por tenerla por ellos mismos, pues ni siquiera esos “Padres de la Iglesia” que tanto admiró Newman y en donde encontró su conversión al catolicismo –y allí se quedó lamentablemente- son infalibles tomados separadamente de todo el curso del Magisterio (como en su seguimiento muchos quieren creer hoy). Cercanos a nosotros son maestros un Cardenal Pie, un Pio X, un Mons. Lefebvre, un Mr. de Castro Mayer en Brasil y hasta pongo en esta serie a un Meinvielle en Argentina (con mínimas prevenciones). Aquellos otros, especialistas del enemigo, denunciantes de las maquinaciones sectarias, combatientes directos contra la conjura, publicistas y polemistas que resistieron el asalto, y hasta víctimas de la confusión; merecen nuestro amor, gratitud, comprensión, nuestras oraciones y nuestro trato. Porque como bien decía Bernanos, para entender nuestro tiempo que se cocinó en pasadas batallas, no es útil hablar con los vivos, sino con los muertos.

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Excursus: Newman es tan amado y nos viene de perillas a los que vivimos parecidas coyunturas. En realidad, no queremos reconocer que desde hace más de un siglo la única y verdadera manera de ser católico es alguna especie de martirio, es estar en combate –o por lo menos no colaborar– con la Bestia que rige al mundo desde una política atea, laica y anticristiana. Es estar contra el Orden Establecido y dispuesto a perderlo todo. Y Newman, ese buen director espiritual, le había buscado la forma para no exigirnos más de lo poco que cada vez estamos menos dispuestos a dar.

El argumento justificable de esta miserable manera de ser católicos, de no haber perdido todo en La Vendée, de no haber muerto en el México Cristero, de no haber sido masacrado en la España del siglo pasado, de no haber quedado relegado a la soledad y el desprecio como Calmel y como tantos otros buenos curas, de no haber sido Genta ni Sacheri, no puede ser un argumento “elegante”. El más potable sería una noble pobreza y desprendimiento, un retiro sacrificial, pero el que nos queda más ajustado es simplemente que somos “miserables” y con ello ir de mala gana, como el Cireneo, de rodillas ante la Cruz.

Newman supo dar a esta condición una artificial pátina de avejentamiento y estuco, que no tradición y gloria, y a ella se aferran desesperados los católicos de nuestro tiempo haciendo de una salida oportuna y vergonzosa, una loable forma de vida.