lunes, 17 de septiembre de 2018

¿HUBO UNA CONJURA ANTICRISTIANA?

por Dardo Juan Calderón
           
Desde un tiempo a esta parte lo mejor del catolicismo se abisma ante la decadencia de la Iglesia Católica y analiza las múltiples causas internas que la podrían explicar. Desde las fallas de sus cabezas, los vicios internos, las inadecuaciones estructurales y todos aquellos defectos humanos que por ser una sociedad de hombres ha sufrido, sufre y sufrirá. Todos son analizados meticulosamente por los autores. Reflexiones que aun sin quererlo nos llevan a un estado de desilusión con respecto a Su vitalidad (estado de ánimo que lleva casi un siglo y conlleva la vitalidad misma de la fe) buscando en el interior de la Iglesia -en su historia institucional e intelectual- las causas, el diagnóstico y el remedio que pueda sacarla de este espantoso desastre.

Peter Kwasniewski y Roberto De Mattei nos hacen sabias recordaciones históricas de las infelices anécdotas de muchos Papas y de derivas perniciosas que han asolado la historia de la Iglesia a fin de que no desesperemos, nos dicen que nada es tan nuevo en materia de desastres y que en todos los tiempos se “cuecen habas”, reconociendo sin embargo que la actual situación tiene algo de bastante más grave que las otras.

Advertimos que con estas argumentaciones corremos el riesgo de dar la razón a los críticos y a los novadores y aún más, de convertirnos nosotros mismos en críticos y novadores. Parece que la Iglesia es una estructura falible que demuestra hoy y frente al mundo moderno una serie de defectos en su interior que la han llevado al actual estado de cosas, cuestiones que deben ser atendidas por una “nueva actitud” o “reforma buena”, sobre todo en lo que respecta a la función del Papado, lo que fuera antes la Roca Fundante. Resulta que nuestra fuerza interior ha fallado y con las viejas estructuras no se encuentra la manera de salir del marasmo. Se habla de que el “personalismo” y “paternalismo” heredado del “Ancien Régime” han demostrado su caducidad al encontrarse con malos Papas y no hallar solución institucional para ponerlos en caja, y esta idea se expresa desde rincones que parecen insospechables de modernismo, mucho más hoy en que el Papa Francisco no presenta ni un costado salvable.

Hemos escuchado grupos de notables tradicionalistas poner en contradicción las viejas enseñanzas y hablar de proponer un “Nuevo Paradigma” en lo político para el catolicismo, o replantearse el Papado que surgió de los ultramontanos Vaticano I y Trento con aquel recurso a la Infalibilidad Papal que hoy parece cerrarnos el paso, o de reinventar la función del Colegio Episcopal en términos parlamentarios para mitigarlo, y hasta cabe oír la vieja imputación de todos los males al “Integrismo Católico”, como que sería una reacción desmedida y refractaria de toda dinámica que provocó reacciones inversas progresistas (argumento que esgrimió la democracia cristiana y que volvió a cobrar fuerzas por la difusión de la obra de Louis Bouyer en nuestro medio) solicitando una vuelta a épocas muy lejanas de una Iglesia no estructurada.

Sin lugar a dudas que debemos revisar nuestras conductas, aceptar nuestros defectos y proponernos una “conversión” o “reconversión”, y tampoco queremos dejar de ver la importancia que dan los buenos sacerdotes a una revitalización de nuestra vida espiritual personal, que ha sido sin duda alguna un “efecto” de la crisis, pero no la “causa” de la misma.

¿Es que toda esta situación obedece a una decadencia interna provocada por una falla en la estructura y en la expresión de la doctrina que se enrigideció o esclerosó? ¿Que no supo reaccionar? Si es así, hay que darle la razón a Bouyer y buscar las culpas principalmente entre los Papas de los siglos anteriores al Concilio Vaticano II: en Trento y en el Concilio Vaticano I. Y además, buscar por fuera de las estructuras tradicionales la solución y no en una “restauración” de las mismas. Por ejemplo: desmantelar el “papismo”, suplir el magisterio por sensus fidei, replantear el caduco magisterio político, etc.

Hemos leído con gusto la obra de Dino Buzatti -“El desierto de los Tártaros”- donde la decadencia de los hombres de aquella fortaleza de frontera con el enemigo proviene de una especie de hongo o virus que habita en sus mismas paredes, y el “enemigo” del que se habla y se espera el ataque parece no existir más que en la imaginación febril de los viejos militares que siguen tontamente apostados en las almenas.

Las nuevas generaciones de católicos se han formado en esta idea de autodemolición por debilitamiento interior y han perdido de vista –casi totalmente– la denuncia que a toda voz gritaban aquellos integristas y contrarrevolucionarios del XIX y principios del XX: que la Iglesia Católica sufría el embate de terribles y poderosos enemigos externos; que estos estaban construyendo estrategias muy detalladas de combate, espionaje e infiltración; embates que desde la Revolución Francesa y durante el siglo XIX fueron brutales, crueles, altamente financiados, poderosos, complejamente complotados y conjurados en su destrucción. Que se daba una encarnizada batalla en los muros.

Que en el siglo XX estos poderes lograron una victoria mundial y concentraron fuerzas anticristianas nunca jamás previstas en la historia. Que todo obedecía a un plan perfectamente documentado del que había pruebas concretas (como aquellos papeles secuestrados por la policía vaticana en tiempos de Pio IX a la logia de la Alta Venta) y de que se proponían lograr poner “un Papa a nuestra medida” en Roma.

Este enemigo ¿existió? ¿existe? ¿O es el fruto de la afiebrada mente de los integristas que lo señalaban –como en la novela citada- y nadie los ha podido ver ni tocar? ¿Fue todo una locura y una infundada teoría del complot? ¿Es la “revolución” una insidia y conjuración dirigida contra la Iglesia Católica como objetivo primario y directo? (que fue la idea de los contrarrevolucionarios el estilo de Blanc de Saint Bonnet). O es al revés; una cuestión exclusivamente política que arrastró a la Iglesia como daño colateral y por el hecho de haber esta quedado anclada en posiciones políticas integristas y retrógadas –como el legitimismo francés, el maurrasianismo y el Tridentinismo ultramontano– por no tener la habilidad de descubrir la forma en que las nuevas expresiones de la política moderna sirvieran al cristianismo (asunto que era sostenido por los movimientos demócratas cristianos que se vieron envalentonados por una mala interpretación de la ambigüedad diplomática - que no doctrinaria - del “ralliement” de León XIII, y que luego se sintieran traicionados por las condenas que les recayeron, lanzadas hasta por el mismo Pontífice nombrado). Idea esta que hoy es sostenida no sólo por la “izquierda”, sino por la amplia mayoría de los intelectuales católicos de la “derecha”, aun los que se dicen directos descendientes de aquellos viejos “contrarrevolucionarios”.

Los análisis de las causas internas de la crisis pueden ser válidos, pero… ¿no cabría ponderar las razones “externas”?

Es muy diferente el juicio de una Iglesia que se derrumba desde dentro, que el de una Iglesia casi abatida por una fuerza externa anticristiana poderosa, mundial y coaligada. Es diferente el juicio sobre hombres a los que las ideas modernas fueron minando desde dentro, que la de hombres resistiendo un combate desigual de millones contra uno. Es diferente el entender un Satanás (aquellos poderes enemigos de los que habló San Pablo) si este actuó desde dentro del alma de nuestros hombres que de a poco se rendían, o de si lideró la Bestia concretas organizaciones humanas “anticristianas” que le respondían con ingentes medios materiales y que asediaban la Iglesia.

Cierto que por lo común ambas tragedias suelen ocurrir para una derrota, pero Sodoma cae desde dentro por propia decadencia y a Troya la rodeó el ejército más poderoso de su tiempo, y este asedio y ataque fue la causa primordial de su caída, más allá que haya provocado primero el martirio de sus héroes, luego la extrema confianza del exitismo de los necios y por último el derrotismo de sus mediocres.

Pero … ¿podemos hoy volver a hablar de esto? ¿Podemos hablar de nuestros mártires contrarrevolucionarios? ¿Puede el hombre del siglo XXI replantearse el asunto y si acaso “nombrar” a los “malditos” coaligados bajo un mando satánico que “Le Destronaron”? No digo ya como imputación (como se hizo en aquel momento) sino apenas como exégesis histórica. ¿Se puede apenas nombrarlos sin recibir la imputación de demencia y la burla (cuando no la sanción penal) de la más tiránica de las imposiciones que ha conocido la “expresión” científica en toda la historia? ¿Se puede acaso contradecir la versión de que ese enemigo no existió y fue la locura iracunda de los integristas y contrarrevolucionarios que la inventó? La creó siguiendo el curso de los odios viscerales de un mundo que no se resignaba a ser rebasado por la historia y buscaba en su furia impotente un “chivo emisario” de su propia decadencia: el viejo recurso de culpar al JUDÍO, al MASÓN, al PROTESTANTE. ¿Se puede decir esto sin acarrear sobre uno la isolación social, la repulsa académica y el alejamiento hasta de los propios?

Y sé que viendo en mayúsculas las palabras condenadas por la historia para no poder ser nunca jamás nombradas en contexto negativo, al lector le corre un frío por la espalda y no atina a acertar si debe seguir leyendo y escuchar sin culpa cuales fueron esas fuerzas a las que los retrógrados acusan de haber asediado la Iglesia en el contexto de una “conjuración anticristiana” sin la cual nada de lo hoy -a sus juicios- puede comprenderse.

Pero para poner a recaudo a los prudentes y justificar la necesidad de la inmediata fuga, les adelanto una idea fija que tuvieron esos hombres. Esas fuerzas iban montadas en un destructivo vehículo: “la sugestión maestra de la que los asediantes se sirvieron para abrir una brecha en la opinión de la civilización cristiana, y por ende, en sus instituciones”[i] fue La Democracia. Y ya todo esto es un trago que el noventa por ciento de los católicos actuales no pueden pasar.

No queremos convencer a nadie de una de las dos puestas, sino simplemente recordar a las nuevas generaciones que esta discusión se dio y que ese combate se libró entre las penumbras de las intenciones ocultas haciendo muy difícil el análisis histórico. Nunca hubo una declaración de guerra frontal ya que si la conjura existió, su esencia siempre fue la de evitar hacerse evidente con un objetivo religioso, consistiendo la lucha justamente en que el integrismo bregaba por ponerlos en evidencia y con esto sólo hubiera bastado para su fracaso, pues la enorme mayoría católica no hubiera coincidido con una propuesta que fuera anticristiana, pero sí si ella se presentaba –o era en efecto- una propuesta social y política exclusiva sobre asuntos en los que la Iglesia dejaba libertad de elección, como era el hecho de darse los pueblos constituciones políticas monárquicas, aristocráticas o democráticas.


[i] MGR. DELASSUS, La Conjuration antichrétienne, Lille/Paris DDB 1910, pag 4 (introduction).