miércoles, 27 de agosto de 2014

LOS FRUTOS DEL RAMADAM (Y DEL ECUMENISMO)

Cuando hace unos meses Francisco saludó a los musulmanes con otra de sus acostumbradas muestras públicas de bonhomie augurándoles copiosa cosecha de frutos espirituales del Ramadam, al punto pensamos: «¡que la boca se te haga a un lado por enésima vez, Pancho, que bien sabemos cuáles son esos frutos!». Y no se hicieron esperar los agraces, y la persecución sangrienta de cristianos en el área musulmana recrudeció con creces, quizás como nunca antes en la turbulenta historia de los de la cimitarra.

Ocurrió lo previsible, lo recurrente, lo remanido: a medida que las matanzas y tropelías se multiplicaban (especialmente en Irak, pero también en Nigeria, como antes en Siria), la Santa Sede permanecía muda, como el endemoniado de Mt 9, 32ss., para no ofender a nuestros hermanos de la medialuna. Y cuando la realidad -irreverente, según su estilo- nos lo abofeteó al pontífice, éste se decidió a musitar unas irénicas exhortaciones. Pero como lo señaló con perspicacia Antonio Socci: «han sido necesarios una veintena de días y muchos pobrecitos, inermes e inocentes, muertos por homicidio, para que finalmente incluso el papa Bergoglio llegara a decir que es menester "detener" a aquellos criminales sangrientos que descuartizan, degüellan, violan, crucifican y cometen otros horrores... Detener, pero -precisó- "no bombardear". ¿Y cómo, entonces?». Acá está el secreto de la inopinada valía de Francisco: mesturar los reclamos con nuevos silencios, con propuestas absurdas. Así, al hacer el diagnóstico de la situación, se le olvidó mencionar la religión de los perseguidores y la de los perseguidos (en este último caso hizo la alusión genérica y vaga a las "minorías"), e insistió en condenar el recurso a la guerra (que, se sabe, desde el Vaticano II es siempre ilegítima). Finalmente se hizo pública la convocatoria a un partido de "fútbol interreligioso" con estrellas del balón de una y otra confesión, casi como para suplicar gráficamente a las salvajes milicias de Mahoma que se sirvan ejercitar la vis irascibilis en otro género de bombardeos, cuales son los que se lanzan contra el arco contrario.

Lo que hace ochenta años pudo ser un arriesgado pronóstico en la pluma de Hillaire Belloc («el Islam es el enemigo más formidable y persistente que nuestra civilización haya tenido, y puede en el futuro transformarse en una amenaza tan grande como lo fue en el pasado»), refrendado poco después por Plinio Corrêa de Oliveira al aludir a «la gran inercia del Occidente cristiano ante la resurrección de la gentilidad afro-asiática» y «la renovación del mundo musulmán» (dormido después de Lepanto y Viena, pero lleno de virtualidades prontas a activarse cuando sonara la trompeta del cambio de rumbo histórico), estos avisos, decimos, han venido a encontrar la más cruda confirmación en nuestros días. Y han señalado una analogía plausible entre un mundo occidental presa de somnolencia, asido a un hábito inveterado de seguridad ya inexistente, y aquel Bajo Imperio romano ante la presión creciente de las hordas tras el limes. La paz por la que se aboga, la de la molicie, es razonablemente despreciada por aquellos jinetes ebrios de suras que repican odios y decapitaciones: «no viviremos con sucias bestias, como vosotros», amenazaron los miembros de una organización islamista nórdica que apunta a establecer una Noruega bajo las directrices del Estado Islámico. Ya se ve hasta qué lejanas latitudes llegan sus pretensiones. Y es que «no consideramos que debamos irnos de Noruega, porque hemos nacido y crecido aquí. Y la tierra de Alá pertenece a todo el mundo». 

Y no es todo. Como para fomentar los más fatídicos presagios, espigando en la concordia reconocible entre cierto temible punto de la profecía pública (Ap 18) y las más acreditadas de las privadas (aquella visión de Fátima acerca del obispo vestido de blanco arrastrándose entre ruinas), ahí sale un diario italiano a afirmar que el mismísimo Francisco, según fuentes israelíes, «se encuentra en el punto de mira del grupo yihadista Estado Islámico (EI) por ser portador de la verdad falsa». El mismo medio reconoce lo que tantos otros: «las llegadas continuas de inmigrantes [a Italia] sirven de base para la entrada de los yihadistas en Occidente». Recuérdese la ilícita injerencia de Bergoglio en estos asuntos inmigratorios que afectan a otros Estados en su ya célebre discurso en Lampedusa, que en su momento tratamos aquí. Y compruébese cómo le retribuyen sus protegidos, si la versión que corre es verídica.


Si éstos, como la burra de Balaam, aciertan o no con el auténtico sentido de la acusación de ser Francisco «portador de la verdad falsa», es cosa ahora anecdótica. Lo temible, estando a la amenaza, es que Francisco viva en Roma. En nuestra Roma.