miércoles, 31 de diciembre de 2014

EL BALANCE

Donde hubo un altar, oficia el barman
El fin del año civil suele instar a los hombres que se alimentan de pan a componer el temido «balance». Análogo al examen de conciencia, que de suyo aspira a ser imparcial e insobornable, acá debieran confluir, como en un punto de fuga, los fastos y nefastos del ciclo anual, pues es entonces cuando las luces y las sombras del período se revistan.

Balance o diagnóstico, retrato o cosecha, lo que estos doce meses -o el lustro, ¡bah!, o las últimas décadas- le dejan a la Iglesia es suficientemente elocuente como para alentar la menor expectativa humana de restauración. Vale decir: sabemos que es Dios mismo quien gobierna los destinos de la Iglesia, sólo que la cooperación humana exigida por el orden mismo de la gracia parece hoy, en este respecto, escatimarse tanto como para reducirse a nada. La caída vertical ya largamente ensayada, que por razón de las leyes que gobiernan a la materia se acelera más y más hacia su fin (motus in fine velocior), podría ser fotografiada en cualquiera de sus cotas descendentes, al azar, en cualquier punto de su trayectoria de meteorito, y bastará el menor de los instantes examinados para contemplar la fealdad, la impudicia, la palmaria degeneración de toda una estirpe que se decía nacida non ex sanguinibus neque ex carne, finalmente rendida a los atractivos del mundo. Se cumple así lo que crípticamente expresa el Génesis (6, 1ss) acerca de la coyunda entre los hijos de Dios y las hijas de los hombres, de la que nacieron monstruos y que motivó la punición del diluvio. Se cumple sin atenuantes ni remilgos la gran apostasía anunciada por el Apóstol (II Thess 2,3).

Otrora se ofrecía el Santo Sacrificio.
Hoy se juega al ping-pong
«Et in fronte eius nomen scriptum: Mysterium: Babylon magna, mater fornicationum, et abominationum terrae» (Ap 17,5). De manera que no hay balance, pues prácticamente carecemos de uno de los dos términos que oscilan en la balanza. Hay un misterio -el de iniquidad- corroyendo aceleradamente la obra que Dios dispuso para la salvación de la humana prole. Pues si el enemigo pudo reportarse un transitorio triunfo sobre la Creación al vulnerar a la entera naturaleza por la caída del primer hombre, ahora su malograda victoria estriba en neutralizar la obra de la Redención, minimizando sus efectos y corrompiendo las mismas fuentes de la gracia. Baste la calidad de la liturgia-pop a comprobarlo; baste la aversión generalizada en nuestros templos a todo cuanto inste a la piedad y al recogimiento.

Antigua iglesia italiana devenida hotel
La aristofobia que caracteriza a los tiempos modernos, y que se plasmó y se cebó en la universal imposición de la democracia, acabó por transfundirse de manera tan prolija y exitosa en la Iglesia que no vale ya sorprenderse ante las insistentes apelaciones al Concilio -lo que entraña, en la intención de los novatores, oponer el principio parlamentario al monárquico y supremo- ni en la convocatoria a sínodos y encuestas masivas para plebiscitar la moral evangélica, aparte de la promoción ininterrumpida de los sujetos más mediocres para ocupar las sedes de gobierno eclesiástico. Los resultados brillan con tanta facundia que acaba uno por pasmarse ante la desvergüenza de tanto prelado que sale con su mejor sonrisa -y no, como los tiempos lo exigirían, de saco y ceniza- a enfrentar a las cámaras, cuando por caso la maquinaria de prensa lo solicita para bendecir al mundo.

Pues no basta con la universal deserción, la religio depopulata que con razón traía el pseudo-Malaquías como lema para uno de los pontífices de nuestro tiempo. Una vez vaciada la religión, se impone repoblarla con nueva estofa. Ahí está el clamoroso caso de las monjas rebeldes de Estados Unidos, feministas y lesbianas apertis verbis que, lejos del menor apercibimiento pontificio, resultan halagadas por el informe del cardenal interviniente en el inverecundo pasticcio, quien termina por convocarlas al maldito diálogo tan de rigor en nuestros días. Ahí están las ininterrumpidas bofetadas y escupidas del cretino de Bergoglio al rostro sufriente de Cristo (cuyo elenco resulta increíblemente pródigo) que, no contento con alentar la comunión para el mayor número con desdeñoso desprecio de las debidas disposiciones, felicita ahora a un modisto homosexual acogido al "matrimonio igualitario" y le pide lo incluya en sus oraciones.

Atelier de artista moderno ocupando
lo que fue una iglesia católica
Con razón, y replicando a los católicos hibernantes que todavía se esmeran en cubrir las vergüenzas de Francisco, una autora comparó recientemente la figura del neopontífice a la del «gran dictador» de Chaplin, aquel que «habla sólo de la libertad y del bien para propiciar la destrucción total». En concreto, «tanta incontinencia oratoria» se vende sin rémoras «porque el mercado está listo para absorberla. ¿Nos hemos acostumbrado a la fétida consistencia de los tejidos chinos y a su nauseabundo hedor petroquímico, y por ello podemos acoger sin pestañear el perfil formalmente mínimo de los discursos de aquella que fue, por siglos, la más alta autoridad moral, aunque sus contenidos sean devastadores para todos y mortificantes para la Iglesia de Cristo? ¿Podemos verdaderamente eludir los significados de lo que se dice y no advertir el eco ensordecedor de lo que no se dice?». Y aplicándole al pontífice las palabras con que Umberto Eco describía a un exitoso conductor televisivo de su país, explica  que «este hombre debe su suceso al hecho de que en cada acto y en cada palabra del personaje al que da vida ante las cámaras, se transparenta una mediocridad absoluta unida a una fascinación inmediata y espontánea, explicable por el hecho de que en él no se advierte ninguna construcción escénica. Se vende por lo que es, de manera que lo que es sea tal como para no poner en estado de inferioridad a ningún espectador, ni siquiera al más desprevenido». El diagnóstico no podía ser más claro: se trata, al fin, de los efectos anestésicos causados por la torción democrática de los criterios. Contraída la peste en la misma Iglesia, ésta está madura para aceptar en el Solio incluso al enemigo.

Es muy de notar la premura con la que los apóstatas, sobre todo si invisten altas dignidades, se entregan al cumplimiento de las profecías más aciagas en sus mismas personas. Aquellos que, como Judas, encarnan la figura del traidor que come a la misma Mesa que el Señor, sin importarle un ardite que David ya lo hubiese desenmascarado con anticipación de mil años. Esta fiebre endemoniada de cumplir la fatalidad asignada y revestirse del oscuro brillo de las dramatis personae (acuciada por la incontrovertible orden del quod facis, fac cito) concurre a una con el embotamiento general, que hace al pueblo solícito en premiar a sus tiranos. Y los templos, como inmóviles testigos del cambio, convertidos en cocheras o en locales bailables, entregan a ojos vistas su balance. Que no resultará tanto como imprevisto o novedoso: apenas rigurosamente actual.


¿Qué debió ser antes este lavadero de autos?