viernes, 19 de junio de 2015

DE LO MALO, LO PEOR

El nuevo decálogo, o los diez consejos del papa Francisco para hacer feliz a la Madre Tierra


Es cierto: lo más grave de la reciente encíclica no reside en la adopción de una controvertida hipótesis científica que ni siquiera roza los contenidos de la fe y la moral cristiana, ni en el empleo -a todas luces abusivo- de un instrumento del Magisterio para convencer a los hombres que separen la basura orgánica de la inorgánica o que eviten derrochar electricidad, ni en la fatigosa transcripción de enteras páginas del manual escolar de ciencias naturales. Todo esto no es poco, y en todo caso señala el paroxismo de un «estilo» adoptado por los últimos pontífices, que ya se distingue netamente de lo que antaño se conocía como «carta encíclica». Ésta, que no significó sino la adaptación a los cambiantes tiempos de lo que otrora fueran las bulas pontificias, aparece después de la Ilustración como un instrumento para pertrechar a las conciencias cristianas -extendido ya el alfabetismo y la pública propaganda de opinión- de un bagaje con el que afrontar los ataques de las "Luces" y el racionalismo. Hemos leído por ahí que
las encíclicas del siglo XIX y el primer siglo XX son lúcidas y claras. Su propósito es exponer la doctrina católica y defenderla de los errores modernos, cosa que cumplieron admirablemente. Rememorando documentos como la Pascendi, Quas Primas, Casti Connubii y otros, se puede inmediatamente recordar la esencia de los mismos y la fuerza de sus argumentos. Pío XII enseñaba que la encíclica era el medio normativo por el cual el Romano pontífice ejercía su oficio de enseñar. No se puede decir lo mismo de las modernas encíclicas: ¿quién podría resumir fácilmente lo que tratan la Redemptor Hominis o la Populorum Progressio sino en los términos más vagos?
En esencia, la encíclica post-conciliar no sabe lo que quiere ser a medida que se va desenvolviendo. Los papas han continuado utilizándola como un medio de enseñanza, pero en vez de enseñar en qué consiste la doctrina católica, [las encíclicas] se han crecientemente convertido en la ocasión para que los papas expliquen porqué la doctrina católica es lo que es.
Esto no es enteramente malo: fides quaerens intellectum, ¿cierto? Pero en algún punto del camino parece que los papas dejaron perder el aspecto declarativo de la encíclica con la esperanza sobremanera optimista de que si pudiésemos solamente explicar nuestra doctrina al mundo -simplemente haciéndolos caminar a través de nuestros pensamientos, paso a paso- entonces quizás el mundo aceptaría el mensaje cristiano. Quizás si apenas "propusiéramos" humildemente nuestra razón para creer en vez de declarar que "poseemos" la verdad, ¿no nos mostraría el mundo su reciprocidad, no entraría en un "diálogo fructífero" con el cristianismo de manera de enriquecernos mutuamente?
Con cuánta razón exponía entonces Rafael Gambra que «la nebulosa dogmática de estos tiempos deja paso a una comunidad en el quehacer por el bien de la humanidad, pacífica y feliz, a cuya consecución la Iglesia parece dirigir todos sus esfuerzos y prédicas. Prédicas que dejan de ser exposición de las enseñanzas eternas que elevan a la contemplación de Dios para convertirse en informaciones sobre el estado del mundo y en llamamientos a la acción». Esto, evidente en los engendros firmados por las Conferencias Episcopales, no dejaba de serlo -aunque con algún decoro proporcionado a la investidura- en los documentos papales del post-concilio. Francisco hereda esta propensión verborreica y la lleva a su culmen -léase: al delirio de la beodez.

Pero entonces no: ya no es el consabido riesgo del errar por hablar de más, ni el de malbaratar los contenidos de la fe en un imposible diálogo con ese mundo que -testigo la Escritura- «yace bajo el poder del Maligno». No son ni siquiera los solecismos y los tropiezos argumentativos recurrentes en un pontífice que no nació para doctor: lo más grave de la eco-encíclica es esa igualación de todas las religiones sugerida por la doble oración final, una para uso de católicos y otra para el resto. Igualación anticipada en puntos como el 62 («no ignoro que,
en el campo de la política y del pensamiento, algunos rechazan con fuerza la idea de un Creador o la consideran irrelevante, hasta el punto de relegar al ámbito de lo irracional la riqueza que las religiones pueden ofrecer...»), en los que habla en defensa de todas las religiones en su conjunto, como abogado de todas ellas. O el 217, en el que insta a «algunos cristianos comprometidos y orantes» a una «conversión ecológica» que completaría las deficiencias del Evangelio. En fin, por toda síntesis de las bondades que deben reconocérsele a la doctrina de Jesús, brilla una cita lapidaria: «la espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida» (222).

Por supuesto que a todas estas naderías nos tiene acostumbrados a través de sus sermones diarios y las entrevistas que concede para escándalo de las conciencias católicas. Pero no bastaba con un pontífice que hablara como superior del Gran Oriente: era menester que -por aquello de que scripta manent- cifrara su mensaje por escrito. Así ha de placer a la Autoridad política mundial evocada en el punto 175 (a quien el autor de la Laudato sii arde en ganas de secundar como chamán), que sin dudas prefiere ver refrendado en el papel, convalidado por la imprenta vaticana, aquel viejo proyecto de la fusión de todas las creencias.

jueves, 18 de junio de 2015

UN DESECHO, UN PURO DESPERDICIO

En atención al futuro de las especies, no menos que en implícita alusión a las cualidades de hombres como Bergoglio y su escriba el «Tucho» Fernández -ambos de suceso inexplicable si hubiese que juzgar por sus talentos-, la nueva encíclica podría ir encabezada por este acápite genial de Gómez Dávila: se avecinan las épocas en que sólo podrá sobrevivir lo que repta. Rastrero el destino de una humanidad globalizada a golpe de consigna, disciplinada bajo la capa de plomo de axiomas engañosos, sin ya el menor adarme ascensional, sin alguna dilección celeste; rastrera la comandancia del ínfimo entre los parvenus, coronado tras décadas de paciente selección inversa.

Unas pocas consideraciones al vuelo -relativas apenas a lo que podría llamarse "rasgos de estilo"- ya que la administración de este espacio nos obliga ingratamente a detenernos siquiera un rato en unas páginas que no son para leídas ni que sea bajo amenaza de fusta. Primero: la profusión de obviedades, como en aquel nº 22 que incorpora al magisterio la lección de ciencias naturales de tercer grado: «las plantas sintetizan sustancias nutritivas que alimentan a los herbívoros; éstos, a su vez, alimentan a los carnívoros, que aportan importantes cantidades de desechos orgánicos, los cuales dan lugar a una nueva generación de vegetales». Una risueña selección de obviedades de este tipo, con sus merecidos cáusticos comentos, puede leerse en The Wanderer. Segundo: los imprevistos saltos de tono, como cuando después de describir con el más parsimonioso recurso a los lugares comunes los problemas de los países subdesarrollados al momento de afrontar las catástrofes telúricas y la deuda externa, prorrumpe en románticas expresiones del tipo de «estas situaciones provocan los gemidos de la hermana tierra» (53). Tercero: la fumosa impronta panteísta, como en pasajes (67) como aquel en el que, en referencia al libro del Génesis, se recuerda el mandato de «cultivar y custodiar» el jardín del mundo. «Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre ser humano y naturaleza», sic, como si la naturaleza, así, en general, estuviese dotada de espíritu como el hombre -único éste entre los seres, en rigor, dotado de responsabilidad. Todo el texto, pese a las inevitables concesiones a la dignidad peculiar del hombre, rezuma este vaho panteísta que hace del hombre un ser más entre los seres. Cuarto: el altruísmo inmanentista, como cuando, al tratar del episodio de Caín y Abel y el primer homicidio, concluye: «soslayar el deber de mantener una relación correcta con el prójimo, hacia el cual tengo el deber del cuidado y la custodia, destruye mi relación interior con mí mismo, con los demás, con Dios y con la tierra» (70). Como se ve, Dios aparece en tercer lugar, recién después de mí mismo y el prójimo y apenas antes de la tierra, lo que podría justificar una reversión del orden del doble mandato, ahora a enunciarse así: «amarás al prójimo como a ti mismo y al Señor tu Dios con todas tus fuerzas». Por lo demás y en estricto rigor, consta que el desorden de Caín comenzó por su desordenada relación con Dios, a quien le ofreció un sacrificio no acepto.

Esto, sin el menor ánimo de rebasar más que una tercera parte del indigesto: sin dudas lo siguiente debe abundar en no más gratos hallazgos. Hemos leído al pasar, en otras reseñas, que pese a las justificadas y a menudo también obvias críticas al modelo de producción capitalista, la encíclica señala que el derecho natural a la propiedad privada (que la Iglesia siempre sostuvo como inviolable y como garantía de la dignidad del hombre) debe subordinarse a la "función social" y a los "derechos de los desposeídos", lo que implica la eventualidad de tener que negar este derecho. Ya sabemos a cuántos siniestros despojos y a cuánta granjería de burócratas condujo la impostura marxista para que nos vengan con este cuento. También se ha notado el aparente contrasentido en deplorar las políticas antinatalistas impuestas a los países pobres con el tributo implícito a Jeffrey Sachs, neo-malthusiano de cabecera de Francisco y apóstol de la llamada "salud reproductiva" y del derecho al aborto, e impulsor de la indemostrable hipótesis de la causalidad humana en el presunto «cambio climático» (hipótesis que anima de punta a punta al documento). Bien han recordado en Infocaótica que «el Magisterio no tiene competencia en los aspectos estrictamente científicos y técnicos» porque «ni la Iglesia, ni ciencia alguna, puede aportar la solución definitiva de un problema cuyos datos se renuevan constantemente». Resulta por lo menos paradójico que a la Iglesia se le haya endilgado el cargo de haberse supuestamente inmiscuido en discusiones científicas durante el proceso a Galileo (proceso que, en realidad, no versó sobre la teoría heliocéntrica) y que ahora se la inste a tomar parte en las disputas sobre esta materia. Capítulo aparte, en punto a contrasentidos, merece el impulso a una llamada "ecología integral" en la que quepa la continuidad de las migraciones masivas, según consta habitualmente en el demagógico discurso de Francisco.

Horroriza el ver citados como autoridades a Teillard de Chardin y a la «Carta de la Tierra», no menos que aquel parágrafo 175, en el que se repite una escabrosa iniciativa común al menos a varios de los pontificados post-conciliares: «el siglo XXI, mientras mantiene un sistema de gobernanza propio de épocas pasadas, es escenario de un debilitamiento de poder de los Estados nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de características transnacionales, tiende a predominar sobre la política. (…) Como afirmaba Benedicto XVI en la línea ya desarrollada por la doctrina social de la Iglesia, "para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, Juan XXIII" (subrayado en el original)». Habida cuenta de que no estamos ya en tiempos del Sacro Imperio, ¿de qué signo puede llegar a ser esa mentada «Autoridad» añorada por los últimos pontífices? (Un detallado comentario a este deseo puede leerse en el capítulo 13 del Apocalipsis.)

Ahora falta esperar la apoyatura cinematográfica de la imagen del Papa eco-paladín, la pantomima del justiciero orbital opuesto a los intereses más desorbitados, los mismos que se esmeran en dorarlo. Por lo pronto ya circula el anticipo, tan ridículo como el sujeto homenajeado:
 



Hace unos meses publicamos una entrada anticipando lo que Francisco omitirá decir en su encíclica. No era arriesgada la predicción, se entiende, que el rey está desnudo desde su primera aparición pública, pero allí -entre otras omisiones cantadas- se recordaba la necesidad de recuperar el concepto clásico de naturaleza, entendida no sólo unívocamente como el «conjunto de todos los seres creados» sino también como «esencia en tanto principio de la actividad», lo que implica reconocer las leyes inherentes a lo real -incluidas las leyes morales, que signan como contrarias a la naturaleza a las aberraciones sexuales, tan sistemáticamente soslayadas por Bergoglio. La difusión de Laudato sii confirmó las peores expectativas a este respecto.

En la primera encíclica de la historia no dirigida, según es uso, «a los obispos, el clero, los religiosos y fieles en general» sino más genéricamente «a todas las personas de buena voluntad», aquel mismo que detenta el cargo de Sumo Pontífice llega a preguntarse: «¿por qué incluir en este documento [...] un capítulo referido a las convicciones de fe?» (62). Apaga y vámonos, que esto ya es el mundo al revés, y la principal entre las especies en extinción es la fe misma.

La «cultura del descarte», frecuentemente censurada en el texto, resulta el sustrato mismo de una encíclica -como era previsible- descartable. Un desecho, un detritus al que no le cabe ni siquiera el mezquino honor del reciclado.

lunes, 15 de junio de 2015

A 60 AÑOS DE LA QUEMA DE LAS IGLESIAS

Profanación del Sagrario en la Catedral de Buenos Aires
La responsabilidad de Perón -nunca más consonante con Nerón que aquella noche- debiera estar fuera de toda duda. La quema de los templos y la curia porteña durante la madrugada del 16 de junio de 1955 podría, en el mejor de los casos, no tenerlo por instigador directo -según protestan no pocos peronistas contumaces, fundándose en aquellas presuntas palabras del jefe a los hombres del Ejército: «tomen medidas, porque éstas son bandas comunistas que están quemando las iglesias, y después me lo van a atribuir a mí» (entre paréntesis, no importaba en primer lugar atajar el sacrilegio, sino salvar la propia fama). Pero la comprobada participación del vicepresidente Tessaire (masón para más señas, a cuyas órdenes partieron desde el Ministerio de Salud Pública y otros edificios del gobierno varios grupos hacia los templos luego siniestrados) no exime al General de suficiente incumbencia en lo que vino. La inacción de los bomberos y las fuerzas públicas que hubieran podido destacarse para ahogar las hogueras acabó de estamparle la firma al estropicio. Por lo demás, el propio Perón, años más tarde desde su exilio madrileño, se encargó de pedirle al arzobispo local el levantamiento de la excomunión fulminada en el tiempo de los hechos por hallarse "sinceramente arrepentido" de los mismos. De lo que cabe indirectamente colegir su dirección: nadie puede estar arrepentido de aquello que no hizo.

Con todo, si hubiera que atribuir la quema de los templos a enemigos de Perón que hubiesen querido involucrarlo en unos hechos cuya gravedad dañara irremisiblemente su nombre, lo cierto es que se buscó perpetrar algo que fuera verosímil atribuirle. Los ataques sacrílegos, con o sin la autoría de Perón, fueron precedidos de parte del gobierno por una escalada de medidas claramente lesivas de la identidad católica de la nación: supresión de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, sanción de la ley del divorcio vincular, convocatoria a una reforma constitucional para imponer la separación de la Iglesia y el Estado. Para desafiar más groseramente a la autoridad eclesiástica y corromper la moralidad pública, no se dudó incluso en ordenar la reapertura de los prostíbulos, clausurados por décadas.

Así, luego de haber sumido a las masas en perdurable infantilismo por el recurso del culto al líder, Perón sumó a su causa a todos aquellos elementos supérstites o herederos de la marejada anarco-socialista y anticlerical que habían llegado a la Argentina desde las últimas décadas del XIX a expensas del programa masónico-liberal, y logró que proyectasen muy avante su furor anticristiano. Que bien lo dijo Desiderio Fierro en aquellas coplas: de Uropa nos vino todo / lo malo como lo güeno. Hoy queda, como fruto, una infeliz postración y una total amnesia de nuestro patrimonio espiritual, coronada no sólo por la definitiva corrupción de la política sino también -cruel ironía- por la insospechada irrupción de la figura del Papa peronista, exponente perfecto de las más aborrecibles cualidades de su mentor.

Cuando hace diez años un grupo de católicos de bien se resolvieron a conmemorar el cincuentenario del múltiple sacrilegio y ofrecer la debida reparación visitando una por una las iglesias antaño incendiadas, las puertas de las mismas (pese a la lluvia y el frío invernal) les fueron cerradas sincronizadamente, de manera que no les fue posible orar ante los respectivos Sagrarios. Era arzobispo el cardenal Bergoglio. Este año, cumpliéndose sesenta del artero ataque, se ha lanzado pareja convocatoria de la que queremos hacernos eco desde acá. Que el Señor llene los corazones de los asistentes con el santo celo de su Gloria.




A 60 AÑOS DE LA QUEMA DE LAS IGLESIAS

por Antonio Caponnetto


                                                                                                  "En lo alto la mirada
luchemos por la patria redimida"

Iglesia de San Ignacio tras el ataque sacrílego
       
La noche del 16 de junio de 1955, varios templos porteños fueron incendiados y profanados, amén del Palacio Arzobispal, Santo Domingo y San Francisco, la Capilla de San Roque, San Ignacio, La Merced, San Miguel Arcángel, La Piedad, Nuestra Señora de las Victorias, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, San Nicolás de Bari, San Juan Bautista, y la misma Catedral Primada.

“Noche de la Pasión de Jesús en Buenos Aires”, fue llamada aquélla. Noche trágica del sacrilegio, de la blasfemia, de la destrucción y del pecado.

Junto a la Eucaristía pisoteada, los sagrarios rotos, los altares mancillados, los cálices ultrajados, las imágenes sacras deshechas y vejadas, no pocas reliquias patrias sufrieron el mismo y endemoniado castigo. Desde las tumbas de los héroes hasta las banderas nacionales y los trofeos de guerra.

Perón y su gobierno; Perón y sus secuaces, por acción y omisión, fueron los responsables directos de esta grave iniquidad, corolario maldito de una política anticatólica explícitamente alimentada por la masonería.

Política anticatólica, antinacional y masónica –quede en claro- que continuaron con las mismas culpas quienes desde 1956 se adueñaron de la caída del peronismo. A nosotros no nos engañan ni los "nacionales y populares" ni los "libertadores". Detrás de los dos bandos asoma el mismo amo.

Pocos, lo presentimos con dolor, querrán recordar los 60 años de aquella jornada odiosa y envilecedora. Pocos querrán tener frente al aniversario un gesto expiatorio, devocional y orante. Pocos querrán dejar siquiera un cirio ante el Santísimo, en señal de desagravio, u ofreciéndose penitencialmente al pie de las imágenes de Nuestra Señora.

Tal vez callen los prelados, enmudezcan los templos, y queden amnésicos algunos o muchos de quienes fueron entonces protagonistas del drama. Tal vez no -y lo deseamos- si el Espíritu Santo sostiene con sus dones a quienes están obligados a hablar. Empezando por el Papa que, como argentino, debería pronunciar al respecto una palabra justa y veraz, en vez de recibir complacientemente a los herederos de los incendiarios.

Sea como fuere, nosotros recordaremos y rezaremos con renovada fidelidad a Jesucristo. Y hemos de pedirle al Dios de los Ejércitos que nos conserve la lucidez para comprender y el coraje para resistir. Comprender que los ataques a la Iglesia no han cesado. Las llamas y los destructores del presente son tan dañinos como aquel fuego que carbonizó las estatuas y convirtió en cenizas los misales y los atriles.

Los saqueadores de hoy –herederos ideológicos y partidarios de los de ayer- hacen de la Iglesia el blanco predilecto de sus insidias y persecuciones. Esta vez, para mayor penuria, con la indiferencia y la docilidad de la misma jerarquía eclesiástica. Resistir, entonces, sigue siendo la consigna, librando el buen combate que nos pidiera el Apóstol una vez y para siempre.

A quienes la noche del 16 de junio de 1955 se contaron entre los bienaventurados que fueron perseguidos por causa de su amor a la Cruz, y están vivos para atestiguarlo. A sus descendientes memoriosos y leales. A los católicos argentinos todos, convocamos a visitar simbólicamente, como en el ejercicio cuaresmal del Jueves Santo, algunos de aquellos históricos templos otrora escarnecidos. Dentro o fuera de los mismos, según las circunstancias, elevaremos nuestras plegarias.

Será un acto de merecida reparación, pero será también un juramento. La promesa invicta e intacta, después de seis décadas, de que la mirada está puesta en lo Alto y la voz de la esperanza amanecida.

¡CRISTO VENCE!

16 de junio, 18 hs.

Salida: San Miguel Arcángel, Bartolomé Mitre 886.
Llegada: Santo Domingo, Belgrano 422.

sábado, 13 de junio de 2015

LA IGLESIA FRENTE A LOS CONSENSOS ARTIFICIALES

Si hubiera que elegir una fórmula, entre tantas posibles, que sirviese a precisar la fisonomía del hombre moderno, podría decírselo «aquel dispuesto a contentarse con menos, mucho menos que el cielo» o «aquel cuya certeza de lo espiritual, aunque persuadido del mito del progreso y la evolución, ha involucionado a grados muy inferiores a los del hombre del paleolítico, a juzgar por lo que nos sugiere la voz de los túmulos». Y es que este manojo de miembros desnervados que es el hombre de nuestros días -aquel a quien, a despecho de sus veleidades libertarias, zarandean muchos simultáneos carceleros- sufre un género de atrofia cuyo diagnóstico los especialistas se obstinan en ocultarle. Pues es todo menos feliz la vida de aquellos que no conciben la esperanza ultramundana, y constituye una canallada del mayor calibre, cuando se tiene el mandato justamente contrario, el andar confirmándolos en su despreocupado naturalismo, naturalismo que ni siquiera aparece instado (si es por atenuar su culpa) por una vitalidad desbordante. Porque no es éste el naturalismo de los que nacen (ex nascor, natura) sino el de los que decaen y mueren, una nostalgia senil de perpetuarse en el mundo aun al modo de las larvas.


En la célebre alegoría de la caverna, el que volvía de ver el mundo ajeno a la espelunca no se guardaba el testimonio, porque el conocimiento de la idea de bien, como lo señala Jaeger, se constituye para él en la «medida de las medidas», y este metro lo dota de un pathos característico que no le sella precisamente los labios. Este nuevo hombre configurado a una trama de relaciones subsidiarias de una causalidad ejemplar, al imperio del arquetipo, urgido por la intelección del eterno principio que gobierna todas las cosas, no puede por esto mismo suscribir sin reservas aquellas provisorias máximas que pueblan el mundo de la doxa. Es inevitable que su testimonio escandalice, pero es necesario que ponga su voz al servicio del rescate siquiera de algunos. ¡Con cuánta mayor evidencia esta misión le compete a aquél llamado a la misma por Cristo mismo, Verdad encarnada y por ello mismo insoslayable! La salus animarum debe ser la suprema preocupación de aquel que, atraído por Cristo a su servicio, conserva la facultad física del habla.


Consta acabadamente que el moderno reino de la opinión ya no versa sólo sobre espejismos o ilusiones provistas por las cosas mismas en tanto que desligadas de su origen, conocidas apenas por sus sombras. Hoy, por el contrario, y pese al ancestral decurso empirista, pese a la bicentenaria infestación de positivismo, a pesar de la presunta incognoscibilidad del noúmeno y de las cabriolas verbales con las que se decretó el fin de la metafísica clásica para poner en su lugar a las matemáticas, se incurre de continuo en la increíble inconsecuencia de imponer principios indemostrables y aun falaces para la orientación de la ética pública. Ahí está la intocable democracia -por poner el ejemplo más craso- ofrecida como sinónimo de "vida civil" y como la más eminente forma de gobierno. O el indisimulable desmedro del principio de igualdad ante la ley al resaltar el llamado "femicidio" como un homicidio que resultaría más grave y más calificado por la sola razón del "género".

En este fatal trasiego de contenidos mentales, en este juego de deposición del dogma para emplazar en su lugar a los dogmatismos (lo que no es sino la principalía postiza conferida a cosas segundas, o a vaguedades sin sustento, y, en todos los casos, a ídolos que no pueden salvar), la obra de misericordia más apremiante para un católico estribaría en romper con su palabra este cerco de infundios. «Vendrá un día en el que, para la Iglesia, la tinta de sus escritores tendrá casi el valor de la sangre de sus mártires», dijo Tertuliano, y ese día ya es el nuestro, a juzgar por la defección en masa de aquellos a quienes compete defender con la dignidad de su cargo y su saliva los derechos de la Verdad. Porque es cosa ciertamente de admirar cómo, a la vacancia de una sede episcopal por el engendro conciliar de la jubilación emérita -o por la promoción del ordinario para su remoción-, infaliblemente asume el cargo uno peor, en una carrera al pozo que sabe Dios cuándo acabará. Como esas muñecas con que juegan las niñas, que al apretarles la panza repiten siempre y sólo «ma-má», «ca-ca» y poco más, así estos obispos con su locuela insulsa y semper ídem: «el desafío que tienen las autoridades y toda la sociedad es que haya sobre todo condiciones de trabajo, porque la pobreza se supera si hay trabajo digno para todos, para que la persona gaste sus energías y reciba una retribución justa para poder mantener su familia, para poder tener su casa, y después poder progresar mínimamente», o bien, en un documento que requirió el penoso esfuerzo mental de varios prelados para acertar con una fórmula sapiencial sin precedentes: «el proceso electoral es una preciosa oportunidad para un debate cívico acerca del presente y del futuro que deseamos para la Argentina. La calidad de vida de las personas está fuertemente vinculada a la salud de las instituciones de la Constitución» (fuentes: aquí y aquí).

El carnaval democrático sigue su curso a expensas de la sangre de toda una nación, y en nuestros pueblos de provincia puede advertirse con la mayor crudeza la magnitud de la apotasía con sólo comparar la exigua asistencia a Misa en cualquier domingo con el revoloteo de paisanos en torno de las mesas eleccionarias el triste domingo de elecciones. Al menos, y para que no se sientan tan seguros de su triunfo, a la hedionda caterva de los ideólogos y de sus personeros políticos que cuentan para sus crímenes con la bendición de nuestros pastores, habría que repetirles aquellas mismas palabras con que san Basilio Magno replicó a las amenazas del prefecto enviado por el emperador Valente para amedrentarlo: hasta ahora no te has topado con un obispo.

jueves, 4 de junio de 2015

NO SIRVEN PARA NADA

Siempre rápidos para respaldar consignas masificadas y engañosas, de esas que ofrecen una estudiada apariencia de justicia pero promueven exactamente lo contrario, los obispos argentinos y la Acción Católica, entre otros, «manifestaron su apoyo a la movilización contra la violencia de género» (fuente aquí) que se realizó en simultáneo en unas cuantas ciudades del país, extendiéndose a Uruguay y Chile.

Cavar, no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza, podrían argüir nuestros medrosos mitrados frente a las crecientes y universales dificultades por sobrevivir, creyendo justificar así este inverecundo apetito presencial en los mitines del enemigo. Habrá que atribuirlo a humana debilidad no provista del sobrehumano auxilio: al fin de cuentas, ya desde la conocida fábula platónica sabemos que Penía (la pobreza) fue a aparearse con Poros (el recurso, la oportunidad), y que de esta unión nacería Eros, aquel dios que, siempre pobre como su madre, comparte con su padre la aptitud de estar continuamente al acecho y urdiendo alguna trama. Así, la inclemencia de las circunstancias a las que la Iglesia ha sido arrojada tras el triunfo de la Revolución moderna parece apremiar a sus jerarcas en pos de las más ignobles coyundas -ignobles que arrastran siempre más bajo a sus actores (que bien puso Cervantes entre irónico paréntesis, al referirse al pobre honrado, aquella nota: «si es que puede ser honrado el pobre»). Y pese a que sus cálculos y maquinaciones le han permitido a la Iglesia de Laodicea poner a salvo el pellejo, e incluso llegar a afirmar que «yo soy rico, me he enriquecido y no tengo necesidad de nada» (Ap 3,17), consta que se ha quedado doblemente pobre por no querer ser rica en Dios -lo que, y siempre en referencia al ejemplo de Platón, nos ofrece alguna pista para entender el visible repudio de Agape por Eros de parte de nuestros prelados, cada vez menos honrados y más pobres a instancias de sus rebuscas y celestinazgos. Hubiera hecho falta reforzar la vigilancia y el compromiso con la Verdad para mantener alta la frente en lo más recio del temporal.

El caso es que la convocatoria constituye, a todas luces, la enésima engañifa de los amañadores de la opinión pública para alcanzar sus abominables objetivos: hacer cumplir a rajatabla la recientemente promulgada Ley 26.485, que -a juzgar por sus expresiones, reiteradas hasta el cansancio- se manifiesta rebosante de intenciones de eliminar toda distinción entre el hombre y la mujer, equiparando minuciosa y obsesivamente la actuación social de uno y otra -e instando así a una nivelación ontológica de ambos sexos, ahora "géneros", en una nueva embestida contra el orden natural. Ni decir que «vulnerar el derecho al aborto» se inscribe, para esta ley, entre los delitos de «violencia contra la libertad reproductiva». Para avanzar, pues, un poco más en el despropósito emprendido se recurre sin el menor escrúpulo a la figura de la "mujer golpeada" (drama dolorosamente real, pero no menos real, en nuestros días de locura colectiva, que aquel del hombre violentado psicológicamente por su cónyuge, para no referirnos a la violencia abrumadoramente superior que sufren los bebés abortados, por quienes no se orquesta ninguna marcha). Gracias a esta ley, la mujer que sufra una cachetada de parte de su marido puede dar con él en los tribunales, y aquellos conflictos que acaso pudieran sanarse con un poco de tiempo y paciencia y buena disposición de ambas partes quedan irremisiblemente abiertos, con jugoso lucro de los leguleyos intervinientes. Y la figura paterna y la institución familiar reciben un nuevo empellón hacia el abismo.

Cuando hace unos meses se quiso proyectar en los cines argentinos una película que exponía el drama de aquellos padres que no pueden ver a sus hijos a causa de la mala voluntad de sus ex-cónyuges, la misma acabó siendo censurada: se dio el sugestivo caso de que el mismo Instituto Nacional de Cine y Artes Ausiovisuales -que había subsidiado el filme quizá sin apercibirse del todo de su contenido- acabó por retirarlo de circulación al tiempo de su estreno. Que se alzan una multitud de intereses para que el caos social siga profundizándose resulta obvio al considerar la cruda arbitrariedad de la legislación que aborda estos asuntos. Así, frente a una falsa denuncia de la mujer no hay defensa posible: ni siquiera está prevista una pena para aquella que denuncia en falso. Y de las causas por "violencia de género" puede esperarse una celeridad que ninguna otra está en condiciones de activar. En el vídeo que reproducimos a continuación lo dice sin sonrojarse una psicóloga y columnista de televisión, una entre tantas beneficiarias de esta funesta industria: «al revés de lo que sucede habitualmente, que cualquier ciudadano es inocente hasta tanto no se demuestre lo contrario, yo creo que en las situaciones de violencia de género, por la dimensión del problema, debe invertirse la carga de la prueba. Es decir, si yo digo que él es culpable, él es culpable hasta que demuestre su inocencia».





Con esto nos basta para notar el tenor de las consignas que son capaces de defender los obispos olvidados de sus deberes de estado, hundidos todos en el viscoso escenario de la pública confesión. Confusión, si no, alentada desde el primer momento con ese indefectible don que tienen los medios propagandísticos hodiernos de componer mal sus neologismos más convocantes («femicidio», tan semánticamente manco como «homofobia»), y de agitar a las turbas solicitando la adhesión de los famosos a unas causas de las que ni unos ni otros reconocen las connotaciones más inmediatas. En esta infame bacanal colectiva contra la "violencia de género" faltaba sólo la extraviada de la presidenta bregando por la abolición del piropo, que a su generalizante y flaco seso sólo puede resultar «grosero, soez y bajo» sin excepción, así a la cortejada se le compare la sonrisa con el fulgor de la luna o, saqueándole el numen a Bécquer, se la apostrofe: «¡poesía eres tú!». El calibre del desquicio nos autoriza a temer que en el futuro próximo las cabezas de nuestros prójimos se lancen a rodar hombros abajo, y que éstos continúen su marcha sin advertir el menoscabo.

«Ni una menos»: tal el slogan elegido para azuzar a los tontos, pasible de parafrasearse en el no menos utópico «ni uno más» que aplicaríamos a los obispos: ni un prelado más que abra la boca en público sin haber estudiado su catecismo, ni un obispo más que corra a hacerse el simpático con los amos del mundo, ni uno más que desampare a sus ovejas y corderos para integrarse al coro de los aduladores del Anticristo. Queremos verlos blandir el báculo contra los lobos, para que ni uno más entre los consagrados a esta sí oportuna violencia "degénere" en esa universal degeneración del juicio y de los hábitos que ha esparcido sobre la faz del mundo una multitud de hombres feminoides y de hembras machorras, de curas laicos y de laicos doblemente tales. Que no repartan la lana y las carnes de su rebaño con el enemigo. Que no deba seguir diciéndose de ellos, como el Señor lo advierte a propósito de aquella «sal que no sala» (Mt 5,13), que ya no sirven para nada.

miércoles, 3 de junio de 2015

INSENSATECES Y HEREJÍAS



- ...y me viene a la mente decir algo que puede ser una insensatez, quizás una herejía...

- (¡No se aflija, Santo Padre! ¡No ha dejado de decir insensateces y herejías desde el primer instante de su pontificado, si no desde el primer instante de su vida!)


(La cita de Francisco puede recabarse aquí, en el minuto 4:12 del mensaje dirigido a los participantes del meeting Jonn 17, en Phoenix Arizona. La herejía en cuestión, de puro cuño bergogliano y correctamente caracterizada por su mentor -y que, pese al aparente reparo, él no se abstiene de proferir- es la del "ecumenismo de la sangre". La respuesta del camarógrafo, que anotamos a continuación, no pasó de ser pensada por éste).