sábado, 25 de julio de 2015

ROMA BAJO LAS HECES

Se dirían buitres que bajan a por carroña, pero no:
son cándidas palomas revolviendo papeles
junto al arco de Constantino
Las crónicas hablan de un calor asfixiante en Roma por estos días, agravado por el aluvión de inmundicias que la huelga de los recolectores de residuos ha concitado. «Pilas de bolsas de basura -muchas desgarradas por las gaviotas- a una cuadra de la Basílica de San Pedro; contenedores repletos de desperdicios que despiden un hedor imposible, al lado del Castel Sant'Angelo; dos ratas del tamaño de un gato olfateando, pasada la medianoche, un tacho de basura que rebosa de desperdicios», reporta la vaticanista devenida a su despecho catadora de detritus: fina ironía, si las hay, reservada a los que osan adentrarse de oficio en los despachos vaticanos en tiempos de tan crasa abjuración. Bien lo titula la plumífera: Roma «capital del caos». Hasta el anticiclón africano que trajo el bochorno recibió el significativo nombre de Caronte, aquel barquero que, según testimonio de Dante, introducía a las almas en el infierno.

Tan ingratas fermentaciones cunden en los mismos días en que la Santa Sede se ofrece como anfitriona de más de 65 alcaldes de todo el mundo para impulsar los programas de «desarrollo sustentable» de la ONU, que incluyen políticas tendientes a morigerar los efectos del llamado "cambio climático", del hambre y la extrema pobreza e -ítem que no podía faltar en estas proclamas, para el aplauso de monseñor Sánchez Sorondo- "lograr una mayor igualdad de género" (fuente aquí). (Entre paréntesis: como única autoridad connacional al Santo Padre e invitada personalmente por él, participó la intendenta de Rosario, cuya gestión y la de sus predecesores y copartidarios se caracteriza, en el área de salud pública, por la más cínica aplicación de las recetas malthusianas de control poblacional, siendo noto que muchas mujeres que acuden a la maternidad municipal para dar a luz salen de allí esterilizadas sin su conocimiento. Ni hablar, por supuesto, del reparto gratuito de anticonceptivos por las barriadas).

Martini y un guión para Benedicto
La Iglesia hoy está para estas cosas, o para las pujas estériles entre los carcamanes del post-concilio -que ya se sabe que la revolución, como Saturno, acaba por devorarse a sus propios hijos. También por estos días, mientras los desechos continuaban amontonándose por las calles y el tufo cumplía su insidiosa parte, una indiscreción del padre Silvano Fausti -que fuera confesor del cardenal Carlo Maria Martini- vino a aportar una nueva y plausible explicación a la dimisión de Benedicto XVI, que aún no deja de suscitar hipótesis acerca de sus reales motivos. Resulta que a medida que se desenvolvían las sesiones en el Cónclave de 2005 y Martini y Ratzinger se revelaban los más votados, una sagaz maniobra de la Curia romana para promover a uno de sus cuadros haciendo caer a ambos candidatos a la vez instó a Martini a cederle sus votos al alemán para que éste fuera el Papa en la siguiente elección, antes de que se prolongara demasiado el Cónclave y pudiera prosperar el complot. «Acepta -le dijo el jesuita arzobispo de Milán al tudesco-: has estado 30 años en la Curia, eres inteligente y honesto. Procura reformar la Curia, y si no, te vas». Reencontrándose ambos en junio de 2012, pocos meses antes de la muerte de Martini, éste le soltó a Benedicto: «la Curia no va a cambiar, no tienes más opción que irte». Ocho meses después sobrevino la renuncia, y la consiguiente entronización del heredero espiritual de Martini, un porteño chantún que no figuraba en las preferencias de los apostadores.

Hace siete siglos, y pese a verse por ello gravemente diezmada, la Ciudad Eterna pudo sobrevivir al traslado de la Sede Papal a Aviñón -prolongada luego, para ulterior castigo de Roma, por el Cisma de Occidente. Pudo sobreponerse, a poco de la ruptura protestante, al «saco» de los lansquenetes de Carlos V y a la peste que se ensañó con los sobrevivientes. Soportó sin desfallecer el avance de las tropas napoleónicas y, más tarde, el flagelo garibaldino. Está por verse si sale airosa de la acción de los esparcidores de podre.

lunes, 20 de julio de 2015

EL OPTIMISMO ES UN DEBER

(Un fragmento del recientemente fallecido cardenal Giacomo Biffi, publicado en el original italiano aquí. Puede leerse también aquí, en nuestra lengua, el texto de una predicación del mismo autor acerca del carácter del Anticristo adveniente.)


Una de las modas culturales más curiosas introducidas en la cristiandad en estas décadas prohíbe a quien se apronta a redactar un documento o a proponer una reflexión sobre la condición humana de hoy día -y sobre los tiempos actuales- el comenzar por los rasgos "negativos": es de rigor empezar por una revisión de los datos que esté marcada por un robusto optimismo; se debe siempre colocar en el encabezamiento un examen de la realidad que no omita iluminar los valores, la sustancial santidad, la "positividad predominante".

A veces me sorprendo imaginando, para mi propio disfrute personal, cómo hubiera sido la Carta a los Romanos si, en lugar de aquel hombre difícil y desdeñoso que era el apóstol Pablo, hubiese sido escrita por alguna comisión eclesial o por algún grupo de trabajo de nuestros días.

La epístola habría empezado a notar desde el primer capítulo, con el debido énfasis, todas las riquezas espirituales y culturales expresadas por el mundo pagano: las sublimes alturas alcanzadas por la filosofía griega; la sed de lo trascendente y el  natural sentimiento religioso revelados por la variedad de los cultos mediterráneos; los ejemplos de honestidad moral, de corrección cívica, de abnegación desinteresada ofrecidas por los acontecimientos edificantes de la historia romana que otrora se enseñaban en la escuela. Sin dudas que si la letanía inmisericorde de los vicios y las aberraciones mundanas contenida en la actual página inspirada fuera hoy sugerida como contribución al texto por parte de algún colaborador incauto, éste levantaría una indignación unánime. Y de hecho el juicio de Pablo suena a nuestros oídos insoportablemente desagradable: para él los hombres sin Cristo están «llenos de toda clase de injusticia, de perversidad, de codicia, de maldad; calumniadores, maldicientes, enemigos de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, ingeniosos para el mal, desobedientes a los padres, insensatos, desleales, sin corazón, sin misericordia» (Rom 1,29-31).

Puestas en evidencia las virtudes del paganismo, la nueva Carta a los Romanos pasaría luego a exaltar las prerrogativas del judaísmo y la función ya incoactivamente salvífica de la ley mosaica, de la circuncisión, de las prescripciones rituales.

Finalmente, alcanzado el quinto capítulo, aclararía que la obra de Adán no fue tan dañina como antaño se dijo, desde el mismo momento en que la creación permanece por sí misma buena; es más, ya que está fuera de las manos de Dios no puede ser sino santa y sagrada, sin que sean necesarias otras ulteriores consagraciones.

Cierto es que, llegados a este punto, el discurso sobre Jesucristo, su redención, su intervención indispensable para el rescate de la humanidad de la injusticia, del pecado, de la muerte, de la catástrofe, se haría menos incisivo y convincente de cuanto lo fuera en la prosa áspera y dramática de Pablo; pero no se puede tenerlo todo.

No es que los razonamientos aquí jocosamente supuestos sean del todo erróneos en sí mismos. Al contrario, contienen gran cantidad de verdad y se cumplen debidamente, pero no como una primera aproximación a la realidad de las cosas. No se puede comenzar por ellos; a ellos sólo se puede llegar al final de una larga peregrinación ideal: sólo después de que la visión de la espantosa miseria del hombre nos haya abierto la mente y el corazón para desear y comprender la ansiada salvación de Cristo se nos permitirá apreciar todo lo que de hermoso, de justo, de verdadero, reluce ya en la noche del mundo como resplandor del Redentor, que es la verdad, la justicia, la belleza hechas persona y vueltas evidentes en un rostro de hombre.

Todo autor cristiano ha comenzado siempre su canto partiendo de una oda trágica al destino humano para alcanzar el himno de victoria y gratitud al Hijo de Dios crucificado y resucitado, única esperanza nuestra, el único que nos obtuvo la salvación.

El hombre que quiera celebrar de veras su grandeza, no puede sino comenzar por un un epicedio, es decir, por una lamentación sobre el estado de muerte que, enigmáticamente, golpeó el universo desde el principio y lo oprime aún con una presión ineludible.

El fundamento del optimismo cristiano no puede ser la voluntad de mantener los ojos cerrados. Debemos, por empezar, mirar a la cara a la Bestia y darnos cuenta de lo fuertes que son sus dientes y de lo aterrador de sus garras, si se quiere honrar y amar al Caballero y se desea entender de veras el don que resulta nuestra liberación y la felicidad que nos fue otorgada en suerte.

martes, 14 de julio de 2015

UNA RELIGIÓN DE MASAS

Al hablar de las realizaciones históricas del comunismo debe descartarse de plano la prometida «sociedad sin clases» (término último que, por utópico, quedó sin consumarse) e incluso el pretendido eslabón hacia aquella, la llamada «dictadura del proletariado», que en los hechos paró apenas en una tiranía comandada por una oligarquía de advenedizos, a menudo encabezada por un sanguinario líder como Stalin o Pol Pot. Muy más módico aunque no menos calamitoso, sin el arriesgado recurso a los fusiles ni la pesadumbre por el sueño no alcanzado, resulta (si la expresión no supone un oxímoron o contradictio in terminis) el "marxismo cultural", esto es, la impregnación de sociedades eminentemente capitalistas (super- o sub-desarrolladas, según el caso) de tesis gratas al marxismo. Podría decirse el consuelo que los banqueros conceden a los rojos para que éstos envenenen a gusto las conciencias a través de la escuela, el periodismo, el cine, etc., sin la menor mella para el plutocrático festín.

Fuente de la ilustración aquí
La incultura y el rencor ulceroso para con toda forma de excelencia son el presupuesto para la propagación de este mórbido morbo, de este persistente y malo mal. Ámbito privilegiado, por ello mismo, lo es aquella América otrora española hoy trocada en «latina», despojada mucho más de sus bienes espirituales y de su tradición histórica que de sus recursos naturales. Terreno fértil para charlatanes sin coto, para vivillos que soban a las turbas aniñadas, continente de la esperanza del caciquismo conciliar, allí posó su huella Francisco, seguro de que el nuevo evangelio de la promoción humana sería mejor acogido por aquellas multitudes que por estotras que lucen cada vez más diezmadas en Roma, un tanto ya aburrida de los trillados gags del comediante de blanco. Pero lo más significativo, aunque no nuevo bajo el sol, allí donde la presencia de las multinacionales de la hamburguesa no le hacen asco al crucifijo comunista, es la promesa de la realización cada vez más cercana de esa síntesis monstruosa de las ideologías bajo la amalgama de un santón de proyección universal.

Alguna vez se dijo, con acierto hoy próximo a verificarse, que la proclama revolucionaria de «libertad, igualdad, fraternidad» no era sino una profecía dicha por boca de ganso acerca de tres sucesivos estadios -en devenir dialéctico- de los nuevos tiempos inaugurados en 1789: el primero, alusivo al auge del liberalismo; el segundo, a la réplica comunista; el tercero, al fin, a la síntesis fraternal de ambos en una fórmula contrahecha, con rasgos de uno y otro, al modo del grifo o el minotauro. En esto estamos, según se deduce de una multitud de indicios que sería largo y ocioso enumerar. El más reciente de los cuales son las declaraciones de Francisco sobre las críticas levantadas en Estados Unidos por su frecuente discurso anticapitalista, en atención a las cuales ofrece -siempre fiel a su estilo- la omnímoda medicina del diálogo. Se trata del supremo arte de complacer a tirios y troyanos.

Esa síntesis esperpéntica, al igual que las falaces esperanzas suscitadas por aquellas dos ideologías que el Magisterio definió como «intrínsecamente perversas», ofrecerá la suya propia, recapituladora de ambas: la colectivización del individualismo, otra utopía malsana pasible al menos de parcial realización a instancias de la fiebre tecnicista, capaz de sacar panes de las piedras. Acá entra la ampliación creciente de derechos, uno de los signos más elocuentes de nuestros días, que incluye poco menos que el permiso para todas las aberraciones imaginables. Las conclusiones del sonado Sínodo, en octubre, podrán ser la bendición oficial de este proceso que la Iglesia se ha empeñado en acompañar, cada vez más persuadida (por "experta en humanidad") de que los caprichos del hombre merecen ser contentados. Con la sonriente aquiescencia de la jerarquía de esta nueva religión de masas.




viernes, 10 de julio de 2015

FRANCISCO DEBE PEDIR PERDÓN

Texto principal e introducción por Antonio Caponnetto

Si los múltiples medios oficiales y oficiosos no se han puesto de acuerdo para fabricar un horrible montaje, todos hemos visto y escuchado a Francisco en Bolivia, este 9 de julio de 2015, diciendo que "la Iglesia tiene que pedir humildemente perdón por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada Conquista de América".

No fue el único extravío grave de palabras y de gestos que tuvo el Obispo de Roma en este viaje por América del Sur, pero sin dudas es uno de los más escandalosos y ultrajantes.

Ofende a la Verdad Histórica, a la Madre España y, sobre todo, a la Iglesia Católica, de la que se supone es su Pastor Universal. Son, en síntesis, las de Francisco, palabras inadmisibles, cargadas de injusticias, de calumnias, de vejámes y de oprobio. Palabras mendaces que alimentarán todo el inmenso aparato mundial del indigenismo marxista, y que se sumarán al proceso de deshispanización y de desarraigo espiritual lanzado contra América Hispana. El daño que ya están provocando es incalculable.

Son muchos los historiadores y pensadores de nota que pueden desmentir fácilmente la temeraria afirmación de Francisco, pues la misma no resiste la confrontación con las investigaciones solventes y eruditas.

Hasta nosotros mismos, movidos por el amor filial a la España Eterna y a la Esposa de Cristo, nos hemos ocupado de este tema hace ya muchos años y desde entonces lo venimos haciendo en la escasa medida de nuestras fuerzas.

Por eso nos parece oportuno reflotar un viejo escrito, el cual -aunque publicado hace ya largo tiempo y sin las muchas actualizaciones que cabrían hacerle para mejorarlo- contiene una síntesis de criterios y de datos que contradicen el sofisma de Francisco.

El Papa debe pedir perdón. Sin duda. Pero no por los supuestos crímenes contra los supuestos pueblos originarios, sino por haber violado la Verdad para agradar al mundo. Debe pedir perdón a la Iglesia, a la Hispanidad, al Occidente y a la Cátedra de la Cruz, profanada por la hoz y el martillo, cuyo símbolo funestísimo le fue entregado por un patán roñoso, y no tuvo el coraje de quebrar a golpes de báculo.

Recemos por él, como lo pide. Pero recemos asimismo por las víctimas de su docencia errática, confusa, engañosa, sincretista y heretizante. Esas víctimas somos todos nosotros. Nosotros, los fieles de a pie, los bautizados, los simples feligreses y parroquianos. Los católicos, apostólicos, romanos.




Tres lugares comunes de las leyendas negras



Introducción 

La conmemoración del Quinto Centenario ha vuelto a reavivar, como era previsible, el empecinado odio anticatólico y antihispanista de vieja y conocida data. Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a la justicia y obnubila el orden de la razón, según bien lo explicara Santo Tomás en olvidada enseñanza. De resultas, la verdad queda adulterada y oculta, y se expanden con fuerza el resentimiento y la mentira. No es sólo, pues, una insuficiencia histórica o científica la que explica la cantidad de imposturas lanzadas al ruedo. Es un odium fidei alimentado en el rencor ideológico. Un desamor fatal contra todo lo que lleve el signo de la Cruz y de la Espada. 

Bastaría aceptar y comprender este oculto móvil para desechar, sin más, las falacias que se propagan nuevamente, aquí y allá. Pero un poder inmenso e interesado les ha dado difusión y cabida, y hoy se presentan como argumentos serios de corte académico. No hay nada de eso. Y a poco que se analizan los lugares comunes más repetidos contra la acción de España en América, quedan a la vista su inconsistencia y su debilidad. Veámoslo brevemente en las tres imputaciones infaltables enrostradas por las izquierdas. 



El despojo de la tierra 

Se dice en primer lugar, que España se apropió de las tierras indígenas en un acto típico de rapacidad imperialista. 

Llama la atención que, contraviniendo las tesis leninistas, se haga surgir al Imperialismo a fines del siglo XV. Y sorprende asimismo el celo manifestado en la defensa de la propiedad privada individual. Pero el marxismo nos tiene acostumbrados a estas contradicciones y sobre todo, a su apelación a la conciencia cristiana para obtener solidaridades. Porque, en efecto, sin la apelación a la conciencia cristiana —que entiende la propiedad privada como un derecho inherente de las criaturas, y sólo ante el cual el presunto despojo sería reprobable— ¿a qué viene tanto afán privatista y posesionista? No hay respuesta. 

La verdad es que antes de la llegada de los españoles, los indios concretos y singulares no eran dueños de ninguna tierra, sino empleados gratuitos y castigados de un Estado idolatrado y de unos caciques despóticos tenidos por divinidades supremas. Carentes de cualquier legislación que regulase sus derechos laborales, el abuso y la explotación eran la norma, y el saqueo y el despojo las prácticas habituales. Impuestos, cargas, retribuciones forzadas, exacciones virulentas y pesados tributos, fueron moneda corriente en las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. El más fuerte sometía al más débil y lo atenazaba con escarmientos y represalias. Ni los más indigentes quedaban exceptuados, y solían llevar como estigmas de su triste condición, mutilaciones evidentes y distintivos oprobiosos. Una "justicia" claramente discriminatoria, distinguía entre pudientes y esclavos en desmedro de los últimos y no son éstos, datos entresacados de las crónicas hispanas, sino de las protestas del mismo Carlos Marx en sus estudios sobre "Formaciones Económicas Precapitalistas y Acumulación Originaria del Capital". Y de comentaristas insospechados de hispanofilia como Eric Hobsbawn, Roberto Oliveros Maqueo o Pierre Chaunu. 

La verdad es también, que los principales dueños de la tierra que encontraron los españoles —mayas, incas y aztecas— lo eran a expensas de otros dueños a quienes habían invadido y desplazado. Y que fue ésta la razón por la que una parte considerable de tribus aborígenes —carios, tlaxaltecas, cempoaltecas, zapotecas, otomíes, cañarís, huancas, etcétera— se aliaron naturalmente con los conquistadores, procurando su protección y el consecuente resarcimiento. Y la verdad, al fin, es que sólo a partir de la Conquista, los indios conocieron el sentido personal de la propiedad privada y la defensa jurídica de sus obligaciones y derechos. 

Francisco de Vitoria
Es España la que se plantea la cuestión de los justos títulos, con autoexigencias tan sólidas que ponen en tela de juicio la misma autoridad del Monarca y del Pontífice. Es España -con ese maestro admirable del Derecho de Gentes que se llamó Francisco de Vitoria— la que funda la posesión territorial en las más altos razones de bien común y de concordia social, la que insiste una y otra vez en la protección que se le debe a los nativos en tanto súbditos, la que garantiza y promueve un reparto equitativo de precios, la que atiende sobre abusos y querellas, la que no dudó en sancionar duramente a sus mismos funcionarios descarriados, y la que distinguió entre posesión como hecho y propiedad como derecho, porque sabía que era cosa muy distinta fundar una ciudad en el desierto y hacerla propia, que entrar a saco a un granero particular. 

Por eso, sólo hubo repartimientos en tierras despobladas y encomiendas "en las heredades de los indios". Porque pese a tantas fábulas indoctas, la encomienda fue la gran institución para la custodia de la propiedad y de los derechos de los nativos. Bien lo ha demostrado hace ya tiempo Silvio Zavala, en un estudio exhaustivo, que no encargó ninguna "internacional reaccionaria", sino la Fundación Judía Guggenheim, con sede en Nueva York. Y bien queda probado en infinidad de documentos que sólo son desconocidos para los artífices de las leyendas negras. 

Por la encomienda, el indio poseía tierras particulares y colectivas sin que pudieran arrebatárselas impunemente. Por la encomienda organizaba su propio gobierno local y regional, bajo un régimen de tributos que distinguía ingresos y condiciones, y que no llegaban al Rey —que renunciaba a ellos— sino a los Conquistadores. A quienes no les significó ningún enriquecimiento descontrolado y si en cambio, bastantes dolores de cabeza, como surgen de los testimonios de Antonio de Mendoza o de Cristóbal Alvarez de Carvajal y de innumerables jueces de audiencias. 

Como bien ha notado el mismo Ramón Carande en "Carlos V y sus banqueros", eran tan férrea la protección a los indios y tan grande la incertidumbre económica para los encomenderos, que América no fue una colonia de repoblación para que todos vinieran a enriquecerse fácilmente. Pues una empresa difícil y esforzada, con luces y sombras, con probos y pícaros, pero con un testimonio que hasta hoy no han podido tumbar las monsergas indigenistas: el de la gratitud de los naturales. Gratitud que quien tenga la honestidad de constatar y de seguir en sus expresiones artísticas, religiosas y culturales, no podrá dejar de reconocer objetivamente. 

No es España la que despoja a los indios de sus tierras. Es España la que les inculca el derecho de propiedad, la que les restituye sus heredades asaltadas por los poderosos y sanguinarios estados tribales, la que los guarda bajo una justicia humana y divina, la que Ios pone en paridad de condiciones con sus propios hijos, e incluso en mejores condiciones que muchos campesinos y proletarios europeos Y esto también ha sido reconocido por historiógrafos no hispanistas. 

Es España, en definitiva, la que rehabilita la potestad India a sus dominios, y si se estudia el cómo y el cuándo esta potestad se debilita y vulnera, no se encontrará detrás a la conquista ni a la evangelización ni al descubrimiento, sino a las administraciones liberales y masónicas que traicionaron el sentido misional de aquella gesta gloriosa. No se encontrará a los Reyes Católicos, ni a Carlos V, ni a Felipe II. Ni a los conquistadores, ni a los encomenderos, ni a los adelantados, ni a los frailes. Sino a los enmandilados borbones iluministas y a sus epígonos, que vienen desarraigando a América y reduciéndola a la colonia que no fue nunca en tiempos del Imperio Hispánico. 



La sed de Oro 

Se dice, en segundo lugar, que la llegada y la presencia hispánica no tuvo otro fin superior al fin económico; concretamente, al propósito de quedarse con Ios metales preciosos americanos. Y aquí el marxismo vuelve a brindarnos otra aporía. Porque sí nosotros plantamos la existencia de móviles superiores, somos acusados de angelistas, pero si ellos ven sólo ángeles caídos adoradores de Mammon se escandalizan con rubor de querubines. Si la economía determina a la historia y la lucha de clases y de intereses es su motor interno; si los hombres no son más que elaboraciones químicas transmutadas, puestos para el disfrute terreno, sin premios ni castigos ulteriores, ¿a qué viene esta nueva apelación a la filantropía y a la caridad entre naciones. 

Únicamente la conciencia cristiana puede reprobar coherentemente -y reprueba- semejantes tropelías. Pero la queja no cabe en nombre del materialismo dialéctico. La admitimos con fuerza mirando el tiempo sub specie aeternitatis. Carece de sentido en el historicismo sub lumine oppresiones. Es reproche y protesta si sabemos al hombre "portador de valores eternos", como decía José Antonio, u homo viator, como decían los Padres. Es fría e irreprochable lógica si no cesamos de concebirlo como homo aeconomicus. 

Pero aclaremos un poco mejor las cosas. 

Digamos ante todo que no hay razón para ocultar los propósitos económicos de la conquista española. No sólo porque existieron sino porque fueron lícitos. El fin de la ganancia en una empresa en la que se ha invertido y arriesgado y trabajado incansablemente, no está reñido con la moral cristiana ni con el orden natural de las operaciones. Lo malo es, justamente, cuando apartadas del sentido cristiano, las personas y las naciones anteponen las razones financieras a cualquier otra, las exacerban en desmedro de los bienes honestos y proceden con métodos viles para obtener riquezas materiales. 

Pero éstas son, nada menos, las enseñanzas y las prevenciones continuas de la Iglesia Católica en España. Por eso se repudiaban y se amonestaban las prácticas agiotistas y usureras, el préstamo a interés, la "cría del dinero", las ganancias malhabidas. Por eso, se instaba a compensaciones y reparaciones postreras —que tuvieron lugar en infinidad de casos—; y por eso, sobre todo, se discriminaban las actividades bursátiles y financieras como sospechosas de anticatolicismo. 

No somos nosotros quienes lo notamos. Son los historiógrafos materialistas quienes han lanzado esta formidable y certera "acusación" ni España ni los países católicos fueron capaces de fomentar el capitalismo por sus prejuicios antiprotestantes y antirabínicos. La ética calvinista y judaica, en cambio, habría conducido como en tantas partes, a la prosperidad y al desarrollo, si Austrias y Ausburgos hubiesen dejado de lado sus hábitos medievales y ultramontanos. De lo que viene a resultar una nueva contradicción. España sería muy mala porque llamándose católica buscaba el oro y la plata. Pero seria después más mala por causa de su catolicismo que la inhabilitó para volverse próspera y la condujo a una decadencia irremisible. 

Tal es, en síntesis, lo que vino a decirnos Hamilton —pese a sí mismo hacia 1926, con su tesis sobre "Tesoro Americano y el florecimiento del Capitalismo". Y después de él, corroborándolo o rectificándolo parcialmente, autores como Vilar, Simiand, Braudel, Nef, Hobsbawn, Mouesnier o el citado Carande. El oro y la plata salidos de América (nunca se dice que en pago a mercancías, productos y materiales que llegaban de la Península) no sirvieron para enriquecer a España, sino para integrar el circuito capitalista europeo, usufructuado principalmente por Gran Bretaña. 

Los fabricantes de leyendas negras, que vuelven y revuelven constantemente sobre la sed de oro como fin determinante de la Conquista, deberían explicar, también, por qué España llega, permanece y se instala no solo en zonas de explotación minera, sino en territorios inhóspitos y agrestes. Porque no se abandonó rápidamente la empresa si recién en la segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por qué la condición de los indígenas americanos era notablemente superior a la del proletariado europeo esclavizado por el capitalismo, como lo han reconocido observadores nada hispanistas como Humboldt o Dobb, o Chaunu, o el mercader inglés Nehry Hawks, condenado al destierro por la Inquisición en 1751 y reacio por cierto a las loas españolistas. Por qué pudo decir Bravo Duarte que toda América fue beneficiada por la Minería, y no así la Corona Española. Por qué, en síntesis —y no vemos argumento de mayor sentido común y por ende de mayor robustez metafísica—, si sólo contaba el oro, no es únicamente un mercado negrero o una enorme plaza financiera lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un conglomerado de naciones ricas en Fe y en Espíritu. 

El efecto contiene y muestra la causa: éste es el argumento decisivo. Por eso, no escribimos estas líneas desde una Cartago sudamericana amparada en Moloch y Baal, sino desde la Ciudad nombrada de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires, por las voces egregias de sus héroes fundadores. 



El genocidio indígena 

Se dice, finalmente, en consonancia con lo anterior, que la Conquista —caracterizada por el saqueo y el robo— produjo un genocidio aborigen, condenable en nombre de las sempiternas leyes de la humanidad que rigen los destinos de las naciones civilizadas. 

Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos casos a la hora de evaluar los crímenes masivos cometidos por los indios dominantes sobre los dominados, antes de la llegada de los españoles; ni a la hora de evaluar las purgas stalinistas o las iniciativas malthussianas de las potencias liberales. De ambos casos, el primero es realmente curioso. Porque es tan inocultable la evidencia, que los mismos autores indigenistas no pueden callarla. Sólo en un día del año 1487 se sacrificaron 2.000 jóvenes inaugurando el gran templo azteca del que da cuenta el códice indio Telleriano-Remensis. 250.000 víctimas anuales es el número que trae para el siglo XV Jan Gehorsam en su artículo "Hambre divina de los aztecas". Veinte mil, en sólo dos años de construcción de la gran pirámide de Huitzilopochtli, apunta Von Hagen, incontables los tragados por las llamadas guerras floridas y el canibalismo, según cuenta Halcro Ferguson, y hasta el mismísimo Jacques Soustelle reconoce que la hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado los españoles el holocausto hubiese sido inevitable. 

Pero, ¿qué dicen estos constatadores inevitables de estadísticas mortuorias prehispánicas? Algo muy sencillo: se trataba de espíritus trascendentes que cumplían así con sus liturgias y ritos arcaicos. Son sacrificios de "una belleza bárbara" nos consolará Vaillant. "No debemos tratar de explicar esta actitud en términos morales", nos tranquiliza Von Hagen y el teólogo Enrique Dussel hará su lectura liberacionista y cósmica para que todos nos aggiornemos. Está claro: si matan los españoles son verdugos insaciables cebados en las Cruzadas y en la lucha contra el moro, si matan los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas que expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata España es genocidio; si matan los indios se llama "amenaza de desequilibrio demográfico". 

La verdad es que España no planeó ni ejecutó ningún plan genocida; el derrumbe de la población indígena —y que nadie niega— no está ligado a los enfrentamientos bélicos con los conquistadores, sino a una variedad de causas, entre las que sobresale la del contagio microbiano. La verdad es que la acusación homicida como causal de despoblación, no resiste las investigaciones serias de autores como Nicolás Sánchez Albornoz, José Luís Moreno, Angel Rosemblat o Rolando Mellafé, que no pertenecen precisamente a escuelas hispanófilas. 

La verdad es que "los indios de América", dice Pierre Chaunu, "no sucumbieron bajo los golpes de las espadas de acero de Toledo, sino bajo el choque microbiano y viral", la verdad —¡cuántas veces habrá que reiterarlo en estos tiempos!— es que se manejan cifras con una ligereza frívola, sin los análisis cualitativos básicos, ni los recaudos elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a la historia. 

La verdad incluso —para decirlo todo— es que hasta las mitas, los repartimientos y las encomiendas, lejos de ser causa de despoblación, son antídotos que se aplican para evitarla. Porque aquí no estamos negando que la demografía indígena padeció circunstancialmente una baja. Estamos negando, sí, y enfáticamente, que tal merma haya sido producida por un plan genocida. 

Es más si se compara con la América anglosajona, donde los pocos indios que quedan no proceden de las zonas por ellos colonizados -¿donde están los indios de Nueva Inglaterra?- sino los habitantes de los territorios comprados a España o usurpados a Méjico. Ni despojo de territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa. Un encuentro providencial de dos mundos, aunque no con simetría axiológica. Encuentro en el que, al margen de todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse, uno de esos mundos, el Viejo, gloriosamente encarnado por la Hispanidad, tuvo el enorme mérito de traerle al otro nociones que no conocía sobre la dignidad de la criatura hecha a imagen y semejanza del Creador. Esas nociones, patrimonio de la Cristiandad difundidas por sabios eminentes, no fueron letra muerta ni objeto de violación constante. Fueron el verdadero programa de vida, el genuino plan salvífico por el que la Hispanidad luchó en tres siglos largos de descubrimiento, evangelización y civilización abnegados. 

Y si la espada, como quería Peguy, tuvo que ser muchas veces la que midió con sangre el espacio sobre el cual el arado pudiese después abrir el surco; y si la guerra justa tuvo que ser el preludio del canto de la paz, y el paso implacable de los guerreros de Cristo el doloroso medio necesario para esparcir el Agua del Bautismo, no se hacia otra cosa más que ratificar lo que anunciaba el apóstol: sin efusión de sangre no hay redención ninguna. 

La Hispanidad de Isabel y de Fernando, la del yugo y las flechas prefiguradas desde entonces para ser emblema de Cruzada, no llegó a estas tierras con el morbo del crimen y el sadismo del atropello. No se llegó para hacer víctimas, sino para ofrecernos, en medio de las peores idolatrías, a la Víctima Inmolada, que desde el trono de la Cruz reina sobre los pueblos de este lado y del otro del océano temible.




jueves, 9 de julio de 2015

UN NUEVO CRONISTA DE INDIAS

Si al Tribuno Mundial de la Plebe le faltaba echar mano de algún otro tópico mendaz con el que acrecer su ascendiente sobre las turbas, la ocasión -previsible y nada calva- la tuvo en su excursión amerindia. No hace falta abundar en aquellas sus palabras que abonan la tan explotada dialéctica "indios buenos-españoles malos": las reproducen multitud de medios, con el regodeo de rigor en casos como éste, en que se alude a la presunta «conciencia de la falta de libertades, de estar siendo exprimidos y saqueados» como causal de la independencia de los países americanos hace doscientos años. Pero de Francisco sabemos algo de cierto, y es su desordenada afición a congraciarse con todos y cada cual mientras esto sirva a encaramarlo: se diría que ante cualquier auditorio -trátese de los indígenas americanos, de una delegación de la ONU, de los balseros de Lampedusa o de una asociación de banqueros israelitas, lo mismo da- él no hace sino oír de boca del mismo, a modo de anhelosa súplica, aquel versículo de Isaías (XXX, 10): loquimini nobis placentia, «habladnos de lo que nos gusta». Y se dispone a complacerlo sin perder oportunidad.

Algo de esta suprema elasticidad de principios tuvimos que reconocerle aquí, aquí y aquí, junto con la notoria predilección por el oficio del flautista-encantador que va engatusando incautos con sus sones. Recordamos haber leído en otro blogue una hipótesis sobre el mimetismo de su personalidad, debatiéndose siempre todos entre la clave plenamente intencional y zorruna de sus oscilaciones y la interpretación patológica de las mismas. Es posible que la una no contradiga a la otra, y que el recurso a la lisonja del oyente, movido por la inicial avidez de poder y gloria mundanos, acabe por connaturalizarse hasta el trastorno psíquico. Como tampoco cabe excluir la más que plausible eventualidad de estar actuando de común acuerdo con los lobbies que crean la opinión pública y orquestan el inmediato devenir político del mundo.

 Las Casas debiera escribir hoy una
«Brevísima relación de la destrucción de
la fe, no menos que de la verdad histórica»
Hecha abstracción de lo cual, y para sólo ceñirnos al tema «conquista e independencia de América», nos pareció oportuno y justo trascribir unas pocas líneas que replican victoriosamente el discurso denigratorio de Bergoglio. Son de Vicente Sierra (Así se hizo América, Dictio, Buenos Aires, 1977), y muy aptas para evidenciar en qué estriban las falencias del rupturismo histórico, tal como lo propició la facción liberal-iluminista que actuó detrás de la bicentenaria revolución cuyos mitos siguen siendo servidos en las escuelas -y ya incluso en los discursos papales. Lo que desconocen los historiadores más o menos aficionados y más o menos reos del actual clima espiritual de desarraigo, es que «es imposible considerar al hombre separado de la profundísima realidad histórica, y ésta se adentra en lo más hondo de la existencia, en sus mismos fundamentos, para revelar lo más auténtico de la realidad». Y que por indispensable que sea la heurística, la compilación de datos, en la conformación del juicio histórico, pues la historiografía necesita «del documento, de las fuentes, de los datos [...], quien sólo se atenga a ellos no verá nunca la verdad, esa verdad que debe vivir en el ser mismo del historiógrafo, mediante la cual se puede identificar íntimamente con los hechos del pasado por el nexo indisoluble de la tradición. Por muchos documentos que se pusieran en manos de un hindú para escribir la historia de la labor de España en el Nuevo Mundo, no se lograría que comprendiera el sentido espiritual de la misma». Es lo que ocurre cabalmente con un papa adscrito a las formas más rudimentarias y bastas del historicismo, cuyo veneno lo ha vuelto mental y emocionalmente ajeno a la institución que se le ha otorgado gobernar.

Aparte de faltar habitualmente a la verdad, el evolucionimo histórico incurre en frecuente inconsecuencia al abordar el capítulo americano. En efecto, ni aun reconociendo que la Conquista permitió a los aborígenes remontar un abismo cultural de tres mil o más años con el europeo (las culturas inferiores locales no habían superado el neolítico, y las superiores desconocían el uso del hierro), ni siquiera constando acabadamente la superioridad de las instituciones político-sociales a las que los naturales fueron integrados desde el mismo momento en que estas tierras pasaron a constituir Reinos incorporados a la Corona de Castilla, el juicio que todo esto suscita a sus adeptos no deja de ser paradójicamente negativo. Sigamos a Sierra: «el gran drama de la Conquista es que el indio carece de conciencia histórica; es un ser sumido en el destino, pero que no ha salido del estado de naturaleza. La dificultad con que tropieza el misionero es que el indio carece de nexos tradicionales que le permitan reconocer las tesis liberadoras que el evangelizador lleva consigo, y error de casi toda la historiografía americana es no haber medido la magnitud de esta circunstancia. No bastaba decir al indio: "tú eres libre; tu libre albedrío te permite realizar en eta vida tus fines terrenos y eternos"; el indio no podía entender ese lenguaje, porque el problema de la libertad no existía en él. Esas palabras expresaban un dinamismo histórico que no podía captar el indio, carente de conciencia histórica». Situación talmente reconocida por los capitanes de la Conquista como para suscitar pronto largas discusiones entre los juristas peninsulares acerca de los justos títulos de la misma: el hecho de que prevalecieran quienes sostenían el deber antes que el derecho de conquista expresa a suficiencia cuánto el acento estuvo puesto antes en el beneficio de los naturales que en el de la Corona o de los aventureros. De ahí también la absoluta extemporaneidad en el transponer la monserga libertaria de nuestros aciagos tiempos post-cristianos a los días previos a Colón. Las "ideas cristianas que se volvieron locas", ni locas ni cuerdas hubieran tenido cabida en las mientes de los súbditos de Moctezuma o de Atahualpa.

El acabose, o la cruz hecha de hoz y martillo,
regalo de Evo Morales a Francisco
Estas son, aplicadas al caso americano, algunas de entre las aporías del historicismo en el que han sido formadas, volens nolens, las cabezas de los últimos pontífices, y que en Francisco encuentra la más grosera y eruptiva de sus derivas. Frente al repudio hodierno de los imperialismos, puede comprobarse el voraz apetito imperial de los reyes aztecas e incas, por el que los pueblos que les estaban sometidos saludaron con entusiasmo la llegada de los españoles; frente al rechazo de la esclavitud, su rigurosa vigencia en toda la latitud del Nuevo Mundo; frente a la hoy tan clamoreada conciencia del derecho de los más débiles (mujeres y niños), ahí están la poligamia y los sacrificios de niños al dios Sol, no menos que costumbres terribles como aquellas que describe el jesuita padre Florián Paucke relativas a los indios mocovíes del Chaco: «cuando la mujer del indio ha dado a luz y el padre no puede detenerse en el lugar del alumbramiento, bien sea por carencia de alimentos o por un próximo largo viaje, ordena a su mujer de matar al niño, orden que ella observa puntualmente». Las costumbres del infiel todavía vigentes en la segunda mitad del siglo XIX, tal como las refiere el Martín Fierro, no dejan de asombrar por su inhumanidad. No hay nada que exaltar en aquel mundo sumergido en hoscas tinieblas, deseoso de una redención que al fin llegó, al menos mientras duró la impregnación católica de América.

«La primera ley de la historia es no atreverse a mentir, la segunda, no temer decir la verdad» es una conocida sentencia de León XIII que su lejano sucesor en nuestros días tiene acaso tan por indescifrable como el contenido mismo de su fe.

jueves, 2 de julio de 2015

APOCALYPSE NOW

Si los cristianos que vivan para asistir a la Parusía, por un especial privilegio, habrán de verse libres de las penas del purgatorio -ya que la venida en gloria del Señor será para el Juicio y la separación definitiva de «corderos» y «cabritos», sin mayor prolongación de las penas temporales, que sólo las eternas quedarán para el lote de los réprobos-, es admisible, por lo mismo, que las pruebas y penalidades por las que tendrán que pasar acá abajo antes de su reunión con Cristo serán especialmente arduas, tales como para remover de ellos ese reato que debiera pagarse en el lugar de la purificación. De πῦρ (pyr = «fuego», y también «fiebre elevada») se derivan «purificar» y «purgar»; de allí también «pira». Tal el purgatorio en vida, tal la hoguera que el Señor ha de encender en las almas de quienes lo esperen de veras, los corazones ardiendo por la instauración de esa justicia que el mundo desconoce y se complace en afrentar.

La misma fe constituirá entonces, en sí misma, una dolorosa prueba, y el confesar a Cristo sin tropiezos ni trampas será como un imán de infamias, causal de la muerte civil y de una proscripción sin atenuantes, porque quizás nunca como entonces vaya a verificarse la profecía de Simeón: «Éste será una bandera discutida» (Lc 2, 34), con una abrumadora mayoría de impugnadores en todos los cuatro puntos cardinales y una opinión pública prolijamente desafecta a las promesas de la Cruz.

Esto que expresamos en tiempo futuro casi como por un prurito estilístico -y así lo hicieron no por pruritos sino por razones cronológicas tantos autores eclesiásticos que abordaron el capítulo esjatológico desde el tiempo de los Apóstoles hasta ayer nomás- hoy ya goza de rigurosa actualidad, como que también la gran apostasía anunciada por el Apóstol se halla tan ante las retinas que no necesita demostrarse. El carácter desolador de la gran tribulación en ciernes ya nos había sido advertido a suficiencia: el padre entregará al hijo a la muerte y el hijo al padre. Porque ni siquiera cuentan ya, para salvaguarda de los fieles, los poderosos vínculos naturales -los mismos que, elevados por la gracia, pudieron subordinarse dócilmente al bien común sobrenatural durante aquel milenio que vio realizarse aquel orden social que llamamos cristiandad.

Tomando de ella un rasgo parcial de elevado valor simbólico, la modernidad podría definirse como aquel período en el que los judíos -esa minoría religiosa hostil a Cristo- salieron del ghetto para que ingresaran al mismo los cristianos, cada vez menos influyentes en los asuntos temporales, en contraste con el poder creciente de los del Talmud. Y aun por poco ni ghetto queda ya para los católicos, pues a causa de los rigores del asedio aquellos que salieron a firmar una tregua con los sitiadores nunca volvieron, una multitud desertó con ciega prisa, o bien las puertas de la espelunca fueron abiertas de par en par al enemigo. Hoy ser católico es ser un paria, y quizás como nunca antes la imitación de Cristo se cifra en aquel «no tener dónde posar la cabeza». La communio sanctorum se vuelve tanto más un artículo de fe cuanto deja de hacerse accesible a los sentidos, y contemplar el estado de la Iglesia para luego volver a afirmar sus cuatro notas, el credo «in unam sanctam catholicam et apostolicam...», obliga a adjuntarle al Símbolo un a modo de estrambote, un exabrupto a lo Tertuliano con gusto a sobrenatural porfía: «credo quia absurdum».

Patentes las nuevas circunstancias -digamos, "culturales"- resulta un horror indescifrable que la Iglesia que otrora supo oponerse a las glorias que el mundo antiguo podía ostentar como propias, la misma Iglesia que pudo refutar las ingeniosas calumnias de un orgulloso pagano como Celso, o que logró aguantar la embestida repaganizante de Juliano el Apóstata, capitule hoy ante un mundo semibárbaro y decrépito, cría bastarda de esa pelandusca llamada Revolución. ¿Cuál es el vigor que asiste a este enemigo hodierno como para que los cristianos deban adoptar medrosamente sus modismos y sus flacos paradigmas? Dotados de un lenguaje hoy irreconocible, aquellos obispos ecuatorianos de tiempos poco posteriores a García Moreno sabían señalar el tumor sin miramientos: «el liberalismo [...] forma una atmósfera infecta que envuelve por todas partes el mundo político y religioso [...] Falsea las ideas, corrompe los juicios, adultera las conciencias, debilita los caracteres, enciende las pasiones, somete a los  gobernantes, subleva a los gobernados y, no contento de apagar (si eso le fuera posible) la llama de la Revelación, se lanza inconsciente y audaz para apagar la luz de la razón natural» (Carta pastoral de los obispos del Ecuador a sus diocesanos, 15/7/1885. Citado por monseñor Marcel Lefebvre en «Le destronaron»). Muerto el perro, muerta la rabia: sin uso de razón no habrá fe, pues a ésta le faltarían sus preambula. 

La impotencia de la voluntad y la corrupción de la inteligencia, fruto de aquella siembra, ha llevado recientemente a afirmar que «entre un 90 y un 95 % de la población mundial no es capaz de pensar» (fuente aquí). Y aunque las nuevas camadas de científicos, obnubilados ante los pliegues y repliegues de la corteza cerebral, se caractericen por poseer lo contrario de la ciencia -que es el conocimiento de las cosas por sus causas, y éstas permanecen obstinadamente en la penumbra-, y aunque atribuyan la debacle racional-cognitiva a la escuela, sin especificar que de la escuela liberal se trata, la descripción fenoménica es del todo veraz, y hace más deplorable la defección de la inteligencia católica ante un oponente tan endeble. Porque la difusión del liberalismo tres o cuatro generaciones atrás produjo la estirpe humana que hoy campea: ludópatas, sexópatas, adictos a las drogas, cautivos del magnetismo de la pantalla ubicua (que ahora cabe en un bolsillo), giróvagos, flojos y militantes de izquierda. Antes de reinar por su vicario, Satanás se habrá esmerado en estupidizar a los hombres.

Esto que es pura debilidad vino inopinadamente a trocarse en fuerza a causa de la apostasía, que es el mayor de todos los males, al punto de otorgar acrecido ímpetu a los cadáveres si éstos osaran combatirnos. A no ser por la advertencia de La Salette, era todavía muy osado hacia mitad del pasado siglo predecir lo que Castellani puso en el Benjamín Benavides, ya sintetizado por el mismo en una copla de «La muerte de Martín Fierro»:

"Hacia aquí -me dijo un día-
(mirando a Roma me atristo)
volvió su faz Jesucristo
cuando iba a subir al cielo,
y es en este mismo suelo
que reinará el Anticristo".


Pero el Concilio adogmático; la misa amputada y semiprotestante; las nuevas doctrinas sobre libertad religiosa y "sana laicidad"; las oraciones interreligiosas convocadas por los mismos pontífices, con cesión de basílicas para ritos animistas; los pedidos públicos de perdón por las Cruzadas y la evangelización de América; la promoción constante de elementos heréticos a las sedes episcopales, a las universidades católicas, a los dicasterios romanos... todo esto que sesenta o setenta años atrás hubiera podido creerse digno de figurar en los planes de acción de una remozada Alta Vendita, hoy se ha visto con creces confirmado. ¿Quién iba a creer, verbigracia, que aquel célebre verso de Virgilio que recordaba al romano el mandato de regir a los pueblos, luego mejor explicitado y llevado a su plenitud de sentido en el imperio espiritual de los papas, viniera a rendirse al nuevo principio de la colegialidad por el que Roma se disuelve en el parlamentarismo moderno, cuando no acata servilmente los programas de la ONU, que suponen más que política, una religiosidad pervertida? ¿Quién iba a imaginar a una Jerarquía emasculada en bloque con la guillotina de la Revolución, cuyos sujetos trocaran la predicación del Evangelio por la de ese fetiche que llaman «diálogo»? ¿Y quién, por ebrio que estuviese, hubiera aventurado que, a medida que aumentara para los discípulos de Cristo el dramatismo ínsito en la profesión de la fe a causa del adensarse las tinieblas en torno de la escasa luz, los obispos, vejetes impudorosos, se mostrarían dando pasitos de baile en saraos masivos y el pontífice descubriría su tardía vocación de bufón, exhibiendo sus carcajadas con despreocupación digna del mármol?

Espanta notar con cuánto esmero corren a adoptar el papel del traidor y lo ajustado que les sienta el protagonismo esjatológico. Como monseñor Vicenzo Paglia, presidente nada menos que del Consejo Pontificio para la Familia, quien, interrogado sobre la presencia de yuntas de homosexuales en el venidero Encuentro Mundial de las Familias (Filadelfia, EEUU, 22 al 27 de setiembre), respondió como quien cuenta con ancho respaldo a sus bravatas: «estamos siguiendo el Instrumentum laboris del Sínodo al pie de la letra. Todos pueden venir, nadie está excluido. Y si alguien se siente excluido, dejaré los noventa y nueve corderos e iré a buscarlo». No se detienen ante nada estos malditos, ni siquiera ante la exposición sacrílega de las palabras de Cristo.

Notable resulta entonces, en este acelerarse de los tiempos y en esta muy presumible proximidad del desenlace, aquello que escribía Federico Mihura Seeber muy pocos meses antes de la renuncia de Benedicto XVI. Después de señalar cuánto el espíritu del Anticristo impregna visiblemente ya las costumbres y la legislación civil, no menos que el culto católico pervertido y cada vez más dirigido al hombre, lo único que faltaría es que ese espíritu "cuajara" en las dos Bestias retratadas en el capítulo XIII del Apocalipsis (entendiéndose por ambas dos personas individuales, que no dos "cuerpos sociales") debiendo aguardarse en primer término la manifestación de la Bestia de la Tierra, el pontífice de Satanás, como precursor de la otra Bestia, el emperador de todo el mundo. «Y ello porque el Anticristo mismo, para manifestarse como Supremo, debe hacer valer el principio de la arkhé, o de la primacía ostensible, que nuestra cultura política todavía rechaza, porque vigen aún en ella los principios del igualitarismo democrático. Y, en cambio, para su ministro religioso, no. Porque éste no necesita, para ejercer el poder, apelar a ninguna "superioridad". La hipocresía de los nuevos fariseos sabe algo de esto. Ya que los modos clericales en el ejercicio de la autoridad, amparados en el título de "servidores de los siervos de Dios", pueden acompañar, con modos untuosos y condescendientes, la más despiadada arbitrariedad en el gobierno de los feligreses y de sus pares» (El anticristo, Samizdat, Buenos Aires, 2012).

Capirote para el incógnito.
Ningún milagro
A lo que agrega (luego de reconocer que «en el ámbito de la Jerarquía católica [...] ya podría espigarse más de un candidato al cargo»), un muy lúcido pronóstico -veremos si corroborado o no al salir Ratzinger de escena, a cuyo respecto quede implícita la oportuna matización del juicio que sigue-: «esta Bestia Segunda tiene, pues, expedito el camino para su manifestación. ¿Será un obispo católico legítimo, como aventuran Castellani y Soloviev, un cardenal en funciones, o un nuevo Papa o Antipapa? No anticipo, por mi parte, nada. Pero, ¡atención al próximo Cónclave! Porque si del anterior surgió imprevistamente un papa refractario a la "línea general", y que supo retrasarla bastante, su elección fue, a mi entender, un milagro. Y no creo que se le pueda pedir al Espíritu Santo que repita el milagro».