martes, 30 de octubre de 2018

LA "DUALIDAD" DE NEWMAN, O LOS COMIENZOS DEL "REINO DIVIDIDO" (parte 2)


por Dardo Juan Calderón

EL ARGUMENTO DE JUSTIFICACIÓN

En Newman la conciencia no es como un triste contable de culpas. Él la sitúa en la creación: cuando Dios se hizo creador, puso la Ley de su Ser -que es Él mismo- en sus criaturas. La conciencia hace presente la verdad y es liberadora, es la mensajera de Dios. “Los católicos no somos esclavos, ni siquiera del Papa”, afirma Newman. Pero para Newman, ese carácter tan positivo no implica que debamos despreciar la voz del Papa, aunque destaca “la obediencia debida a la voz divina que habla en nosotros” en primer lugar.

“¿Sería un traidor un católico inglés en caso de un dilema entre seguir al Papa o a su conciencia?”, pregunta equiparando conciencia a país, y si bien nos fijamos, esta equiparación es bien del gusto liberal, supone un país que es una sumatoria de conciencias individuales. Y pone el ejemplo de los diputados católicos ingleses que se conjuraron para no admitir un rey de dinastía católica de otro país (a los que el Papa Pio IX les ordenó romper el juramento).

Aquella gran confianza en la bondad de Dios le llevó a la sorprendente conclusión, que tanto llamó la atención a la opinión pública inglesa, de que el católico ha de seguir a la conciencia antes que al Papa, y con ello eludió el intento masón de borrarlos del mapa. Un héroe en toda la línea, un héroe de una guerra real con consecuencias concretas y evaluables, un héroe cuya arma había sido la literatura y en eso podría haber quedado.

Pero excediendo la coyuntura, el actual Catecismo de la Iglesia Católica, para definir la conciencia utiliza y cita esta Carta al Duque de Norfolk: “La conciencia es la mensajera… La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo” (C.I.C. 1778). ¿Ante quién debía enfrentarse esta conciencia vicaria? ¿Ante el mismo Vicario? ¿Lo planteaban los propios Vicarios?

La cuestión es que tres años después de esta controversia, en 1879, el Padre Newman fue nombrado Cardenal por el Papa León XIII, era el indicado para la política de Ralliement en Inglaterra dado este acierto político que tuvo, siendo además, un hombre de confianza en Roma.

Pero Newman había salido de una encrucijada política salvando la cabeza –las propiedades y la posición- de los suyos, y había hecho literatura polémica, cuando el alemán hacía con ello neoteología.

Hay que tener en cuenta –como dijimos- que era inconcebible para un inglés –católico o no- enfrentar el “orden establecido”, y había que darles una salida. “El hombre de estirpe, con la revolución, únicamente arriesga su cabeza. El pequeño burgués lo perdería todo, él depende por entero del orden establecido, Orden Establecido que ama como a sí mismo, pues es su establecimiento” (Otra vez Bernanos, ¿se entiende por qué se vota a Macri?)

¿Daba pie Newman para esta pirueta? Miremos esta hermosa frase: “Siento a aquel Dios dentro de mi corazón. Me siento en su presencia. Él me dice: haz esto, no hagas aquello. Podéis decirme que esta prescripción es solo una ley de mi naturaleza, como lo son el alegrarse o el entristecerse. No logro entenderlo. No, es el eco de una persona que me habla. Nada me convencerá de que al final no provenga de una persona externa a mí. Ella lleva consigo la prueba de su origen divino. Mi naturaleza experimenta hacia eso un sentimiento como hacia una persona. Cuando le obedezco me siento satisfecho, cuando desobedezco me siento afligido, como lo que siento cuando vuelvo contento u ofendo a un amigo venerado[ …] El eco implica una voz, la voz remite a una persona que habla. A esa persona que habla, yo la amo y la temo” [negritas mías]. La voz está dentro de mí, pero es externa; es mi persona, pero es otra persona; unos entenderán que dice expresamente que no viene de Roma, que es anterior a ella, pero luego vendrán frases más ortodoxas que pondrán, en una especie de exabruptos literarios, las cosas en el cauce tradicional y magisterial.

Comentando esta frase, junto a aquella otra del Cardenal sobre que no le dejaban tranquilo las “pruebas” de la existencia de Dios del duro tomismo, prefiriendo su propia prueba en la “experiencia de la conciencia”, dice un autor: “Este pasaje muy denso resume todo el recorrido de la afirmación –a partir de la conciencia de sí mismo y del sentido moral- del Dios personal y no de una mera ley o “something” de manera que podemos sintetizar toda la fenomenología realista de Newman así: cogito ergo sum e coscientiam habeo, ergo Deus est”.(Rober Cheaib, Itinerarium cordis in Deum. Prospettive pre-logiche e meta-logiche per una mistagogia verso la fede alla luce di V. E. Frankl, M. Blondel e J. H. Newman, Editorial Cittadella, Asís 2012.). Y nadie podrá decirme que el buen Rober está traicionando al autor.

Un señor Crosby escribe un largo ensayo para demostrar que el personalismo nace en Newman, Maritain luego lo expresa en toda su dimensión y Wojtyla lo hace doctrina magistral (este estaba en la URSS, equiparable a la Inglaterra masona, aunque algunos no noten el parecido por la diferencia de los modales rusos con los ingleses). Benedicto XVI, con un poco más de conciencia del cambio teológico y no solamente político, pretende salvar la pura subjetividad: “La concepción que Newman tiene de la conciencia es diametralmente opuesta (al puro subjetivismo). Para él “conciencia” significa la capacidad de verdad del hombre: la capacidad de reconocer en los ámbitos decisivos de su existencia —religión y moral— una verdad, “la” verdad. La conciencia, la capacidad del hombre para reconocer la verdad, le impone al mismo tiempo el deber de encaminarse hacia la verdad, de buscarla y de someterse a ella allí donde la encuentre. Conciencia es capacidad de verdad y obediencia en relación con la verdad, que se muestra al hombre que busca con corazón abierto. El camino de las conversiones de Newman es un camino de la conciencia, no un camino de la subjetividad que se afirma, sino, por el contrario, de la obediencia a la verdad que paso a paso se le abría». ¿Se le abría? ¿En dónde? ¿En la Iglesia y su Magisterio? ¿O dentro suyo? ¿O dónde diantres? Y caemos en el círculo vicioso de la inmanencia que quiere escapar de sí misma y se muerde la cola, típico del alemán y de los teólogos protestantes.

Un siglo después de la controversia, esta obra de Newman seguía siendo de interés, pero no ya por un problema político en Inglaterra sino por un problema teológico en la Iglesia, que no quería entenderse tal cual se la venía entendiendo hasta ese momento. Un cardenal alemán dio una conferencia acerca de “Newman y la conciencia” en Dallas en 1978. El apellido del cardenal era Ratzinger. La Providencia había decidido que tendrían ambos cardenales una cita en esa ciudad de Birmingham. No sólo eso, la Providencia había decidido que el alemán iría en representación de toda la Iglesia y sentaría en nombre del inglés la primacía de la conciencia sobre la autoridad del magisterio, conciencia que se formaba en el misterio de la inmanencia y lanzaba al hombre hacia la trascendencia, pirueta que -como decía Rubén Calderón Bouchet– hacía recordar a aquel actor cómico –Buster Keaton- que se levantaba del piso tirándose de sus orejas.

No fue Newman ajeno al planteo de salir de la inmanencia en su concepto de conciencia, y entonces la duplicó y le dio a la Iglesia una cierta injerencia en ella, en una segunda fase de ella, ya no como “formadora”, sino como “correctora”. Escuchemos un poco: «En cuanto a la conciencia, para el hombre existen dos modalidades de seguirla. En la primera, la conciencia forma sólo una especie de intuición hacia lo que es oportuno, una tendencia que nos recomienda una cosa u otra. En la segunda, es el eco de la voz de Dios. Todo depende de esta diferencia. La primera vía no es la de la fe; la segunda lo es»

«La norma y la medida del deber no es la utilidad, ni la conveniencia, ni la felicidad del mayor número de personas, ni la razón de Estado, ni la oportunidad, ni el orden o el pulchrum. La conciencia no es un egoísmo clarividente, ni el deseo de ser coherentes con uno mismo, sino la mensajera de Aquel que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, nos habla tras un velo y nos amaestra y nos gobierna por medio de sus representantes. La conciencia es el “originario vicario de Cristo”, profética en sus palabras, soberana en su perentoriedad, sacerdotal en sus bendiciones y en sus anatemas; y si alguna vez decayera en la Iglesia el eterno sacerdocio, en la conciencia permanecería el principio sacerdotal y ella tendría su dominio». … «Llegué a la conclusión de que, en una verdadera filosofía, no había solución intermedia entre el ateísmo y el catolicismo, y que un espíritu plenamente coherente, en las circunstancias en que se halla aquí abajo, debe abrazar o el uno o el otro. Y estoy sin embargo convencido de esto: yo soy católico en virtud de mi fe en Dios; y si se me pregunta por qué creo en Dios, respondo: porque creo en mí mismo. Encuentro, en efecto, imposible creer en mi propia existencia (y de este hecho estoy perfectamente seguro) sin creer también en la existencia de Quien vive en mi conciencia como un Ser Personal, que todo ve, todo juzga»… Y luego, aquí entra la Iglesia y el magisterio, Dios no se ha revelado al mundo como un hecho histórico (aunque también), sino principalmente como una experiencia de la conciencia, y la Iglesia no es el Testigo y Guardián de una Revelación de Ese Dios que nos habló a través de boca de hombres, sino el custodio de la conciencia que ha recibido su presencia: «… el sentimiento de lo justo y de lo injusto, que en la religión es el primer elemento, es tan delicado, tan irregular, tan fácil de confundirse, de oscurecerse, pervertirse, tan sutil en sus métodos de razonamiento, tan maleable desde la educación, tan influenciado por el orgullo y las pasiones, tan inestable en su curso que, en la lucha por la existencia, entre los múltiples ejercicios y triunfos de la mente humana, este sentimiento al mismo tiempo es el mayor y el más oscuro de los maestros; y la Iglesia, el Papa, la jerarquía constituyen, en la Providencia divina, la respuesta a una necesidad urgente».

Otro autor nos dice, y en ello tampoco podemos acusar traición en la interpretación: “Newman siempre afirmó plenamente la dignidad de la conciencia subjetiva, sin desviarse jamás de la verdad objetiva. Él no diría: conciencia sí — Dios o fe o Iglesia no; sino más bien: conciencia sí — y precisamente por eso Dios y fe e Iglesia sí. La conciencia es la abogada de la verdad en nuestro corazón; es «el originario vicario de Cristo»”. (ERMANN GEISSLER).

Sin forzamiento vemos a los modernistas encontrar en los pensamientos de Newman todas las notas que hacen a su ambigua –pero herética– doctrina, de hecho fueron sus cultores Loisy (en la cabecera de su lecho de muerte estaba un retrato de Newman), Tyrrel, Von Huegen, Guitton. Pablo VI dijo que la posteridad se daría cuenta un día de que el Concilio Vaticano II se inspiraba en él. También podríamos pasar días citando frases enteramente ortodoxas, aunque como antes dije ya no en tono literario, sino como un exabrupto de estilo, como esa especie de frenada que solemos hacer los creyentes cuando la imaginación se nos vuelve loca. Uno podría decir “no entiendo la monogamia, me es más dulce la poligamia, pero acepto esforzado lo que me dice el Magisterio de la Iglesia y a ello me atengo con toda mi voluntad”. Y eso es muy notable en Newman, converso al fin, pero converso malgré lui. Y así como hubo denuncias a Roma (a San Pio X) desde sus pares y contemporáneos por el peligro de sus doctrinas (Mons. O Dwyer, Obispo de Limerick), San Pio X lo defiende en una carta en que decía algo así como (estaba en latín y no la encuentro): “… a pesar de ciertas incoherencias no se puede dudar de su fe”. Y yo me cuadro -a pesar de que todo me grita para dudarlo-: si el Santo lo dice lo acepto con la misma voluntad que Newman aceptó el Syllabus.

¿Esconden esta aceptación de la ortodoxia los modernistas? No, en general tampoco lo hacen, sino que festejan la “dualidad” de Newman (lo señala especialmente Crosby) como una nota de la angustia existencialista. Y aunque -muy de soslayo- otros dejan entrever que eran declaraciones mechadas para evitar una condena y a las cuales echar mano en caso de una inquisición ante las acusaciones de sus pares, a las que por tanto no hay que tener en cuenta, y esta sospecha la fundan en el cambio de estilo cuando el autor recurre a ellas.

Newman venía de una religión liberal, y se había convertido de verdad, se aferraba al magisterio con crispadas manos de católico recién llegado (un magisterio que en su época condenaba el liberalismo de una manera rotunda y clara y él lo acataba), pero seguía respirando por los poros su formación y el espíritu de su patria que le surgían en cuanto literato. Esa dualidad, que él mismo experimenta y que lleva al movimiento de Oxford al catolicismo, y que son sus “dos conciencias”, la que busca el bien carnal, aún óptimo, y aquella conciencia de la “verdad”, llena de escoria, que necesita de la disciplina de la Iglesia para enderezarse y corregirse. Y en su caso es así, sin duda, lo necesita porque no ha podido “formarse” en Ella, ni conformarse del todo a ella. Para él la Iglesia es una dura y necesaria vara a la que atarse para guiar el retorcido -aunque noble- árbol de nuestra personalidad. Pero no vemos esa idea serenamente católica de que sea la Iglesia el Árbol mismo del que somos brotes y de cuya savia nos alimentamos.

Concluyamos por ahora: no se hace teología desde fuera de la Iglesia y su Magisterio. No se hace con De Maistre y su rémora dialéctica y martiniana -su pasado francmasón- que prevé la regeneración histórica después de la punición revolucionaria con un cierto perfume milenarista (Mr. Delassus cae un poco en esta tentación por admiración al personaje ¡si viera hoy el Vaticano un siglo después, en el que suponía una restauración! Y en este sueño entran la TFP y Roberto De Mattei). Tampoco con Blanc de Saint Bonnet y su pasado sansimoniano. No se hace con Maurrás ni con Péguy a causa de sus antecedentes, ni se hace con muchos otros de nuestros héroes contrarrevolucionarios. Con ellos se hace política, historia o literatura. (He leído a muchos hablar de Lefebvre “maurrasiano” cuando el propio Obispo –reconociendo los aciertos del francés- confesó no haber leído ni una sola de sus obras. La doctrina del buen Monseñor era Magisterio de la Iglesia y Maurrás estaba viniendo a él. Esa era toda la coincidencia). No se hace teología con Newman.

Nos dice Louis Medler, en su obra sobre Mons. Delassus, que “estos autores, en los que la evolución (hacia el catolicismo) dura toda la vida, ameritan ser estudiados, pero no pueden ser considerados verdaderos maestros, pues para el maestro se exige una estabilidad en la verdad que permita al discípulo estudiar con plena confianza”, y esa estabilidad se logra en el seno de la Iglesia Católica, en su Magisterio que logra su máxima expresión en la teología de Santo Tomás.

Pero claro, estos maestros tienen la antipática costumbre de tener siempre razón y dejan de presentar esos “aspectos humanos”, tan simpáticos a nosotros, en los que encontramos parecidos amores y rencores, vicios y virtudes, y nos encariñamos con sus “estilos”. Y tienen razón aquellos no por tenerla por ellos mismos, pues ni siquiera esos “Padres de la Iglesia” que tanto admiró Newman y en donde encontró su conversión al catolicismo –y allí se quedó lamentablemente- son infalibles tomados separadamente de todo el curso del Magisterio (como en su seguimiento muchos quieren creer hoy). Cercanos a nosotros son maestros un Cardenal Pie, un Pio X, un Mons. Lefebvre, un Mr. de Castro Mayer en Brasil y hasta pongo en esta serie a un Meinvielle en Argentina (con mínimas prevenciones). Aquellos otros, especialistas del enemigo, denunciantes de las maquinaciones sectarias, combatientes directos contra la conjura, publicistas y polemistas que resistieron el asalto, y hasta víctimas de la confusión; merecen nuestro amor, gratitud, comprensión, nuestras oraciones y nuestro trato. Porque como bien decía Bernanos, para entender nuestro tiempo que se cocinó en pasadas batallas, no es útil hablar con los vivos, sino con los muertos.

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Excursus: Newman es tan amado y nos viene de perillas a los que vivimos parecidas coyunturas. En realidad, no queremos reconocer que desde hace más de un siglo la única y verdadera manera de ser católico es alguna especie de martirio, es estar en combate –o por lo menos no colaborar– con la Bestia que rige al mundo desde una política atea, laica y anticristiana. Es estar contra el Orden Establecido y dispuesto a perderlo todo. Y Newman, ese buen director espiritual, le había buscado la forma para no exigirnos más de lo poco que cada vez estamos menos dispuestos a dar.

El argumento justificable de esta miserable manera de ser católicos, de no haber perdido todo en La Vendée, de no haber muerto en el México Cristero, de no haber sido masacrado en la España del siglo pasado, de no haber quedado relegado a la soledad y el desprecio como Calmel y como tantos otros buenos curas, de no haber sido Genta ni Sacheri, no puede ser un argumento “elegante”. El más potable sería una noble pobreza y desprendimiento, un retiro sacrificial, pero el que nos queda más ajustado es simplemente que somos “miserables” y con ello ir de mala gana, como el Cireneo, de rodillas ante la Cruz.

Newman supo dar a esta condición una artificial pátina de avejentamiento y estuco, que no tradición y gloria, y a ella se aferran desesperados los católicos de nuestro tiempo haciendo de una salida oportuna y vergonzosa, una loable forma de vida.    
       

sábado, 27 de octubre de 2018

LA "DUALIDAD" DE NEWMAN, O LOS COMIENZOS DEL "REINO DIVIDIDO" (parte 1)

por Dardo Juan Calderón
LA ANÉCDOTA DISPARADORA

Plantea la figura de Newman un acuciante acertijo ¿Quién fue? desde el punto de vista doctrinario y aun del personal. Defendido y tironeado desde derechas e izquierdas, desde el modernismo que lo tiene por Padre del Concilio Vaticano II y desde el tradicionalismo que, aun sin llegar a la devoción, en su mayoría lo considera “uno de ellos”; y aún desde (y disculpen si son susceptibles) las organizaciones homosexuales que lo consideran el santo patrono de la clerecía homosexual.

Han sido su obra y su personalidad fuente de las más variadas y contradictorias interpretaciones, y todos reclamando su bendición sin que existan casi voces críticas. Todo en un siglo feroz, de combates armados, de persecuciones y mucho más de combates intelectuales, de enormes contrastes, en el que este hombre había declarado su motivación por un encuentro de lo religioso con lo moderno y sin negar el Syllabus, ¿lo había logrado? ¿Daba la clave de la síntesis? ¿Era esta clave La Persona y su Conciencia?

Una primera observación puede ser el preguntarnos ¿por qué cada uno lo quiere en su bando? ¿Por qué es una “figura”?; y una segunda es si uno de estos bandos lo falsifica para llevar agua a su molino, para tener a esta “figura” estelar y mundial de su lado. ¿Quién lo ha traicionado?

Intentemos contestarnos algo de lo planteado comenzando en ¿por qué es una figura tan importante? Asunto que apenas si esbozaré en un intento intuitivo y concluiré al final, pero que parte del hecho de que él mismo reconocía que no era un teólogo, era un literato, y sin embargo es sobre este primer punto que terminó cobrando importancia.

Se daba en aquel tiempo – segunda mitad del XIX hasta principios del XX- un asunto de lo más curioso que hay que saber sopesar: la política era moderna, revolucionaria en toda la línea, anticatólica furiosa. Pero los grandes pensadores, los literatos y los ensayistas eran modernos - antimodernos. ¿Cómo es esto? La forma de ser moderno y de pensar lo moderno era “una crítica a lo moderno”, era un “sufrir” el propio siglo, un “dégoût” por una época que debía ser superada, hacia adelante por izquierda o hacia atrás por derecha; o por lo menos que ameritaba una “reacción” contraria. Pensemos en los primeros, Chateubriand, De Maistre, De Bonald –quizá antes Lacordaire- Nietszche, Balzac, Burke, luego Baudelaire, Proust, Barbey, Renán, Bloy, Péguy, y en muchos otros que sería largo nombrar, pero que son toda la producción valorable de aquellos años. Los grandes modernos vituperadores de lo moderno. Contrarrevolucionarios por asco a la revolución lacaya. Sostenedores de una aristocracia de la Inteligencia. Contrarios a Las Luces (el Fanal Oscuro de Baudelaire). Pesimistas resignados a la decadencia, pero creyentes que la punición del siglo suponía una necesaria regeneración. Creyentes del pecado original contra la baba roussoniana. Buscadores de lo sublime. Dandis cultivadores del “estilo” y con pasión por la lengua.

Una de las reacciones de estos pensadores era la fuga de lo político, un alejamiento de esa acción concreta que estaba ocupada por una plebeya ralea -abajada e inmunda- que de los tres gritos de la revolución había enarbolado solamente la IGUALDAD; ese rencor envidioso que impide toda libertad y toda fraternidad.

El campo de acción de estos pensadores era la literatura (después de ellos no se produjo en ese campo casi nada que fuera digno de llamarse como tal): acostumbraron al público a leer literatura y buscar en ella toda la cultura, todo el saber, aún la reflexión filosófica y teológica, dejando para siempre las grandes obras de trabajo y estudio.

Como dijimos, ser modernos era ser antimodernos, pues ser simplemente moderno era ser un burgués avaro e imbécil o un camandulero de la más baja política. Se podía ser monárquico o republicano, pero siempre había en ello un sentido de aristocracia que les impedía sopar el pan en la misma ensaladera que los inmundos hombres de su tiempo (hoy, todos comiendo en la misma pelela). Ser sólo moderno era una enfermedad del espíritu, era la total ausencia del mismo (esto duró hasta la aparición de los fascismos, en que los contrarrevolucionarios de pronto debían arremangarse y jugarse un bando). Luego de la derrota del eje los literatos se deciden a ser “modernos- modernos” sin más, dicen que con Milán Kundera se inaugura esta toma de conciencia (él entiende hacerle caso en esto a Rimbaud que lo había propuesto, pero ¡como una sátira, como un colmo! y lo tomó en serio) en la que los literatos entran a la letrina hasta los cuellos, se hacen pornógrafos y les venden a la burguesía bocanadas de vómitos verdes eximiéndolos de la culpa, lugar y negocio que ocupará una izquierda llorona y las ONG filantrópicas gerenciadas por profesionales de la conciencia pública. Pero volvamos.

Newman era un moderno antimoderno y era un excelente literato, era un espíritu aristocrático de profusa cultura y a su manera era un dandi. En suma era uno de esos héroes de su tiempo. Su reclamo era –siendo protestante y luego católico- por la enorme superficialidad de lo religioso entre la feligresía burguesa -aún los mejores-, que era la misma queja que otros hacían por lo político, lo cultural y aun lo existencial. Actitud que lejos de quitarles auditorio se los ampliaba, porque el burgués siempre ha sido un gran consumidor de insultos y reproches; siempre le agradó que hablaran mal de su superficialidad, de su conformismo, de su comodidad, de su derrotismo, de su intemperancia, de su lujuria y de su avaricia. Entre sus costumbres consumistas siempre le ha gustado pagar una “conciencia” externa que pueda ser apagada con una perilla una vez vuelto a su vida diaria. Lo ha hecho por derecha en aquellos tiempos, con buenos autores y por izquierda más adelante, con baladistas rezongones; pero siempre enjugó sus lágrimas, puso unos pesos a la revolución y a la contrarrevolución y volvió a sus cojines, a sus oficinas, a sus cuentas y al lecho de su mujercita demi–mondaine; a tratar sus negocios con esos políticos plebeyos llenos de astucias rentadas, pues, después de todo, toda la gente necesitaba de su dinero. En especial los curas que les prodigaban cultísimos sermones llenos de reclamos contra sus modos de vida, por derecha primero, por izquierda después, hasta que estos curas entendieron a Kundera, dejaron de sermonear y saltaron a la pileta orgiástica de la burguesía volviéndose putos.

El burgués necesita para disfrutar de sus bienes una cuota de remordimiento, es la pátina que le da realce a la buena vida como el verdín que avejenta y a la vez decora una buena mansión de reciente construcción (sólo los jacobinos carecen de esa necesidad), hasta consumían a Bloy que les escupía en la cara desde la miseria de “una mujer pobre”.

Bien; Newman estaba de moda en un mundo burgués -en el más burgués de los mundos- y sus encantadores sermones aportaban el necesario autoflagelamiento de una clase que cultivaba la nostalgia culta en los week-ends y lo consumían con fruición. Cosa que no le ocurría a los antipáticos integristas al estilo de un Monseñor Delassus; la inteligencia real estaba encerrada en el Vaticano y en el Magisterio y era pura y dura. Guardando las distancias y los tiempos -para que se entienda- hay burgueses que han leído a Castellani, pero ninguno a Meinvielle. ¡¡Ahhh la literatura!! Nadie quiere un diagnóstico frio, sino un sermón emotivo que lo deje a uno al borde del cambio de vida por unos minutos, que te haga sentir redimible para el cielo o para el mañana revolucionario, y bien culpable y orondo de tener la billetera llena. El frio diagnóstico del teólogo que ni te dora la píldora ni pierde el tiempo en correctivos inútiles, no vende. Este te hace saber que serás la misma mierda el domingo que la que eres de lunes a sábado.

Frente a todos estos señores estaba ocurriendo un hecho histórico enorme, no digo como el advenimiento de Cristo, pero sí como la cristianización del mundo, y era “la descristianización del mundo”. Y esto solo desasosegaba a unos pocos curas, que si lograban inquietar al burgués con el asunto de que no se podía servir a Dios y al Dinero, este corría “hacia su director espiritual, quien apaciblemente le contesta, en base a la opinión de un sinnúmero de casuistas, que dicho consejo está dirigido sólo a los perfectos y que, por consiguiente, no debe perturbar la paz de los propietarios” (Bernanos). De alguna manera Newman vino a ser para varias generaciones este buen director espiritual, como veremos.

Para mejor, estaba en la capital de la burguesía más culta y rica de Europa (ya chafalonía cultural y piratería de buenos modos) y desde cuyas oficinas de Scotland Yard se comandaba el ataque masón más encarnizado de la historia contra el catolicismo, al punto que se creía a éste definitivamente derrotado. En Francia los francmasones en el poder condenaban las órdenes monásticas y las echaban del País. Los Gambetta –“¡el clericalismo es el enemigo!”-, los Waldeck Rousseau y luego los Viviani –“¡el catolicismo es el enemigo!” ya sin vueltas- declaraban abiertamente que era la batalla final contra el catolicismo y la Iglesia.

El político liberal inglés William Gladstone publicó en octubre de 1874 un comentario en el diario Contemporary Review en el que acusaba a los católicos ingleses de no ser buenos ciudadanos británicos, al preferir obedecer al Papa antes que a la Corona británica y, por tanto, eran sospechosos de traicionar a su país. El asunto no era una simple opinión periodística, era el inicio de un golpe fatal. El católico Duque de Norfolk solicitó a John H. Newman, que no había sido todavía nombrado cardenal, que interviniera en el debate. Newman contestó con una carta que lo hizo famoso y en donde encontramos aquella frase que ha hecho correr ríos de tinta “En caso de verme obligado a hacer un brindis después de una comida –cosa muy improbable-, beberé “¡por el Papa!, con mucho gusto”, pero primero “¡por la conciencia!”, después “¡por el Papa!”.

Gladstone había topado con un hombre de pequeña envergadura, pero una de las plumas más brillantes de su tiempo: John H. Newman, quien con ese brindis por la conciencia antes que por el Papa, dejó encantados a los católicos ingleses con la salida, los que a partir de ello podían tener dos Señores. Y también calmó sus conciencias, pues la frase –si bien se entendía- era reversible; brindaba así mismo por su conciencia antes que por la Británica Corona, como lo venían haciendo los ingleses católicos desde Tomás Moro. El asunto es que la conciencia ahora estaba antes que los dos y la fórmula pagó el esfuerzo del Duque que podía ser un buen súbdito de la corona británica y a la vez ser católico, cosa que había puesto en grave duda Santo Tomás Moro y en ello le había ido la cabeza. No crean que no era seria la coyuntura, ya no se usaba cortar cabezas pero el peligro era más que mortal: era la pobreza.

Dejo para otros la consideración de si esta cosa es posible, eso de ser fiel a la Corona –cabeza religiosa y política- y al Papa de Roma a la misma vez. Pero lo que importa es que antes que la Corona y antes que la Iglesia, está la Persona y su Conciencia. Muy inglés y muy oportuno. Otro cantar será saber qué cornos entendía por conciencia.

Newman no quiso, muy probablemente, fundar con esto el “personalismo”, sino salvar la ropa (propiedades, privilegios y prebendas que tenían en el Orden Establecido y a las que una masonería rabiosa y victoriosa querían echar mano) del Duque y otros católicos, pero mal que le pese, lo hizo. Y así lo han entendido muchos; entre ellos el Papa Benedicto XVI que dijo: “La doctrina de Newman sobre la conciencia se volvió para nosotros el fundamento de aquel personalismo teológico, que nos atrajo a todos con su encanto. La imagen del hombre, así como nuestra concepción de la Iglesia fueron marcadas por este punto de partida... por lo cual fue un hecho liberador y esencial saber que “el nosotros” de la iglesia no se fundaba sobre la eliminación de la conciencia si no que podía desarrollarse solamente a partir de la conciencia”.

Es decir que una clave que servía para poder seguir existiendo como “alguien” en una Nación no católica, en la que la Corona los ponía en la encrucijada de apostatar o empobrecerse y ser socialmente relegados, pasaba a ser la forma de “estarse dentro de la Iglesia”. Si Newman hubiera sido más valiente debería haber brindado por la Corona, pero antes por su conciencia (como Moro) diciendo que su conciencia estaba formada por la Iglesia Católica a través de su Magisterio -y la cosa no hubiera tenido derivas fuera de Inglaterra-, pero el Duque le hubiera dado de palos porque sabía el final de esa historia. Y la cuestión fue en cómo armar o conformar esta conciencia “antes” o “previamente” a la Iglesia, que los católicos ingleses ya habían usado el argumento contra la Corona pero ahora debían usarlo frente a la Iglesia.

Tema que de alguna manera no es muy distinto al del Ralliement de León XIII: ¿cómo existir políticamente en las repúblicas laicas, masonas, ateas? (que estaban dando una dura apaleadera al catolicismo). Pero este último no lo llevó a la Iglesia, lo dejó en política y no como principio –que en ello mantuvo la doctrina correcta- sino como estrategia diplomática de supervivencia y hasta de posterior intento de copamiento del poder (que no resultó eficaz en ninguna de las dos maneras). Recuerden el tema “punición y regeneración” en el que se confiaban los contrarrevolucionarios.

martes, 23 de octubre de 2018

CARNICEROS - EL HILO ROJO QUE UNE SODOMÍA Y HEREJÍA EN LA SECTA CONCILIAR

por Cesare Baronio
(traducción por F.I.)
-original italiano disponible aquí-


Hace unos años, un cofrade me contó un episodio desconcertante, según el cual un Oficial de Curia notoriamente homosexual había sido sometido a exorcismos porque se había hecho la costumbre, durante sus inmundos festines, de blasfemar el nombre de Dios, lo que había dado lugar a fenómenos de posesión diabólica. El impío monseñor murió poco después de una enfermedad incurable, llorado por sus socios. En aquel tiempo los maricas del Vaticano todavía se movían con cautela, no porque no fueran numerosos, sino porque reinaba aquel tácito acuerdo que en el ejército norteamericano se resume en el adagio Don't ask, don't tell, o sea «no preguntes, no digas». Aunque muchos supieran quién tenía ese penchant y quién no. Monseñores que salían de noche de civil desde Letrán, vistiendo jeans y chaqueta de cuero, y que al día siguiente flanqueaban al Santo Padre en los Pontificales. Sacerdotes que se alejaban de la casa parroquial para darse una vuelta por las aguas termales. Estudiantes de Ateneos Pontificios que iban a pasear a la Villa Giulia. Seminaristas abocados a un dudoso apostolado vespertino en Monte Caprino. Era la generación del Concilio, que a la sotana prefería los vestidos firmados y las gafas de sol. Vanidosos y fatuos, inclinados a la risita histérica y a apostrofarse con pronombres y apodos femeninos, pero siempre precavidos, porque en el solio se sentaba el viril Wojtyla. El cual estaba tan ocupado en propagar el ecumenismo de Asís para no darse cuenta de que a su lado había personajes conocidos con el nombre de batalla de Jessica.

A los vicios, entonces, los llamaban viciecillos, como si el diminutivo pudiera hacer menos reprensible la conducta de quienes los practicaban. Y era un viciecillo quizás también aquel del nunca suficientemente execrado Montini, con sus maneras de calvinista y su pasado ambrosiano que muchos nunca quisieron profundizar, y que sin embargo le merecieron acusaciones ni siquiera demasiado veladas. Cierto es que en ese pontificado -y en el mosaico de Prelados que entonces subieron a los niveles más altos de la Jerarquía- pesa aún hoy, incluso hoy más que ayer, la sombra siniestra del chantaje, al punto de sugerir que muchas decisiones de aquel entonces sólo encontraron justificación en el terror de que algún titiritero pudiera decidir filtrar escabrosos detalles a cuenta del sodomita de Concesio. El cual, no por casualidad, en pocos días será elevado a los honores de los altares en reconocimiento a su contribución a la obra de devastación de la Iglesia y como devoto homenaje de sus beneficiados [N.: este artículo fue escrito y publicado pocos días antes de la canonización de Paulo VI].

Fue al final del papado wojtyliano que los inmundos secuaces de Sodoma encontraron coraje para cerrar filas, reuniendo a su alrededor a un grupo de celadores del templo de naturaleza afín, de modo que pudiéramos ver al pobre Papa polaco engalanado con vestiduras circenses, u obligado a asistir a grotescas performances de saltimbanquis semidesnudos coram Pontifice y de salvajes en utilería adamítica coram Sanctissimo. El autor de aquellos estragos aún hoy se ceba en los Sacros Palacios,  con su séquito de pedigüeños que el tiempo ha transformado de náyades en clergyman en viejos rencorosos. Pero mientras Juan Pablo II se iba extinguiendo, en el Vaticano la falange sodomítica levantaba la cabeza, no sin escándalos y escandaletes al borde del ridículo: hélo aún al secretario del Eminentísimo, para los íntimos Carmen, pescado in fraganti en los retretes de Termini y apresuradamente despachado in partibus, el clérigo que se prostituye en San Pedro molestando a los turistas, el cura en el cine porno, el fraile asesinado en los jardines por un prostituto, etc.

El advenimiento de Benedicto XVI trastornó los planes de la secta uraniana, que vio en el atildado pontífice alemán una intolerable afrenta al trabajo realizado bajo el antecesor. Ver brillar en la cabeza del anciano la mitra de Pío IX iba más allá de lo que se podía soportar; para no hablar de la muceta invernal en terciopelo rojo con pelo de conejo, los zapatos rojos, el trono dorado que algún previsor había hecho desaparecer en un sótano cuando todavía Montini se sentaba en el solio. No tuve el inmenso placer de escuchar los gritos desgarradores del arzobispo de Martirano, pero me imagino que éstos debieron haber roto la cristalería preservada en el aparador del comedor, ante la vista consternada de sus famuli de luto, cuando Ratzinger promulgó aquel Motu Proprio que él tenía por imposible, según el lema No se vuelve atrás. Pero recuerdo bien que no pude evitar el entonar canciones de júbilo cuando lo supe confinado a la presidencia de un comité donde, así todo, nunca dejó de hacer daño.

La abdicación representó una revancha de la secta conciliar sobre Benedicto XVI, obligado a renunciar bajo la presión de escándalos que parecen nimiedades respecto de aquellos que ahora están saliendo a la luz bajo el Sedicente. Y decir que Ratzinger -y con él los pocos Prelados en olor de conservadurismo convertidos en breve a los honores de la crónica después de los famosos Dubia- fueron y son convencidísimos y firmes paladines de la mens conciliar, de la que proponían y proponen una versión más tenue pero no por esto menos revolucionaria.

La historia revelará los arcana imperii que llevaron al Papa a abandonar la nave de Pedro justo en el momento más crítico, pero parece que debe entenderse que quien se aplicó en empujarlo a la renuncia supo moverse con habilidad para hacer elegir al peor Papa -admitido y no concedido que se lo pueda considerar tal- con que la Iglesia haya jamás contado. Va de suyo que el personaje en sotana blanca alojado hoy en el resort de Santa Marta se ha beneficiado con el apoyo de los conspiradores modernistas, con el extasiado y coral sostén del lobby gay vaticano, feliz de sacarse de en medio al inconveniente Benedicto, que se  preparaba para anular -o, al menos, para hacer menos devastadores- decenios de primavera conciliar. Y precisamente en Santa Marta -casualidades de la vida- encontramos a aquel Mons. Ricca, sobre el cual nos ha ilustrado la crónica, después de que la amistad con el argentino se había consolidado cuando Bergoglio bajó a la residencia de la via della Scrofa en el Alma Urbe. Las bellas almas creen que la pésima reputación de Ricca era ignorada por el pío arzobispo de Buenos Aires, demasiado ocupado en macerarse en las asperísimas penitencias que lo hicieron famoso en América Latina. Sin duda será su índole ascética la que lo puso en completo desconocimiento incluso de los escándalos de acoso por parte de Obispos y sacerdotes, que han salido recientemente a la luz gracias también a la valerosa carta del ex nuncio Viganò.

Veamos pues... Tuvimos el coming out de mons. Charamsa, quien lindamente admitió tener un  amante -compañero, lo llama él. Luego el abad de Montecassino dom Pietro Vittorelli, torpe  personaje que se gastaba los fondos de la Abadía en festines con droga y gigolós. Además el escándalo de mons. Luigi Capozzi, secretario de Checcapalmerio [N.: el autor deforma adrede el apellido del malfamado cardenal Coccopalmerio. Checca, en italiano, equivale a «marica»], arrestado en un lujoso departamento del Santo Oficio durante una orgía. Luego el escándalo de un religioso carmelita de la Curia Generalicia romana, denunciado por un retambufa. Luego, el escándalo del fresco homoerótico encargado por mons. Paglia -presidente de la Academia Pontificia para la Vida y Gran Canciller del Pontificio Instituto Juan Pablo II- al artista gay argentino Ricardo Cinalli. Aquel infame Paglia que terminó haciendo explotar estas dos instituciones, introduciendo en ellas a partidarios de la eutanasia y el aborto, con el beneplácito del Sedicente. A continuación, los escándalos de obispos y cardenales, todos de área estrictamente progresista y filobergogliana, y las causas millonarias que han reducido a la quiebra a decenas y decenas de diócesis del mundo católico para resarcir a las víctimas de abusos cometidos por eclesiásticos. Sin mencionar a los abominables eclesiásticos al frente de Órdenes y Congregaciones religiosas, detrás de cuyo biombo perpetraban crímenes dignos del Marqués De Sade. Y don Mauro Inzoli, acusado de abusos contra menores, degradado por Benedicto XVI y reintegrado en el sacerdocio por Bergoglio a instancias de la presión de Checcapalmerio, hasta que la justicia civil dejó al descubierto su culpabilidad. Pero también los tres sacerdotes investigados por la fiscalía de Roma por actos sexuales con menores, pornografía infantil e intento de prostitución de menores. Y el goteo diario del jesuita James Martin, activista de la causa de los invertidos y partidario del concubinato homosexual, nombrado consultor del Secretariado para las Comunicaciones y enviado al Encuentro Mundial para la Familia en Irlanda y en estos días ocupado en sembrar confusión también en el Sínodo de  los Jóvenes junto al cardenal Cupich. Sin olvidar el dossier enviado por un gigoló napolitano a la reverenda Curia partenopea, en el que se recogen fotografías obscenas y textos de conversaciones vía internet de 34 sacerdotes y 6 seminaristas, clientes suyos.

Ahora descubrimos que el Presidente del Pontificio Consejo para los textos legislativos Checcapalmerio estaba presente en la orgía con su secretario, y que la gendarmería vaticana lo hizo desalojar antes de proceder a las detenciones de la scelesta turba. Sería curioso investigar quién más fue arrestado en esa ocasión, y es de creer que Capozzi y su purpurado compadre no fueron los únicos eclesiásticos convidados. Sería aún más interesante -y espero que haya quien se tome el trabajo de hacerlo- ir a comprobar cuáles decisiones grávidas de consecuencias para la vida eclesial han sido  tomadas por estos inmorales, qué siniestras intrigas han permitido el ascenso de sus cómplices a puestos de responsabilidad, qué buenos sacerdotes han sido perseguidos o despedidos o impedidos en sus carreras.

A la luz de estos horrores, resultan grotescas las sanciones de las que fue objeto Paolo Gabriele, camarero secreto de Benedicto XVI, acusado de haber divulgado dossier secretos, mientras que los culpables denunciados debían ser castigados con penas ejemplares, y no el denunciante, quien reaccionó de buena fe -con un gesto quizás precipitado- a la propagación de la inmoralidad vaticana.

El horror que estas noticias suscitan en los simples fieles y en las personas de bien; el sentimiento de consternación ante la institucionalización del vicio no deben postergar el reconocimiento realista de que este flagelo moral es, al mismo tiempo, causa y efecto de la revolución conciliar: que se escandalicen si quieren los bienpensantes, que se rasguen las vestiduras los apocados fautores del diálogo y los prudentísimos moderados. Pero que no se diga que ante estos escándalos el buen cristiano deba mirar hacia otro lado, fingiendo no ver la corrupción donde ésta mayormente anida desde hace cincuenta años. Oportet ut scandala eveniant. Un silencio piadoso, comprensible en casos singulares y aislados, representa hoy una forma de complicidad intolerable, una aprobación de conductas deplorables, sobre todo porque el involucrado no parece ceder por debilidad a fugaces transgresiones de adolescente confundido, sino que demuestra ser indigno del Bautismo y aún más del Orden Sagrado que lo vuelve alter Christus, profanando esas manos consagradas para tocar al Santo de los Santos, esa boca que sobre el altar pronuncia las palabras de la Consagración, esa lengua sobre la que descansan las Sagradas Especies. El mero pensamiento de estas abominaciones debería hacer estremecer de horror, y recordar las palabras de Nuestro Señor al Padre Pío cuando con disgusto definió a los sacerdotes indignos como Carniceros.

Quien se convierte en esclavo del pecado se convierte en esclavo de Satanás, bajo cuyo yugo el alma está muerta a la Gracia y es completamente presa de las seducciones del maligno. Y el pecado contra la naturaleza, incluso más que otros, embota la voluntad, embrutece a la persona y endurece en la voluntad del pecado. En tanto vicio, o sea hábito de hacer el mal, los actos que piden venganza en la presencia de Dios llevan a quien los cometen a volverse indóciles a la voz de la conciencia, hundiéndose cada vez más en la culpa.

Es por lo tanto inevitable que quien vive diariamente en estado de pecado mortal y, además, en condición permanente de sacrilegio -en tanto ministro de Dios y ungido del Señor-, se sienta juzgado y sea inducido a alterar incluso los principios morales que viola habitualmente. Así, al igual que el ladrón quisiera ver despenalizado el robo y el asesino legalizado el homicidio, también el sodomita -y aún más si es sacrílego- querrá aliviar su conciencia del peso no menor de saberse a sí mismo en flagrante contradicción con aquella Ley natural y divina que obstinadamente infringe, y que deliberadamente permite o incluso alienta a infringir, bajo capa de una tolerancia engañosa o una complicidad perversa. No le basta con profanar todos los días el templo del Espíritu Santo: quiere erigirse en legislador, arrogándose el derecho de decidir en el lugar de Dios lo que es lícito y lo que no lo es. ¿Y no es acaso ésta la culpa de Lucifer?

Oír al horrendo Maradiaga atribuir actos de verdadero y propio sacrilegio a expensas de tantas almas inocentes como meras irregularidades administrativas, con el pretexto de haber sido cometidos con adolescentes y no con menores; o calificarlos como faltas veniales debido a una presunta ausencia de penetración (sic!) nos hace comprender el abismo de inmoralidad, o más bien de amoralidad de ciertos prelados. En boca delos cuales no nos sorprende oír verdaderas y propias herejías también -coherentemente- en campo doctrinal. Es evidente que la obstinación en el vicio implica la construcción de un castillo ideológico que legitime y apruebe a aquel vicio. Como decía Paul Bourget: es menester vivir como se piensa, de lo contrario se termina pensando como se ha vivido.

He aquí entonces la pretendida acogida de la comunidad glbt -es decir, de los sodomitas declarados-, detrás de la cual no sólo late la simultaneidad con su tenor de vida escandaloso, sino también el inconfesable deseo de ver un día admitido como lícito -cuando no incluso como digno de alabanza- lo que Dios condena como una abominación. Y la declaración ¿quién soy yo para juzgar?, que ha fascinado a los enemigos del nombre cristiano, tiene que ser condenada sin apelación, ya que debe ser justamente el Pastor Supremo quien guíe y amoneste y juzgue la conducta de las ovejas y corderos del rebaño que le confió el Salvador. Un pastor, aquel que nos ha sido infligido por la divina Providencia a cuenta de nuestras faltas, que no duda en insultar repetida y amargamente a los buenos católicos y a los buenos prelados, pero que muestra una indulgencia ilimitada hacia los pervertidos, desde el cura libidinoso hasta el Obispo acosador, desde el religioso cochino hasta el cardenal orgiasta. Y que recibe en audiencia a homosexuales concubinarios y transexuales, mientras obstinadamente se niega a reunirse con eclesiásticos de conducta irreprochable. Ya sabéis vosotros la causa que ahora le detiene, hasta que se manifieste en su tiempo señalado. Ya está obrando el misterio de iniquidad; pero es necesario que sea quitado de en medio aquel que lo retiene (II Tess II, 6-7). Hoy entendemos lo que quieren decir las Escrituras cuando hablan del κατέχον, es decir, de aquel que retiene la venida del Anticristo: la vistosa ausencia del Romano Pontífice, en cuyo trono se sienta un personaje que se ha vuelto cómplice y artífice él mismo de la apostasía.

¿Qué respeto por la Santísima Eucaristía puede esperarse de parte de aquel que la profana celebrando la Misa con el alma manchada por tales faltas? ¿Qué devoción a la Santísima Virgen, en aquel que ultraja a la virginidad y cultiva la depravación?¿Qué temor de Dios, en aquel que se atreve a conculcar la Santa Ley y a pisotear la Palabra divina? Y aún más: ¿qué espíritu de mortificación, en aquel que cultiva las pasiones más abyectas? ¿Qué santidad, en quien practica la impiedad? ¿Qué vida de Gracia, en aquel que cultiva y promueve el pecado? ¿Qué cuidado de las vocaciones sacerdotales y religiosas, en quien considera a seminarios y conventos como un coto de caza de jóvenes para corromper?

Pero, ¿cómo se puede tener por creíble la defensa de la primavera conciliar, cuando es emprendida por gentuza de tal ralea? ¿Quién confiaría en un médico que en su vida privada propagara enfermedades, o en un bombero que aplicase fuego a las casas?

Sea admitido por fin: el Conciliábulo de Roma es el fruto podrido de una mens desviada y corrupta, que encuentra en la herejía el corolario de una conducta moral reprensible. Es la causa de los daños actuales y, al mismo tiempo, el efecto de una corrupción de las costumbres de tantos, demasiados eclesiásticos, que para legitimarse a sí mismos no podían sino pervertir la doctrina en la que se funda la moral. Pero Dios es el autor tanto de la una como de la otra, y quien se hace siervo de Satanás no puede servir al Señor en el altar o en el púlpito y luego honrar al Enemigo entre las sábanas o en el lupanar. Nadie puede servir a dos señores, ya  que odiará a uno y amará al otro, o bien se aficionará a uno y despreciará al otro (Mat. VI, 24).

No solo eso: quien sirve al Príncipe de este mundo, le reconoce una soberanía que necesariamente debe negar al Rey divino, así como aquel que adora a Nuestro Señor como Soberano no tolera que nadie Le usurpe Su universal Realeza. Por eso la Iglesia proclama a Cristo Rey. Por eso la secta conciliar se rebela contra Su santa Majestad. Tout si tient. Y hete aquí, de hecho, al arzobispo de Brisbane en Australia, que se apropia del grito impío de los judíos ante el pretorio, rechazando a Cristo como Rey: en esta apostasía rampante, el obsequio y la obediencia debidos a la Majestad divina acaban tristemente por ser reconocidos al mundo, a la carne, al diablo. Regnare Christum nolumus. Pero es en el orden de las cosas que el hombre se hace súbdito: si no lo es de Dios, lo será inevitablemente de aquel que se Le opone. Y las pesadas cadenas del Maligno son muy difíciles de sacudir, una vez que se las ha preferido al suave yugo de Cristo.

En tanto no se reconozca la estrecha relación de causalidad entre la desviación doctrinal y la desviación moral, será imposible salir de la crisis actual. Nunca ha habido en la historia de la Iglesia un solo hereje casto, ni un solo santo impuro: los escándalos de hoy son una tristísima confirmación de una debacle en el frente teológico tanto como en el moral, espiritual, litúrgico y disciplinario.

Y si en el pasado hubo lujuriosos incluso en las filas de los clérigos (en todo caso, menos de cuantos abundan de cincuenta años a esta parte), nunca hasta hoy había habido un Papa que legitimara el pecado contra el Sexto Mandamiento o el adulterio, como sucedió con Amoris nequitia. Y no es necesario recordar qué de engaños y maquinaciones han sido puestos en acto por el lobby gay incluso dentro del Sínodo para la Familia, con la complicidad de Bergoglio, y las no disímiles maquinaciones que se preparan dentro del Sínodo de la Juventud.

A esta altura, el piadoso lector se preguntará qué podemos hacer nosotros ante el espectáculo desolador ofrecido por una autoridad corrupta, rebelde y traicionera. Penitencia. Penitencia y sacrificio. Nos lo enseña la Sagrada Escritura y nos lo recuerda Nuestra Señora en sus repetidas apariciones. La comunión de los santos -como nos lo enseña el catecismo- permite a las almas cristianas reparar los pecados ajenos, sujetando el brazo de la Justicia divina. Ofrezcamos entonces nuestros sufrimientos, grandes y pequeños, en expiación del mal obrado por estos desgraciados, y recemos por su conversión y por su arrepentimiento, en una vida retirada y en el olvido de tantos que éstos han escandalizado con su comportamiento indigno. Y que aquellos que permanezcan obstinadamente en la culpa puedan ser removidos de la guía del rebaño: la Esposa de Cristo ha sido asaz humillada por sus Ministros, desacreditada a la faz del mundo.

La danse macabre de estas décadas está tocando a su fin. Esta generación de Levitas sin fe y sin moral está destinada a la extinción: sobre las ruinas de la secta conciliar será reedificada la Santa Iglesia, del mismo modo que sobre las ruinas de los templos paganos y de los ídolos infernales triunfó la verdadera Fe.

jueves, 18 de octubre de 2018

LA SOMBRA GROTESCA DE UN JUDÍO DE NARIZ GANCHUDA (parte 2)

por Dardo Juan Calderón

Escuchemos lo que decía a la luz del día y con toda sinceridad un buen judío:

“Según nuestra doctrina, la religión judía no es la sola en asegurar la salud. Son salvos todos aquellos que, no siendo judíos, creen en un Dios supremo y tienen una conducta moral, obedeciendo así a las leyes dichas “noáquidas”, aquellas que Dios prescribió a Noé. (…) Es únicamente para los judíos que a más de las leyes noáquidas se prescribieron las de la Thora, la Ley de Moisés, las que tuvieron su razón de ser en el proyecto divino para formar un pueblo destinado a una acción religiosa en el mundo.

La esperanza de Israel no es la conversión del género humano al judaísmo, sino al monoteísmo. En cuanto a las religiones bíblicas, ellas son, declaran dos de nuestros más grandes teólogos, confesiones que tienen por objeto el preparar con Israel el advenimiento de la era mesiánica anunciada por los profetas. Por tanto nosotros llamamos ardientemente a trabajar en común para la realización de este ideal esencialmente bíblico. (…) De esta manera podremos alcanzar la era mesiánica que será aquella del amor, de la justicia y de la paz entre los hombres”
(Discurso de Jacob Kaplan - Gran Rabino de Francia- el 10 de Febrero de 1966, luego de un diálogo con el P. Daniélou S.J. en el Teatro de los Embajadores en París. Cualquier parecido con el espíritu del Concilio Vaticano II, no es mera casualidad).

En 1966, lo que se mantenía en el secreto, aquel “mensaje maligno” judío y masón, ya los judíos lo podían declarar abiertamente y ser aplaudidos por los católicos. El objetivo “satánico” que siempre acusaron los integristas y que se mantenía secreto en los conciliábulos judíos, en las logias masónicas y sectas protestantes que inspiraron y organizaron aquellos en la cristiandad, era este humanismo naturalista. Los mismos masones salieron de sus ocultos refugios a la luz del día cuando la Iglesia católica había reconocido como propios sus objetivos y se rendía sin condiciones al asedio. Desde Juan XXII, hasta Francisco, todos incluidos, hacían propio el credo judío: EL HUMANISMO.

Nos dice Louis Medler en su excelente obra “Mgr. DELASSUS” (recién reeditada por Edition du Sel) en la nota 4 de la pág 101:

“Jaques Maritain, queriendo negar que el judaísmo infiel a Cristo sea una contra-iglesia, niega en efecto la existencia de toda contra-iglesia, pues afirma que Israel “no es una Contra Iglesia. Ya que él no existe contra Dios, o contra la Esposa” Y por tanto él considera que Israel constituye un “cuerpo místico” dotado de una misión de “activación terrena de la masa del mundo”, paralela a la obra de acogimiento sobrenatural confiado a la Iglesia. No se está tan lejos, en efecto, de las vistas de Mgr. Delassus y de la tesis del P. Meinvielle. Con la sola diferencia de que para Maritain, esta obra de “estimulación del movimiento de la historia” es positiva, siendo que para el P. Meinvielle, es simplemente un mesianismo invertido y naturalista –de ese naturalismo que es precisamente, a los ojos de Mgr. Delassus, el motor de la conjuración anticristiana.”

La Iglesia nunca odió a los judíos, siempre hemos sabido que son nuestros pecados los que formaron el patíbulo donde Murió; pasaron a ser cristianos aquellos que reconocen la culpa de haberlo torturado y matado con nuestras faltas y se dejó el nombre de judíos para aquellos que siguieron afirmando que era un falso Mesías y que bien muerto estaba por blasfemo y confundidor. La diferencia estaba en creer o no en la misión sobrenatural de Jesús y en el camino sobrenatural a nuestra redención, en la total primacía de lo sobrenatural.

Ni que hablar de racismo en una institución donde sus mejores hombres pertenecieron a esa raza. Si los judíos fueron un pueblo molesto después de la diáspora y dentro de las naciones católicas fue por errores y debilidades de esos pueblos que lo permitieron con sus propios vicios, ya que en las naciones católicas fuertes el judío siempre fue puesto en su lugar y encontró la debida protección (en especial tenemos cerca el último Imperio Austro-Húngaro como ejemplo). Si Isabel La Católica hubo de expulsarlos fue por el desmadre que malas políticas anteriores produjeron y para salvarlos del odio, pero no por una inquina religiosa ni racial.

Siempre la Iglesia supo que había “cabezas” judías que querían provocar una victimización de algunos de sus miembros como prueba contundente de la malicia católica que se supone a partir de su talante miliciano y, siempre hubo idiotas –o deudores- que se prestaron para ese juego muy a pesar de los acuciantes avisos y condenas que venían del Magisterio contra estas derivas iracundas e irracionales. Los relatos satánicos de ciertas prácticas de algunos judíos que se generalizaban para exacerbar el odio de los simplones –que algunas existieron- y aquellos “Protocolos” u otros parecidos escritos, no pocas veces provinieron de judíos provocadores pero muchas más de reaccionarios insensatos, hasta llegar a la trampa mortal del “holocausto” del siglo XX, enorme error político -publicitariamente magnificado- de las naciones cristianas, siendo que la Iglesia fue la única que intentó con sus pocos medios de impedirlo.

Lo que nos interesa concluir es lo siguiente: la Iglesia fue asediada por estas fuerzas organizadas que querían imponer un humanismo naturalista en el que el hombre se redimiría a sí mismo por un orden social y un esfuerzo económico, y quitar toda significación sobrenatural a la Redención operada por Cristo para nuestra existencia personal y social. Una doctrina que busca un logro natural y pospone lo sobrenatural para un mañana que nunca llega y que ya no importa. La “revolución” propone realizar este ideal de sociedad de justicia, de paz y de encuentro entre los hombres, lo que no es otra cosa que el mesianismo judío como hemos demostrado más arriba y lo reafirma el hecho histórico de tenerlos a ellos siempre dentro de las cabezas principales de todas estas revoluciones, en pos del cual, y como decía nuestro buen Domingo Faustino, para estos civilizados no había que ahorrar sangre de gauchos.

Sabían estas fuerzas que el gran “enemigo” de esta idea era el catolicismo y su organización terrena o Institución, que era la Iglesia, que descreía de estos “planes” si no se partía de una conversión previa a lo sobrenatural y bajo su tutela (¿¿tutela??¡¡qué espanto de palabra para un hombre evolucionado!! ¡¡Para las Naciones Modernas!!) . Contra ella concentraron sus fuerzas y para ello había que terminar con factores políticos que la sostenían, como la Monarquía, que ya cristiana o corrompida, no puede justificar su existencia sin un principio por lo menos providencial.

Una vez logrado cooptar todo el mundo político con esta idea de “construcción de un mundo mejor”, motorizado y centrado por la preeminencia del dinero (economía) como fautor imprescindible de la felicidad en esta tierra (y que viene a suplantar el efecto que la gracia tiene en la economía sobrenatural. Sin contar con la gracia, sólo se puede contar con el dinero), la Iglesia demostraría toda su maldad al oponerse a tal ideal maravilloso y atarse a vetustos planteos que hacían permanecer el mal en la tierra a pesar de las demostraciones maravillosas del progreso tecnológico obtenido.

Era el momento para la Iglesia –anunciado por otra parte- de resistir aislada, testimonial y mártir (volar a los montes), depurándose interiormente de los captados por la idea filantrópica y economicista nefasta de la prioridad de lo natural y de sus falsos magos tecnológicos; actitud que coronó el pontificado de nuestro último Papa Santo, San Pio X.

La más elaborada de las estrategias del enemigo fue la de convencer al católico de que esta “crisis” que sufrimos es la crisis de una doctrina locamente sobrenaturalista, integrista, desarraigada de la realidad y desconocedora de los bienes de la modernidad, que se demostraba caduca a sí misma por no lograr efectos visibles para un acuerdo con los otros, para la paz y la abundancia entre los hombres, y alimentando una confrontación eterna. Que se caía desde dentro por propia debilitación al desarmarse en el aire el enemigo fantasmagórico que había creado –el “mundo maligno”- frente a otro “mundo” que despertaba al progreso como en la sinfonía de Dvorak y estaba descubriendo y aplicando los medios para lograr esa paz y esa abundancia: la tierra prometida de leche y miel.

Puestos en planos naturales, tal cual lo enseña Maritain en la cita que trajimos (y que no es ningún estúpido), hay que aceptar que el judío tiene una preeminencia de talante y una formación tradicional en su doctrina que le hace tomar la cabeza del movimiento intrahistórico y económico de forma irremediable -creer o reventar–, y esto porque nuestro combate es sobrenatural y en eso no fallamos ni desfallecemos, tenemos a Cristo, a su Iglesia y su Gracia nos basta y, en ese plano venceremos y el judío será “vencido” finalmente por su conversión. Es cuando tentamos vías naturalistas donde toda nuestra torpeza se rebela, donde en todos los ensayos de ese naturalismo encontraremos sin duda alguna la fuerza de los argumentos y el liderazgo de ese pueblo excepcional para lo económico y seremos sus ovejas, surgiendo entonces de nosotros un odio plebeyo hacia una superioridad que, en buen romance, deberíamos despreciar como a la nada que es.

La “cuestión judía” como un “secreto maligno” ya es cosa del pasado pues ha sido develada, no es ningún secreto bien guardado en protocolos secretos, sino una doctrina gritada a todas voces: era y es “el naturalismo”. Y es hoy que los hombres de Iglesia se han convertido a esa doctrina y le rinden el debido culto al mesías judío, al “pueblo de Dios”, con el Novus Ordo redactado al rescoldo del “culto de acción de gracias pascual” judío, por el masón Bugnini y el infiltrado protestante Bouyer.       

lunes, 15 de octubre de 2018

LA SOMBRA GROTESCA DE UN JUDÍO DE NARIZ GANCHUDA (parte 1)

por Dardo Juan Calderón

Nos preguntábamos hace poco sobre si “¿Hubo una Conjura Anticristiana?” y, en caso de que tal cosa hubiera ocurrido, de si entre sus agentes estuvo el JUDÍO, el MASÓN y el PROTESTANTE. O si, por el contrario, es ésta una idea surgida de la propia impotencia de una religión que no pudo detener su decadencia y, desconociendo las verdaderas causas de la descristianización en su interior, buscaba culpables fuera de sí: un chivo expiatorio.

Sabemos por Fe que ocurrida la Redención existe una contra-iglesia del demonio que nos lleva al pecado para nuestra perdición en lo espiritual, pero que también trabaja con medios materiales en una actividad ya encarnada en grupos humanos organizados que actúan en la historia para destruir a la Iglesia en la tierra.

En esta batalla Satanás actúa por pura malicia pues es un condenado, pero esos hombres y esas organizaciones no son tal cosa, no son condenados (aún pasibles de conversión) y actúan buscando un “bien”, que nosotros entenderemos “diferente y opuesto al de la Iglesia”, pero que el modernismo entenderá que es conciliable. Ellos buscan un fin natural cuando aquella busca un fin sobrenatural, pero entendámonos, no es que la Iglesia anda en las nubes y no se interesa en las cosas terrenas, la Iglesia busca un fin sobrenatural que implica un orden natural que surge como consecuencia de esa orientación y eso implica un mandato político de docilidad, actitud de las más difíciles de cumplir para la soberbia del hombre. Aquellos otros buscan un orden natural que surge de la misma naturaleza y que puede o no implicar un paso posterior a lo sobrenatural. La gran diferencia la hará, como señala Chesterton, el pecado original, pues si esa naturaleza está caída, mal nos puede dar su orientación y más bien nos desorienta.

Y aunque no lo parezca, aquí chocan dos ideas tremendas. El católico viejo que se siente llamado a combatir en dos frentes, el espiritual contra uno mismo y el terreno contra las organizaciones enemigas, pero siempre desde el fortalecimiento previo por la gracia sobrenatural que debe ser conservada y acrecentada en el cumplimiento de la Ley Divina dentro de Su Iglesia.

Por otra parte está el modernismo que deja en pie sólo el primer enemigo, el interior (no ya como enemigo de Dios, sino de uno mismo para sus logros humanos), porque desconoce y niega esas fuerzas malignas “encarnadas”. El modernismo –judaizado en su doctrina- entiende que estos fines naturales buscados por el hombre con sus propias fuerzas -aun en otras organizaciones que no sean la Iglesia- se pueden compatibilizar con los fines sobrenaturales buscados por la Iglesia. Entiende que no necesariamente deben ser “opuestos”, y aun peor, siendo el natural primero en la necesidad (prima mangiare), el otro puede ser –o debe ser- “pospuesto” para un tiempo en que se dé el primero y abra las condiciones para lo espiritual, pues no hay que temer la inclinación de la natura llevada por las solas virtudes morales. Y esta es la enorme trampa.

El católico tradicional entiende que en la historia hay dos bandos que combaten por un tercero; son los tres tercios de la humanidad de los que habla el Apocalipsis: los buenos y los malos enfrentados por aquel tercio de los errantes (o perplejos). Para el católico viejo hay que tomar bando contra otra parte de la humanidad porque ambos tienen “fines contrapuestos”, y la misma oposición entre estos fines surge primordialmente de la “prioridad” en la búsqueda y consecución de ellos, más que en los fines mismos.

Vemos aquí el problema del “doble fin”, un fin natural primero que al armonizar al hombre con su “buen mundo” lo hace apto para lo sobrenatural, o un fin sobrenatural que siendo primero en la intención, ordena la naturaleza para resistir un “mundo adverso”. Un remanido dilema: debo alimentar a la humanidad para luego hablarles del cielo y del infierno (es decir, establecer la paz, la abundancia y la justicia primero), ¿o al revés?: una humanidad que no sabe del cielo y del infierno jamás podrá ser saciada de su hambre, ni tendrá paz ni justicia.

Lanzar una acusación de satanismo contra grupos humanos que declaran a viva voz buscar la paz y la justicia, por una cuestión que parece de método, es sin duda la provocación de un enfrentamiento histórico que parece cruel y que debería tener una solución “consensuada”. Para peor -si aceptamos la “profecía”- debemos agregar que nos obliga a creer que este enfrentamiento será sin final y sin tregua durante toda la historia, es decir: sin solución posible. Y esto es cargar a Dios con la responsabilidad directa de habernos puesto en un campo de batalla no sólo interior sino externo en la historia, que tiene un desenlace en la victoria de uno de ellos y aniquilación del otro después de la historia. Esto creyó la cristiandad y esta acribia le han reprochado sus enemigos. Nunca mejor expresado que por San Agustín con las Dos Ciudades.

¿Pensaba esto mismo el “otro” bando? ¿Los malos? Es decir, eran conscientes de que entablaban una lucha contra Dios y luego contra su Iglesia? ¿Así lo entendían? Satanás sí, y aun peor, sabía de su segura derrota y buscaba socios para perderlos. Pero sus “hombres” no así (salvo unos poquísimos). Y esto porque Satán es padre de la mentira y sus seguidores son engañados. Ellos pensaban la historia de otra forma: el esfuerzo humano, y entre ellos la religión, era una actividad llevada para el encuentro de toda la humanidad en un mismo “bando”, para que llegara una “era” histórica de encuentro y acuerdo en abundancia, paz y justicia entre los hombres. Los judíos entendieron que ellos eran el pueblo elegido para motorizar en la historia este feliz encuentro humano con ellos a la cabeza del mismo, eso iba a lograr el Mesías esperado (si es que el Mesías no era un símbolo del Pueblo Judío mismo en su acción histórica, es decir, un colectivo). Para esto habían sido elegidos y -sin engaño- encontraban en la historia y talante de su pueblo las aptitudes y disposiciones principales para poder hacerlo.

Jesús de Nazareth contradice los puntos esenciales de esta idea o doctrina y, lejos de inaugurar o promover un mundo en paz y justicia, se convierte en causa de “contradicción permanente entre los hombres”. Pero además anuncia un encuentro que no es en la historia y tampoco es de “toda” la humanidad, sino de los fieles que surjan victoriosos del combate externo y del “juicio” interno. Para colmo, cerraba el paso a la búsqueda de ese fin natural de encuentro humano pensado y diseñado por el hombre a base de sus mejores apetencias, diciendo que –por el contrario- había que desconfiar de aquellas apetencias y sólo buscar el fin sobrenatural, ya que lo otro se daría por “añadidura” y de una forma “impensada” por el hombre; de una forma providencial muy posiblemente contraria a las ideas forjadas por el querer humano y que dependía de su docilidad a la gracia. Había sembrado la discordia, había negado la misión del pueblo elegido, la de la propia humanidad, y debía ser muerto.

Planteado esto con toda crudeza, tomemos conciencia de que para una mentalidad simple, la cristiandad es un planteo “belicista” que supone un permanente combate sin fin ni tregua en la historia, y el judío es un “pacifista” que busca un encuentro que dé por terminado este combate en la historia. Que en el judío hay una misión “constructiva” del mundo en la historia y que de alguna manera para el cristiano hay un “abandono” del mundo y la historia (no simple abandono cínico o nihilista, sino abandono a Su maravillosa Providencia).

Nosotros hacemos de nuestra vida una “guerra” y ellos buscan la paz para el mundo. Esta forma judía de ver las cosas la heredan las logias masónicas y las sectas protestantes (sus hijos espirituales), ideales pacifistas y constructivistas que los llevan también -en mayor o menor medida- a abandonar la “lucha interior” para buscar en su lugar una “armonía social o colectiva” en la tolerancia del error y la miseria, para que de esa armonía natural surja como producto lo espiritual. Puestas así las cosas, el modernista pensó que debía replantearse la bélica cristología medieval.

Es cierto también que hay que recordar con Anzoátegui que un pacifista es aquel que quiere matar a los belicistas y estos han tomado sus medidas de combate y nada leves, pero no ocultemos que la “guerra” la hemos armado nosotros, o peor aún, Cristo mismo. No la comenzamos, se entiende, sabemos que la comenzó el Maligno, pero hemos hecho de ella nuestra forma de vida y esta acusación nos cabe y debemos aceptarla en toda su redondez. Somos milicia y no prevemos un acuerdo humano. Ese es nuestro pesimismo histórico frente al optimismo judío.

Si no entendemos esto, si no los vemos en una correcta perspectiva, nunca entenderemos porqué nos consideran a nosotros los aguafiestas, los perros rabiosos, los eternos cultores del enfrentamiento, los que negamos el diálogo, enturbiamos la convivencia, impedimos el consenso y para mejor, somos los cultores del “abandono” de la acción y el progreso contra los promotores del esfuerzo por un orden de abundancia, paz y justicia. ¡Unos tarados! (Nada hay de menos abandono que el ponerse en manos de Dios, El que una vez recibidas nuestras voluntades no deja de darnos un enorme trabajo, pero bueno… no el que queríamos, el que nos gustaba o que se nos había ocurrido).

Tampoco entenderemos porqué la doctrina naturalista es más ajustada al deseo de la naturaleza humana –caída-, y la nuestra es tan repugnante para ella, resultando por tanto más justificable su razón en una visión puramente natural. (Es mucho más “natural” estar por el aborto o la anticoncepción cuando se prevé, casi con toda seguridad, una vida infeliz y miserable para la madre y el hijo. El cristiano sabe que la vida será un “valle de lágrimas”, hecho ante el cual sólo se puede oponer el argumento sobrenatural de abrir para ellos la posibilidad de una felicidad en la eternidad después de esta amargura. No hay argumento que no sea sobrenatural para los males, salvo que creamos que podemos acabar con ellos en esta tierra).

Entenderemos que para ser cristiano hay que tomarse la enorme y antipática tarea de amanecer “en pie de guerra” contra uno mismo para comenzar, y contra los demás por caridad, siendo que es tan dulce aquella doctrina que nos deja abandonarnos a la tendencia de nuestra naturaleza caída. La clave de entendimiento está en esto, en que nosotros desconfiamos de la naturaleza que sabemos caída y ellos no, que nosotros priorizamos lo sobrenatural y ellos lo natural.

No es el judío una sombra grotesca de nariz ganchuda que acecha nuestros hogares con una maldad insidiosa, sino –como el buen masón y el protestante- un hombre decente que quiere aunarnos para un mañana histórico de encuentro, de abundancia, de paz y de justicia. Es el “naturalismo”, y es poesía, y es filantropía. Es el que nos pide que dejemos las armas, el combate. Es el soplo de una voz tierna que nos dice al oído “descansa, confía en ti mismo y en la humanidad (en mi guía y en el poder del dinero)”. Aquella caricatura del judío de satánica malicia que mataba niños y bebía su sangre (que los hubo), tenía el sentido docente de alejar a los simples de la influencia naturalista y prefiguraba el efecto sobrenatural de que, sin duda ese naturalismo iba a matar el alma de nuestros niños y beber la savia de la gracia al quitar el sentido sobrenatural de nuestras vidas. Caricatura a la que no pocos judíos contribuyeron para victimizarse.

(No dejo de señalar que todo ese “naturalismo” optimista, privado de lo sobrenatural -como bien decía Calmel- termina en derivas “contranaturales”, y tenemos a nuestros modernistas del Vaticano de triste ejemplo).

Tampoco es “la sombra grotesca de un judío de nariz ganchuda”, satanista y usurero, la que se mostraba de parte de los sabios hombres de la Iglesia. Pues lo que ellos señalaron como la “per-fidia” (que quiere decir “por fuera de la fe” y sin más connotaciones adjetivas, que no hacen falta para su gravedad) de la doctrina judía, fue el naturalismo humanista.

La caricatura que dibujaba una parte de los contrarrevolucionarios llevados por una exagerada repugnancia (¿o despecho?) -en su contradicción evidente con el ser y el pensar común de los judíos- servía para acusar a hombres como Mgr. Delassus con aquella frase lograda que hemos puesto de título (ideada por parte del modernista Pierre Pierrard), siendo que no es de eso que el buen Monseñor quería protegernos; el peligro que de ellos se anunciaba desde la Iglesia era la civilizada y bonachona prédica naturalista y humanista del filántropo y no todas esas derivas de los despeñados.

Más allá de todos los mitos más o menos mechados de algunas anécdotas ciertas -pero aisladas- el Judío traía toda su prédica peligrosa en su naturalismo, su mesianismo terreno y su ecumenismo político. No es necesario que recurramos a cuentos de brujos en el que dos fuerzas sobrenaturales se enfrentan, Cristo vs. Satán, con ellos adorando al malo y nosotros al bueno. El verdadero enfrentamiento –salvo en la conciencia satánica- es entre la Verdad y la mentira que Satán difundió en el mundo, entre sobrenaturalismo y naturalismo; y la clave de esa mentira está en la adecuación de los objetivos y fines, como si lo sobrenatural fuera el final feliz de una adquisición por esfuerzo humano, y no el principio de Salvación por un esfuerzo Divino. Y si bien nosotros sabemos que es finalmente una lucha entre Satán y Cristo, no son altares aztecas a Satán los que adoran los “malos”, sino esos altares modernos de la santa democracia laica y universal; la igualdad la fraternidad y la libertad, a la que estamos adorando todos sin darnos buena cuenta.

¿Acaso es eso que digo lo que ellos dicen de nosotros y de sí mismos? Veremos.

domingo, 14 de octubre de 2018

SOBRE LA CANONIZACIÓN DE PABLO VI

(tomado del artículo Francisco, Teilhard de Chardin y el panteísmo,
por Miles Christi)
                       versión pdf, aquí
Siniestra iconografía  del neo-santo
                                                                                                                  En la encíclica Mirari vos, en 1832, Gregorio XVI dice que « de esa cenagosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia o, mejor dicho, locura, que afirma y defiende a toda costa y para todos, la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad religiosa y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la religión[1]. » § 10

Ahora bien, es menester recordar que el culto del hombre y de su conciencia erigida en valor absoluto -quintaesencia del modernismo- no es exclusivo del pontificado de Francisco[2], como ingenuamente lo imaginan los “conservadores conciliares” escandalizados por las impiedades bergoglianas, sino que fue proclamado orgullosamente por Pablo VI en el mensaje de clausura del CVII. He aquí sus palabras:

« El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho Hombre, se ha encontrado con la religión -porque tal es- del hombre que se hace Dios ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. […] Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros -y más que nadie- somos promotores del hombre[3]. »

Este culto del hombre, concebido como un “dios” en devenir por vía evolutiva, es propio de la gnosis luciferina. Me permito citar aquí un texto poco conocido del cardenal Montini, extraído de una conferencia intitulada Religión y trabajo, pronunciada el 27 de marzo de 1960 en Turín, en el teatro Alfieri, que puede leerse en el volumen de la Documentation Catholique del año 1960, en la página 764, correspondiente al número 133, y publicado el 19 de junio de 1960. Doy la referencia con lujo de detalles para quienes no pudieran dar crédito a sus ojos, y no sin razón, tan sorprendentes resultan las afirmaciones del cardenal Montini. He aquí las palabras de aquel que tres años más tarde llegaría a ser papa y que promulgaría los documentos revolucionarios del CVII en 1965:

« ¿Acaso el hombre moderno no llegará un día, a medida que sus estudios científicos progresen y descubran leyes y realidades ocultas bajo el rostro mudo de la materia, a prestar oídos a la maravillosa voz del espíritu que palpita en ella?  ¿No será ésa la religión del mañana? El mismísimo Einstein previó la espontaneidad de una religión del universo[4]. »

El espíritu que « palpita » en la materia, la « religión del mañana », que sería una « religión cósmica », una « religión del universo »: aquí están los fundamentos de la gnosis evolucionista teilhardiana, con el culto del hombre en vías de divinización. Como si esto no fuera suficiente, que un cardenal de la Iglesia invoque en materia religiosa la autoridad de un judío socialista que reivindicaba una « religiosidad cósmica » fundada en  la contemplación de la estructura del Universo, compatible con la ciencia positivista y refractario a todo dogma o creencia, es para quedarse atónito.

Cuando en 1929 el rabino Herbert S. Goldstein le preguntó: « ¿cree Ud. en Dios? », Einstein respondió:
« Yo creo en el Dios de Spinoza que se revela en el orden armonioso de lo existente, no en un Dios que se preocupa por el destino y las acciones de los seres humanos[5]. »

Y en una carta dirigida en 1954 al filósofo judío Eric Gutkind, Einstein escribió:
« Para mí, la palabra Dios no es sino la expresión y el fruto de debilidades humanas y la Biblia una colección de leyendas, por cierto honorables, pero primitivas y bastante pueriles. Y esto no lo cambia ninguna interpretación, por sutil que sea[6]. »

Lo que equivale a decir que el Dios de Einstein no es otro que el Deus sive natura del filósofo judío Baruch Spinoza, que en su doctrina panteísta identificaba a Dios con la naturaleza. Tal es la « religión del universo » que profesaba Einstein y que evoca con admiración el Cardenal Montini en su conferencia, y en quien el futuro pontífice se inspira para vaticinar una « religión del porvenir » destinada a ocupar un día el lugar del cristianismo. Cuando se piensa que este hombre pronto será elegido Sucesor de San Pedro, y que es él quien más adelante promulgará los documentos novadores del CVII, abolirá la Misa católica, inventará una nueva[7] con la contribución de « expertos protestantes » y modificará el ritual de todos los sacramentos, es de veras como para quedar petrificados...

He aquí otra declaración de Pablo VI que va en la misma dirección, pronunciada durante el Angelus del 7 de febrero de 1971, con ocasión de un viaje a la luna, y que constituye un verdadero himno al hombre en camino hacia la divinización:
« Honor al hombre, honor al pensamiento, honor a la ciencia, honor a la técnica, honor al trabajo, honor a la audacia humana; honor a la síntesis de la actividad científica y del sentido de la organización del hombre que, a diferencia de los otros animales, sabe dar a su mente y a sus manos instrumentos de conquista; honor al hombre, rey de la tierra y hoy también príncipe del cielo[8]. »    

Este culto de la humanidad y del progreso ha sido condenado numerosas veces por el magisterio. Cito un extracto de la encíclica Qui pluribus de Pío IX, de 1846,  seguido de una proposición condenada en su Syllabus de 1864:
« Con no menor atrevimiento y engaño, Venerables Hermanos, estos enemigos de la revelación divina, exaltan el humano progreso y, temeraria y sacrílegamente, quisieran introducirlo en la Religión católica, como si la Religión no fuese obra de Dios sino de los hombres o algún invento filosófico que se perfecciona con métodos humanos[9]. »
« V. La revelación divina es imperfecta, y está por consiguiente sujeta a un progreso continuo e indefinido correspondiente al progreso de la razón humana[10]. »

Pío IX es muy claro en relación a los « progresistas »: emplea la expresión « enemigos de la revelación divina ». ¿Qué calificativo mejor podría hallarse para designar a un cardenal y arzobispo de la Iglesia que aprovecha su eminente dignidad eclesiástica para difundir la idea blasfema y herética de que una pretendida « religión del mañana » llegará un día a suplantar al catolicismo? Este hombre se llama Giovanni Battista Montini. A él -junto a Juan XXIII, cabe recordar- se deben el nefasto CVII y su espurio “magisterio”, la devastación de la liturgia romana y la terrible crisis doctrinal, litúrgica y disciplinar que azota a la Iglesia desde hace más de medio siglo…



[2] Para mayor información sobre las innumerables herejías y blasfemias de Francisco, se pueden consultar los libros Tres años con Francisco: la impostura bergogliana y Cuatro años con Francisco: la medida está colmada, publicados por las Éditions Saint-Remi en cuatro idiomas (castellano, inglés, francés e italiano):
Recomendamos igualmente el libro Con voz de dragón, publicado por las Ediciones Cruzamante:
[4] Traducción francesa de la Documentation Catholique: « L’homme moderne n’en viendra-t-il pas un jour, au fur et à mesure que ses études scientifiques progresseront et découvriront des lois et des réalités cachées derrière le visage muet de la matière, à tendre l’oreille à la voie merveilleuse de l’esprit qui palpite en elle? Ne sera-ce pas là la religion de demain? Einstein lui-même entrevit la spontanéité d’une religion de l’univers. » Texto original italiano: « Non capiterà forse all'uomo moderno, mano mano che i suoi studi scientifici progrediscono, e vengono scoprendo leggi e realtà sepolte nel muto volto della materia, di ascoltare la voce meravigliosa della spirito ivi palpitante? Non sara cotesta la religione di domani? Einstein stesso intravide la spontaneità d'una religione dell'universo. »  Ver en la página n° 3 del documento siguiente, activando la función T (« Show text »):
[8] « Onore all’uomo! Onore al pensiero! Onore alla scienza! Onore alla tecnica! Onore al lavoro! Onore all’ardimento umano! Onore alla sintesi dell’attività scientifica e organizzativa dell’uomo, che, a differenza di ogni altro animale, sa dare strumenti di conquista alla sua mente e alla sua mano. Onore all’uomo, re della terra ed ora anche principe del cielo. » https://w2.vatican.va/content/paul-vi/it/angelus/1971/documents/hf_p-vi_ang_19710207.html
[9] « Né con minore fallacia certamente, Venerabili Fratelli, questi nemici della divina rivelazione, con somme lodi esaltando il progresso umano, vorrebbero con temerario e sacrilego ardimento introdurlo perfino nella Religione cattolica; come se essa non fosse opera di Dio, ma degli uomini, ovvero invenzione dei filosofi, da potersi con modi umani perfezionare. »