sábado, 21 de mayo de 2016

RETRATO DEL FALSO PROFETA

A medida que los tiempos transcurrían, la fisonomía que los cristianos le anticipaban al Anticristo venturo pasó de la monstruosidad de sus rasgos a una compostura ladina de los mismos, sin dudas más adecuada al supremo engañador que la historia habrá alcanzado a conocer. Los siglos medios «empezaron a imaginar una especie de Nerón redivivo y cuadruplicado -dice Castellani-, y lo adornaron de toda suerte de vicios [...] No sería reconocido como salvador de los hombres ni adorado si fuera una monstruosidad acumulativa de todos los degenerados emperadores romanos de la casa de los Flavios. Pero los antiguos Padres y los teólogos medievales eran demasiado sanos para imaginarse todavía más maldad de aquélla», pues la que hoy pudiera encarnar un césar capaz de amparar su protervia en la monserga filantrópica, en la impostura de los derechos humanos y en la nauseante levedad de las costumbres cívicas tras dos siglos largos de liberalismo, esa maldad, decimos, perdido el sentido del mal, debe ser tanto más indescifrable al común como recóndita y profunda, extendida en toda la vastedad de las entrañas del Enemigo, una metástasis de malos designios oportunamente camuflados bajo un manto de indulgencia falaz, opuesta al integrismo irreductible, al ultramontanismo de aquellos cristianos que aún queden en el desierto del orbe (sin merma de que no fue la dinastía flavia sino la de los Claudios, con nenes como Tiberio, Calígula y Nerón, la que sintetizó crudamente cuanto podía suponerse de malvado en los primeros siglos de nuestra era).

Hoy es más factible adecuar la facha del Adversario al canon democrático y pluralista, y así lo han hecho los autores que se ocuparon de él en el último siglo y medio. De nuestra parte, nos permitiremos la licencia de aplicarle el apelativo de «Anticristo» a los depositarios del doble orbital poder (civil y religioso) en los tiempos finales, aun cuando se acostumbre reservar el nombre para el solo investido con la potestad civil. Fundamos esta dicción en la  primera carta de san Juan, que habla de «muchos anticristos» salidos de la Iglesia -que no del Imperium-, y en el triple ministerio que de Cristo proclamamos, el de sacerdote, profeta y rey, lo que hace que «Anticristo», por consecuencia, pueda decirse no sólo de aquel rey contrario a la reyecía del Señor, sino de aquel "sacerdote" y "profeta" que también pretenden impugnarlo y usurpar su dignidad. Benson, aplicándole el término a la potestad política, hace del Anticristo una especie de protector de la humanidad aterrada ante la perspectiva de guerras y hambrunas, un benefactor implacable de cuantos se le sujetan voluntariamente. Soloviev lo muestra incluso austero en sus formas, vegetariano y amigo de los animales. Poco antes Dostoievski, en la Leyenda del gran Inquisidor, y pese a la diatriba anti-romana de sus líneas, anticipa increíblemente algo del programa y el espíritu de la Jerarquía eclesiástica de nuestros días, convencida de que «para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad», capaz de enrostrarle a Cristo el no haber sucumbido a la primera de sus tentaciones en el desierto, la de convertir las piedras en panes para comprar con su poder taumatúrgico la obediencia de los hombres, capaz también de reprocharle a Jesús la exigencia de su doctrina, hecha para ser observada sólo por los elegidos. Estos sacerdotes de Satanás podrán afirmar cínicamente, ante la misma faz del Señor, que

nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición viciosa y rebelde, por dejarse dominar [...] Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad — no, como Tú, el orgullo [...] Hasta les permitiremos pecar — ¡su naturaleza es tan flaca!—. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso será perdonado [...] Y nos adorarán como a bienhechores.

Yo también he bendecido la libertad que les diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los que corrigen tu obra.

Menos conocido y más reciente es un texto de Dietrich von Hildebrand escrito en 1969, que tomamos de Una Fides y del que no se nos ofrece mención de la fuente original. Sabemos que el autor incluyó en su El caballo de Troya en la Ciudad de Dios un capítulo dedicado a Teillard de Chardin -esa nueva autoridad rescatada por el magisterio más reciente, y que Von Hildebrand califica simplemente como de «falso profeta»-, pero el Retrato que sigue a estas líneas, de estremecedora actualidad, no sale de esas páginas. Vaya dedicado a quien le quepa el sayo.

Quien niega el pecado original y la necesidad de redención del género humano, anula el significado de la muerte de  Cristo en la cruz y es un falso profeta. 
Quien  olvida que la redención del mundo a través de Cristo es la única fuente de verdadera felicidad y que nada en el mundo puede ser comparado a este único hecho glorioso, ese tal no es más un verdadero cristiano. 
Quien no acepta más la absoluta supremacía del primer mandamiento de Cristo -ama a Dios por sobre cualquier otra cosa- y sostiene en cambio que el amor de Dios se expresa sólo en el amor del prójimo, ése es un falso profeta. 
Quien ya no sabe entender que el desear una íntima unión con Cristo y una transformación en Cristo es el verdadero significado de nuestra vida, ése es un falso profeta. 
Quien proclama que toda moral se basta a sí misma, y por lo tanto no principalmente en la relación del hombre con Dios sino en las cosas que conciernen al bienestar de la humanidad, ése es un falso profeta. 
Quien en el daño infligido a nuestro prójimo ve sólo el mal causado a éste y no ve la ofensa a Dios que está implícita en el mismo daño, ése es víctima de la enseñanza de un falso profeta. 
Quien ya no percibe la radical diferencia existente entre caridad y benevolencia humanitaria, ése se ha vuelto sordo al mensaje de Cristo. 
Quien se halla impresionado y conmovido por las "conquistas cósmicas" y por la "evolución" y por las especulaciones científicas más que por la luz de la Sagrada Humanidad de Cristo reflejada en un santo, o por la victoria sobre el mundo representada por la vida de un santo, ése ya no está compenetrado de espíritu cristiano. 
Quien se preocupa por el bienestar material del hombre más que por su santificación, ése ha perdido el sentido cristiano del Universo.

lunes, 16 de mayo de 2016

EL MÁS ESTREPITOSO DE LOS SILENCIOS

Tempus agendi est Domino,
violaverut legem tuam. 
(Ps 118, 126).

Es sabido que entre intelectuales –suponiéndole a este apelativo no la triste connotación profesional que adoptó en los tiempos modernos, sino la personal disposición y dedicación a las bondades del theorein, los adscritos al bíos theorétikos-, que entre intelectuales, decimos, suele latir por temperamento propio una cierta desconfianza por la acción, un desdén más o menos manifiesto por los múltiples negocios que ocupan al común de los mortales. De Pitágoras a Ortega y Gasset, el vivir la vida como espectáculo supuso una distancia manifiesta no sólo respecto del homo faber, del componedor de artificios, sino incluso de las formas más o menos "fabriles" de la acción política. Desdén doblado a menudo en aversión, como comprensible juicio adverso respecto del activismo moderno (activismo que es motor incluso de herejías que cunden como subgéneros del modernismo, como aquella que Pío XII llamó “herejía de la acción”), suele correr frecuentemente el riesgo de hacerse imperturbable ante los naufragios colectivos y los peores cataclismos: el prurito de resguardar la ataraxia, la distancia lúcida ante los hechos, puede disuadir eficazmente a sus cultores de acometer la lucha y el riesgo necesarios. Son las bondades inherentes a la aurea mediocritas afirmadas en orgullosa oposición al “vivir peligrosamente”.

Ahora bien: en la calificación misma de “reaccionario”, de la que tanto quisiéramos ser dignos, consta esta perentoriedad de la acción en ciertos lances históricos. Un agere contra que, por definición, no puede limitarse a la sola especulación, por muy sobrado apego que tengamos por la vida intelectual. Y si es muy cierto que, ante todo, «la obra de Dios es creer en Aquel que Él ha enviado» (Io 6,29), no lo es menos que esta fe que se nos exige y que desdeña la mera operosidad exterior, supone al mismo tiempo una labor integral de cincel, de zapapico, de remoción incesante de todo lo que estorbe a la unión del alma con Dios a la vez que la urgencia del testimonio público. La obra principia por el creer y el hablar, como lo subraya el Apóstol: con el corazón creemos en orden a la justificación y con la boca hacemos profesión de nuestra fe para alcanzar la salvación (Rm 10,10).

Esta misma disposición que antes describimos, como de taciturnos bueyes, pudo fácilmente encarnar en los jerarcas de la Iglesia a lo largo de los siglos, especialmente cuando los labios de los obispos destilaban sabiduría, obra ésta necesaria si las hay. Era justo que tal tesoro se labrara en lo oculto según su estilo propio, sin agitaciones, despreocupadamente, para luego ser ofrecido en don a muchos. Cuando se observa esto, no resulta en modo alguno casual que el más recomendado entre los doctores de la Iglesia fuera cognominado el "Buey mudo". Se trata, con todo, de una mudez locuaz, de un silencio cuyo repliegue anuncia un torrente de riquezas espirituales, de una "soledad sonora" que en nada se parece a la abulia o, peor aún, al silencio calculador motivado por la despreciable prudentia carnis, capaz de cohibir la manifestación de la verdad y de sofocarla bajo múltiples estratos de hez y de simulación.

Este último y flaco tipo de silencio, irritante a cualquier conciencia recta, ha sido el adoptado unánimemente por la Jerarquía conciliar, empezando por los modos impuestos en su momento por la Ostpolitik. Dejamos a los entendidos en la materia la cuestión acerca de, si por defecto de forma, las consagraciones episcopales Novus Ordo resultan inválidas, poniendo al gobierno de las diócesis a simples palos de escoba: de la superabundancia de los efectos conocidos por todos, semejante tesis resulta al menos verosímil. Lo que de mínima puede decirse es que esas maneras más bien flemáticas propias del hombre teorético fueron eficazmente exacerbadas por la herejía triunfante hasta lograr la peor de sus caricaturas, emplazando en los solios episcopales a una recua de zombis incapaces de pronunciarse contra los errores y las imposturas que, en progresión creciente, corrompieron la faz de nuestras sociedades y acabaron por doblegar a la Iglesia. Concretamente: tanto o más escandaloso que las blasfemias de Bergoglio resulta el anodino silencio de los prelados que, en masa, han dispuesto no horrorizarse ante aquellos pasajes de la Fornicationis laetitia que, como el parágrafo 3, ya desde el principio del texto, anticipan la aplicación de la hermenéutica hegeliana al Evangelio.

En la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis, pero ello no impide que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella. Esto sucederá hasta que el Espíritu nos lleve a la verdad completa (cf. Jn 16,13)

Se llegó a la desfachatada sazón de manipular las palabras del Señor para -sobre la tesis implícita de la «Revelación incompleta»- abrir las puertas al caos. Esto ya estaba claro desde el principio de este pontificado, según alguna vez lo comentamos en estas páginas: la salida de Benedicto comportaba la plenitud de la ventura conciliar, la "Iglesia de la abdicación". Ahora, enancados sobre las doctrinas condenadas de Joaquín de Fiore y llevándolas a su torsión más maliciosa, invocan con blasfemia al Espíritu Santo para rendirse al espíritu del mundo y a los planes mundialistas, aboliendo la noción misma de pecado y contribuyendo a la total demolición de la institución familiar. Y la demente carrera sigue sin pausa: no bien permitidas oficialmente las comuniones sacrílegas, Francisco la emprende con el diaconado femenino. Y los obispos siguen haciendo la del cartujo.

Aquel pascaliano silence éternel de ces éspaces infinis podría aplicarse a la infinita vileza de los 5000 obispos dispersos por el mundo, incapaces de lanzar el anatema merecido por un documento tan ponzoñoso. Así como la creación material ha sido comparada a menudo con la Biblia, por la elocuencia con la que los seres remiten a su Creador, y hasta los astros son capaces de "hablar en lenguas", como en Fátima, a nuestros jerarcas, a pesar de estar dotados de los órganos de la fonación, les cabe el retrato que el salmista hace de los ídolos de los gentiles (Ps 134, 16): os habent, et non loquentur.

Entre las dificultades exegéticas que presenta el texto del Apocalipsis, hay una particularmente peliaguda: la que, a la apertura del séptimo sello, y luego de haber cundido una vasta catástrofe telúrica, «se hizo en el cielo un silencio como de media hora» (Ap 8, 1), tras el cual vuelven los terremotos y erupciones que anuncian la Parusía. Castellani, rendido ante la dificultad de este pasaje, creyó ver -sin estar del todo convencido- que se refería a un breve período de paz para la Iglesia antes del fin. Si aplicáramos las convulsiones previas a este silencio descrito por el texto sacro a un hecho histórico de pesadilla capaz de convulsionar a los mismos elementos, como lo fue la Segunda Guerra Mundial, el «silencio en el cielo como de media hora» podría bien aludir a la consecutiva reticencia de la Iglesia a proclamar la verdad. A este respecto, el mutismo vescovil en relación a los bergoglianos desafueros ya constituye un clímax difícilmente superable, como de fin de estación: es de esperar, pues, la reanudación próxima de las catástrofes antes de la venida del Justo Juez.