lunes, 22 de diciembre de 2014

SOBRE EL ABANDONO DEL «PLURAL MAIESTATIS»

 por Enrico Maria Radaelli
traducción por F.I.


Nota: se trata de unos fragmentos de La Chiesa ribaltata («La Iglesia revesada»), publicados en http://chiesaepostconcilio.blogspot.com.ar/2014/12/em-radaelli-sul-plurale-maiestatis.html#more. El título con el que los encabezamos es nuestro. 

A este reciente libro de Radaelli hemos aludido hace pocos meses (ver aquí). Tal como se lo señala en el blogue del que los transcribimos, estos parágrafos sirven a ilustrar, aparte del trágico abandono de una peculiarísima dicción como lo es el «plural mayestático» -sin dudas la más adecuada al magisterio pontificio-y sus nocivos efectos para la fe de la Iglesia, la ulterior y falseada recuperación del plural a los fines de consumar la torción del «sentire cum Ecclesia». La Relatio del reciente Sínodo lo comprueba, pese a que «la esencia del Primado no tolera el plural sinodal, que no tiene como sujeto al Papa sino a una asamblea de obispos que ni siquiera tiene forma deliberativa, sino apenas consultiva». 


Por muy obvio que parezca que estas asambleas deben emitir sus textos en plural, como ocurre con los documentos de las Conferencias Episcopales -el simple hecho de ser muchos los sujetos involucrados en su redacción así lo exige-, lo cierto es que, al igual que en la moderna democracia y por vía de sutiles transposiciones semánticas adscritas a las tácticas publicitarias, acaba aquí también otorgándose al número razón de autoridad. Cosa que ocurre, v.g., cuando las Conferencias Episcopales, instituciones de derecho eclesiástico reciente, invaden la competencia del Obispo, institución de derecho divino -como ocurrió en el caso de mons. Livieres, removido de su cargo por haber presuntamente faltado a la comunión episcopal. La apelación al principio cuántico travestido de communio resulta en estos casos demasiado evidente, y no hay encomiable administración apostólica que baste a aventarlo. Consta así que el plural synodalis o «plural de bulto», remedo simiesco del plural maiestatis y burda sustitución del criterio cualitativo por el numérico, acaba constituyéndose como un eficaz vehículo verbal de la tiranía revolucionaria y de la legitimación de la apostasía. A esto nos llevó el abandono de aquel principio unitario implícito en la confesión del Unus Dominus, una fides, unum baptisma.




§ 19. Sobre el particular y específico plural maiestatis papal

El plural maiestatis, hay que recordarlo, es aquella figura retórica introducida en la praxis de gobierno eclesiástico en el siglo IV por aquel esclarecido pastor que fue el Papa san Dámaso I (366-84), a través de la cual un Sumo Pontífice recuerda (a sí mismo, aparte de recordarlo al universo de fieles a los que se dirige) que su propia expresión como Doctor de la Iglesia universal no brota solamente de su corazón, sino que lo hace en unión intencional con el Doctor y Maestro sobrenatural de la Iglesia, nuestro Señor Jesucristo, de quien él es por gracia Vicario, de manera que se obliga a pronunciar un «Nos» que reúne místicamente- y por tanto realmente, aunque no físicamente- dos «Yoes»: el propio yo y el «Yo» de Cristo, es decir, de Dios.

No sólo eso, sino que representando y manteniéndose la propia vicariedad en continuidad temporal ininterrumpida, de manera de garantizar la continuidad de la enseñanza de la verdad como si se tratara de una sola y única enseñanza a pesar de su extensión a lo largo de siglos y milenios, su expresión tiene por sujeto un «Nos» que recoge, aparte del «Yo» de Cristo y el propio yo, también el «yo» de todos los Papas que a éste precedieron y que lo sucederán, con el fin de reunir la suma Autoridad de los cientos y cientos de Papas en un solo «Nos» puntiforme, que hace y que da unidad de voz a todo el universo en unión con su Creador.

En otros términos: aquella pequeña palabra «Nos» del plural maiestatis, tal como se lo concibe en la Iglesia, no sólo recoge el magisterio de siglos y milenios en un solo e ínfimo vocablo (lo que ya es mucho), sino que en la semántica legible en ese mínimo lema une tales siglos y milenios a la eternidad, y éste es el "todo" sobrenatural que resulta subrayado en el «Nos».

El plural mayestático papal se distingue esencialmente, por lo tanto, de todo otro plural de la retórica, como el plural didáctico, el plural narrativo, el plural impersonal etc., todas figuras urgidas de fines prácticos y humanos, a diferencia de la nuestra, impulsada por objetivos sustanciales y sobrenaturales: unir la palabra humana a la divina; o más bien: recordar que cierta palabra humana -la de un Papa- está a veces, de algún modo enteramente místico, particularmente vinculada a la palabra divina.

La ventaja del uso de plural maiestatis papal, como se puede comprender, es infundirle al documento que se emite una autoridad que de otra manera sería imposible, como se ha visto, y, en segundo lugar, una igualmente imposible -aunque del todo reconocible- objetividad: al igual que el ''yo" afirma la subjetividad de un pensamiento, el "Nosotros", ensanchando el sujeto como se ha visto aquí, e involucrando en él incluso a Dios, afirma la más fría y distante objetividad, otorgando con ello la mejor garantía de veracidad, tan necesaria para convencer a los corazones de la inmensa intención de bien, y de bien seguro, que se tiene para con ellos.


§ 20Contra la "bonhomía" ejercitada por el Papa Juan XXIII: naturaleza extrajurídica -es más: fuertemente afectuosa- del lenguaje aseverativo y jurídico de la Iglesia

Porque ésta es la paradoja a descubrir en aquello que se está diciendo acerca del «Nos» y su carga formal de autoridad y de objetividad: que detrás de la apariencia glacial (cool, diríamos hoy), distante y "terrible" de un pronombre lo suficientemente poderoso como para representar, incluso en su pequeño yo, al Padre sobrenatural de toda verdad, se oculta un sentimiento que no podría ser más cálido, más tierno, más palpitante, ya que se trata del amor más ardiente, la más vibrante y sentida preocupación por ofrecer las mayores garantías a sus fieles, a sus propias ovejas, de que todo lo que desciende de aquel «Nos» es seguro, es verdadero, es bueno, está garantizado, porque se afirma al unísono, en consonancia, en armonía con el Padre mismo de la Verdad.

No se dirá y no se insistirá nunca lo suficiente que el discurso formal, en la Iglesia, cuanto más reviste las formas jurídicas, frías y legales, más arde en verdad al rojo vivo a causa del amor, porque el lenguaje de la Iglesia tiene más que ningún otro la misión de asegurar que todo lo que está diciendo es la pura verdad, es toda la verdad y sólo la verdad, y tan extrema garantía sólo puede darla la Iglesia cosiendo la propia palabra a la tela más asertiva, firme y rigurosa ofrecida por el lenguaje.

Esto hay que decirlo, en particular, contra la así llamada 'bonhomía' y la falsa benignidad que le imprimió al magisterio de la Iglesia el Papa Juan XXIII a partir de la Gaudet Mater Ecclesia (posturas, estas, sobre cuya indudable problematicidad nos centraremos, según es necesario, más adelante, en los §§ 35- 6), porque se sabe que ciertas afirmaciones, si realmente se siente uno obligado a hacerlas, como en este caso, deben justificarse y explicarse lo mejor posible, y con la más pía y obsequiosa de las atenciones.

Volviendo a nosotros, el amor que subyace en el lenguaje jurídico de la forma dogmática es amor verdadero, denso, fuerte, ardiente, no contaminado por fines secundarios de ningún tipo, como el deseo de no molestar a nadie, de no sacudir a nadie, de mostrar a todos, incluso, la bondad sonriente y desarmada con que la verdad de nuestro Señor y de la Iglesia se acerca a las almas.

Ya se ha visto -y más aún se verá- cuánto  resulte dañina tan maquiavélica sub-intención, y deletérea, y gravemente perjudicial para la forma de la Iglesia -que es original e insuperablemente dogmática- y para la misma salus animarum a la que ella está llamada a atender, y, sobre todo, para la justicia sublime de Dios.

Sobre el plural maiestatis habría aún muchas otras cosas que decir, pero lo que aquí simplemente se desea señalar es que su ausencia debilita en mucho el tono general de una Carta encíclica, privándola ab origine -al menos en el plano de la percepción- de un requisito que parecería no obstante útil -cuando no sustancial-para el magisterio papal, mientras éste tenga la intención de ponerse en un nivel significativo, no ordinario, aunque pretenda aplicarse sólo a un plano pastoral (y por tanto no vinculante, no irreformable, no infalible sino sólo apelativo y sugerente santas y universales indicaciones).

Considérese cualquiera de las Cartas encíclicas papales hasta Pablo VI incluido (su Humanae Vitae se encuentra todavía en plural maiestatis, no así ninguna de las escritas por Juan Pablo II). Tomemos por ejemplo la Mystici Corporis, firmada por Pío XII, publicada el 06/29/1943. Aun bajo este punto de vista ésta es verdaderamente ejemplar, ya que de su lectura se desprende de inmediato, desde las primeras palabras, cómo la firma en plural haya influido -y diríase aun, determinado- toda su construcción: se respira inmediatamente una seriedad de propósitos, un rigor -antes religioso que intelectual-, una determinación a la verdad y al realismo y, por último, una franqueza pastoral, que infunden en el lector la conciencia de estar recibiendo -casi de estar tocando con las manos, en las preciosas palabras que salen de allí- algo importante, algo vital y resolutivo justamente para él mismo.

El «Nos», ese "Nos" ahí, le dice pronto al lector -junto a otros instrumentos lingüísticos mucho más presentes en la forma asertiva del lenguaje que brota de aquella peculiar fuente dada por el plural maiestatis papal- que los conceptos expresados que se están gradualmente captando son realidades que deben tomarse muy en serio: indudables, decisivas. Por el contrario, en la Lumen Fidei, el lector fiel se percatará en cambio de que, ausente el «Nos», el augusto Autor puede lanzar en la balanza del juicio, aparte de brillantes y simplemente bellas verdades, también y desgraciadamente la sugerencia de otros bien precisos y peligrosos errores.

Pero si todo esto es cierto, si todo esto tiene aquella correspondencia con la realidad que con razón se espera -máxime cuando se habla en el momento presente de hechos angulares, netos, "de peso"- esto significa que este famoso «Nos» debiera definirse no sólo como plural maiestatis sino también como plural caritatis, plural amoris: plural de caridad donativa y de amor desinteresado, o sea plural determinado por y dirigido a la caridad.

Porque la caridad es el nervio esencial, el corazón del lenguaje asertivo, como de hecho lo saben todos los portadores sanos de amor: los padres y las madres, p. ej., que enseñan con infinito cuidado los rudimentos de la vida a sus hijitos, y los enamorados, al punto de que, más allá de todo lenguaje poético, más allá de toda señal fascinante más o menos portadora de símbolos amorosos transversales y de delicadas figuras evocadoras, cerrado el proscenio de los bailes, de las músicas y de los cantos, pueden recíprocamente comunicarse algo cierto y definitivo acerca de su amor sólo si se dicen, muy sencillamente y sin rodeos: "yo te amo", con un anatema adjunto: "no tendrá que haber ningún otro que te lo diga en absoluto jamás". Si no utilizan estas fórmulas básicas y asertivas no tendrán nunca en el corazón la certeza de su sentimiento, que es la primera, fundamental y decisiva cosa que deben saber acerca de su vínculo.

Por supuesto: si no quieren comunicarse esta certeza, esa es otra cuestión. Pero si lo quieren, si quieren estar recíprocamente seguros de su mutuo amor, otro lenguaje más seguro, decidido e indubitable que éste no lo hay. Es por eso que digo que el lenguaje asertivo, "dogmático", del presente del indicativo y de las afirmaciones inequívocas es el lenguaje del amor por excelencia, tanto que el Profeta exclama: «cuando me llegaron tus palabras las devoré con avidez: tu palabra era la alegría y el deleite de mi corazón (Jer 15:16)», porque es una palabra que anuncia el evento, y la alegría que rodea un evento sólo puede ser descrita con palabras (otra cosa es la sonrisa, o la lumbre de los ojos risueños: éstos "dicen" la alegría, pero su descripción la otorga sólo la palabra).

Como se puede notar, es suficiente la lectura "lingüística" de una Encíclica para adentrarse y entender toda su sustancia.


§ 21. Asimetría teológica entre la decisión del papa san Dámaso -utilizar el plural maiestatis- y la del papa Juan Pablo I -abandonarlo-

Juan Pablo I: efímero pontificado
con, al menos, una notoria y perdurable decisión
La decisión de firmar con rúbrica singular en lugar de hacerlo en plural sus propios actos de magisterio y de gobierno, dadas las consideraciones hechas en torno a la semántica del plural maiestatis en vigor en todos los Sumos Pontífices desde el siglo IV hasta el siglo XX al pie de los documentos y actos de magisterio de especial valor, como lo son las Cartas encíclicas (gr. enkyklos, "en torno", "en círculo", es decir, universales, uso que se extendió rápidamente también a los actos de magisterio privado e incluso a los actos personales), es decisión que ofrece fuertes y razonables motivos de perplejidad, sea acerca de la certeza veritativa en el contenido de un magisterio tan miserablemente, tan "humanamente" convalidado, sea sobre el verdadero alcance del "amor de dedicación", de caritas, introducido por los Papas en aquellos documentos suyos: ¿estarán o no estarán éstos aún llenos de aquella sustancia veritativa sobrenatural bastante más clara y casi más audazmente expuesta, casi al punto de "exponernos el rostro" de la Altísima y Divinísima Trinidad, dada por la aureola (= pequeña aura) del pronombre de primera persona del plural formulado con el «Nos»? Y si esa decisión, por el contrario, según lo sostienen sus fautores, en nada menoscaba esa certeza veritativa, ¿por qué entonces el magisterio bimilenario de la Santa Iglesia Romana consideró favorablemente por siglos adoptar esta áurea costumbre, incluyendo en su numinoso carisma no sólo los actos del magisterio sino la persona misma del Papa, motivando todo esto, justamente, por los referidos argumentos?

Hay que considerar que, de hecho, teológicamente hablando, la decisión adoptada en el siglo IV por el papa san Dámaso -encender la aureola del plural maiestatis- no es precisamente simétrica  a aquella completamente opuesta adoptada en el siglo XX por el papa Juan Pablo I, luego mantenida y convalidada por los Papas sucesivos -apagar la aureola del plural maiestatis-: la primera, de hecho, no hizo más que explicitar un concepto subyacente en el magisterio -la «Logocracia» que reina en la historia- por el cual, expresándolo en situaciones específicas, en nombre (horizontalmente) de la universalidad doctoral de la Iglesia -es decir, de todos los obispos del mundo- y hablando (verticalmente) en nombre de Dios, el «Yo» de aquel hombre elegido Vicario de Cristo, quienquiera que fuese, en la sucesión Apostólica petrina venía a encontrarse en aquella íntima relación con el «Yo» colegial de la Iglesia y con el ser divino, de manera de poder ser expresada sólo por el aura de un «Nos» incluso en aquellos siglos en los cuales -del I al IV- había sido de hecho expresada sólo por un «Yo»: en cuyo «Yo» el halo del «Nos» ya irradiaba empero su luz, toda implícitamente ardiente.

La segunda decisión, en cambio, aquella del papa Luciani, que desechaba el «Nos» y retomaba el uso del «Yo» singular, anulaba con esto justamente el concepto mismo de unión mística (que no equivale a decir irreal, pero en tanto unión supremamente real quiere decir, a causa del carácter sobrenatural de uno de los dos componentes, "mistérica"), de vínculo ideal e intencional (horizontal y vertical), con el fin de reducir, encoger el augusto Hablante a la sola persona de aquel Papa ahí, desvinculándolo y haciéndolo ajeno al contexto eclesial y divino que, según se dijo, habría podido en cambio ceñirlo siempre como una aureola, casi haciéndolo hablar de hecho, si así puede decirse, por su intermedio. Pero, al hacerlo, despojó a la Logocracia de sí misma.

Así pues, la decisión tomada por el papa san Dámaso I después de 366 (año de su elección), no hizo más que recoger y explicitar la conciencia de la realidad divina de las cosas, realidad divina hasta entonces presente de todos modos en la mente de todos, se tratara de san Pedro o del más humilde de los fieles, pero no expresada aún apertis verbis, aún no manifestada con la boca en la misma medida en que estaba en el corazón. Se insinúa aquí el clásico principio de Lérins que da a una doctrina un valor de credibilidad magisterial cercano al dogma: «quod semper, quod ubique, quod ab omnibus creditum est», «[creemos sólo en] lo que siempre, en todas partes y por todos se ha creído»: primero implícitamente, ahora de manera explícita. La decisión del papa Juan Pablo I y sus sucesores, en cambio, debido a su naturaleza negativa, a causa de su naturaleza autoprivativa, ya no puede ser leída en el sentido de que implique aquella realidad divina, aquella Logocracia hoy soslayada, sino como un claro aunque no explícito rechazo de ésta, quizás incluso como una silenciosa desmentida de la misma.

Con esto no se quiere decir que ésta fuese la intención de aquel que hizo esa elección, ya que las razones podrían ser también otras (por ejemplo, la búsqueda de una cierta simplicidad, o de un cierta humildad de exposición, tal como para quitarse de encima, de alguna manera, aquellos que se suponían -aunque inopinadamente, y de hecho erróneamente- paramentos inútiles, ¡incluso dañosos! a la verdad con la que debía presentarse a la Iglesia).

El hecho es que la decisión se tomó, y fue tomada y aprobada en la sucesión de uno y dos, y tres, y cuatro Pontífices. Y si alguien cree que ésta fue motivada en el fondo por razones no estrictamente religiosas -es decir, teológicas- sino "ideológicas", "de conveniencia de estilo" (o sea, como dice Livi  en Verdadera y falsa teología, a través de filosofías falsificadas como las arriba citadas, como el maquiavelismo utilitario), sigue siendo perfectamente posible que se tengan razones para creerlo así, ya que esta decisión va de la mano con otras opciones análogas, como se verá más adelante.

¿Fue una decisión des-dogmatizante? Ciertamente ayudó a esfumar la auctoritas, a alejar la potestas del dogma de la personalitas del Papa: la figura del Papa-Dogma empezaba también con esto a ser vulnerada, y el férreo, crístico, el sobrenatural cerrojo veritativo que le sujeta el pulso al «misterio de iniquidad» sufría ciertamente aquí una primera y significativa limadura (llamativa, sí, pero al parecer, teológicamente no del todo relevante).