martes, 25 de octubre de 2016

HABÉRNOSLA CON ESTO

Quizás no son los mismos exactos caracteres con que Nietzsche lo previera, pero debe decirse que el advenimiento del Übermensch ya se cumplió con creces. Nacido y multiplicado en las probetas de la ingeniería de conciencias, el hombre-átomo aparece en rigurosa coincidencia con el desarrollo de la física atómica -esto es, de la voluntad desaforada de dominio. Cabeza abajo todas las cosas, no será entonces novedad afirmar que hoy la ciencia es urgida y gobernada por la técnica, que el fin de la misma ya no estriba en la contemplación gozosa del misterio entrañado en los seres que ella escruta, sino en el reinicio de nuevas espasmódicas rebuscas -sin tino éstas y sin término. Aquella sabrosa paradoja del Estagirita que sintetiza el sentido de los desvelos del hombre sobre la tierra, «trabajamos para descansar» (aplicable, sin dudas, también a la vida intelectual, cuyo fin es la contemplación), se ve hoy desmentida por un «trabajamos para trabajar», sin el sentido informado por un término. O bien: el término es el mismo medio. Así, el finalismo ínsito en el operar humano, que pone en todas nuestras obras un carácter moral, se ve trocado por ese caminar sin pausa y sin rumbo que caracteriza a la existencia de una notable porción de nuestros contemporáneos. Abstraída toda finalidad, no hay descanso en el infierno larval de las voluntades ciegas y apiñadas.

Consta, sí, una límpida coherencia en el contexto de estas realidades tan turbias. La embriaguez de la posibilidad, de la potencialidad, de la potencia, se corresponde con el desprecio de toda actualización de la misma en obra; se exalta cuanto ofrezca razón de medio a despecho del fin, asociado éste (a instancias de un naturalismo nunca revisado) a la muerte sin más. Del mismo modo, el libre albedrío -que es mera condición, casi como si dijéramos un órgano- es festejado con euforia, con total olvido de «aquella libertad esclarecida / que en donde supo hallar honrada muerte / nunca quiso tener más larga vida», en versos de Quevedo que recuerdan la grandeza moral asociada al uso de la libertad para el bien. Este sombrío pathos hodierno le fue anticipado por san Pablo a Timoteo (II 3, 7) al referirse a los hombres de las postrimerías, que estarían «siempre aprendiendo y nunca alcanzando la ciencia». Siempre en la misma línea, se ha abonado hasta el cansancio la blasfema persuasión de que a la eternidad de los bienaventurados debe corresponderle un aburrimiento como de esplín burgués, para oponerle entonces la excitación lunática de los conciertos de rock, cifra y culmen del género de gloria que esperan muchos de nuestros contemporáneos.

Hablar de una «cosmovisión» moderna, dado este estado de cosas, resulta inexacto y pródigo de más. Cosmoceguera, más bien, en consonancia con esas vendas con que se han sellado voluntariamente las lámparas del cuerpo. La ceguera espiritual resulta la dote, el lote y el mote apropiables a tanta deserción tan consentida, el mal negocio de quienes empezaron por negar el ocio admirativo y continuaron braceando una existencia vuelta de espaldas al misterio. "Hay infinitas distracciones a las que abocarse", le musitó al oído el antiguo enemigo a esta raza que se encontró, a la vuelta de unas pocas generaciones, envuelta en un mar de artefactos que eran otras tantas cadenas. Con irónica añadidura de ademanes libertarios y bilioso escarnio del principio de autoridad, como en aquellas exponentes del porno-marxismo que, sustituido el sujeto «proletariado» por el más numeroso y manipulable de «mujeres», salen a reclamar sus falaces derechos imitando a la pelandusca despechugada que pintó Delacroix como alegoría de la "libertad" revolucionaria, cerrando con sus indecorosas fachas el círculo pictórico abierto por la Revolución. [Una órbita más amplia, más que pictórica, se cerraría con la esperada inscripción de san Lutero en el catálogo de los santos (que, al mismo precio, podría incluir a algunos predecesores y sucesores del hereje sajón: Huss, Wycleff, Melanchton y Calvino, entre otros). La Contrarredención de los malditos (y éste sería el mayor de sus triunfos) quedaría asociada, en la confusión de los más, a la causa de la Iglesia.]  

El escepticismo, según aquella etimología que hace de éste el estado de quien va y viene por las cosas sin atinar una sombra de juicio: éste sería el puerto de tanta operosidad sin brida que resume en una sola imagen el espectáculo de los últimos dos siglos, ese mismo escepticismo que corroe los ánimos y las ánimas, que quita el deseo del bien último y empece al hombre todo, dejándolo solo consigo mismo y aun sin siquiera él. Se ha ido tan lejos en la progresión del mal que la ofuscación espiritual de nuestros días asume proporciones bíblicas, como por lo demás ya lo había anticipado el Señor: «será como en los días de Noé...» (Mt 24, 37), sin que aquellos que tienen el cometido de denunciarla atinen a abrir sus tímidas bocas. Crasa la extemporaneidad y el error de diagnóstico de aquellos que recurren a ternezas pastorales cuando lo que urge es increpar a viva voz. Al precio de devenir pastores de alimañas, olvidan que para resucitar a Lázaro, que ya hedía, el Señor le ordenó con voz potente que saliera de su tumba, y que en el Apocalipsis (19, 15), en su venida postrera, el Rey de Reyes es retratado con una espada afilada que asoma por su boca.

Cumple siempre recordar que el milagro de la transubstanciación se opera pronunciando unas precisas palabras sobre aquellas materias que, de otro modo, permanecerían inalteradas, lo que habría que aplicar para favorecer la conversión de un alma. Que valga la remota analogía: acá hay un exorcismo que obrar, que no unas complicidades que saldar. Tanto, que puede tenerse por muy cierto que si Jesús hubiese cumplido su misión terrena en nuestros días habría habido una multitud de candidatos a Judas sin el terrible final del Iscariota. Si hasta la posibilidad del remordimiento de conciencia fue sofocado, esto es porque empezó por desdeñarse la eficacia de las palabras.

Y se extendió, a la postre de todo, ese trastorno psíquico que antaño se hubiera atribuido a un Antíoco, a un Nerón, y que hoy puede personificarse en cualquier hijo de vecino. La psicopatía, que cierra al sujeto sobre su eje y lo hace indemne a todo sentimiento de culpa que pudieran suscitar sus faltas, se ha expandido con las mismas moléculas de aire. Y no hace falta que prorrumpa el asesino múltiple en los noticieros para identificar esa patología entre nosotros: se mata al desgaire, sin efusión de sangre, se anula y troncha una y muchas vidas toda vez que se desmembra una familia por capricho; que, sin oponer resistencias, se entrega a los propios hijos a la máquina profanadora de conciencias; cada vez que se infringe el compromiso contraído de palabra arguyendo para sí que verba volant, que nada nos ob-liga. ¡Con qué claridad describe el salmista al hombre que morará en el Tabernáculo de Dios como a aquel que «no vuelve atrás aunque haya jurado en perjuicio propio» (Ps. 14, 4), y qué contraste con este homúnculo corrompido en sus fibras más íntimas por la falaz persuasión de que no hay otra realidad que el yo, y un yo voluble! Éste es el insight, como lo llama la psicología cibernética: la supremacía del yo personal y sus deseos con aptitud para justificarlo todo, aun el perjurio y la traición.

Gentes sin historia, sin raíces, capaces de dar al traste en un tris con el trasto de sus pasados pisados, no es raro que la evocación de las virtudes de un tercero los irrite, ya que son enemigos de la virtud y que, como en una parodia de pasión moral, su apatía fundamental sólo se vea sacudida por un brote de indignación siempre que se reconozcan lesionados en sus deleznables intereses, único ámbito que se avienen a reconocer como sacro. Como es obvio comprobar, a este morbo le corresponde una política concebida no en atención a la amistad social sino más bien fundada en maquinaciones de parte, de partido, que no son sino una amplificación de aquellas mezquindades que, a su vez, fomentan. Y la amistad personal, meramente nominal aunque celebrada con cotillón de gestos y vaniloquios, acaba reduciéndose a un rejunte de egoísmos, a una confluencia transitoria de intereses.

«Él no amaba: lo único que amaba era ser», dice Rilke del personaje de uno de sus libros. Tenemos que habérnosla nada menos que con esto los católicos en estos días, que son los de la Pasión de la Iglesia, tiempos ya previstos como aquellos en que los hombres «no soportarán la sana doctrina» (II Tim 4, 3) ya que ésta estorba sus afanes autonómicos. No vale atenuar la gravedad del cuadro: ni los salvajes evangelizados por los jesuitas, ni los tuareg del padre de Foucauld sufrieron de una constitución mental tan indócil a la Verdad como estos fríos e impasibles ejecutores del mal, decididos a condenarse con tal de no tener que plegar sus rodillas. Que el Señor los sacuda con su grito y que despierten.